Desde, al menos, finales del siglo XX es observable un crecimiento del narcisismo. Pocos dudarán, salvo los narcisistas sin un mínimo de autoconciencia, de este fenómeno. Pero, ¿qué es el narcisismo? ¿Qué figura adopta en el presente?
Es necesario realizar, antes de entrar en el problema, una consideración inicial. Observar lo que nos rodea no significa solo contemplar el mundo de los
fenómenos estrictamente sociales o políticos, estar "informado" de cosas que suceden en el sentido de tener noticia de ellas. En su sentido más recto, "in-formación" significa "hacerse interiormente" con una "formación". No es necesario, para ello, depender de la institución educactiva, tener que entrar en sus caminos ya estipulados. La comunicación misma se puede convertir en verdadero vehículo de una recíproca "in-formación" con tan solo añadir al dato, al hecho, una "forma", "con-formarlo" públicamente, para lo cual basta con conectarlo con una noción o con un concepto que lo amplifique; el dato es conducido así desde lo meramente fáctico y concreto a su "idea". La idea de un hecho es su corazón interno, aquello virtualmente universal que quizás esté actualizando. En la comunicación las ideas pueden con-formar internamente a los meros hechos y salvarlos de su agónica literalidad.
No es tampoco de obligado cumplimiento el recurso a la filosofía de escuela para encontrar estas ideas fecundadoras de los hechos. La filosofía está en todos los seres humanos y basta con que se de espacio a la suficiente demora reflexiva. Le ruego al lector disculpas por recurro a una idea ya consagrada en la historia de esta disciplina. Y es que la divulgación puede también contribuir a la con-formación de las opiniones.
Hay, en la Fenomenología
del Espíritu de Hegel un apasionante episodio
que conduce al fenómeno de la infatuación
en la cultura. Constituye un marco de ideas muy rico para pensar el fenómeno del narcisismo actual. Sin por ello tener que declararse
hegeliano, es de rigor reconocer que se encuentra ahí,
en esas páginas de tan meticuloso escrito, algo
que (a mi juicio) describe el corazón mismo de lo que sucede en el presente. Pero como lo
que sucede tiene su aspecto devastador y también
su esperanza de superación, prefiero ser cauteloso
y no hablar de una realidad consumada, sino de un riesgo,
del riesgo de infatuación cultural.
Para llegar al significado de este riesgo me permito
reconstruir aquí, de un modo muy sucinto, un
trayecto del desarrollo de la realidad comunitaria tal
y como es expresado en el texto hegeliano e introduciré, en esas mimbres,
algunas opiniones que son ya personales. Se trata de
ese parágrafo que lleva por título (en
la traducción de Wesceslao Roces, F.C.E.) "La
realización de la autoconciencia racional por
sí misma").
Como se sabe, todo en este universo
hegeliano es la descripción de cómo la
potencia racional que recorre internamente a la acción
humana, el espíritu, procura abrirse paso y de
cómo, al mismo tiempo, en ese abrirse paso, tropieza
una y otra vez con contradicciones, haciendo de estos tropiezos un aguijón
para levantarse y volver a superarse.
Una genuina comunidad humana sería aquella en
la que lo singular (el individuo) y lo universal (el
pueblo) se atravesaran recíprocamente. El hombre
singular viviría, así, no sólo
en su soledad, sino inserto en el apasionante movimiento
de lo colectivo como algo viviente y enérgico.
Encontraría, dice Hegel, así, su "dicha".
Pero esta comunidad sólo está "en
la idea", es "abstracta". Y experimenta
que ha de realizarse efectivamente. Los siguientes no
son todos los pasos de tal realización ni tampoco
en todo su detalle (todo el mundo sabe que conducir
a Hegel al detalle equivale a escribir excesivas páginas). Se trata de seguir el curso de la lógica interna a la idea misma de "comunidad" (una lógica dialéctica).
Pensar la comunidad es pensar el devenir del mencionado vínculo entre singularidad (del individuo) y universalidad (del pueblo).
En un primer momento, lo singular (el individuo) se sacrifica
a lo universal del pueblo, pero lo hace con la convicción
de que dicho pueblo es magnífico. Se doblega,
de este modo, a algo má allá de él
mismo, algo universal, que experimenta como grandioso
(por ejemplo, el ciudadano ateniense en el magma del
pueblo de Atenas, que es mucho decir).
Pero el momento anterior tiene que negarse a sí
mismo. Y ello necesariamente. El ser humano singular
se reconoce en el momento dialéctico anterior
como perdiendo su autonomía, fundido una eticidad del pueblo, es decir, con sus constumbres y modos de ver;
y ahora se interroga si acaso no se ha precipitado y se ha abandonado ciegamante a reglas ya instituidas. Se vuelve hacia sí por esta razón, a conquistar su
autonomía. Se trata de un movimiento del individuo hacia sí mismo para extraerse de la eticidad en la
que está sumergida y afirmarse a sí mismo,
haciendo valer su derecho frente a tal eticidad. Tiene,
pues, que perder su dicha, que coincide con la pérdida
de la «confianza firme» en la eticidad inmediata:
«Sin embargo, de esta dicha que consiste en haber
alcanzado su destino y vivir en él ha salido
fuera la autoconciencia (...) La razón tiene
necesariamente que salir fuera de esta dicha. (...)
La conciencia singular, tal como tiene de un modo inmediato
su existencia en la eticidad real o en el pueblo, es
una confianza firme [y en ella] no se sabe como ser
para sí, como pura singularidad. Pero cuando
llega a este pensamiento, como necesariamente tiene
que llegar, se pierde esta unidad inmediata con el espíritu
o su ser en él, pierde su confianza» (p.
211).
La razón se enfrenta, entonces, a las leyes y costumbres
éticas «y el individuo es para sí,
como este yo, la verdad viva» (p. 212). Ha perdido
su dicha, por supuesto, pero espera reencontrarla en
una colectividad mejor. Comienza, así, un camino
trabado de esperanzas y fracasos. Y hacia ello se encamina
la acción del hombre singular, buscando la unidad
con la comunidad a un nivel superior, más alto
y elevado que ese del que se separa. Se busca una comunidad en la que no solo se compartiera un conjunto de modos de ver y de costumbres, sino en la que también, estas fuesen las dignas de estar avaladas por la autonomía libre de todos y cada uno. ¿No es un ideal magnífico? Un estar fundido con una comunidad, pero juiciosa y libremente, así como en compañía de la libertad y capacidad de juicio de los otros. «Y
como esta unidad se llama dicha, este individuo será
enviado, así, por su espíritu al mundo
a la búsqueda de la dicha» (p. 212).
Para alcanzar este ideal, primero ha de ser negada la comunidad actual, en la que las normas han sido aceptadas sin criterio. El
primer camino que encuentra el hombre singular en esa negación y hacia
su dicha es el del placer. El individuo se afirma ahora
a sí mismo frente al mundo colectivo, frente a la eticidad, considerándola
algo coactivo que le impide la libertad. Se afirma como
lo contrario de la coacción (que es como experimenta
ahora a la eticidad colectiva "oficial", por
decirlo así), es decir, se experimenta a través
del goce. Pero, dado que sigue queriendo, como singular,
vincularse con lo universal de algún modo, y
dado también que está convencido de que
esa mediación entre su singularidad y la universalidad
no se consigue en el mundo instituido, experimenta que
el goce lo vinculará a lo universal de la «vida».
El goce es lo que, en la autoexperiencia del individuo,
lo liga a una universalidad. Y esta universalidad está
más allá de lo instituido. Es «la
vida».
Comentario personal en este punto. ¿No vemos
aquí el espíritu mismo del jóven
que se experimenta "revolucionario"? ¿No
es esta la fuerza que nos conduce a todos, en nuestra
juventud, a negar lo instituido y a lanzarnos a un terreno
más vasto y profundo? No sabemos cómo
llamarlo porque es eso, muy profundo, y le damos esa
expresión: "la vida". Hasta aquí,
perfecto. Pero ahora Hegel nos presenta cómo
ese grandioso impulso hacia el océano vital termina
defraudando al individuo. Sigamos, pues, con Hegel.
Al ir "hacia la vida", el individuo rebelde tiene ante sí
una universalidad profunda. Ahora bien, al empezar a
caminar tiene que concretar esa "vida profunda" que experimenta y sueña.
Y lo concreto es la vida inmediata, de la que quiere
gozar abiertamente. Aquí encuentra entonces una
autodestrucción. Y es la siguiente. Lo inmediato,
lo concreto, no es universal. En lo inmediato no encuentra
el sujeto esa universalidad profunda de "la vida"
a la que aspira. Cada cual entiende la vida de una manera. Tal "vida" está, sí, en muchas "vidas",
pero todas y cada una de ellas son parciales. El individuo no encuentra, pues, la universalidad que anhelaba. Se experimenta
ahora vacío y como sumergido de nuevo en algo
que se ha vuelto abstracto:
«Por tanto, la individualidad
(...), en vez de haberse precipitado de la teoría
muerta a la vida, lo que ha hecho más bien ha
sido precipitarse solamente a la conciencia de la propia
carencia de vida y sólo participa de sí
como la necesidad vacía y extraña, como
la realidad muerta» (p. 216).
Un pequeño paréntesis para un breve cometario
personal. Esta experiencia debería conducir al
individuo a rebasar la mera vida en el goce.
Se ve ya que esto es necesario por su propia textura
interna: ha de ofrecerle a eso que llama "vida"
algo más sólido que aquello que se ofrece
al mero goce. Pero ¡cuántas veces encuentra
uno en su entorno una resistencia a este reto! Lo encuentra
en la figura de lo que llamaría infatuación
en la vida. No se trata del que, de un modo nietzscheano,
por ejemplo, quiere convertir a la vida en voluntad
de crecimiento y expansión, en auto-trascendencia
contínua. No. Se trata del que simplemente se
afirma en la vida sin trascenderse a través de
ésta. Se trata del modo de proceder del que, en vez de reconocer su limitación en este momento del desarrollo, retrocede y se convierte en un dogmático
sin saberlo y, así, en un pseudo-revolucionario. Esta figura de ser humano es la de un individuo que no se pone
en cuestión a sí mismo, que no piensa. Genera
en sí una autoconfianza ciega e ilimitada. Y
entonces se convierte en lo opuesto de la vida (que
es afirmación en exuberancia): se convierte en
una "negación viviente". Todo en él
es "negar". Niega a la institución,
niega al Estado, niega al así llamado "sistema".
Y todo eso es cuestionable, sí. Pero él
lo hace "por principio", "porque sí".
"Y punto". No tiene las agallas de transformar aquello
que se le enfrenta, simplemente le dice "¡No!".
Y este "¡No!" trabaja en él taimadamente
y lo devora. En su fuero interno cree que está
cambiando el mundo y, en realidad, lo está justificando
tal y como está instituido, pues todo lo constituido
es (eso lo había visto bien) una negación
de la vida pujante y nada más. Ha llegado a una infatuación de sí. Tal infatuación
de sí rebosa en sus gestos y en su pose.
Se presenta como un egregio "cuestionador de todo"
y es solo un "ser que todo lo niega".
Así que la infatuación lo conduce
a la infauStación. Es Fausto, seducido
por Mefistófeles, "el espíritu que
todo lo niega". Esta figura de la infatuación
en la vida destroza a esa forma de vida que es continua auto-transfiguración creadora.
Pero quien cae en manos de semejante figura no lo sabe. Y
ahí radica su nulidad.
Sigamos con Hegel. Imaginemos que el individuo tiene la fortaleza como para cuestionarse. Ahora tiene lugar otro paso dialéctico.
La autoexperiencia del individuo ya no se busca a sí
misma en el mero «ir a la vida en el goce».
Ahí no hay nada universal. Busca esa universalidad,
entonces, en la «necesidad de su propia conciencia».
Opone a la ley externa la ley interna. Apela, frente
al mundo ético presente, los principios de
su «conciencia». Sigue, lo que denomina
Hegel "Ley del corazón". ¿Ley
del corazón? Sí. Es corazón y es
ley. Frente a la frialdad de las normas externas, su
conciencia es pasional, cordial, surge del «corazón»
(podemos recordar aquí cómo enunciaba
Kant el sentido de la Ilustración: «tener
el coraje de servirse del propio entendimiento sin la
guía de otro»). Pero no es, simplemente,
pasión interior. En el interior de la conciencia
encuentra el individuo algo que vale por sí mismo
y que debería convertirse en un principio universal.
Está experimentado, entonces, su conciencia como
«ley» virtuosa en sentido moral, como virtud (aunque interna).
La ley del corazón se enfrenta, como ley interna,
a la «ley externa». La ley externa la encuentra
objetivada en el derecho y en los códigos institucionales
de esa comunidad contra la que se confronta. Y está
escriturada. Frente a ésta, la ley del corazón
sería una «corte de justicia» interna
en la conciencia del individuo. La ley externa es experimentada
como «orden del mundo violento», un orden
que ejerce poder sobre una «humanidad que padece».
Ahora bien (y aquí viene lo crucial), en ese
proceso, que está completamente justificado,
el sujeto se autoaniquila una vez más, aunque
en otro nivel. «La ley del corazón (dice
Hegel) deja de ser ley del corazón precisamente
al realizarse». A este autoaniquilamiento le llama
Hegel «Infatuación».
¿Cómo es generada en la "ley del
corazón" su "infatuación".
La ley del corazón tiene que objetivarse, realizarse
en la práctica. Eso significa que se tiene que
expresar públicamente, en forma de «protesta»
o «rebelión» (más allá
de la propia interioridad). Toda protesta o rebelión
tiene su sentido. No se trata de afirmar que no debería
haber protesta ni rebelión. Se trata de mostrar
que el camino es largo y que, en este primer momento
de su exposición, de su realización, tropieza
con su propia negación, que tendrá que
superar en algún momento. Pues bien, al hacerlo,
al ponerse en práctica la ley del corazón,
se encuentra con que el «otro» presenta
también su propia «ley del corazón»,
que no coincide con la suya. Aparece una contradicción:
su ley del corazón, puesto que es ley, ha de
ser «ley de todos los corazones», tiene la vocación de expresar a todos los seres humanos; pero,
en cuanto se expresa realmente, se encuentra con que
no lo es; los otros también quieren que su ley
del corazón sea la ley de todos los corazones.
Comienza, entonces, una especie de «guerra de
todos contra todos» en el espacio público
"revolucionario". La realización de
la conciencia ha encontrado su «inversión»:
ahora es des-realización:
«De ahí
que los demás -sentencia Hegel- no encuentren
plasmada en este contenido la ley de su corazón,
sino más bien la de otro; y precisamente con
arreglo a la ley universal según la cual todos
deben encontrar su corazón en lo que es ley,
se vuelven contra la realidad efectiva que este individuo
propone. (...) Y así como, primeramente, el individuo
abominaba solamente de la ley rígida, ahora encuentra
contrarios a sus excelentes intenciones los corazones
mismos de los hombres, y abomina de ellos» (p.
229).
Mire usted, querido lector, nuestro mundo presuntamente público. ¿No es este que se acaba de describir? El fenómeno paradójico es precisamente
este, sí. La conciencia del individuo, ley del corazón
que ya no se reconoce universal en el seno de una miríada
de leyes del corazón, se siente ante el reto
de autocriticarse. Pero no lo hace. Surge una resistencia
en cada uno, una resistencia múltiple, y esta
resistencia es la infatuación. «Las palpitaciones
del corazón por el bien de la humanidad se truecan,
así, en la furia de la infatuación demencial,
en el furor de la conciencia de mantenerse contra su
destrucción, y ello es así porque arroja
fuera de sí la inversión que la conciencia
misma es y se esfuerza en ver en ella y en enunciarla
como tal» (p. 222).
Vemos que la autoafirmación despiadada de sí (coincidente con una negación del otro) no es la que se señaló en otro paso anterior, la del placer de la inmersión inmediata en la vida; se trata de una autoafirmación "letrada" o "reflexiva" (piense, lector, en los intelectuales de postín: son ejemplo actual de esta infatuación).
Pero sigamos. Una vez que la infatuación ha tomado presencia
en el mundo objetivo, adopta una inercia perversa. El
dinamismo de la infatuación fuerza a que la justificación
del propio obrar se cargue sobre las espaldas de los
otros, a los que se acusa de ser enemigos del pueblo,
opresores o explotadores:
«[La conciencia] enuncia,
por tanto, el orden universal como un trastueco de la
ley del corazón y de su dicha, manejada por sacerdotes
fanáticos y orgiásticos déspotas
y sus servidores, quienes, humillando y oprimiendo,
tratan de resarcirse de su propia humillación,
y como si ellos hubiesen inventado este trastueco, esgrimiéndolo
para la desventura sin nombre de la humanidad defraudada»
(p. 222).
Finalmente, la lucha de todos contra todos se rebaja
-dice Hegel- a la lucha, no ya de «leyes del corazón»,
sino de algo peor, de meros intereses privados (y esto
es todo lo contrario de lo que pretendía en su
inicio la ley del corazón). Y es que en el interior de una autoafirmación aparentemente moral hay exclusivamente un auto-interés. Surge entonces «este
estado de hostilidad universal, en el que cada cual
arranca para sí lo que puede, ejerce la justicia
sobre la singularidad de los otros y afianza la suya
propia, la que, a su vez, desaparece por la acción
de las demás. Este orden es el curso del mundo,
la apariencia de una marcha permanente, que sólo
es una universalidad supuesta y cuyo contenido es más
bien el juego carente de esencia del afianzamiento de
las singularidades y su disolución» (p.
223).
Hasta aquí Hegel. Él prosigue intentando
mostrar la salida a esta contradicción a la que
llega el elevado ideal de la "ley del corazón".
Pero esto quede ya para otro análisis.
Es duro decirlo, pero uno se ve obligado a ello en la
observación de las circunstancias presentes. Bajo
la apariencia de un noble ejercicio de la conciencia
frente a los poderes de lo instituido, se expanden mil
formas de la infatuación de la conciencia en nuestra cultura. Y esto es palpable en los Hunos y en los Hotros (como diría Unamuno):
en cada una de las partes en conflicto. Y ello, también,
tanto en los altos niveles de la política gubernamental
como en los resquicios de la vida cotidiana. Es como
si el mundo hubiese quedado detenido en este trance
difícil del cauce hacia la libertad. En su detención,
toda protesta pierde su inicial impulso y se invierte.
Ya no se coloca al servicio de una afirmación
más amplia y verdadera. La protesta concreta
se resiste a contemplar su ruina necesaria en pos de
una protesta más universal y profunda. Se resiste
a avanzar. Es esa resistencia lo que la transmuta en
mera negación persistente y empecinada, pero
vacía. Negación, pura negación
vacía. Una negación de lo otro de ella
que se pone al servicio de la afirmación de su
minúscula supervivencia. De nuevo aparece aquí la figura
del pseudo-revolucionario. Helo ahí. Comenzó
quizás un día embriagado por un sueño.
Ahora ese sueño es sólo ficcional: ya
no es un "siempre más allá",
sino (bajo esa apariencia y muy sutilmente) un repetido
y quieto "más acá, aquí, este
No". Y como es tan variopinto, tan maleable, tan
presto a encarnarse en rostros diferentes, uno escucha
su murmullo por doquier. Puede ser en la encarnación
del político. Puede tener lugar en la encarnación de un intelectual de postín, como ya se ha dicho. Puede tener lugar en la encarnación
del ingenuo contestatario que se coloca frente a la
institución (la que sea) y se mantiene sin cese
y sin cambio en su ¡No! por principio. Puede tener lugar
en la encarnación de un vecino de urbanización.
Da igual. En cualquier caso, ese "¡No!" tan vaciado
y tan engreido va llenando las horas, los días
y los años. LLega incluso a adquirir cierto empaque
y un aire de brío y pensamiento del que carece.
Y seduce. Se hace tan seductor que la sociedad entera
cree ver en él el espíritu de creación.
No todo es así. Hay notables excepciones que
alientan. Pero para decir que una época es lluviosa
no hace falta, querido lector, que llueva todos los días y a todas
horas. Incluso puede, en ella, lucir un cierto día
el sol. Nuestra cultura es autófaga: persiguiendo
cosas elevadas, incurre en lo opuesto de lo que persigue. Sólo reconociendo esta cruda realidad del presente podrá
nuestro remedo de comunidad rebasarse a sí mismo, atravesando esa noche que
es, para dejar que aparezcan, de amanecida, luces
de aurora.
Mientras tanto, tal vez sería conveniente que pensásemos en que, si el narcisismo posee esta potencia en la actualidad, difícil es que las críticas al narcisismo, incluida la de este mismo escrito -querido lector-, escapen a lo que ponen en solfa.
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