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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo |
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio.
Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar. |
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Subjetivación agenésica y presente fatídico |
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El totalitarismo es un fenómeno de múltiples
rostros, poliédrico. Al vincularlo con la agenesia,
es decir con la incapacidad para engendrar y crear,
no pretendemos agotar su sentido, sino subrayar uno
de sus aspectos, el que nos parece más extendido
y corrosivo en el presente. Nuestra apuesta central,
en esta línea, radica en que tal vínculo
hunde sus raíces en el ámbito de la cultura
occidental, es decir, en el suelo civilizacional entero
de Occidente.
Nos
parece completamente necesario para la actualidad lanzar
una mirada al modo en que el enlace que indagamos -autoritarismo
y agenesia- se extiende en el rostro visible de la praxis
social y política, provocando —y este efecto
es crucial por su nuda crudeza— un sufrimiento
colectivo de tan gran proporción que demanda
hoy la atención de la filosofía.
1. Con Foucault, más allá de Foucault. Procesos
de "subjetivación agenésica"
en la sociedad actual
Foucault ha mostrado convincentemente que el poder,
en su forma más actual, se afianza a través
de procesos de subjetivación. Discurre, según
ello, a través de la retícula social de
relaciones interpersonales en su dimensión microfísica,
basal. En semejante campo, que es el de la vida, no
opera imponiendo normas y sanciones o castigos correspondientes.
Su fuerza, sutil y paradójica, radica en que
circula a través de los cuerpos, de los seres
de carne y hueso, promoviendo la vida, suscitándola,
ampliándola. Ejerce sobre los seres humanos algo
así como una realización por des-realización,
construyendo conductas, injertando hábitos, gestionando
la temporalidad y la espacialidad de la praxis y, en
suma, elaborando modos de subjetividad. El sujeto social
se muestra, desde esta perspectiva, como un producto
que ilusoriamente cree realizarse o hacerse desde sí,
cuando tal realización, en el fondo, ha sido
capturada y fabricada.
Partiendo de esta conformación del poder en las
sociedades contemporáneas y dilatando su sentido,
nos gustaría llamar "subjetivación
agenésica" al fenómeno en virtud
del cual la constitución de subjetividades por
el poder revela un carácter totalitario que se
evidencia en la descomposición y ruina del ser
auto-creativo inherente a lo humano.
El hombre es un ser autocreador. Uno de los rasgos que
pertenecen a su condición sorprende y cautiva:
su tarea en la vida no es experimentada exclusivamente
como deseo de subsistencia, de permanencia en sí,
sino, más allá, como anhelo a una vida
más intensa, más rica, creciente en cualidad.
Se ha expresado en filosofía de muchos modos:
tiende al crecimiento de sus fuerzas activas (Nietzsche),
al desarrollo sin fin de la excelencia (Aristóteles),
al alcance de la innombrable autonomía racional,
instancia regulativa e inalcanzable (Horkheimer, Adorno)...
Para decirlo con Heidegger, no posee un ser determinado,
sino que es, de raíz, pregunta por su ser e inagotable
empeño en ser. En cualquier caso, y aunque siempre
esté condicionado por la facticidad en la que
se hunde, está impelido por sobre-serse (como
diría Unamuno), por autotrascenderse en un camino
sin fin. ¿Y no significa esto que en tal trayecto
esté lanzado a la auto-transformación
permanente? ¿Puede la autotrascendencia del vivir
escamotear la auto-transfiguración? El ser humano,
en su auto-generación (siempre condicionada por
la circunstancia) es proteico, compromete su ser mismo
en la responsabilidad inexorable de crearse, por mucho
que el suelo que pisa lo limite.
La agenesia, en su sentido más radical, no consiste
en la merma contingente de capacidades creativas nombrables
y localizables en el lenguaje de la representación
científica. Es un acontecimiento ontológico,
consistente en la depotenciación del impulso
humano a modelarse a sí mismo y a autotrascenderse
transformándose de modo creativo.
El totalitarismo político implica siempre, a
nuestro juicio, un poder para gestionar la subjetivación
agenésica en la comunidad. La implantación
totalitaria de un orden va acompañada de violencia
represora, pero ésta no es más que un
mecanismo accesorio y exógeno que puede ser abandonado
una vez que ha logrado consumar su genuino modo de alcanzar
el éxito: la incrustación en el tejido
social de procesos capaces de construir una subjetivación
en la que el impulso de los individuos a la autocreación
es extirpado. Es así como reduce la distancia
entre sus fines ideológicos y la resistencia
de aquellos a los que gobierna y domina.
El magnífico análisis que H. Arendt realiza
sobre el totalitarismo confirma en aspectos centrales
este punto de vista. La esencia de lo totalitario radica,
más que en el acto de imponer un marco legal
constrictivo, en su capacidad de seducir de tal forma
que su inmanente lógica penetre en las acciones
y en los movimientos humanos, ocupando el lugar de la
realización espontánea a la que éstos
aspiran. Interpretando a la autora judía, podríamos
decir que logra tal efecto mediante la yuxtaposición
de dos operaciones. Por un lado, se las arregla ideológicamente
para hacer coincidir su lógica operativa con
una supuesta lógica que regiría la realidad
vital misma. El término de «“ley”
cambia de significado: de expresar el marco de estabilidad
dentro del cual pueden tener lugar las acciones y los
movimientos humanos se convierte en expresión
del movimiento mismo» (Arendt, H., Los orígenes
del totalitarismo, cap. 13). Atrapando al pueblo
en su propias reglas de juego, adopta, por otro lado,
un estilo cuasi-místico que, transformando el
pathos del dominado, construye emociones justificadoras
de tales reglas, emociones que han de buscar, para todo
lo que sucede, misteriosas razones insertas en una vida
que se vela y que es silentemente más sabia que
cualquier juicio. «Por eso, el pensamiento ideológico
se emancipa de la realidad que percibimos con nuestros
cinco sentidos e insiste en una realidad ‘más
verdadera' (...), oculta tras todas las cosas perceptibles,
dominándolas desde este escondrijo y requiriendo
un sexto sentido que nos permita ser conscientes de
ella». Se trata de emancipar al pensamiento de
la experiencia y de la realidad; siempre «se esfuerza
por inyectar un significado secreto a cada acontecimiento
público [y se procede] a modificar la realidad
conforme a sus afirmaciones ideológicas»
(Arendt, Ibid., 630-631). La lógica del desarrollo
de una visión autoritaria del mundo y de la praxis
social se hace así irrefutable por principio.
Pues bien, ¿qué significado posee este
resultado? De acuerdo con nuestra terminología,
el de erradicar la propensión a la autocreación
humana y sustituirla por una "autorrealización
ficcional". Tal es el nervio profundo de la subjetivación
agenésica. La propia filosofía arendtiana
es susceptible de ratificar esta conclusión.
En efecto, la praxis política en el espacio público,
que es donde los seres humanos llegan a constituirse
como sujetos autónomos, tiene por meta, según
Arendt, la libertad. Esta no debe ser confundida con
la liberación respecto a cadenas, pues la rebasa:
consiste en la capacidad de iniciar, en la viva fuerza
que hace nacer algo nuevo, en el acontecimiento que
rompe con la necesidad e inyecta la aparición
de un nacimiento (Arendt, 2004, 36 y ss.). Este principio
nascendi desborda los imperativos estratégicos
de la mera supervivencia y coloca al ser humano en el
camino sin fin del ser-se haciendo por ser y adoptando
formas de vida y de autoorganización inéditas.
No hay sufrimiento más profundo en la aventura
humana que el que supone embridar su fuerza
auto-germinativa. La subjetivación agenésica
—nos parece— constituye la fuente más
honda de los padecimientos humanos, pues es comparable
con una parálisis del resorte que dinamiza el
existir, es decir, con una muerte en vida. Su amenaza
constituye, por ello, el terror por excelencia, subterráneo
respecto a todos los terrores cutáneos. Por mucho
que las hambrunas, las guerras, o cualquier otro fenómeno
que ponga en riesgo la supervivencia, produzcan suplicios,
es la pérdida de la posibilidad de auto-crearse,
que está supuesta en el fondo de todos ellos,
la más lacerante dolencia.
2. Subjetivación agenésica y continuidad
fatídica
Llegados a este punto puede ser aclarado en qué
sentido el fenómeno de la "subjetivación
agenésica" está vinculado a este
otro: la "continuidad fatídica". El
primero colapsa el ad-venir que porta el ser humano,
su exceso respecto a sí, la sobreabundancia que
lo excita hacia la forja de su ser y lo convierte en
una flecha lanzada hacia el infinito de su continua
renovación autocreativa. Pero si esto es así,
tal fenómeno lleva aparejado el de la subrepticia
permanencia en un presente continuo, sin apertura a
la autotrascendencia y congelado en una inmediatez en
la que se desvanece la memoria. Este segundo fenómeno
fue estudiado desde una perspectiva psicopatológica
por la escuela del análisis existencial, a la
que pertenecieron psiquiatras que transformaron el significado
de la salud y de la enfermedad en una dirección
existencialista tomando como base la hermenéutica
del Da-sein que realizó M. Heidegger en Sein
und Zeit en 1927. Entraremos brevemente en ello.
La salud, en esta línea, coincide con la experiencia
—a la que Heidegger llamó «maravilla
de las maravillas»— «soy», es
decir, con la autoaprehensión del hombre como
ser que existe . La enfermedad consiste, en coherencia
con ello, en el desarraigo respecto a la facticidad
existencial, cuyos modos constitutivos llamó
Heidegger «existenciarios». Pues bien, la
continuidad fatídica expresa la ruptura del nexo
presente-pasado-futuro, los éxtasis del tiempo.
Se rompe la conexión e integración temporal,
de forma que todo queda reducido a un presente continuo,
vacío, monótono, experimentado como fatídico,
en el sentido de que el fluir del tiempo queda reducido
a la regla de una sola categoría.
En semejante detención sólo queda entonces
la posibilidad de un movimiento aparente, no en expansión
de la vida, sino anclado en la verticalidad de dos ilusiones,
la del ascenso etéreo y la del descenso nefasto.
Binswanger encuentra todo este complejo sintiente en
una de sus pacientes. Ellen West, reducida por la continuidad
fatídica a la mencionada regla de una sola categoría,
escapa ensoñadoramente a través de elevaciones
y hundimientos fantasmagóricos. Ora se volatiliza
en el cielo resplandeciente, ora baja a un mundo de
cieno. Los momentos de altura se caracterizan por un
imaginario espiritual. Se considera llamada a realizar
alguna misión especial, sintiéndose invocada
por una Gran Causa. Por el otro lado, en los momentos
y fases de hundimiento, experimenta el más tremendo
vacío incrustado en el mundo real, fealdad y
aire viciado de rutina diaria, olor nauseabundo a decadencia
y muerte. Todo lo de los demás —piensa—
es raquitismo de multitud que quiere aplastarla (Binswanger,
«El caso Ellen West», en May, R., Existencia.
Nueva dimensión en psiquiatría, Madrid,
Gredos [original: 1958. Con aportaciones de É.
Minkowski, E. W. Straus, L. Binswanger y otros]).
Pero no es sólo la temporalidad existencial la
que se muestra afectada en este fenómeno que
comentamos, sino, al mismo tiempo, la espacialidad.
En la continuidad fatídica el sujeto es incapaz
de adoptar verdaderas perspectivas que rompan la afección
de esa sucesión infecunda de lo que sucede. Como
mostró M. Merleau-Ponty, sin perspectiva le es
imposible al hombre organizar espacial y corporalmente
su experiencia. No hay, como consecuencia, unidad significativa
entre las cosas. Como muestra Minkowski a lo largo de El tiempo vivido, el «espacio límpido»
se esfuma en el «espacio oscuro», donde
ya no fluyen puntos de vista arraigados, sino ópticas
siempre cambiantes y sin eje organizador de mundo.
Aunque el análisis existencial no vinculó
la enfermedad con el poder político, nos parece
que esta experiencia emocional de la continuidad fatídica
es una de las fundamentales que debemos presuponer en
la subjetivación agenésica que el totalitarismo
efectúa. La lógica del desarrollo totalitario,
impresa en la vida social, puede ser considerada como
una pauta inamovible de fondo, a pesar de todas sus
variaciones en superficie, una pauta experimentada en
la forma de ley inexorable. A ella queda fijada la temporalidad
comunitaria, desarraigada de la significatividad existencial
y dinámica que puede otorgarle la historia antecedente
y el umbral de lo venidero. Al mismo tiempo, la incardinación
corporal en el mundo pierde su plasticidad y es retenida
en estereotipos conductuales. Una sociedad dominada
totalitariamente es, ante todo, un conglomerado de relaciones
interpersonales sin-mundo que habitar. Es una
comunidad desarraigada, flotante o evaporada en un tempo
de detención de la vida, en cuyo confinamiento
sólo se escucha, bajo todas las apariencias,
el pavoroso sonido de la repetición, pues su
devenir sólo es ficcional. El totalitarismo,
al generar este colectivo en desarraigo, lo sume en
el vacío de ser, un acontecimiento ontológico
que da lugar a una multitud de plexos emocionales por
medio de los cuales los individuos se sienten afectados
por la frialdad de su inexistencia.
Ahora bien, el vacío existencial resulta insoportable
para el ser humano, hasta el punto de que pide dolorosamente
a su portador que se lo emboce, que se lo sustraiga
a la mirada autoexperiencial que haría de él
un horror expresamente tangible. Es así, a nuestro
entender, el modo en que la colectividad se ve empujada
a emprender un dinamismo ciego, aturdido, yermo de extrañamiento.
Cuanto más profundamente se extiende el sentimiento
de vacuidad, más necesaria se hace esta dinamicidad
ofuscada que sirve de velo y de bálsamo, convirtiéndose
en un vértigo de acción que no cambia
cualitativamente la rígida lógica fatídica
y que puede ser calificada como una organización
del vacío.
Para que esto ocurra ya no es ni siquiera necesario
que exista un régimen político expresamente
totalitario. Puede tener lugar camufladamente en nuestras
democracias actuales, en las que fuerzas ciegas que
rebasan a los gobiernos concretos en un mundo globalizado
hacen las veces de régimen totalitario. El capitalismo,
por ejemplo, adoptando hoy una configuración
reticular y plástica, administra el trabajo adueñándose
de la temporalidad y espacialidad de los individuos,
de los que se diría que ya no viven sino que
son vividos por ritmos autonomizados y yacentes en el
magma social. Tanto es así que, si añadimos
otros dinamismos autonomizados que gobiernan desde la
oscuridad y a fuer de comando el corpus socio-político
entero —como la estricta separación entre
actividad profesional funcional y el goce sin alma,
la racionalización exasperada de la espontaneidad,
propiciadora, a marchas forzadas, de una operacionalización
y judicialización de la existencia o la lógica
oposicional de la comunicación inter-subjetiva,
suministradora de relaciones prácticamente legaliformes
entre los individuos—, estamos autorizados hoy
para diagnosticar el rumbo de la praxis en las sociedades
avanzadas como extensión de un paradójico
totalitarismo democrático, sustentado en una
sutil thanatología que usurpa y saquea la vocación
auto-generadora de los seres humanos. |
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