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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Subjetivación agenésica y presente fatídico
05 / 04 / 2022


El totalitarismo es un fenómeno de múltiples rostros, poliédrico. Al vincularlo con la agenesia, es decir con la incapacidad para engendrar y crear, no pretendemos agotar su sentido, sino subrayar uno de sus aspectos, el que nos parece más extendido y corrosivo en el presente. Nuestra apuesta central, en esta línea, radica en que tal vínculo hunde sus raíces en el ámbito de la cultura occidental, es decir, en el suelo civilizacional entero de Occidente.

Nos parece completamente necesario para la actualidad lanzar una mirada al modo en que el enlace que indagamos -autoritarismo y agenesia- se extiende en el rostro visible de la praxis social y política, provocando —y este efecto es crucial por su nuda crudeza— un sufrimiento colectivo de tan gran proporción que demanda hoy la atención de la filosofía.

1. Con Foucault, más allá de Foucault. Procesos de "subjetivación agenésica" en la sociedad actual

Foucault ha mostrado convincentemente que el poder, en su forma más actual, se afianza a través de procesos de subjetivación. Discurre, según ello, a través de la retícula social de relaciones interpersonales en su dimensión microfísica, basal. En semejante campo, que es el de la vida, no opera imponiendo normas y sanciones o castigos correspondientes. Su fuerza, sutil y paradójica, radica en que circula a través de los cuerpos, de los seres de carne y hueso, promoviendo la vida, suscitándola, ampliándola. Ejerce sobre los seres humanos algo así como una realización por des-realización, construyendo conductas, injertando hábitos, gestionando la temporalidad y la espacialidad de la praxis y, en suma, elaborando modos de subjetividad. El sujeto social se muestra, desde esta perspectiva, como un producto que ilusoriamente cree realizarse o hacerse desde sí, cuando tal realización, en el fondo, ha sido capturada y fabricada.

Partiendo de esta conformación del poder en las sociedades contemporáneas y dilatando su sentido, nos gustaría llamar "subjetivación agenésica" al fenómeno en virtud del cual la constitución de subjetividades por el poder revela un carácter totalitario que se evidencia en la descomposición y ruina del ser auto-creativo inherente a lo humano.

El hombre es un ser autocreador. Uno de los rasgos que pertenecen a su condición sorprende y cautiva: su tarea en la vida no es experimentada exclusivamente como deseo de subsistencia, de permanencia en sí, sino, más allá, como anhelo a una vida más intensa, más rica, creciente en cualidad. Se ha expresado en filosofía de muchos modos: tiende al crecimiento de sus fuerzas activas (Nietzsche), al desarrollo sin fin de la excelencia (Aristóteles), al alcance de la innombrable autonomía racional, instancia regulativa e inalcanzable (Horkheimer, Adorno)... Para decirlo con Heidegger, no posee un ser determinado, sino que es, de raíz, pregunta por su ser e inagotable empeño en ser. En cualquier caso, y aunque siempre esté condicionado por la facticidad en la que se hunde, está impelido por sobre-serse (como diría Unamuno), por autotrascenderse en un camino sin fin. ¿Y no significa esto que en tal trayecto esté lanzado a la auto-transformación permanente? ¿Puede la autotrascendencia del vivir escamotear la auto-transfiguración? El ser humano, en su auto-generación (siempre condicionada por la circunstancia) es proteico, compromete su ser mismo en la responsabilidad inexorable de crearse, por mucho que el suelo que pisa lo limite.

La agenesia, en su sentido más radical, no consiste en la merma contingente de capacidades creativas nombrables y localizables en el lenguaje de la representación científica. Es un acontecimiento ontológico, consistente en la depotenciación del impulso humano a modelarse a sí mismo y a autotrascenderse transformándose de modo creativo.

El totalitarismo político implica siempre, a nuestro juicio, un poder para gestionar la subjetivación agenésica en la comunidad. La implantación totalitaria de un orden va acompañada de violencia represora, pero ésta no es más que un mecanismo accesorio y exógeno que puede ser abandonado una vez que ha logrado consumar su genuino modo de alcanzar el éxito: la incrustación en el tejido social de procesos capaces de construir una subjetivación en la que el impulso de los individuos a la autocreación es extirpado. Es así como reduce la distancia entre sus fines ideológicos y la resistencia de aquellos a los que gobierna y domina.

El magnífico análisis que H. Arendt realiza sobre el totalitarismo confirma en aspectos centrales este punto de vista. La esencia de lo totalitario radica, más que en el acto de imponer un marco legal constrictivo, en su capacidad de seducir de tal forma que su inmanente lógica penetre en las acciones y en los movimientos humanos, ocupando el lugar de la realización espontánea a la que éstos aspiran. Interpretando a la autora judía, podríamos decir que logra tal efecto mediante la yuxtaposición de dos operaciones. Por un lado, se las arregla ideológicamente para hacer coincidir su lógica operativa con una supuesta lógica que regiría la realidad vital misma. El término de «“ley” cambia de significado: de expresar el marco de estabilidad dentro del cual pueden tener lugar las acciones y los movimientos humanos se convierte en expresión del movimiento mismo» (Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, cap. 13). Atrapando al pueblo en su propias reglas de juego, adopta, por otro lado, un estilo cuasi-místico que, transformando el pathos del dominado, construye emociones justificadoras de tales reglas, emociones que han de buscar, para todo lo que sucede, misteriosas razones insertas en una vida que se vela y que es silentemente más sabia que cualquier juicio. «Por eso, el pensamiento ideológico se emancipa de la realidad que percibimos con nuestros cinco sentidos e insiste en una realidad ‘más verdadera' (...), oculta tras todas las cosas perceptibles, dominándolas desde este escondrijo y requiriendo un sexto sentido que nos permita ser conscientes de ella». Se trata de emancipar al pensamiento de la experiencia y de la realidad; siempre «se esfuerza por inyectar un significado secreto a cada acontecimiento público [y se procede] a modificar la realidad conforme a sus afirmaciones ideológicas» (Arendt, Ibid., 630-631). La lógica del desarrollo de una visión autoritaria del mundo y de la praxis social se hace así irrefutable por principio.

Pues bien, ¿qué significado posee este resultado? De acuerdo con nuestra terminología, el de erradicar la propensión a la autocreación humana y sustituirla por una "autorrealización ficcional". Tal es el nervio profundo de la subjetivación agenésica. La propia filosofía arendtiana es susceptible de ratificar esta conclusión. En efecto, la praxis política en el espacio público, que es donde los seres humanos llegan a constituirse como sujetos autónomos, tiene por meta, según Arendt, la libertad. Esta no debe ser confundida con la liberación respecto a cadenas, pues la rebasa: consiste en la capacidad de iniciar, en la viva fuerza que hace nacer algo nuevo, en el acontecimiento que rompe con la necesidad e inyecta la aparición de un nacimiento (Arendt, 2004, 36 y ss.). Este principio nascendi desborda los imperativos estratégicos de la mera supervivencia y coloca al ser humano en el camino sin fin del ser-se haciendo por ser y adoptando formas de vida y de autoorganización inéditas.

No hay sufrimiento más profundo en la aventura humana que el que supone embridar su fuerza auto-germinativa. La subjetivación agenésica —nos parece— constituye la fuente más honda de los padecimientos humanos, pues es comparable con una parálisis del resorte que dinamiza el existir, es decir, con una muerte en vida. Su amenaza constituye, por ello, el terror por excelencia, subterráneo respecto a todos los terrores cutáneos. Por mucho que las hambrunas, las guerras, o cualquier otro fenómeno que ponga en riesgo la supervivencia, produzcan suplicios, es la pérdida de la posibilidad de auto-crearse, que está supuesta en el fondo de todos ellos, la más lacerante dolencia.

2. Subjetivación agenésica y continuidad fatídica

Llegados a este punto puede ser aclarado en qué sentido el fenómeno de la "subjetivación agenésica" está vinculado a este otro: la "continuidad fatídica". El primero colapsa el ad-venir que porta el ser humano, su exceso respecto a sí, la sobreabundancia que lo excita hacia la forja de su ser y lo convierte en una flecha lanzada hacia el infinito de su continua renovación autocreativa. Pero si esto es así, tal fenómeno lleva aparejado el de la subrepticia permanencia en un presente continuo, sin apertura a la autotrascendencia y congelado en una inmediatez en la que se desvanece la memoria. Este segundo fenómeno fue estudiado desde una perspectiva psicopatológica por la escuela del análisis existencial, a la que pertenecieron psiquiatras que transformaron el significado de la salud y de la enfermedad en una dirección existencialista tomando como base la hermenéutica del Da-sein que realizó M. Heidegger en Sein und Zeit en 1927. Entraremos brevemente en ello.

La salud, en esta línea, coincide con la experiencia —a la que Heidegger llamó «maravilla de las maravillas»— «soy», es decir, con la autoaprehensión del hombre como ser que existe . La enfermedad consiste, en coherencia con ello, en el desarraigo respecto a la facticidad existencial, cuyos modos constitutivos llamó Heidegger «existenciarios». Pues bien, la continuidad fatídica expresa la ruptura del nexo presente-pasado-futuro, los éxtasis del tiempo. Se rompe la conexión e integración temporal, de forma que todo queda reducido a un presente continuo, vacío, monótono, experimentado como fatídico, en el sentido de que el fluir del tiempo queda reducido a la regla de una sola categoría.

En semejante detención sólo queda entonces la posibilidad de un movimiento aparente, no en expansión de la vida, sino anclado en la verticalidad de dos ilusiones, la del ascenso etéreo y la del descenso nefasto. Binswanger encuentra todo este complejo sintiente en una de sus pacientes. Ellen West, reducida por la continuidad fatídica a la mencionada regla de una sola categoría, escapa ensoñadoramente a través de elevaciones y hundimientos fantasmagóricos. Ora se volatiliza en el cielo resplandeciente, ora baja a un mundo de cieno. Los momentos de altura se caracterizan por un imaginario espiritual. Se considera llamada a realizar alguna misión especial, sintiéndose invocada por una Gran Causa. Por el otro lado, en los momentos y fases de hundimiento, experimenta el más tremendo vacío incrustado en el mundo real, fealdad y aire viciado de rutina diaria, olor nauseabundo a decadencia y muerte. Todo lo de los demás —piensa— es raquitismo de multitud que quiere aplastarla (Binswanger, «El caso Ellen West», en May, R., Existencia. Nueva dimensión en psiquiatría, Madrid, Gredos [original: 1958. Con aportaciones de É. Minkowski, E. W. Straus, L. Binswanger y otros]).

Pero no es sólo la temporalidad existencial la que se muestra afectada en este fenómeno que comentamos, sino, al mismo tiempo, la espacialidad. En la continuidad fatídica el sujeto es incapaz de adoptar verdaderas perspectivas que rompan la afección de esa sucesión infecunda de lo que sucede. Como mostró M. Merleau-Ponty, sin perspectiva le es imposible al hombre organizar espacial y corporalmente su experiencia. No hay, como consecuencia, unidad significativa entre las cosas. Como muestra Minkowski a lo largo de El tiempo vivido, el «espacio límpido» se esfuma en el «espacio oscuro», donde ya no fluyen puntos de vista arraigados, sino ópticas siempre cambiantes y sin eje organizador de mundo.

Aunque el análisis existencial no vinculó la enfermedad con el poder político, nos parece que esta experiencia emocional de la continuidad fatídica es una de las fundamentales que debemos presuponer en la subjetivación agenésica que el totalitarismo efectúa. La lógica del desarrollo totalitario, impresa en la vida social, puede ser considerada como una pauta inamovible de fondo, a pesar de todas sus variaciones en superficie, una pauta experimentada en la forma de ley inexorable. A ella queda fijada la temporalidad comunitaria, desarraigada de la significatividad existencial y dinámica que puede otorgarle la historia antecedente y el umbral de lo venidero. Al mismo tiempo, la incardinación corporal en el mundo pierde su plasticidad y es retenida en estereotipos conductuales. Una sociedad dominada totalitariamente es, ante todo, un conglomerado de relaciones interpersonales sin-mundo que habitar. Es una comunidad desarraigada, flotante o evaporada en un tempo de detención de la vida, en cuyo confinamiento sólo se escucha, bajo todas las apariencias, el pavoroso sonido de la repetición, pues su devenir sólo es ficcional. El totalitarismo, al generar este colectivo en desarraigo, lo sume en el vacío de ser, un acontecimiento ontológico que da lugar a una multitud de plexos emocionales por medio de los cuales los individuos se sienten afectados por la frialdad de su inexistencia.

Ahora bien, el vacío existencial resulta insoportable para el ser humano, hasta el punto de que pide dolorosamente a su portador que se lo emboce, que se lo sustraiga a la mirada autoexperiencial que haría de él un horror expresamente tangible. Es así, a nuestro entender, el modo en que la colectividad se ve empujada a emprender un dinamismo ciego, aturdido, yermo de extrañamiento. Cuanto más profundamente se extiende el sentimiento de vacuidad, más necesaria se hace esta dinamicidad ofuscada que sirve de velo y de bálsamo, convirtiéndose en un vértigo de acción que no cambia cualitativamente la rígida lógica fatídica y que puede ser calificada como una organización del vacío.

Para que esto ocurra ya no es ni siquiera necesario que exista un régimen político expresamente totalitario. Puede tener lugar camufladamente en nuestras democracias actuales, en las que fuerzas ciegas que rebasan a los gobiernos concretos en un mundo globalizado hacen las veces de régimen totalitario. El capitalismo, por ejemplo, adoptando hoy una configuración reticular y plástica, administra el trabajo adueñándose de la temporalidad y espacialidad de los individuos, de los que se diría que ya no viven sino que son vividos por ritmos autonomizados y yacentes en el magma social. Tanto es así que, si añadimos otros dinamismos autonomizados que gobiernan desde la oscuridad y a fuer de comando el corpus socio-político entero —como la estricta separación entre actividad profesional funcional y el goce sin alma, la racionalización exasperada de la espontaneidad, propiciadora, a marchas forzadas, de una operacionalización y judicialización de la existencia o la lógica oposicional de la comunicación inter-subjetiva, suministradora de relaciones prácticamente legaliformes entre los individuos—, estamos autorizados hoy para diagnosticar el rumbo de la praxis en las sociedades avanzadas como extensión de un paradójico totalitarismo democrático, sustentado en una sutil thanatología que usurpa y saquea la vocación auto-generadora de los seres humanos.