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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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La multitud que soy
23 / 03 /2023

La jeunesse de Bacchus (1884). William Adolphe Bouguereau (La juventud de Baco)


Cada uno de nosotros somos una multitud. Afirmar algo así debería ocurrir lejos de misticismos, psicologismos de supuestas profundidades y, en fin, de improvisaciones apresuradas conducidas por la lógica del espectáculo, hoy expandida hasta los últimos rincones del orbe. Comencemos, entonces, preguntando y dejemos que la problemática misma tome para sí la tarea de tirar del hilo de Ariadna.

Hurgar en lo que somos no es independiente de la forma del mundo, de la realidad con la que tomamos contacto. En ella nacemos y en su seno emerge la infancia del alma. Por ir a lo más básico: ¿cómo percibe el yo su otro más inmediato y simple, un objeto? Al puro nivel de la sensibilidad, ocurre lo siguiente, según el viejo y admirable Kant. Primero tengo que recibir impresiones "de fuera": este objeto tiene color, olor, tacto, etc. Recibo esas impresiones variopintas, quién sabe si en jirones mínimos, muchos de sabor, mil jirones de color, otros tantos de sombra, de rugosidad... Ahora bien, no hay impresión del todo del objeto. El objeto entero, completo, no es una impresión determinada. Las impresiones provienen de su naturaleza, pero él mismo no es una impresión. Por tanto, decía el de Königsberg, el yo que recibe pasivamente las impresiones es el que, por otra parte, las organiza activamente, con-formando el objeto en su integridad.

El yo organiza impresiones en el espacio y el tiempo. Las arranca del caos y les confiere un orden, de donde surge un volumen, una amplitud, una altura, un deslizamiento o movimiento, un discurrir.


Emmanuel Kant (1724-1804). Retrato (1768), por Johann Gottlieb Becker
Pero "yo" no he reunido nunca algo así, al menos que recuerde. ¿Quién, entonces, o qué personaje reúne en mí, quién sintetiza todos esos elementos en rapsodia y desorden para dar lugar a la percepción de un todo compacto y cabal, una mesa, un reloj, un niño? Ha de ser, proseguía el filósofo, un "cogito", es decir, una contemplación. Hay un contemplador en mí. Y él sintetiza lo disperso, porque es como una placa de registro que capta e inscribe; une impresiones atómicas y con-figura una realidad concreta en su global perfil. No podría ser de otra forma, pues, si la experiencia sensible que me viene "de fuera" no fuese contemplada en mí por este personaje que me habita, jamás podría decir de esa experiencia ante la que estoy que es "mi" experiencia, que es una experiencia "que yo tengo". Sin él, el aflujo experiencial pasaría de un lado a otro y nada se sabría de él.

He aquí una de las maravillas del pensamiento: haber concebido la síntesis entre unas impresiones y un contemplador, lo que llamó el viejo filósofo "síntesis trascendental de la apercepción", "apercepción trascendental".
Marcel Proust (1871-1922). Retrato (1892), por Jacques Emile Blanche


Proust solo pudo decir "tiempo recobrado" presuponiendo esa síntesis entre lo sensible y la contemplación de lo sensible. Un niño degustó y comió un día una magdalena, pero aquel momento pasó efímero en el vertiginoso flujo del tiempo, hundiéndose por la pendiente del olvido. Fue experiencia, luz, que se hizo ciega al instante de emerger. Ahora, tras muchos años, el adulto hace memoria de su niñez. Y, recordando, contempla aquella escena en la que él, infante envuelto en dichas, comía una magdalena. El tiempo perdido, a la busca del cual se lanza la mirada inteligible del cogito, del que contempla desde los suburbios del yo, es redimido. Desde ese justo momento en el que la luz de una contemplación se vierte sobre la escena, ya sí existe el niño y la magdalena: han resucitado al resol de la contemplación, sí, que realiza la memoria, esa luciérnaga del tiempo. 

Paseo por el bosque. Juan Espina y Capo  (1848–1933)
Sí, pero, ¿ha de ser necesariamente el contemplador un "cogito" activo y reflexivo? Podemos imaginar al "cogito" como un faro cuyo balcón y cuya cúpula ascienden hasta el núcleo de la conciencia, allí a lo alto del alma, a su cénit racional. El "cogito" vive allí, en esa residencia intelectiva que hace de los seres humanos presuntamente la flor y nata de la creación. ¿Es realmente ahí donde se inicia el destello contemplativo? Probemos a ver. Apago mi conciencia, la minimizo, y paseo por el bosque. Me dejo atrapar lánguidamente por lo que me rodea. Si pienso, lo haré sobre otra cosa muy diferente a lo que se me acerca en el camino; por ejemplo, sobre la visita que me sorprendió ayer y el modo en que importunó mi solitario pero cálido estudio. Pues bien, a pesar de esta "ausencia" del contemplador, estoy, mientras paseo, sintiendo y tomando conciencia de una infinidad de cosas que suceden a ambos lados del surco vegetal e incluso en las inmediaciones de los pies. La prueba de ello, de que tomé conciencia oscura de tantas cosas menudas en mi propia ausencia, es que más tarde puedo recordar y reparar en todo lo que presencié. Percibo, pues, aprehendo mundo estando, como contemplador, sustraido al mundo concreto en el que estoy. Proust seguramente pensaba que había en el niño ya una contemplación latente, aunque más carnal y material (zafia como unos zapatos viejos), que la del memorioso adulto.

Paseando estoy ausente. Pero, por otra parte, si yo no hubiese estado de alguna forma allí, contemplando, jamás podría decir que tengo tales y tales experiencias, sensaciones, percepciones... no podré afirmar más tarde que fueron "mías" o "en mí" antes de recordarlas. Así que yo estaba allí aunque estuviese ausente. ¿Y cómo puedo estar sin estar, presentarme sin presencia? Un escalofrío recorre el alma y se abre lentamente la visión de que, si yo estuve ausente, quien se hizo presente fue otro en mí, un contemplador pasivo en el fondo de mi vida, uno que es "yo", pero no "yo que ahora estoy pensando", sino un yo que es para mí un otro en mí y que vive ahí, por debajo de mi vida aéreamente racional.

La verdadera conciencia es claridad involuntaria, irrefleja, anónima: no la tenemos, somos en ella; no la iniciamos, sino que retrocedemos hacia su insistencia (yo ec-sisto; el anónimo en mí in-siste). El yo consciente, el voluntario, se limita a tomar nota del involuntario e indefinido.
Guilles Deleuze (1925-1995)


Ya habíamos sospechado antes, de la mano de J.-Paul Sartre, que en los subterráneos del sí-mismo hay un "campo trascendental sin sujeto" o "conciencia anónima". También habíamos sugerido, con Bergson, que ese fondo es en el tiempo al modo de la duración y no al del reloj. Todo esto (había olvidado decirlo) lo está pensando Deleuze. De acuerdo -dice después de meditar ensimismado-, pero ese yo pasivo que contempla en mi fondo cuando yo estoy ausente no es uno, sino muchísimos. He aquí, en el paseo, en efecto, una brizna de tomillo. Me percaté de ella. Ahí había, por tanto, un contemplador minúsculo, una contemplación microfísica envolviendo sensaciones de hierba. Al poco nació otro yo diminuto, abrazando la rudeza del tronco, junto al río; y hubo más, una muchedumbre saltarina conformada por el que apremió a la piedra, el que se asombró ante la libélula y hasta los que se organizaron como primates y atropellaron a porfía la ínfima caverna del escorpión.

Bajo este Yo mayúsculo cuya existencia está administrativamente registrada en los anaqueles del Ayuntamiento y que tiene un domicilio, bajo este Yo que quiere y desea al por mayor y que, de forma análoga, se arrepiente, grita o afirma, serpentea y bulle una multitud de yoes que nacen a cada paso en mi vida. Soy una multitud "en mí", sin darme cuenta, sin saberlo hasta ahora que reflexiono. Ya me explico el hecho de que allí donde estoy, siempre tengo la brumosa sensación de que pululan en mí mil deseantes, mil volentes, mil pensantes, todos ellos contemplantes que hierven en mi fondo, unas veces al modo de bacantes, ménades, tíades y basárides, otras en lastimera procesión de oficiantes y fúnebres acompañantes.

Soy la cima desde la que contemplo solo porque soy una sima infinitamente poblada. Y en esta última, una miríada de yoes nacientes conviven con fuerzas que no son humanas. Mientras Yo me relaciono exclusivamente con los humanos, estos microyoes de mi abismo se relacionan con el cosmos. Mientras vivo en la plaza pública de la polis, soy vivido multiplicadamente en la hondura de la naturaleza, en lo telúrico. Si Yo devengo marido unas veces y trabajador otro, si Yo devengo amigo, bebedor, corredor, cinéfilo o cualquier otra cosa (pues estoy deviniendo siempre), resulta que, mientras tanto y en lo más profundo, experimento devenires no humanos: devengo hierba, devengo caballo o lobo, devengo-animal, devengo-río, devengo silencio, pero ese silencio de las profundidades, no el silencio de un señor que cierra la boca, aquel silencio que no es humano y que, a pesar de todo, me constituye en mi humanidad, el silencio que solo puedo compartir con ese otro silencio del cosmos que hace temblar.

Mil devenires no humanos son en mí; y yo, tal vez, no sea este señor que escribe, sino el múltiple y atropellado devenir-asombro-y-palabra de un tiempo primordial, el devenir-indio que tácitamente me instituye desde niño, el devenir-cazador de cuando iba con ellos, con aquellas otras multiplicidades en los fondos suburbiales de mis amigos. Todos esos devenires son aún en mí y se unen a los muchos que me nacen a cada instante.

"Bajo el yo que actúa hay pequeños yo que contemplan y que vuelven posibles la acción y el sujeto activo. No decimos 'yo' más que a través de esos mil testigos que contemplan en nosotros" (Guilles Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2003, p. 126-127)