El malestar colectivo de nuestra época tiene la forma general de la Infirmitas. Este término, que significa en latín "enfermedad", expresa una falta de suelo firme, de solidez. Como hemos defendido en Tierra y destino (2021), se podría bautizar así a una experiencia anónima característica de las sociedades actuales del mundo que llamamos desarrollado. Se trata, claro está, de una metáfora. Pero no hay que menospreciar el valor que las grandes metáforas poseen en el psiquismo humano. Nuestro espacio mental simbólico está lleno de ellas. Esta, en particular, lleva forjándose mucho tiempo y expresa hoy la vivencia colectiva de que la firmeza de la vida, en el modelo civilizacional en el que nos insertamos, se destruye a sí misma de modo paradójico.
No es difícil percatarse de que la mayoría de los procesos que nos movilizan en la actualidad son autófagos. He aquí la razón última de la Infirmitas. Se caracterizan estos procesos, en efecto, por discurrir en la forma de un auto-desmoronamiento, de una auto-contradicción práctica. Pareciera que el ser humano estuviese, al abrirse paso, retrocediendo al mismo tiempo a no se sabe dónde o perdiendo la facultad de avanzar. Los ejemplos son prácticamente innumerables. Las fuentes de alimentación industrial contaminan en tal medida que ponen en cuestión la sostenibilidad de la industria misma a la que sirven. La técnica, proporcionándonos más posibilidades que nunca, nos embota para decidir una posibilidad concreta de existencia. El esplendor de la civilización, de creaciones admirables, abre la caja de pandora de la que escapan medios mordaces para la destrucción de la Tierra. Las nuevas formas de comunicación, que nos ponen en relación como nunca antes, amenazan con convertir a sus usuarios en una multitud de solitarios interconectados. Los precisos dispositivos de administración de la comunidad política se hacen, ellos mismos, difícilmente administrables. Hay una lista enorme de dinamismos de este tipo. Las condiciones de vida que creamos se convierten en las de su aniquilación. Y esta verdad de nuestro estado civilizacional, que exige esfuerzo intelectual para ser llevada a la conciencia, es completamente evidente para la subsconciencia. Hay un saber no consciente que aprehende esta contradicción, porque la autofagia no es un rasgo accidental de los devenires que hoy somos, sino su esencia sensible, es decir, aquello mismo por lo que son sentidos o experimentados. Pareciera que el mundo, merced al desarrollo de las potencialidades humanas, se aproximara a hacerse inmundo y que la límpida razón encontrase en su fondo razones para la producción de monstruos. Infirmitas, falta de firmeza, es el nombre de esta experiencia: autodesfondamiento, vida que se convierte en minadora de sí misma.
Man without Gravity (ca. 1916-1921), Josef Forster |
Semejante círculo autófago, este Uróboros contemporáneo, nos produce la experiencia, más colectiva y anónima que estrictamente personal, de pisar una tierra fangosa, continuando la metáfora implícita en las vivencias subjetivas de individuos y colectivos. Y es que un suelo que se devora a sí mismo no desaparece, sino se derruye como un montón de arena sobre el agua; pierde la densidad que lo conviertía en apoyo o soporte, que es lo que significan propiamente "razón" y "fundamento": termina siendo próximo al légamo, suelo que se retira de sí mismo. Es este el modo en que sentimos (diferente a lo que pensamos). Nos vivimos como si andásemos sobre un amplio abarrancadero salpicado de cieno. La depresión, un fenómeno que, según la OMS aumenta hoy en todas partes, tiene este aspecto, más allá de las peculiaridades psicológicas de cada cual. Pues siempre incorpora la certeza oscura de que algo sustancial ha sido sustraído; le es inherente el trauma de una pérdida, hacia la que retorna nostálgicamente la atención sin encontrar lo que busca. Todas las crisis de cierta seriedad y permanencia, como la de nuestro tiempo, escenifican en el psiquismo el drama de un fundamento que se retira, de un apoyo básico, decisivo y elemental, que está en detracción. Basta cerciorarse de que los edenes y paraísos de los que el hombre se ha sentido despojado pueblan los mitos y la memoria primordial de las religiones.
Estamos en Infirmitas, al menos, desde comienzos de la modernidad. Fueron derruidos entonces los criterios absolutos que hacían percibir la realidad como un cosmos, que es un orden objetivo, sacrosanto, absoluto y centrado. Para el hombre moderno no hay tal, sino "mundo", que es algo preñado de interioridad, dinámico, abierto y descentrado. Ya en el siglo XVII, en la época del Barroco, este paso se hacía consciente trágicamente: el infinito que anima lo infinito del mundo se representó como un deus absconditus que está en fuga, ausentándose sustractivamente en él. Quedaba el mundo así herido por un hueco en su interior, horadado en su propio ser. Si no, escrutad la visión que D. Quijote tenía de la existencia: se encomendaba e imploraba al Cielo -tan lejano que escapaba- porque el Cielo era el fundamiento huidizo de la Tierra. Observad las pinturas de Velázquez, Rubens o Ribera, ese fondo oscuro tras las figuras: un abismo, una falta, una firmeza elidida. Nuestra época radicalizó aun más esta experiencia, desde mediados del siglo XIX, a través de ese acontecimiento global que Nietzsche llamó muerte de Dios, acontecimiento al que no hay que dar necesariamente un sentido teológico, porque "Dios" significa ahí "fundamento": tal muerte nombra la llegada a la humanidad de una descreencia respecto a todo punto de anclaje inconmovible, respecto a todo sostén pre-existente, respecto a todo sustento firme.
El problema no reside, sin embargo, en esta caída del fundamento del mundo, pues permite introducir en este una trascendencia más verdadera, una trascedencia inmanente, inherente a la finitud, la auto-trascedencia del mundo mismo como su continuo desbordarse y hacerse a través del ser humano. Por eso, por cierto, hemos defendido, en el marco de una ecología gestante, que la Infirmitas es la intangibilidad que hace posible lo tangible de la Tierra. El problema reside, más bien, en que la comunidad humana no está preparada aún para asimilar la verdadera Infirmitas -esta huída del fundamento que se produce desde el comienzo de la modernidad-, por lo que se abandona en una Infirmitas propiamente enfermiza, como la que aquí estamos describiendo: experiencia de una ausencia de suelo que angustia. |
La isla de los muertos (1883). Arnold Böcklin |
Mirado desde otra perspectiva,
y a pesar de las apariencias, este sentimiento de ausencia es concomitante al de un exceso de presencia, ese que adquieren los procesos ciegos, el del capital, la operacionalización de la existencia y el espíritu de cálculo, los tres grandes poderes de nuestra época. Los individuos y las colectividades no solo perciben que tales procesos son autófagos, como hemos dicho, sino que también, al experimentarse dominados por ellos, se sienten instalados sobre la corriente de un funcionamiento autonomizado. ¿Y cómo se puede dar imagen a algo tan vasto y omniabarcante? Los fenómenos de este tipo, que se presentan con contundencia, pero con la extensión del Todo, llevan aparejados una inconceptualidad global, precisamente porque envuelven a la conciencia como un mar a un pequeño islote. Son vividos entonces como misteriosos destinos cuyo sentido es incógnito, como acción de un macro-sujeto ausente. Lo que "falta", desde esta óptica, es el hombre mismo en sus propios devenires. Los hombres nos experimentamos como conducidos en un viaje sin piloto. Este "sin" en el interior de los procesos ciegos que nos mueven es una ausencia en el seno de su envolvente presencia. Es una ausencia del hombre en los dinamismos que habita. Toda una paradoja. Hasta el punto de que el sentido común se resiste reactivamente a aceptarlo y sustituye tal falta de sujeto por supuestas intenciones ocultas. ¿Qué es, si no, la teoría conspiratoria que se extiende? ¿No es acaso la incapacidad para admitir la irracionalidad de esta verdad, el asombroso anonimato de lo que hacemos, nuestra propia ausencia? A la falta de un fundamento humano en los procesos que nos gobiernan se le ofrece, para soportarla, la imagen ficticia de un conciliábulo de sujetos que lo deciden todo. La Infirmitas, que es un hueco o sustracción, es falsamente vivida como una voluntad velada, enmascarada.
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Torre de Babel (1563). Brueghel el Viejo |
Tanto por la falta de un fundamento en general como por la falta de dirección en los procesos autófagos que envuelven al hombre actual, crece el oscuro sentimiento de Infirmitas. Algo, pues, en los individuos y en las comunidades se manifiesta suplantando su Ítaca interna, su tierra firme interior. Sienten que se les ha robado el lazo que los vincula a sí mismos y a una clara "realidad" con solidez. De ahí que caracterice a nuestro presente una huida de lo real, un nuevo Barroco en el que, de nuevo, aparece la sensación generalizada de que soñamos. La representación de lo real sustituye a lo real, la escenificación suplanta a lo escenificado. Y, como este suelo que se falta a sí mismo es también el fondo invisible de una tierra venidera, se hace prácticamente imposible encontrar futuro u horizonte. El presente es un presente fatídico, un presente que no puede dejar de ser presente para despresentarse en lo posible de un advenir. En cualquier caso, lo firme desaparece. El vigor de la tierra o de la vida ya no es experimentado en la cercanía y, en tal situación, crece una continua y asfixiante distopía. En vano intenta el sujeto llenar esa ausencia, infatigablemente, como el que sube cada día un peldaño más alto en una escalera que cae: escalera de éxito infecundo, de reconocimiento externo, de pertenencias cosificadas y de poder estratégico. El ser humano siente así que se desploma sustentado en las presencias a las que se aferra: sube por una babel que se deconstruye.
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Relativity (1953). Maurits Cornelius Escher |
Ascender por una escalera que cae o que no conduce a ningún sitio. Infirmitas está constuida, pues, por dos movimientos complementarios. Del hundimiento en tierra de cieno tiene el sujeto angustiado que salir. Y lo hace huyendo hacia un espacio vaporoso, artificial e imaginario. Sigue careciendo allí de morada sólida, de un «sí mismo propio» igualmente, pero al menos se interna en el vaporoso «mundo etéreo», que es más ágil y le ofrece un bálsamo. Este es, pues, el término final más habitual de la Infirmitas. En él ya no hay peso, sino una ligereza que puede aliviar al principio, pero que se convierte en inquietante ineludiblemente después.
¿Dónde estamos cuando nos instalamos en el «mundo etéreo»? En ningún lugar. Se trata, por ejemplo, del espacio interconectado, virtual y de veloces movimientos. También del «no virtual», porque el vértigo y el continuo movimiento de un lado a otro que impone hoy el vertiginoso ritmo vital destruye toda «morada» como espacio de «de-mora». Cuando estamos en el «mundo etéreo» de la red, de las grandes superficies del consumo, de la comunicación incorporal, de la realidad simulada en todas sus formas y colores, vagamos simplemente en un continuo «lugar sin morada». Tanto el ciberespacio como el espacio «no virtual» del trabajo, de la rápida y externa interacción cotidiana, que no llega a ser una trans-subjetividad, o del atracón ávido de cultura liviana, remiten a un espacio profundo sin orientaciones, sin un «aquí» que sirva de referencia para convertirlo en una Ítaca. Es un espacio sin paisaje desprovisto de relieves, homogéneo, desvanecido en lo igual, como ese tan inhóspito de los inmensos espacios siderales sin materia alguna. Extensión vacía sin lo que los romanos llamaban sideris, astro. Por tanto, un espacio que ya no podemos con-siderare, contemplar y estimar, y que termina borrando todas las diferencias y relieves de la vida.
A través de estos cauces, y otros muchos,
nuestra Infirmitas se desvela completamente peculiar en la hisotoria: la experiencia de ausencia pasa de estar referida a una falta que yace en el fondo de la presencia (de la presencia del mundo y de las cosas en él), a ocupar el rango, ella misma, de lo que se presenta. Lo presente ahora es la ausencia en cuanto tal: la Infirmitas -como desarrollamos en otra reflexión- da lugar a la espectralidad del mundo.
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