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Filosofía en presente
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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La espera infinita y el espíritu trágico
18 / 07 /2024

Vladimir Estragón, los dos personajes que esperan a Godot.
S. Beckett, Esperando a Godot. Centro Dramático Nacional.
Dirigida por Alfredo Sanzol. 15 de abril de 2013.

La tragicomedia Esperando a Godot es visionaria. En su pequeña escena, los personajes se aturullan vagando entre límites invisibles. El argumento que introduce S. Beckett en la obra es tan conciso como su título. Unos personajes dicen esperar a Godot, que no acaba de llegar. Todo el desarrollo consiste en esa tensión de los que esperan, en su necesidad de emplear el tiempo mientras lo hacen y en su desesperación creciente. Quien es esperado, finalmente, no aparece. ¿Qué es lo que, simbólicamente, se hace esperar en esta obra, ante la que el lector o el espectador queda perplejo? ¿Un «final» que serene la inquietud, que calme la ansiedad?

Edipo y la Esfinge. Gustave Moreau (1864)
Lo trágico se diferencia de lo dramático en que mantiene la tensión entre las potencias que pone en juego hasta el fin, sin disolverlas en una oronda unidad. Bien sea en el Edipo de Sófocles, bien en el Rey Lear de Shakespeare o en la Fedra de Racine, el héroe o la heroína trágicos tropiezan con fuerzas que los desbordan y que parecen imponerse con la determinación obcecada de un destino. Tocado por éstas, amenazado por su inclemencia, el personaje las afronta. Inmerso en la tensión entre la necesidad que le impone el destino y su digna resistencia, el héroe no vence de hecho, sino éticamente. Vence, como nos enseñó Jaspers (1), en y por su caída, testimoniando en el fracaso su grandeza de espíritu. Pues en ella el ser humano es ennoblecido. Es elevado porque resiste a lo inexorable. En la situación límite que lo derrumba, el héroe trágico hace patente su superioridad respecto a la injusticia de los dioses o a la presión de inercias que no puede controlar.

Cuando las cosas andan mal para el ser humano, lo trágico expresa su grandeza. Ahora bien, la tragedia, al afirmar esta contradicción, no admite un final feliz. No puede tenerlo, puesto que lo trágico es justamente este estado irresuelto de fricción, la tensión misma entre el destino y la heróica dignidad. Los finales de las grandes tragedias, sean clásicas o modernas, no son gratos desde la perspectiva del que espera un término sin dolor, mullido en plenitud autosatisfecha. Pero desde la óptica del que espera contemplar el misterio de la dignidad humana no hay mejor final que el trágico, que produce pesar, pero un pesar ineludible para otro tipo de júbilo.

Con la llegada de la modernidad la tragedia, salvo en destellantes islas del tiempo, cae abatida y es sustituida por lo dramático y, en su extremo, por la comedia (2). En el drama y en lo cómico son hechos vibrar conflictos subjetivos hasta el desenlace oportuno: se los conduce lentamente hasta un final feliz, hacia la resolución «adecuada», «correcta» y «armónica»: hacia lo esperable. Estos estilos que han sustituido a lo trágico nos colocan en una espera, en la expectativa del desenlace. No extraña que sean las formas artísticas preferidas de nuestra época, pues nosotros vivimos esperando.
La espera, Norma Ascencio, 2002


Somos una espera sempiterna. El trenzado actual de fuerzas ciegas introduce a la comunidad en un proceso infinito de espera que nunca es satisfecho. El capital impone la ley del crecimiento continuo y es, por ello, la espera misma objetivada. La racionalización procedimental tiende a transformar todas las acciones espontáneas en procedimientos generales y en pautas reglamentadas y, como ello es imposible por principio, recomienza una y otra vez sin término. El espíritu de cálculo –como en el programa de la Inteligencia Artificial y en el transhumanista mejoramiento del hombre- pretende extraer lo cualitativo de la suma progresiva de cantidades y, como ningún cúmulo de cantidad dará jamás un ápice de cualidad, tiende a su falaz objetivo en un desarrollo sin acabamiento

 Dos mujeres corriendo en la playa (1922), Picasso.
El hombre actual está, así, condenado a lo que Bataille llamaba, sin ninguna ingenuidad, existencia en lo útil. Cada actividad es marcada a fuego con la inscripción de un «para». Pero el logro de una meta se convierte, él mismo, en el medio a través del cual emerge otra, en un encadenamiento que hace esperar y esperar. Siempre se aplaza el fin, que no llega, como no llega Godot.
Frente a tal espectáculo, la vida soberana de sí misma sería —nos dice también Bataille (3)— aquella que interrumpe el proceso infinito de lo útil, sustrayéndose a esa temporalidad lineal, rotundamente sucesiva e inacabable y manteniéndose en la plenitud del instante que dura. Solo así sería experimentada la vida como algo milagroso, salvada de las fauces de la necesidad y liberada para extasiarse en las cosas mismas. Ahora bien, esta vida soberana se hace cada vez más extraña y difícil en las circunstancias que estamos describiendo.
 
Desolación. Óscar Botero (2022)


Es esta espera del hombre actual lo que los personajes que aguardan a Godot ponen en escena. Viven en la espera y, por esa razón, no les sucede nada. Se internan en un desesperante desatino, deambulando de aquí para allá, entregándose a divagaciones sin orden ni concierto, merodeando en torno a sucesos insignificantes. Bromean, incluso, de manera harto jocosa sobre el suicidio y se hunden en un hastío que los conduce a realizar y decir las cosas más peregrinas.

Pocas veces ha sido retratada la existencia de los hombres de hoy de modo tan realista y preciso. La espera se convierte en comedia, como para nosotros en la vida real. Pero Beckett, que en el camino que conduce a la muerte de la tragedia es una excepción genial, no deja que lo trágico sea devorado por ella, por la comedia. Intersecta lo trágico y lo cómico. Logra, como en el Quijote, la cumbre de lo tragicómico. La contemplación de unos individuos que ante la tardanza de lo que ha de llegar sólo extraen de sí peregrinas distracciones produce el impacto de lo hilarante. Nos hacen reír. Sin, embargo, la situación es al mismo tiempo trágica, desesperada, pues la espera es, bien mirada, el crecimiento insistente de una nada. Entre las pocas ocurrencias con cierta sobriedad y sentido que aparecen en semejante situación, hay una, en efecto, que se mueve justo en el filo entre la tragedia y la comedia. Irrumpe Estragon, uno de los personajes: «¡No ocurre nada, nada viene, nadie se va. Es terrible!». Emerge así la delgada línea que une y separa dos miradas. La espera es, de un lado, trágica. En su envés, sin embargo, se muestra ridículamente cómica. Y es que Beckett intenta decirnos que lo trágico reside en el hecho de que nuestro puro esperar haya llegado a convertirse en algo tan cómico.

Máscara de teatro de comedia griega. Bronce. Réplica
Hemos de mirar nuestra comedia con los ojos de la tragedia. Baudelaire, que admiraba profundamente al mundo clásico ya caído en desgracia, nos dice que en aquella época de esplendor grecolatino la comicidad, cuando aparecía, jamás se separaba de la seriedad. Las figuras grotescas que nos han dejado los antiguos —máscaras extrañas, Hércules todo músculos, Príapos con orejas puntiagudas, todo cerebelo y falo...— no eran para ellos ridículos. Es en nuestra época donde crece lo cómico a secas, cuya esencia es la de «desarrollar en el espectador, o mejor dicho en el lector, la alegría de su propia superioridad y la alegría de la superioridad del hombre sobre la naturaleza» (3). No extraña —nos dice— que este hombre moderno y contemporáneo, prócer de lo real, que se enseñorea sobre todo lo existente, tenga una predilección por la comedia. A la luz de esta todo puede aparecer en su aspecto risible. Nuestra espera, nuestra espera cómica, que tan risible es, concide paradójicamente con el estado de ánimo de un tipo de hombre que mira al mundo entorno desde una posición de superioridad.


¿Qué es nuestro ideal de «Progreso» sino ambas cosas, sentimiento de una superioridd creciente sobre todas las cosas que existen, por un lado, y espera, por otro, cómica y risible? Es cierto que cuando se formuló, en la Ilustración del siglo XVIII, la idea de progreso era tratada de un modo respetable y digno. Lo expresó Kant en su célebre escrito «¿Qué es la Ilustración?»:

«[...] es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro» (4).

El proyecto ilustrado, no obstante, ha fracasado, pues el predominio de las fuerzas ciegas que administran la vida de los hombres presentes es esa «guía de otro» en la que se pierde la vocación de autonomía. «Progreso» significa hoy avanzar mediante esas fuerzas ciegas a las que nos referíamos, las que, estando en expansión cuantitativa sin cese, nos condenan a una espera constante. Lo risible reside en que le parece al ser humano que es este progreso el que lo salvará de su espera lacerante, cuando es él, el progreso, el que fuerza a esperar infinitamente.

 


La alegre compañía, 1627, Dirck Hals

Es lógico que, mientras tanto, esta comunidad haya ido reforzando la comedia, pues necesita, durante el tiempo repetitivo y fatídico a través del cual aguarda una redención, entretenerse. Lo cómico se desvela ahora como algo más que un estilo teatral en el que ha devenido cierta propensión de la obra de arte. Lo cómico es la situación misma del ser humano presente, que se ve empujado a matar el tiempo mientras espera, como los personajes de Esperando a Godot.

La situación actual es grotescamente cómica y trágica a la vez. Cómica, porque espera del progreso la salvación de la espera infinita que él mismo impone. Trágica, porque, a pesar de lo que haga y piense la comunidad, el destino al que está entregada de este modo impone lo que se podría llamar «deuda infinita»
.

Progreso en perspectiva - Sciortino (2011)
Progresar significa «acrecentarse», «crecer», «autosuperarse» y, en un sentido ilustrado, alcanzar progresivamente la dignidad de la autonomía. En la relación actual con el progreso, sin embargo, no es la comunidad humana la que ostenta autónomamente la dirección, sino que, más bien, ocurre que el progreso, convertido en un dinamismo autonomizado, posee al hombre. El progreso, pues, no sirve al ser humano. Tiene lugar lo inverso: el ser humano sirve al mito del progresar a cualquier precio.

Si el ser humano no construye su progreso, sino que se convierte en una construcción del progreso, adopta los rasgos tragi-cómicos de un ser carencial que necesita cubrir sus deficiencias progresivamente. No es, en esta situación, un desbordamiento de fuerza vital lo que hace avanzar. No es la riqueza del espíritu humano lo que lo impulsa a crecer. Por el contrario, se pretende que sea el crecimiento continuo, tomado como un fin en sí mismo, lo que haga prosperar. Y eso quiere decir que los seres humanos, ante el dios del progreso, aparecen ineludiblemente como seres en falta. Siempre van retrasados respecto a lo que el progreso les exige. De ahí que la espera infinita se convierta, paralelamente, en una deuda infinita, en el sentimiento de no tener un ser, de estar reducido a un no-ser que ha contraído una deuda con el progreso.

Una aberrante culpabilidad debe haber entrado, entonces, en el inconsciente colectivo. Si para llegar a ser es preciso recibir los dones del progreso, cada don de éste es experimentado como una deuda que adquirimos. Entramos en deuda con él porque le debemos el ser mismo. Lo terrible es que hay que retribuirle todas sus ofrendas de alguna manera. ¿Y qué forma de retribución tendría esta donación de ser que nos brinda el progreso, como si nos concediese un favor? Si nuestro ser lo hace el progreso, ¿no habría que pagarle con el propio ser, es decir, viviendo para promoverlo, apoyarlo, divinizándolo? Hay, en los hombres de hoy, una culpa respecto al progreso, porque se sienten en deuda con él. Y, como el progreso impone una espera sin fin, esta deuda contraída es una deuda infinita, imposible de satisfacer.



De principios de la era cristiana, esta obra en mármol, de 2,45 m de altura, se encuentra en el museo
Pío-Clementino, en los Museos Vaticanos de Roma.
Representa la muerte del sacerdote troyano Laocoonte,
castigado por los dioses a ser estrangulado por serpientes junto a sus dos hijos.

Necesitamos exhumar el espíritu trágico que nuestro mundo moderno y contemporáneo -salvo en ciertos momentos gloriosos- ha arrumbado en la escombrera de la historia. El espíritu trágico es propio de los momentos de crisis como el que atravesamos. El héroe de la tragedia, como hemos dicho, se caracteriza por enfrentarse a lo que se le impone con la fuerza fatal del destino. El destino reaparece hoy en la forma de los poderes autonomizados que ya no pertenecen a los hombres y que adoptan una lógica inexorable. No cabe, ante ellos, la escueta reforma. Solo cabe la transformación cualitativa, el paso a lo otro, a una nueva escena, lo que unicamente puede provenir de una conmoción global. El héroe trágico, al oponer su dignidad a los poderes destinales, convoca la grandeza de espíritu. Y, en el extremo, vence al fracasar.

Pocas obras de arte han captado el sentimiento trágico, esta lucha entre lo destinado y la dignidad, con tanta belleza y cruel realismo como el grupo escultórico Laocoonte y sus hijos.  Virgilio nos narra cómo «de las profundas y tranquilas aguas» del mar emergen «dos serpientes de anillos inmensos y se dirigen a Laocoonte». Lo envuelven para darle muerte; «aprisionando los pequeños cuerpos de cada uno de sus dos hijos, se enroscan en sus miserables miembros y los devoran a mordiscos» (5). Winckelmann describe la escena en mármol subrayando la tensión típicamente trágica:

«Laocoonte es una naturaleza en el estado de dolor supremo, hecha conforme a la imagen de un hombre que trata de reunir conscientemente la fortaleza de su espíritu para hacer frente a ese dolor; y, mientras el padecimiento hincha sus músculos, en la frente dirigida a lo alto se dibuja su espíritu vigoroso, y el pecho se alza por la respiración ahogada y por el esfuerzo para contener el estallido del dolor, para guardarlo y para dejarlo encerrado dentro de sí. (...) La tristeza ha invadido su boca, y el labio inferior, vencido por ella, cae pesadamente; pero en el labio superior, que se tensa hacia arriba, esa tristeza está mezclada con un dolor que llega hasta la nariz en un movimiento de rabia, como por un padecimiento inmerecido e indigno (...). Hay gran verdad en el modo en que está plasmado, bajo la frente, el conflicto entre dolor y resistencia, que quedan como unidos en un punto. (...) Allí donde se da el mayor dolor, se muestra también la mayor belleza» (6)

 
Notas

(1) En la tragedia, «la victoria no es del que asegura la existencia, sino del que sucumbe. El derrotado triunfa en el fracaso. El que triunfa, que logra una victoria efímera y meramente aparente, es el mediocre. (...) Lo que triunfa es lo universal (...), la vida universal, lo intemporal. Pero en el acatamiento de lo universal se esconde al mismo tiempo un rechazo. Lo universal reviste un carácter tal que hace necesario el fracaso de la grandeza humana que le hace frente». Jaspers, K., Über das Tragische [1948], en Von der Wahrheit [Trad. cast.: «Lo trágico», en Lo trágico. El lenguaje, Granada, Ágora, 1995, pp. 39-106; p. 64.

(2) Son muchos los estudiosos que han lamentado la muerte de lo trágico en este sentido moderno del drama. Es magnífico el texto de George Stirner, La muerte de la tragedia (Barcelona, Azul Ed., 2001).

(3) Baudelaire, Ch., Lo cómico y la caricatura, Madrid, Visor, 1988, p. 51.

(4) Kant, I., «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», Maestre, A. (ed.), ¿Qué es Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 9-21; p. 9.

(5) Virgilio, Eneida, Madrid, Gredos, 1986. II, 203-217.

(6) Winckelmann, J. J., Historia del arte en la antigüedad, Madrid, Akal, 2011.

Texto extraído y reconfigurado de Luis Sáez Rueda, Tierra y Destino, Barcelona, Herder, 2021.