11. Los componentes míticos del sistema
islámico
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Una
visión mitológica del mundo
El
objeto de examen en estas páginas es la
religión islámica, que consideramos como un sistema de signos
transmisor de
ideas. Estas ideas islámicas se articulan sistémicamente en unas
estructuras
fundamentales: instaura unas constantes teológicas e ideológicas,
consistentes
en unos pocos axiomas o postulados sagrados últimos, a partir de los
cuales se organiza
el sistema y se van estructurando todos los temas particulares.
Los temas
desarrollados en torno al núcleo de axiomas básicos son muy numerosos.
Los más significativos
se van a presentar aquí agrupados en torno a las tres formas expresivas
típicas
de cualquier sistema semiótico religioso: el mito, el rito y la ética.
Constituyen las tres modalidades de codificación del mensaje, que se
interrelacionan y se refuerzan recíprocamente, observando unas reglas
precisas.
En
el fondo, todo sistema religioso implica una filosofía, más o menos
latente, en
su visión del mundo, en su concepción del tiempo, de la sociedad y del
ser
humano. Es la filosofía subyacente a su credo, que forzosamente termina
estipulada como un dogma para los adeptos.
La
palabra dogma significa «creencia», designa una convicción que se
comparte como
normativa en la comunidad de los creyentes. En este sentido, es
evidente que el
islamismo es una religión repleta de dogmas, formulados con mayor o
menor
precisión, tengan o no su fuente en el libro sagrado.
La supresión
coránica del tiempo histórico
En
el sistema de ideas islámico, encontramos
una concepción del tiempo en la que no cabe una historia
de la salvación, ni siquiera propiamente la historia, pues,
en el fondo, lo que propone es una negación del tiempo. Afirma que toda
la
historia anterior está sumida en las tinieblas y la perdición, todo lo
acontecido en la era preislámica carece de valor. Por eso, lo único que
da
sentido al tiempo es su supresión, es decir, sacrificarlo a un orden
absoluto,
donde solo rige la voluntad de Dios/Alá codificada en una Ley inmutable.
Cualquier
otra opción sería apartarse del
camino recto, trazado desde siempre y para siempre. Las demás
religiones se han
corrompido, según el Corán, que acusa a la religión judía de
«ocultamiento» y a
la cristiana de «desviación» respecto a la única verdad revelada por
Dios que
el islam cree restituir y que, a su vez, no sería más que la religión
de
Abrahán; más aún, sería la misma que Dios dio ya a los primeros
hombres,
empezando por Adán. Con estos dogmas, el Corán cierra toda posibilidad
de progreso
histórico y lo sustituye por la fantasía de una presunta regresión a
los
orígenes y la postulación de un eterno retorno de lo arcaico.
Según
la visión catastrofista del islam, toda
la historia de las sociedades humanas no habría sido más que una
sucesión de
traiciones a la voluntad de Dios manifestada por sus profetas. Esta
maldad
requiere una rectificación. Y esto justifica que Mahoma se presente
anunciando
la venida escatológica del Mesías, para implantar por la fuerza la
sumisión que
Dios quiere. Pero, tal como sucedieron los hechos, muy pronto, el papel
atribuido
primeramente al Mesías se olvidó, y el protagonismo fue transferido al
propio
Mahoma, al pueblo árabe, a la umma musulmana y al califa. El
Corán afirma
que tienen la misión de acabar con el Mal e imponer el Bien (la Ley
islámica),
conquistando y ejerciendo el poder sobre el mundo entero. Así, la
dominación se
convierte en un deber y un derecho que Dios/Alá les habría otorgado.
Para
el islam, pues, todo el pasado es
ignorancia y alejamiento de Dios, por lo que el tiempo histórico carece
de
sentido. Toda innovación conduce a la perdición. El futuro como novedad
está
vetado. El único valor, absoluto, radica en la perpetuación totalitaria
de la Ley
islámica, un sistema jurídico supratemporal e inmutable, que se
fundamenta en
el Corán, los dichos de Mahoma y los decretos de los ulemas medievales.
Si lo
pensamos racionalmente, no parece que este tipo de profecía se dirija a
iluminar el porvenir, sino más bien a cegarlo.
Otro tema que vehicula la mitología islámica
y que incide en la visión
del mundo normal para la mentalidad musulmana tiene que ver con cierto
maniqueísmo. Descubrimos una especie de mecanismo que genera y agudiza
enfrentamientos, para proponer luego su resolución por medio de la
violencia.
Señalemos unos ejemplos:
– La concepción político-religiosa escinde el
mundo
en dos partes irreconciliables: los países islámicos y los otros, que
son objetivo
de la guerra.
–
La división de la humanidad en musulmanes y
no musulmanes, junto a la idea de que solo los primeros pueden ser
sujetos de pleno
derecho.
–
La desigualdad y jerarquización de la
sociedad, refrendada por la religión, subestima a las mujeres, oprime a
los
descreídos y degrada a los esclavos.
–
La intolerancia y el mandato de ejercer toda
clase de beligerancia hasta conquistar el mundo entero para la religión
de Alá.
–
La mitificación del profeta Mahoma y la
descalificación de toda otra profecía.
–
La atribución de carácter divino a la
literalidad del Corán y el descrédito final de las demás escrituras
sacras.
–
La pretensión de universalidad del mensaje y,
por otro lado, el sometimiento exigido a un dogmatismo que absolutiza
no solo
el Corán, sino la tradición del profeta árabe y las elaboraciones de
los
teólogos y juristas medievales.
En efecto, los mitos islámicos
establecen una división tajante del mundo entre musulmanes y no
musulmanes, con
consecuencias de largo alcance. De ahí, ese modo de pensar el conjunto
de los
países, en el plano geográfico, con una perspectiva dualista y
antagónica: por
una parte, la tierra del islam (Dar
al-islam) y, por otra
parte, la tierra de la guerra (Dar
al-harb). Si, a veces, hacen uso del concepto de tierra de la
tregua (Dar al-sulh), esto solo debe aplicarse
de forma transitoria. Desde ese esquema mental, los musulmanes se
atribuyen a
sí mismos la misión de agredir a otros países, hasta convertir el mundo
entero
en territorio del islam. Esta misión de conquista, teológicamente
fundada, constituye
el proyecto sagrado de la yihad e inspira toda la estrategia del
sistema. En la
realidad de lo que sucede, denominan «tierra del islam» a los
territorios que ya
han arrebatado a otros; y «tierra de la guerra», a los que se proponen
conquistar.
Aplicando los principios coránicos de
inclusión y exclusión, el islamismo solo es capaz de integrar a los
musulmanes,
que, por otro lado, son incapaces de integrarse en ninguna otra
sociedad. La Ley
islámica instituye la separación estructural, refrendada por una
desigualdad jurídica
e incluso ontológica, entre musulmanes y no musulmanes, entre creyentes
y
dimmíes, entre varones y mujeres. Impone la ruptura con el pasado,
prohibiendo
las costumbres y las culturas preislámicas, destruyendo las
peculiaridades y la
autonomía de cada pueblo, para someterlo al Corán y al derecho
islámico, sea
como conversos, sea como avasallados en régimen de dimmitud. Así, donde
llega, separa,
porque solo une bajo su dominación y consolidando la subordinación de
los
otros, y porque pretende fatuamente que todo empieza y termina con su
llegada.
Al categorizar toda la historia de la
humanidad anterior al islam como una era de ignorancia
y barbarie, la teología islámica dictamina que esa
historia carece de todo valor. Las civilizaciones precedentes son
desvalorizadas
y despreciadas, hasta el punto de justificar, sin el menor escrúpulo,
la
destrucción de los monumentos y las bibliotecas del pasado. Así que
todo
comenzaría con el islam y, como se cree del todo perfecto, todo
terminaría en
él. Por esta sinrazón, se niega también a todo tiempo posterior
a
Mahoma, el último profeta, la posibilidad misma de aportar algo nuevo
verdaderamente importante.
Así,
pues, conforme a la visión islámica del
mundo, existe un frente de guerra que divide a la humanidad entre
fieles e
infieles, creyentes y descreídos: a un lado, los musulmanes y, al otro,
los no
musulmanes. La misión del pueblo elegido musulmán es luchar contra el
enemigo hasta
que toda la religión sea de Alá, hasta que toda sociedad sea musulmana,
o esté
bajo el poder islámico. Solo cuando todo el mundo sea tierra del islam
dejará
de haber trincheras y podrá haber paz.
Los
«enemigos de Dios», es decir, quienes
rehúsan adherirse a la religión coránica, carecen de cualquier derecho,
con la
excepción parcial de los otros monoteístas, que deben aceptar ser
sometidos y
pagar un oneroso impuesto, en condiciones humillantes (cfr. Corán
113/9,29).
Pero
la enemistad no se proyecta solo hacia
afuera. La historia muestra cómo, dentro del propio pueblo de los
creyentes en
Mahoma, hubo desde el principio una fuerte tendencia a dividirse y
enfrentarse
a muerte unas facciones con otras. Los once primeros califas murieron
asesinados. El caso más clásico fue el conflicto desatado por la
sucesión de
Alí al califato, cuyas consecuencias perduran todavía hoy en la
escisión entre
suníes y chiíes. La confrontación está de plena actualidad en Oriente
Medio. Incluso
en el seno de cada facción, nunca ha cesado de reactivarse el mecanismo
ortodoxo
de creación de enfrentamientos: basta calificar al otro como hipócrita,
declararlo
hereje o apóstata, para creerse legitimado a condenarlo, castigarlo,
perseguirlo,
combatirlo, someterlo, o aniquilarlo.
El
Corán sustenta la ficción de que la
religión islámica es la originaria de la humanidad, de manera que todo
humano
nacería siendo musulmán en esencia, pero luego sería desviado por los
ídolos y
por las escrituras de la Torá y el Evangelio, que, según Mahoma, están
tergiversadas.
Esto supuesto, el islamismo se presenta como restitución de la
verdadera
religión, cuyo primer profeta habría sido Abrahán, a quien el Corán,
según
ciertos traductores, llama «musulmán» (cfr. Corán 87/2,128-132).
A
partir de esta elucubración, y jugando con el
doble sentido del término musulmán (tanto el de sumiso a Dios al estilo
de
Abrahán, como el de seguidor de Mahoma que cree en el Corán), se crea
la
doctrina según la cual solo el musulmán es propiamente un hombre
verdadero y,
por ende, solo los musulmanes tienen derechos plenos (pues se dictamina
que quien
no reconoce a Dios en versión coránica ha renunciado a su propia
esencia y, por
ello, ha perdido todo derecho). Así, se va repitiendo el mito de un
sociocentrismo radical, que pretende justificar la superioridad
ontológica,
teológica y jurídica del musulmán sobre los no musulmanes. A estos, por
cuanto
son reputados inferiores, se les niega el ser sujetos de los mismos
derechos en
el plano económico, político y religioso. Los cristianos y los judíos
que se
sometan serán reducidos al estatuto de dimmitud. A los demás, ni
siquiera se
les reconocerá el derecho a la vida.
Puesto
que creen que el islamismo es la única «religión
verdadera», asumen que ellos, el pueblo musulmán, están predestinados
por
Alá/Dios a la supremacía y la dominación sin restricciones sobre todos
los pueblos
y países de la tierra. Tal es el objetivo estratégico que el Corán
asigna a la
yihad. Los versículos que refrendan esto pertenecen al período
subsiguiente a
la hégira y no admiten otra interpretación. La narración mítica de la
irrupción
apocalíptica desemboca en las confrontaciones reales en el campo de
batalla. Lo
trataremos más adelante en el capítulo dedicado a la yihad, pero leamos
ahora
una muestra:
«Dios
no permitirá que los descreídos prevalezcan sobre los creyentes» (Corán
92/4,141).
«Es él quien ha
enviado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin
de que
la haga prevalecer sobre toda otra religión. Aunque repugne a los
asociadores»
(Corán 109/61,9; repetido en 113/9,33).
«Es él quien ha
enviado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin
de que
la haga prevalecer sobre todas las religiones. Dios basta como testigo»
(Corán
111/48,28).
El sistema semiótico
islámico, como ya dijimos, se organiza en torno a un núcleo duro de
estructuras
fundamentales, de axiomas en interacción con numerosos temas, de mayor
a menor
importancia, interpretados a la luz de aquel núcleo. Los elementos
pueden proceder
de otra parte, pero se ensamblan en una matriz doctrinal que llegó a
autonomizarse. Con respecto a la tradición hebrea y cristiana, el Corán
muestra
estar a la vez en continuidad y en discontinuidad. Aunque comparten
algunos
axiomas y temas, estos son remodelados en una mitología distinta y
autorreferente,
la islámica, que toma como hilo conductor el profetismo y
pretende
conducirlo a su fin, tanto en el sentido de culminación como en el de
acabamiento. En consecuencia, los profetas integran la galería de los
personajes
heroicos más nombrados en la narración coránica. Solamente en la capa
más
reciente del texto, un oscuro profeta sin nombre parece alzarse con
todo el
protagonismo, como último y único mediador entre Dios y los árabes, o
entre
Dios y los hombres, en última revisión.
Pero,
en los relatos coránicos, permanecen las
gestas de los otros profetas, que no han sido borradas, porque sirven
para
reforzar numerosos temas de la historia mítica, o del mito histórico
asumido
por el islamismo. Los relatos de los profetas han sido reconducidos en
función
de la axiomática imagen del majestuoso Señor, creador, revelador y juez
del
último día, en versión coránica. No obstante, todos esos profetas
aparecen
despojados de su perfil concreto, que en la mayoría de los casos es
bíblico, y
enfundados en un esquema y estilo narrativo que llamaríamos mahometano.
Así,
el Corán refunde los mitos de la Biblia
al servicio del islam. Menciona toda una galería de personajes enviados
por
Dios, homologados con el calificativo de «profetas»: Adán (nombrado 16
veces),
Idris [Henoc] (2 veces), Noé (43 veces), Abrahán (70 veces), Lot (27
veces), Ismael
(12 veces), Isaac (16 veces), Jacob (16 veces), José (28 veces), Job (4
veces),
Moisés (137 veces), Aarón (15 veces), David (16 veces), Salomón (18
veces), Elías
(2 veces), Eliseo (2 veces), Jonás (4 veces), Dhul-Kifl [Abdías, o
Ezequiel] (2
veces), Zacarías (7 veces), Juan (5 veces), María (34 veces), Jesús (25
veces),
Mahoma (4 veces, ninguna fiable).
Los
profetas, sobre todo los que dan origen a
innovaciones en la religión, tienen como misión ser proveedores de
mitos. Todo
sistema religioso es un sistema semiótico, en parte mítico, que aporta
una
interpretación de la realidad y favorece la adaptación a ella de la
sociedad. Ya
sabemos que los signos y las visiones del mundo no modifican
directamente la
realidad, pero sí orientan y organizan el comportamiento humano en
todas sus
facetas, cognitivas, emocionales y pragmáticas. Porque «solo podemos
vivir y
respirar en el mundo así interpretado» (Theissen 2000: 16). Ya hemos
dicho que
la religión, en cuanto sistema de signos, combina sistemáticamente tres
formas
expresivas o lenguajes: el mito, el ritual y el ethos.
El
pensamiento mítico de los profetas aporta
una visión y establece unos valores, en medio de circunstancias
adversas y ante
la indefinición de lo posible, y normalmente alientan la esperanza de
una
situación mejor. El problema es que los falsos profetas, como los
demagogos,
también difunden mitos mesiánicos que arrastran a las gentes y que, al
final,
resultan destructivos. Pero hay algo aún peor, puesto que un mismo
relato
salvífico puede terminar cambiando de signo en la práctica, cuando sus
promotores invocan la verdad y mienten, prometen la libertad y oprimen,
pregonan la paz y llevan a la guerra. ¿Qué diremos, si tales
perversiones no
responden a un cambio de signo o un mal giro de los epígonos, sino que
las
encontramos inscritas en el núcleo de la mitología creada por el
profeta fundador?
Además
de los bíblicos, hay otros profetas no
judíos a los que el Corán alude como enviados a poblaciones árabes muy
antiguas. Haremos aquí solo una breve identificación. El Corán menciona
por su
nombre y cuenta la historia de tres de ellos. Son los aditas y su
profeta Hud,
los madianitas y su profeta Suaib, los tamudeos y su profeta Salih.
Fueron
poblaciones o tribus árabes al norte de Arabia que se organizaron
políticamente
y llegaron a ser poderosos (cfr. Gibson 2017: 190).
El
profeta Hud, enviado al pueblo de Ad
(identificado con Edom y con los hicsos). Los aditas se mencionan en 16
capítulos (14 anteriores a la hégira; 2 posteriores); su recuerdo
perdió
importancia. A Hud lo cita el Corán 7 veces (por ejemplo: 39/7,65-66;
47/26,124;
52/11,53-60). Los especialistas lo identifican con el bíblico Héber
(Génesis
10,21-25; 11,14-17), antepasado de Abrahán, de quien habría derivado
etimológicamente el término hebreos.
El
profeta Suaib, enviado al pueblo de
Madián. De los madianitas se habla 10 veces, en siete capítulos
distintos (5
anteriores a la hégira; 2 posteriores). El nombre de Suaib aparece 11
veces en
el Corán (por ejemplo: 39/7,85-92; 47/26,177-185; 52/11,84-94). Se
suele
identificar con el suegro de Moisés, llamado de diversas maneras en la
Biblia:
Reuel (Éxodo 2,18), Jetró, sacerdote de Madián (Éxodo 3,1), y Jobab
(Jueces
1,16).
El
profeta Salih, enviado al pueblo de
Tamud (identificado con Nabatea). Los tamudeos se mencionan en 21
capítulos
coránicos (19 anteriores a la hégira; 2 posteriores). A Salih se nombra
9 veces
en el Corán (de él se trata en 39/7,73-77; 48/27,45-53; 52/11,64-71).
La
capital del reino de Tamud fue Madain Saleh [la ciudad de Salih],
también
denominada Al-Hijr (La Roca), en la región nabatea, hoy al norte de
Arabia
Saudí.
Los
aditas, los madianitas y los tamudeos eran
pueblos árabes, que florecieron en distintas épocas, a los que fueron
enviados
profetas con anterioridad a Mahoma, según afirma el propio Corán, donde
cumplen
la función de ejemplos disuasorios para los que no quieran hacer caso
al
predicador. El paradigma es siempre el mismo: Dios envía un profeta, su
pueblo
no le hace caso y, entonces, sobre aquel pueblo recae un tremendo
castigo
divino. Una perfecta ilustración de cómo castiga Dios a quienes no
escuchan a
los profetas enviados por él. La moraleja queda perfectamente para los
oyentes:
deben temer a Dios y obedecer a su profeta.
El
problema surgirá cuando los mensajes emitidos
resulten nocivos. Porque, con las profecías, las utopías, las
ideologías y los
mitos, puede ocurrir como con la expansión infectiva de los virus, que
los
contagiados no todos padecerán la enfermedad, quizá ni siquiera la
mayoría,
pero todos serán posibles portadores del virus y transmisores de su
morbilidad.
Los
elementos mitológicos giran siempre en
torno a grandes personajes, cuyas historias se repiten a través de los
siglos. Aparte
de Mahoma, que proporciona el anclaje histórico del mito islámico y es
la clave
de bóveda de todo el sistema, es necesario profundizar en el
conocimiento de
los protagonistas principales de las narraciones recopiladas en las
páginas del
Corán, a los que la doctrina musulmana otorga la mayor relevancia en
los planos
simbólico e imaginario: la idea de Dios, las figuras de Abrahán,
Moisés, María
y Jesús, que serán objeto de análisis monográfico en los
correspondientes
capítulos, que vienen a continuación.
Bibliografía
citada
Gibson, Dan
2017
Early Islamic Qiblas. A survey of mosques
built between 622 CE and 876 CE. Independent Scholars Press.
Theissen,
Gerd
2000
La religión de los primeros cristianos.
Una teoría del cristianismo primitivo. Capítulo 1. Salamanca,
Sígueme,
2002.
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