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I Para el lector que no conociere el tema valgan algunas indicaciones iniciales. El día tres de mayo, antigua festividad litúrgica de la Invención de la Santa Cruz, es una celebración de gran arraigo popular en la ciudad de Granada. Esta fiesta junto con la feria del Corpus es con mucho la más celebrada popularmente. El resto de las celebraciones del calendario anual tienen un carácter más ceremonia, o si se quiere con una participación oficial de las instituciones religiosas y municipales más alta; nos referimos sobre todo al día de la Toma (2 de enero), el día del patrón San Cecilio (1 de febrero), a la Semana Santa y al día de la patrona, la Virgen de las Angustias (en septiembre). El día de la
Cruz es una fiesta de
jolgorio y desenfreno primaveral, con un discurrir de toda la ciudad
hacia
los barrios populares tradicionales, Albaicín principalmente, y
con un espacio público protagonista, la calle, la plaza, el
patio
abierto a todos. Es la fiesta, además, una sola tarde-noche,
pues
la mañana es laborable, lo que no se transgrede ni por asomo. II. De la exaltación de la Cruz Para el comentarista bajomedieval Santiago de la Vorágine, «antes de la Pasión de Cristo la Cruz connotaba vileza, aridez, ignorancia, tenebrosidad, muerte y hedor», todo ello por las condiciones, lugares y la naturaleza delictiva de quienes eran ejecutados en ese artefacto; y añade que «después de la Pasión de Cristo quedó sumamente ennoblecida, magníficamente exaltada, y sus connotaciones se modificaron tan radicalmente que la vileza de antes se trocó en preciosidad» (1). Sin embargo, Santiago de la Vorágine no hace mención histórica al momento en que la cruz se va a convertir en el símbolo por excelencia del cristianismo. Sí lo hace Pedro de Ribadeneira en su Flos sanctorum de fines del siglo XVII; narra éste el auxilio que la Santa Cruz le otorgó a Constantino en su lucha contra Majencio, y como la transformó en la enseña imperial; «esta devoción a la Santa Cruz -dice más adelante- tuvo también la bienaventurada Santa Elena, madre del mismo Emperador Constantino, la qual movida con una revelación de Dios, acabado que fue el Concilio Niceno, se determinó de ir en persona a Jerusalén (...) para buscar la Santa Cruz». No eran pocas las dificultades que el demonio había puesto para ocultar el lugar de la Cruz, con ayuda de judíos y gentiles: entre otras enterrar varios criminales en el lugar y poner en el monte «un Idolo de Venus, para que si algún cristiano, teniendo noticia que la Cruz estaba enterrada en aquel lugar, y fuese a hacer oración a él, pareciesse que iba a adorar a Venus, y por no dar este escándalo, lo dexasse» (2). Existía, por tanto, según el imaginario religioso barroco la intención manifiesta de mantener del lado del mal a la gentilidad y al judaísmo, cuales proyecciones en el presente del pasado tenebroso de la Humanidad precristiana, simbolizada en la historia del monte Calvario. Históricamente, hacia el fin del siglo IV, las peregrinaciones a Jerusalén y especialmente al Gólgota conocen un gran auge. «Ætheria Syvia que hace la peregrinación hacia el 393-396, describe en su Itinerario la ceremonia de la Adoración de la Verdadera Cruz, en Jerusalén, el Viernes Santo. Cuando el obispo se instaló en el exedro del Post Crucem, capilla situada detrás del emplazamiento de la cruz en el Gólgota, los fieles fueron admitidos a besar la Verdadera cruz, sin poner allí las manos; de cada lado, los diáconos montan una guardia severa, se acuerdan del peregrino que mordió en la madera de la Cruz para arrancarle un trozo» (3). Recurramos a la historia. La condena de Arrio en Nicea, concilio clave para interpretar la evolución del cristianismo y del significado emblemático de la cruz para este, ocurrió a instancia de Constantino, a pesar de que la intención de aquél era perfectamente ortodoxa, puesto que su intención era dejar en claro la neta diferenciación entre el Padre y el Hijo. «El concilio emprendió, pues, la elaboración(...) de un 'símbolo' que anunciara la cristología ortodoxa» (4). Frente a lo apocalíptico judaico y a lo humano arriano, la Iglesia afirma en Nicea la esperanza escatológica de la resurrección, de la cual es signo preciso el Crucificado, muerto para redimir a la Humanidad. Se ha producido la inflexión que dice Puente Ojea, entre judaísmo y cristianismo, entre mesianismo y conservadurismo (5). El Mesías es ahora esperanza de salvación futura, representado plásticamente por el icono de la cruz. Queda patente la importancia del concilio y del símbolo afirmado en él para el cristianismo posniceano, pero en aquellos lugares donde siglos después la confrontación Islam - Cristiandad alcanzó la virulencia de las cruzadas, además, se cubrió de connotaciones épicas. El mismo significado adquiere en la reconquista peninsular y en todos los hechos subsiguientes hasta la definitiva expulsión de los moriscos de principios del XVII. Al Islam siempre le horrorizó la idea de la crucifixión de Jesús, por lo que la teología musulmana ha sostenido que en el último momento fue sustituido en la cruz. «Por una parte -escribe L. Cardaillac- [a los moriscos] les choca que los cristianos puedan admitir que Dios haya podido sufrir la afrenta que significa la cruz. En ellos esto se traduce en un odio hacia la cruz, símbolo de la religión cristiana. En el momento de los diversos levantamientos uno de sus primeros actos será destruir con saña todas las cruces, en particular durante la guerra de las Alpujarras» (6). Y viceversa, todo el empeño de los repobladores del reino granadino estará en resemantizar el territorio con nuevos símbolos, entre los que tiene lugar preferente la cruz. Lo montañoso del territorio será un factor añadido que facilitará la intensa semantización. Pero, además, la semantización no fue un corte, sino que durante un largo período (1492-1568) convivieron cristianos y moriscos, y con posterioridad en la cruenta guerra de las Alpujarras los símbolos se volvieron a convertir en expresión de los odios. Algunas de las principales cruces de la ciudad se significaban todavía en época barroca por su sentido anti-islámico. Por ejemplo, la cruz de Santa María de la Alhambra tenía como objeto conmemorar el «lugar exacto o no, en que fueron muertos los franciscanos fray Pedro de Dueñas y fray Juan de Celestina, llegados a Granada, árabe aún, para predicar el evangelio, siendo muertos cuando realizaban su labor de predicación por el mismo rey moro Mohamed VII 'El Zurdo'» (7). La mentalidad barroca se empleaba a fondo con los sospechosos de judaizar o islamizar como bien sabemos, de ahí que cualquier motivo era suficiente para afirmar el catolicismo en una ciudad coronada por un palacio islámico, salvado de la destrucción por su propio prestigio arquitectónico. De que levantar una cruz era obra de buenos cristianos, de cristianos viejos, tal que colectividad, nos da testimonio la siguiente noticia del cronista Henríquez de Jorquera: «En este año los vecinos devotos de la santa cruz del barrio del sr. San Laçaro (...) mandaron hacer y poner una Santísima cruz de Piedra de Alabastro blanco de mucha costa, en medio del campo de dicho barrio con las limosnas que para ello juntaron (...) abiendole acabado de levantar para el día de la invención de la cruz desto dicho año le celebraron una grandiosisima fiesta en la iglesia parroquial del señor San Yldefonso, con una grande procesión, danzas y soldadescas y otros aderezos de altares en que se gasto mucho» (8). Conforme los aspectos más militantes de la fiesta desaparecían aumentaban los galantes y puramente festeros de la misma. Desaparecido el moro empezaba la fiesta profana, hasta el punto que la jerarquía dieciochesca hubo de intervenir ante los desórdenes y pecados públicos que la celebración traía consigo. Un edicto de 1779 del arzobispo don Antonio Jorge y Galbán condenaba entre otras fiestas como los diablillos, de hermandad, toros, comedias, rifas, etc., la de la Cruz: «Igualmente prohibimos todos los desordenes en las Fiestas de campo, como la de la Cruz de Mayo, y otras». En esta larga
génesis la Cruz se ha
ido forjando como símbolo cristiano que de abanderar las
cruzadas
antipaganas se ha fijado finalmente como icono y excusa de la fiesta
popular,
en un universo ya absolutamente semantizado como el de finales del
siglo
XVIII. Este carácter de fiesta primaveral se asentó e
incluso
se incrementó a lo largo del XIX. El costumbrista granadino A.
J.
Afán de Ribera, como tantos otros literatos casticistas de tema
andaluz, al describirnos un día de la Cruz albaicinero lo hace
resaltando
el lado primaveral de la fiesta: empujados por la nocturnidad, la
primavera
y el vino, los noviazgos y los amantes se hacen al pie de las cruces (9).
Que el origen general de la Cruz de Mayo esté en las fiestas
paganas
precristianas de fertilización del mundo viviente parece algo
absolutamente
claro después de que los eruditos folcloristas
decimonónicos,
empleando ríos de tinta, lo mostrasen. El mismo Caro Baroja se
hace
portavoz de estos cuando dice: «Así, la 'maya' pagana(...)
pasó a ser, en casos, la 'maya' que preside las mesas petitorias
de la fiesta de la Cruz de Mayo; el viejo árbol se
convirtió
también en ocasiones en la cruz; al santo del primer día
del mes lo convirtieron en 'Santiago el Verde'; San Gregorio se
convierte
en el patrono de las aguas de mayo, cuando no lo es la cruz misma, y
hay,
además, otras santas y santos, como la muy española Santa
Quiteria, cuyas fiestas tienen un aire particular. La Virgen,
protectora
de las doncellas, y a la que estas ofrecen flores se hace la patrona de
todo el mes» (10).
No obstante, en
Andalucía
, y en especial en la oriental, la presencia islámica
borró
o atenuó esta presencia paganizante, posiblemente por la
cualidad
iconoclasta del Islam; de ahí, que aunque la fiesta en
términos
generales es atribuible a aquellos orígenes, en este territorio
hubo de ser trasplantada tras la reconquista. Recordemos que una
institución
de lo más antifestivo como la Inquisición era una de las
más interesadas en extender el culto de la cruz por las razones
aducidas más arriba: «La Cruz florida del Hijo de dios,
con
el madero Agostado de la ignominia del Hebreo», se lee en un
clásico
sermón pronunciado en el Tribunal de Granada a mediados del
siglo
XVII (11). III. El ciclo de mayo A lo que Julio Caro le llama la «estación del amor» la investigadora francesa Marie-France Guesquin le llama les mois des dragons. Ciertamente el ciclo de fiestas primaverales es complejo, pues en él se combinan la plantación de cruces en los campos, las procesiones de rogativas, las mayas, los árboles plantados por los jóvenes en las puertas de las casas de las muchachas casaderas... y hasta la fiesta obrera del primero de mayo. En nuestra opinión todo este ciclo tiene una particular coherencia en la ciudad de Granada. Como urbe moderna ha perdido los ritos más propiamente agrarios, pero cualquier granadino percibe la existencia de un ciclo que iniciado en el día de la Cruz concluye con la feria del Corpus. En cualquier caso, los barrios populares del Albaicín y el Realejo fueron los más dados a su celebración. Veamos la antigua fiesta albaicinera anterior a la guerra civil. Nos cuenta un informante, que ha vivido en el barrio «desde siempre», que el mismo tres de mayo se hacía por la tarde una romería al cerro de San Miguel, el lugar más alto del arrabal, donde en tiempos árabes existió una rábita, sustituida en tiempos cristianos por una ermita, aún existente, en la que se venera al santo. A tener presente que en el antiguo calendario litúrgico San Miguel se celebraba el ocho de mayo; posteriormente dicha efemérides fue trasladada a septiembre. Así queda explicado el cambio: «En el monte Gargano [en el centro de Italia, cerca del Adriático] había una iglesia dedicada a San Miguel ya en el siglo VI; el 8 de mayo del 663, cerca de dicho lugar, a la altura de Siponto, los longobardos tuvieron una victoria naval sobre los sarracenos; la victoria fue atribuida a la protección del arcángel. El aniversario celebrado en el Monte Gargano el 8 de mayo, pasó a celebrarse, debido a una confusión, el 29 de septiembre; el 8 de mayo quedó destinado a conmemorar una pretendida aparición de San Miguel» (12). Lo anterior justifica la existencia de una segunda romería albaicinera el 29 de septiembre, actualmente casi un mero recordatorio arqueológico, pero que durante mucho tiempo debió de coexistir con la del mes de mayo. En 1858, en la revista La Alhambra, se daba como efemérides para el ocho de mayo la Aparición de San Miguel, con función religiosa en su ermita. La misma revista anotaba en 1863: «Esta tarde baja San Miguel desde la iglesia de S. José a la del convento del Angel donde estará hasta el día 8 en que se le hará una función» (13). Es más que posible que la supresión de la fiesta en la nueva liturgia obligaría a trasladar la romería de mayo haciéndola coincidir con otra festividad muy popular: el día de la Cruz; lo cual es índice a su vez, del arraigo de esa romería. El lugar, el monte en su conjunto que corona la ermita de San Miguel, fue siempre de gran significatividad islámica: un poco más abajo, donde se encuentra la cruz llamada de la Rauda, hubo «una mezquita y un cementerio de moros, de donde le vino a la cruz el nombre de Rauda. Debió labrarse a principios del siglo XVI» (14). Es bien conocida la condición guerrera del arcángel San Miguel, la cual sería aprovechada por la Iglesia en su ofensiva semantizadora de unos estratégicos terrenos marcados por lo musulmán y la muerte, antesala, pues, de los infiernos. En sus orígenes la leyenda de San Miguel aparece unida al infierno, precisamente. Unos infiernos muy dantianos: «La imaginación de los pueblos occidentales, ante el espectáculo de los abismos profundos, de las simas temibles o del humo y el fuego sulfúrico borboteando, dudaba: ¿es necesario atribuir estos fenómenos a la teofanía de San Miguel o ver ahí la manifestación de los poderes de Satán?» (15). El cerro de San Miguel era, por tanto, un lugar señalado por la leyenda hagiográfica, tanto por la similitud -aparición originaria del arcángel en otro monte, el Gargano, después de haber vencido a los moros-,como por la semántica anterior del territorio -cementerio islámico-. La romería de San Miguel del tres de mayo, con anterioridad a la pasada guerra incluía una puesta en escena colectiva de carácter grotesco, casi carnavalesco, de la cotidianeidad; por ejemplo, algunos albaicineros se vestían de mujer o de letra de cambio, o hacían un muñeco femenino al que le levantaban las faldas, bajo las cuales aparecía un sexo fabricado con hebras de panocha. Si esto formaba parte de la romería de mayo, no así de la septiembre, más ceremonial que la primera. El lado grotesco-festivo se completaba con el «arreglo de patios», consistente en la instalación en un patio, separado de las cruces, de un conjunto «gracioso», compuesto generalmente de varios muñecos reproduciendo una escena y su correspondiente letrero mordaz. El ciclo
granadino
de primavera culmina con
otro motivo iconográfico de dragones: la Tarasca que precede a
la
procesión del Corpus. Escribe M. F. Guesquin respecto a las
tarascas
francesas, origen de las tarascas del Levante español, entre las
que se encuentra la de Granada: «La talla gigantesca, los
desplazamientos
en cortejo, la agresividad hacia los espectadores hacen que [las
tarascas]
se emparienten estrechamente con los dragones de mayo que se presentan
durante los espectáculos rituales de las procesiones
primaverales.
De otro lado cada uno es asociado a una leyenda específica que
lo
relaciona con la fundación de la ciudad en la cual nace, y que
afecta
también al dragón» (16). Se
iniciaba
el ciclo granadino con la Cruz, eminentemente albaicinera, continuaba
con
San Miguel y su dragón, igualmente factor de identidad del
Albaicín,
y terminaba con «la pública» -cortejo
histórico
que anunciaba las fiestas donde iba la Tarasca-dragón-, la
procesión
ceremonial del Corpus y la subsiguiente feria; en ese tránsito
se
ha pasado de la fiesta de barrio a la fiesta urbana, y en el decurso la
fiesta se ha mutado en ceremonia y feria, y el cuerpo grotesco de la
celebración
popular se ha transformado igualmente en imaginería
pública
-tarasca, gigantes y cabezudos-, con funciones medio ceremoniales,
medio
agresivas (17).
Un mes de afirmación urbana
en
torno a las figuras emblemáticas vencedoras del mal, si bien
ambivalentes
-¿hasta qué punto la mujer que va sobre la tarasca o San
Miguel vencen o prefiguran la misma seducción del mal?-, y en
torno
a los iconos afirmativos del triunfo cristiano sobre el paganismo
-cruz-
y sobre la herejía -Corpus Christi-. IV. El día de la Cruz en la historia Escribe Henríquez de Jorquera del año 1640: «Y en tres del dicho mes de mayo, día de la invención de la Cruz, se celebró la gran fiesta que hiço a nuestra Señora Don Pedro (...) en el religioso convento del Angel de la Guardia de monjas descalças. Fue la fiesta con su octava; ubo en ella la grandiosa academia y justa literal y poética prometida y publicada con grandes premios para los poetas que justaron que fueron muchos y celebrados poetas». En general los datos históricos anteriores al siglo XIX son poco «etnológicos», limitándose las más de las veces a una descripción litúrgica u oficial como la de Jorquera. Otro tipo de fuentes, como la Historia del Arte, señalan que en el período barroco la arquitectura efímera relacionada con las ceremonias y fiestas públicas tuvo su mayor desarrollo; obvio es que los altares del día de la Cruz presentan similitudes con los del Corpus ante los cuales bailaban las zambras moriscas, aunque en algunos lo efímero quedaba reducido al exorno al ser viejas cruces de piedra reutilizadas para la ocasión. En términos generales,sin embargo, los materiales pobres, el exorno y la propia naturaleza efímera los asemejan; también la exaltación de dos símbolos conciliares -la Cruz en Nicea y la Hostia en Trento- y el baile. La prensa del XIX y XX comienza a darnos noticias más detalladas de la fiesta, aunque en sus inicios no sobrepasan tampoco la crónica religiosa; en La Alhambra de 1857 leemos, por ejemplo, que en la catedral habrá misa mayor y procesión por su interior con el Lignum Crucis; los jubileos en Santa Isabel o en San José, parroquias albaicineras, aparecen siempre como los más destacados. En el Defensor de Granada de 1898 se menciona la procesión con sermón que partiendo de San Cecilio se traslada al Campo del Príncipe, en el también popular barrio del Realejo. El mismo diario en su etapa decimonona publicará algún artículo que otro sobre la tradición de la Cruz en Europa y sobre la inevitable historia de la Invención de la Cruz. Las noticias de todo género se van haciendo más explícitas, y las del día de la Cruz también; así encontramos en el Defensor de 1881 la siguiente información en el noticiario local: "En la Cruz: En uno de los altares que se levantan, según costumbre para celebrar la invención de la Cruz, ocurrió en la madrugada de ayer un hecho lamentable. Algunos individuos hubieron de insultarse por cuestiones amorosas, y empezaron a darse de palos; acudió a esto un agente de orden público, y habiendo reconocido en uno de los que luchaban a su hermano, tomó también parte en la pelea, de la que resultaron tres heridos". Menos explícita, pero no menos significativa, es La Alhambra de 1864: «La Santa Cruz: A las horas que escribimos estas líneas no tenemos noticias de que haya habido en la velada ninguna desgracia, cosa notable y de que nos alegramos». Para el día de la Cruz se esperaba «algo», tal sería la fama de la fiesta popular. Esta era la base sobre la que se asentaban las escenas sainetescas de literatos como Afán de Ribera, convertidas a la larga en arquetipos; decíamos nosotros de este autor: «los libros de Afán repiten hasta la saciedad los tipismos castizos: reunión social de tipos costumbristas, donde se come, se beben con abundancia caldos del terreno -siempre los mejores como las aguas de los pueblos-, se lanzan puyas, versificadas en ripio, entre los concurrentes, se acaba en atisbo de gresca atajada convenientemente por la autoridad -alcalde de barrio, cura, migueletes o 'tío'» (18). El imaginario social confería, se deduce, cierta peligrosidad a las veladas nocturnas de la Cruz. Con el paso de los años la prensa se fue haciendo aún más explícita, coincidiendo probablemente con el alza de la fiesta en los años veinte. Ya el Defensor de 1924 informa de la marcha de las cruces con varios días de antelación, pasando revista a las que se están haciendo y mencionando a las juntas de señoritas y caballeros que las apadrinan. Se lee, v. gr., de la calle Solares: «Reina gran entusiasmo entre los vecinos (...)con motivo de la instalación de una Cruz de mayo, que promete ser muy concurrida dadas las grandes simpatías con que cuenta dicho barrio, y la instalación del magnífico altar, que ha de lucir con valiosas joyas artísticas». La llegada de la República trae consigo, junto al cambio de sistema político, el intento por modificar los actos festivos; vemos anunciada en la prensa (Reflejos, mayo de 1931) que es intención del nuevo Ayuntamiento modificar el sentido de las festividades: «La juventud -se dice- que irrumpió en el Concejo granadino a la proclamación de la República, está suficientemente capacitada para esa reversión precisa, de no haber comenzado a actuar en época excesivamente avanzada, sin tiempo para meditar debidamente». Recordemos que la República sólo se había proclamado mes y medio antes. Sea por lo que fuere el caso es que la fiesta de la cruz perdió parte del brillo de los veinte en el año treinta y uno. Añade la prensa: «Entre los elementos y el no haber este año premios para cruces populares, han motivado que esta castiza fiesta haya decaído bastante en su acostumbrada brillantez. Aquéllos obsequiándonos con una lluvia pertinaz (...); la Comisión de Fiestas olvidándose de sacar 500 pesetas del presupuesto que era la cantidad que se dedicaba al reparto de premios, que no eran premios sino estímulos» (19). No son sólo los acontecimientos revolucionarios los que originan quejas por la decadencia de la fiesta. Esa decadencia era percibida simplemente por mor de un progreso esencialmente antitradicionalista. Encontramos por los mismos años un artículo de prensa titulado, «En el Valle. La decadencia de una fiesta», donde se arguye que «el ajetreo y la algarabía de la víspera no dejaba ya dormir a nadie aquella noche en el lugar; el decorado de las cruces reservado para la gente moza, y que suponía nada menos que la tala de todas las flores habidas y por haber, así como la movilización de todas las ropas y objetos de algún valor (...); las amas de casa se cuidaban de preparar con el mayor esmero las cestas para las giras al campo o para la romería al Cerro de la Cruz, y el desbordante entusiasmo de la chiquillería» (20), nada de lo cual se repetiría a las alturas del treinta y dos. Cierto es que la irrupción de la cuestión social remarcaría la fiesta obrera del Primero de Mayo en detrimento de las fiestas tradicionales. No obstante, los llantos por la decadencia de las tradiciones tienen su raíz en el espíritu romántico y en el casticismo. A la par que avanzaban las luchas clasistas, la cruz, cual símbolo del antiguo orden eclesial, era objeto de la iconoclastia revolucionaria. En una nota de Prieto Moreno y Bigador aparecida en el Boletín de la Universidad de Granada de 1935 se dice: «Recientemente y debido a los actos de barbarie que dieron lugar al incendio de las iglesias de San Luis y de San Nicolás en el Albaicín, fueron destruidas muchas de esas cruces granadinas. Solamente fueron de nuevo levantadas la denominada Cruz Blanca y la colocada a la entrada del bosque de la Alhambra junto a la Puerta de las Granadas. Entre las desaparecidas figuran las de San Nicolás, la Rauda, San Miguel, San Bartolomé y San Gregorio». Finalizada la
guerra, o posiblemente durante
la misma, estando Granada en la zona «nacional», esta
fiesta
como tantas otras donde lo grotesco-popular tenía una presencia
estimable, fue prohibida. Al parecer la prohibición pudo haber
sido
obra personal del entonces arzobispo de Granada cardenal Parrado (21).
Pasados los años más duros de la dictadura, en el
año
1963 el entonces delegado de Turismo, Antonio Gallego Morell, junto con
otras personas públicas de la ciudad, se propone la
revitalización
de la fiesta. La política festiva de la dictadura giraba entre
las
ceremonias historicistas y el folclore pasadista; las primeras ligadas
a actos de exaltación religiosa y nacionalista, y el segundo a
las
organizaciones encuadradoras del ocio -Sección Femenina y
Educación
y Descanso, principalmente (22). La
tradición
folclórica permitía a la vez resolver
ideológicamente
dos espinosos temas: la naturaleza de lo popular y de las diferencias
regionales.
Bien es sabido que el fin de la autarquía y del aislamiento
internacional
trajeron consigo la afluencia de turistas, y el descubrimiento de este
fenómeno como «primera industria nacional». La
mirada
un tanto indecente del turista formada de arquetipos
romántico-castizos,
recibía su sanción con la política
«tipista»
de los sesenta, con sus concursos de embellecimiento de pueblos, los
tablaos
de pastiche, los affiches del Ministerio de Información y
Turismo,
etc. Y no obstante, todo ello, ficticio o auténtico, de
«pandereta»
o «hondo», contribuyó al tímido renacer de la
fiesta, siquiera bajo la cobertura neutralizante del casticismo. V. Etnografía de la fiesta El calendario tradicional rural establecía entre Semana Santa y el Corpus celebraciones como San Marcos, San Isidro, Santiago el Verde, San Miguel y en ocasiones San Antonio. Aquellas comarcas alejadas de la ciudad de Granada como las Alpujarras han conservado generalmente las de S. Marcos y S. Isidro. En el S. Marcos de Cádiar, por ejemplo, se sigue saliendo aún al campo a «matar al diablo» y a comer «hornazo»; esta misma localidad celebra S. Isidro con una procesión que va del barrio alto al barrio bajo. Cogollos-Vega, en las cercanías de Granada, festejaba antiguamente a S. Marcos, marchando igualmente al campo a merendar y a «matar al diablo»; algunos ancianos de este pueblo son de la opinión de que llueve menos desde que se dejó de sacar a S. Marcos; lo cierto es que en el presente las fiestas de primavera de Cogollos han quedado reducidas al día de la Cruz, celebrado conforme al modelo granadino. En líneas generales, tal como ocurre en los dos ejemplos expuestos, parece que en aquellas localidades más alejadas de la influencia urbana han pervivido como fiestas de primavera las de S. Marcos o de S. Isidro, mientras que ha caído en el olvido la de la Invención de la Cruz; justamente lo contrario de lo que ocurre en la Vega de Granada, a dos pasos, como quien dice, de la ciudad. Hubo, por consiguiente, una remarcable tendencia a la simplificación del ciclo primaveral en torno a una sola fiesta; en los dos casos señalados algunas de las características de cada fiesta se han vuelto comunes a ambas, como el comer hornazo en la merienda campestre. Lógicamente a esta regla general hay que hacerle todas las excepciones pertinentes. Así el que en Fuente Vaqueros y Chauchina, pueblos de la Vega al igual que Cogollos, se continúe celebrando S. Marcos y no la Cruz; ello lo interpretamos como una supervivencia ligada a las condiciones propias de celebración de la fiesta: excursión de los dos pueblos por separado a las alamedas que están en el límite entre los términos municipales, fijado este por el curso del río Genil; las agresiones más o menos rituales se sucedían el citado día desde cada lado del río. Nos lleva este caso a reflexionar sobre la dificultad de generalizar en el tratamiento del fenómeno festivo. Puesto que hablamos de rivalidad tengamos presente lo manifestado por la mayor parte de quienes han tratado del día de Cruz: que las tensiones territoriales son un factor esencial para el arraigo de la fiesta (23). Estas tensiones, sin embargo, en la Cruz tienen un sentido grupal en derredor del corral, la casa de vecinos o el barrio, mientras que otras fiestas tienen un sentido comunal o supracomunal; veamos: en Lebrija (Sevilla) la celebración de la Cruz se hacía hasta hace poco los días 1,2,7 y 8 de mayo, independientemente de que cayesen en fin de semana o no; actualmente se hace coincidir con días de fiesta. «Los vecinos -se nos dice- adornaban una cruz cada equis casas o por barrio.Además, había concurso de cruces». Se observa como en una localidad bien alejada del área oriental de Andalucía la estructuración territorial y tensional de la fiesta de la Cruz es la misma. En la ciudad de Granada las casas de vecinos de los barrios obrero-populares tradicionales constituían el lugar espacial y social idóneo para la construcción de cruces y la plasmación en éstas de la rivalidad vecinal. Fue tradicional, por ejemplo, en el Realejo, la rivalidad entre las cruces de los números 15 y 18 de la calle del Señor. La exteriorización primaveral de los vecinos en el patio del corral nos fue expuesta por L. Montoto y F. Morales Padrón para el caso sevillano, lo que podemos fácilmente trasladar a las casas de vecinos granadinas (24). Pero las tensiones más acusadas solían darse entre barrios enteros o entre sectores de un mismo barrio. Allá por los años treinta existía una fuerte tensión entre los habitantes del Albaicín y los de la calle Real de Cartuja; estas tensiones se pueden explicar parcialmente, al menos, con la siguiente historia: «los cabreros de los dos barrios hacían 'ramones' (especie de puros) de álamo negro; los de la calle Real los fabricaban con las puntas sueltas, y los del Albaicín con las puntas en forma de puro. Este era el motivo para pelearse sobre todo en época de fiestas, y claro está en la Cruz» (25). Dentro del Albaicín también se producían frecuentes tensiones entre calles; fue tradicional la existente entre la Plaza Larga, centro vital del barrio, y el resto del vecindario, por la fama y los consiguientes premios que su Cruz tenía y que los demás consideraban inmerecida. De otro lado, la ornamentación de la Cruz tradicional exigía la colaboración de todos los vecinos, quienes exponían objetos de adorno de sus casas o personales, que muchas veces encontramos conceptuados en la prensa como «joyas». Era una ocasión anual de exteriorizar lo más preciado «de adorno» en una fiesta grupal y comunal. Los albaicineros comenzaban a hacer las cruces varios días antes del tres; las mujeres llevaban y traían cosas; tenía que estar terminada para la tarde-noche del dos, que era cuando el jurado venía a verla para otorgar los premios. En cuanto al ornato podemos distinguir entre la cruz en sí misma y lo que la rodea; la cruz se solía y todavía se suele hacer con claveles, aunque desde la revitalización del 63 se introdujeron materiales nuevos, como cáscaras de huevo, con el objeto de llamar la atención. Los acompañamientos de arquitectura efímera solían/suelen tomar como referentes el tipismo granadino:granadas, maquetas de la Alhambra, cuevas, surtidores de agua, etc. A título de ilustración, en el Defensor del 31 se lee que en la cruz de la masa coral se hizo «un bello escenario representativo de una rinconada típica del Albaicín, y en medio de la simulada plazuela de la Cruz una cruz de claveles rojos sobre pedestales de flores». No todas las cruces, sin embargo, fueron levantadas por los vecinos; las más distinguidas, aquellas que realizaban los casinos y asociaciones de la «buena sociedad» granadina eran encargadas a obreros y/o artesanos; la cruz erigida en el año 1924 por el Círculo Comercial fue encomendada a «hábiles artistas granadinos», procediéndose a hacer el mayor gasto ostentatorio y de modernidad: se iluminó con luz eléctrica la fachada del Círculo, y la cruz «¡de ocho metros!» también se hizo de bombillas eléctricas. Y además, «para el baile que se organizará la noche del día 3, se han contratado los mejores tocadores de bandurria y guitarra» (26). Las diferencias sociales y de sociabilidad entre las cruces de barrio y las de la buena sociedad son tan evidentes que no merecen mayor comentario, sólo volver a subrayar que por encima de esas diferencias en todas las cruces permanecen los rasgos de tipismo: la cruz, verbi gratia, de la Sociedad Filarmónica del año 31 «representaba el interior de una mezquita árabe,con arcadas y columnas de tan perfecta ejecución, que sin aproximarse mucho no podía verse si era real o ficticia su construcción» (27). Las diferencias eran sobre todo de ornato, el de las cruces populares procedía del interior de las casas, y el de las burguesas venía marcado por el anonimato. Asimismo las diferencias de ornato se traslucían en las propias personas; en cuatro instantáneas fotográficas de los años veinte aparecidas en Reflejos(28) queda meridianamente manifiesto: en la primera foto, del baile del Centro Artístico, las mujeres lucen mantón de Manila, al igual que las de la segunda foto, del baile del Círculo Comercial; las jóvenes del barrio de la Magdalena -pequeñoburguesía- llevan menos mantones; finalmente, las del popular barrio de la calle Solares aparecen preferentemente vestidas de faralaes, ya que los mantones aún con ser una prenda cara y de puro adorno femenino, tendrían su ubicación lógica en el exorno de la cruz, junto a los cobres, cerámicas, aspidistras y geranios, todos ellos aportados por los vecinos. Remarquemos de nuevo el carácter sexuado de la fiesta con algún ejemplo extraído de la literatura de costumbres: «Corría la manzanilla, subían las voces, trinaban las guitarras, holgábase el sol, alumbrando aquellos rostros francos, expresivos y risueños, y comentábanse al pie de la cruz las 'pelás de pava', las 'tomas de dichos', y las amonestaciones de la misa próxima» (29).Francisco de Paula Valladar hace una descripción más exacta de la cruz de mayo granadina, y allí expone lo que en la mentalidad romántica ha de ser un final de velada, donde se mezclan amores, vino y nocturnidad: «Por fin es de noche. El amor, que gusta más de incierta luz que de los reflejos brillantes del sol, prepara sus ponzoñosas saetas. El baile comienza: ese poético baile de nuestro pueblo: el fandango, con sus versos intencionados, su sentida melancolía y su melancólico ritmo que el rasgueo de la guitarra sostiene» (30). El núcleo festivo del día de la Cruz tenía a su alrededor algunos constituyentes periféricos; véanse, los gitanos del Sacromonte que solían hacer sus cruces en el interior de las cuevas, o los niños que han mantenido hasta el día de hoy la costumbre de pedir el «chavico para la Santa Cruz», es decir para sus pequeñas cruces hechas a imitación de las de los adultos -no obstante, no se conservan rastros en la memoria colectiva de la existencia de «mayas» infantiles, por contra de la no lejana ciudad de Almería donde actualmente es el componente más interesante de su día de la Cruz-. Como cualquier otra fiesta de importancia, la Cruz posee sus alimentos rituales; por descontado el rey es el vino, al que siguen las salaíllas -tortas de pan cubiertas de sal gruesa-, que servirían «para empapar el vino»; finalmente, el bacalao y las habas, éstas últimas consideradas entre los albaicineros como «cosa de gitanos». El último
elemento festivo a subrayar,
sobre el que nuestro colega Pierre Córdoba ha fijado su
atención
recientemente (31),
es el pero y las tijeras,
clavadas
y abiertas estas sobre aquel, y puestos al pie de la cruz. Al decir
popular
su significación sería cortar con las tijeras los
«peros»
-faltas- que la maledicencia popular acabaría inevitablemente
poniéndole
a la cruz: «está mú bonica, pero...».
Creemos, por contra de Pierre Córdoba que defiende la existencia
de niveles más profundos de significación en el asunto
del
pero y las tijeras, que la explicación popular respecto al
significado
de estos objetos es correcta. Además, la disposición
iconográfica
del pero y las tijeras no siempre fue junta; en tiempos
pretéritos
se presentaban separados físicamente aunque unidos mental y
lingüísticamente
por la explicación arriba indicada. VI. Presente y futuro del día de la Cruz: prospectiva etnológica Es sabido que la fiesta tradicional ha sufrido modificaciones notabilísimas en los últimos cincuenta o sesenta años. Los lamentos por la decadencia de las fiestas antiguas fue una constante entre los casticistas y románticos. Contribuyeron a esta evolución o decadencia (¿!) no sólo el progreso urbano-industrial y la tendencia a la laicización, hechos universales ambos, sino también cuestiones estrictamente particulares de nuestro país, como la dictadura franquista, que después de un período de prohibición toleró y dirigió la recuperación casticista y «neutra» de la fiesta. Manifestaba el profesor Gallego Morell que todas las tentativas por ampliar en los años sesenta a varios días la fiesta fracasaron.La explicación a este fracaso, y al persistente arraigo en una sola tarde-noche, hay que atribuirlos inicialmente a tres factores. Primero a las condiciones climáticas de Granada, de amplitudes estacionales y oscilaciones diarias en las temperaturas muy extremas, lo que convierte a la primavera en una explosión. Segundo, el día de la Cruz constituye una suerte de pre-Corpus, sirviendo de anuncio para la feria que un mes después aproximadamente se celebrará; basta una mirada sobre la prensa de antaño para comprobar que la programación de la feria del Corpus se hacía pública unas fechas antes del tres de mayo. Y tercero, aunque la fiesta en sí fuese efímera, la sociabilidad, función que cumple todo festejo popular, estaba asegurada por los preparativos previos de la construcción de la cruz. En los últimos tiempos la propia evolución urbana de Granada ha añadido nuevos factores a la sociología de la fiesta. De un lado, el traslado de buena parte de la población de los barrios tradicionales a los barrios periféricos, ha provocado paralelamente la progresiva redistribución del espacio festivo. De otro, el aumento de la población estudiantil hasta alcanzar un 10% del total del total de la ciudad. En relación con lo primero, las cruces han dejado de ser un fenómeno de sociabilidad cuasi rural dentro de la ciudad, para convertirse en un fenómeno de sociabilidad típicamente urbana: las cruces son construidas hoy día en buena medida por bares, peñas deportivas, asociaciones de vecinos, etc. La ritualidad tradicional, que incluía la sociabilidad y las tensiones grupales ha sido sustituida por una sociabilidad (¿?), que a pesar de las asociaciones citadas, se debate entre la soledad individual y la masa anónima. «En la fiesta urbana de hoy la víctima es el propio individuo sometido a los rigores del anonimato y la soledad en la socialización forzada de la ciudad. El ciudadano aislado en el gran mercado urbano pasa a ser el gran protagonista de su propio sacrificio. La soledad de este reo contrasta con la propia masificación de su entorno. No hay pautas para la construcción de un ritual y si las hay son escasas y precarias: la música, la utilización de unos espacios determinados para una reciente tradición o la presencia de elementos escénicos que estimulan al jolgorio» (32). Empero, en los barrios antiguos aún permanecen restos de la fiesta tradicional con una función cada vez más residual. Un hecho bastante significativo: durante los últimos años fue queja continuada de los vecinos del Albaicín, y especialmente de la plaza Larga, la actuación de masas de jóvenes ebrios que llevaban su desenfreno a una auténtica destrucción. En protesta los albaicineros dejaron de hacer algunas de sus tradicionales cruces. ¿Quiénes componen estas frenéticas masas de jóvenes festeros? A partir de una simple visualización se observa una mayoría estudiantil, mezclada ocasionalmente con jóvenes lumpem. La mezcla no es nueva, ni los deseos de fiesta de los estudiantes tampoco: desde el siglo XV en el Midi francés, por ejemplo, les bacheliers (los bachilleres) se empleaban a fondo en fiestas propias y ajenas, con gran escándalo de las poblaciones y sus autoridades (33). No nos encontramos, pues, ante un fenómeno nuevo, lo novedoso es la forma de diversión estudiantil, incardinada en la cultura del week-end, que en Granada es la de los bares-pub del viernes noche (34). En ese medio cotidiano, y cuando los exámenes de final de curso están en ciernes, el estudiante halla su manera de desahogo festivo y de búsqueda de liaison sexual, a que invita esta fiesta de primavera desde sus formulaciones más remotas, en la masa anónima. En el último
año que pudimos
asistir a la fiesta -1988- , esta parecía recentrarse sobre
nuevas
bases en los barrios modernos, y la violencia urbana real, que no
imaginada,
de años precedentes remitió. Cosa notable el que no
hubiese
habido incidentes que dijo la prensa local a la mañana
siguiente;
lo que nos trae a colación que los diarios del XIX informaban en
los mismos términos. Y es que en la hybris festiva
siempre
ha estado presente la amenaza violenta; la diferencia esencial entre
las
fiestas de ayer y de hoy, creemos encontrarla por nuestra parte en las
polaridades sociológicas que confluyen en el evento: en la
tradición,
el grupo de vecinos; en la actualidad, el individuo en soledad y la
masa
sin rostro. El presente artículo constituyó inicialmente la contribución oral del autor a la mesa redonda que sobre esta fiesta se celebró, en abril de 1988, en el palacio de la Madraza de Granada. Participaron igualmente en dicha mesa redonda los profesores Antonio Gallego Morell e Ignacio Henares Cuéllar, ambos de la Universidad de Granada.)
1. Santiago de la Vorágine: La leyenda dorada. Vol. II. Madrid, Alianza, 1984, 2ª ed.: 585. 2. Pedro de Ribadeneyra: Flos sanctorum. Tercera parte. Madrid, 1716: 37 y ss. 3. P. Thoby. Le crucifix, des origines au concile de Trente. Nantes, Bellanger, 1959: 22. 4. E. Trocmé. «El cristianismo, desde los orígenes hasta el concilio de Nicea», en Las religiones en el mundo mediterráneo y en el Próximo Oriente. Madrid, Siglo XXI, 1979: 435. 5. G. Puente Ojea: La formación del cristianismo como fenómeno ideológico. Madrid, Siglo XXI, 1976, 2ª ed.: 294 y ss. 6. L. Cardaillac: Moriscos y cristianos. Un enfrentamiento polémico (1492-l64O). Madrid, FCE, 1979: 264. 7. S. Colina Munguia: Cruces de Granada. Granada, 1976. 8. Fr. Henríquez de Jorquera: Anales de Granada. Tomo I. Granada, Universidad, 1987: 666-667. 9. A. J. Afán de Ribera: Fiestas populares de Granada. Granada, La Lealtad, 1885. 10. J. Caro Baroja: La estación del amor. Fiestas populares de mayo a San Juan. Madrid, Taurus, 1979. 11. Al Supremo Consejo de la Santa Inquisición, consagra este Sermón de las desgracias de Jesu Christo N. S. posteriores glorias de su cruz y feliz escándalo del indio(...). Predicóle en la Festividad de la Cruz en Santo Domingo en este año de MDCXXXV, P. Francisco Boil. 12. A. Olivar: El nuevo calendario litúrgico. Barcelona, Estela, 1970: 152-153. 13. La Alhambra, 6 de mayo de 1863. 14. F. Prieto Moreno y P. Bigador. «Cruces populares granadinas», en Boletín de la Universidad de Granada, año 1935, febrero. 15. Olga Rojdestvensky: Le culte de Saint Michel et le Moyen Age Latin. Paris, A. Picard, 1922: XIX. 16. M. F. Guesquin: Les mois des dragons. Paris, Berger-Levrault, 1981: 40. 17. Vid. José A. González Alcantud: «Tarasca, gigantes y cabezudos», El Semanero, Granada, junio de 1988. 18. J. A. González Alcantud: «Antropología, folclore y literatura costumbrista. El caso de Afán de Ribera», Gazeta de Antropología, nº 1, Granada, 1982. 19. El Defensor de Granada, martes, 5 de mayo de 1931. 20. Ibídem, 3 de mayo de 1932. 21. Información aportada por D. Antonio Gallego Morell en la mesa redonda. 22. Sobre la utilización del folclore por el franquismo, véase: M. Merino de Zela: «El folklore y la educación escolar en España», Folklore Americano, año 3, nº 3, Lima, 1955. 23. Cfr. el tratamiento de la fiesta en S. Rodríguez Becerra (dir.): Guía de fiestas populares de Andalucía. Sevilla, 1982. 24. L. Montoto: Los corrales de vecinos. Sevilla, Biblioteca de Temas Sevillanos, 1981. F. Morales Padrón: Los corrales, Sevilla, 1983. 25. Información facilitada por D. Enrique López. 26. El Defensor de Granada, 4 de mayo de 1924. 27. Ibídem, 5 de mayo de 1931. 28. Reflejos, revista literaria ilustrada, abril, 1925. 29. B. Mas y Prat: La tierra de María Santísima. Colección de cuadros andaluces. Barcelona, s. f.: 376. 30. F. de Paula Valladar: «La cruz de mayo», La Alhambra, año I, nº 10, abril 1884. 31. P. Córdoba Montoya: «El objeto ritual: el pero y las tijeras del día de la Cruz», en La fiesta, la ceremonia, el rito. Universidad de Granada/Casa de Velázquez. 32. E. Delgado i Clavera: «Entre el desorden y la soledad», en Cultura urbana y fiesta tradicional. Barcelona, Ayuntamiento, 1987: 59. 33. N. Pellegrin: Les Bachelleries: organisations et fêtes de jeunesse dans le Centre-Ouest, XVe-XVIIIe siècles. Poitiers, 1982. 34. Para un
análisis
general del fenómeno, vid.: J. A. González
Alcantud:
«Temas de antropología urbana: la cultura de los
bares», Gazeta
de Antropología, nº 2, 1983. |
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