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1. Pensamiento ecologizado A comienzos del siglo XX occidente ya se percata de que el conjunto de actividades económicas está teniendo extrañas repercusiones en el medio ambiente (McNeill 2003). A parte, las guerras mundiales instalan en la psiquis del hombre la visión amenazante de muerte generaliza. Estas cenizas, que ponen al descubierto el delirio intrínseco que gobierna a nuestra civilización, acaban germinando en un sentimiento de repulsa hacia el modelo socio-económico de la industrialización. De esta forma, el progreso tecno-científico deja de ser observado como el marco más adecuado donde situar los debates y problemas de la humanidad. Nace la conciencia ecológica (1). Esta conciencia procura derrocar la idea de que somos la especie elegida, pedestal sobre el que se yergue el hombre divinizado y la civilización suicida. Durante la Ilustración se consolida un humanismo, empapado por el pensamiento de Bacon y Descartes, que a golpe de Razón pretende conquistar y dominar la naturaleza. El "antropocentrismo" sobre el que se construye la actual cultura occidental, con sus pilares ilustrados -de Razón, Ciencia y Progreso-, sitúan al hombre como el centro de la naturaleza y el telos del universo. De este sustrato germina la conciencia de especie elegida, que hace del hombre un ser de trascendencia, al que se le otorga carta blanca -derecho moral- para subyugar a sus necesidades al medio natural. Siguiendo este enfoque hegeliano -que defiende que el comportamiento está regido por las ideas y la cultura-, es evidente que nuestra civilización se ha mostrado en gran medida indiferente a nuestra relación con la naturaleza. Según Lynn White (1967), se debe al poso dejado por la tradición judeocristiana. Las sagradas escrituras sitúan al hombre en el centro de la creación, de manera que los seres vivos -y el mundo natural- son creados por Dios para nuestro disfrute. Tampoco es patrimonio exclusivo de la tradición judeocristiana la idea de apropiación de la naturaleza, pues en ocasiones las religiones orientales, según demuestra Tuan (1968), han cerrado los ojos ante este tipo de agresión. Según sabemos, las causas directas del actual deterioro ambiental hay que buscarlas en el proceso de industrialización. Luego, las ideas de este irresponsable comportamiento están larvadas en el propio proyecto de la Modernidad. En concreto, en las Luces de la revolución científica, que fomentan una actitud instrumentalista hacia la naturaleza. No olvidemos que estas Luces alumbran la revolución industrial, que sirve de fértil pasto al capitalismo. Desde este horizonte retrospectivo se atisba con claridad que "no existe una crisis en el uso de la naturaleza que no sea una crisis en la forma de vida del hombre" (Deléage 1993: 283). La situación de inestabilidad ambiental recurrente, de la que ahora somos plenamente conscientes; en rigor, se puede remontar al advenimiento de la revolución industrial, en cuanto que supone una auténtica transformación en la representación de la naturaleza y, por tanto, uno de los hitos históricos más importantes en la relación Hombre-Naturaleza -comparable a la revolución neolítica-. A partir de este momento, la visión prometeica de la sumisión de la naturaleza al ser humano se convierte en hegemónica, inaugurándose una civilización industrial que se otorga el gobierno absoluto sobre la ecosfera. A pesar de todo, no debemos caer en el juicio fácil de cargar a la cuenta del capitalismo la total responsabilidad de la actual crisis ambiental, pues los regímenes comunistas tampoco se han mostrado muy respetuosos con el ambiente (McNeill 2003). No olvidemos que el propio Marx respalda la idea de que "la explotación del hombre por el hombre" deje paso a "la explotación de la naturaleza por el hombre" (Schmidt 1976). Realmente, el capitalismo y el comunismo son parte de un concepto mundial más amplio, al que Jonatton Porritt (1984) llama "industrialismo". En su cuño está impresa la idea de que el progreso de la humanidad se mide por su crecimiento económico y tecnológico. Tampoco nuestra sociedad industrializada es la única que ha creado serios problemas ecológicos -aunque si a escala planetaria-. La "historia ambiental" cuenta con numerosos ejemplos de sociedades preindustriales -como las precolombinas- que arruinan su civilización por una explotación desmedida de los recursos. No podemos olvidar que nosotros mismos -el Homo sapiens-, cuando entramos en Europa, América y Australia (ya bien entrado el Pleistoceno superior) provocamos la extinción de numerosas especies. De cualquier forma, pocos dudarán de que el actual problema ecológico -que estamos ocasionando- se ha convertido en uno de los aspectos más significativos de la historia del siglo XX. Conforme hemos adquirido consciencia del mismo se ha pasado de la ciencia ecológica a la conciencia ecológica y, al fin, al pensamiento ecologizado. Este último es una perspectiva ética, presentada por Edgar Morin (1996), que pretende abrir nuevos caminos para la formación de una sociedad-mundo ecologizada capaz de pensar y construir unas condiciones de solidaridad planetaria. Y también capaz de aceptar que el problema ecológico no sólo concierne a nuestras relaciones con la naturaleza, si no además a nuestra relación con nosotros mismos. Por un lado, el pensamiento ecologizado supone la reintegración del medio ambiente en nuestra consciencia antroposocial y, por el otro, la complejización -en el sentido más "moriniano" del término- de la propia idea de naturaleza. De este modo, se desaloja de su seno cualquier carga antropocentrista y se aparta lo natural de su asimilación al cruel dominio selectivo que elimina al débil en beneficio del fuerte. A la par, se rescata a la naturaleza del rincón romántico y naif donde ha sido aparcada y se resguarda al abrigo de la ciencia ecológica. Ésta nos enseña que, en la medida en que estamos ligados por lazos de interdependencia, todos los tripulantes planetarios compartimos un origen y destino común. El sentimiento romántico de la naturaleza al que hacemos alusión, rescata el mito del buen salvaje y la consiguiente nostalgia del mundo pre-civilizado. Su justificación racional la encuentra en el movimiento ecologista. En la actualidad, este mito salvaje está muy extendido en diversas esferas del "estilo de vida occidental", por lo que su filón está siendo explorado hábilmente por un capitalismo ecológico, secundado por un "sensibilizado" (2) consumismo ecológico (Elkington y Burke 1987, 1988). Este sentimiento tiene su origen en la década de los sesenta, a raíz de una profunda reflexión que se elabora, en los medios urbanos, ante el desencanto que suscita la civilización industrial. Incluso, aquellos que asumen del modo más auténtico -salvaje- que la crisis ecológica es una crisis de civilización, han llegado a proponer una huida hacia un Futuro primitivo (Zerzan 2001). Con menor carga utópica, el pensamiento ecologizado también se alía con este sentimiento romántico de la naturaleza. Por último, el pensamiento ecológico, más sosegado y con menor carga utópica también se alía con el sentimiento romántico de la naturaleza. Pues recupera la idea de relación umbilical y nutricia con la Tierra-Madre y la establece como el pilar sobre el cual levantar una nueva conciencia planetaria de solidaridad que vincule a los humanos entre sí y con la naturaleza. 2. Consciencia de crisis Primeras alarmas Según Donald Worster (1994: 342) la conciencia ecológica nace en el desierto de Nuevo México, el 16 julio de 1945, en el pueblo de Alamagordo, momento en que se realiza la primera explosión (de prueba) atómica. Días después, Estados Unidos arroja sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki devastadoras bombas atómicas. Una vez que se empiezan asimilar los brutales resultados de este trágico desenlace, se destila una visión antiprogresista. Sin embargo, esta conciencia comienza a tener plena consciencia a partir de la década de los sesenta. Desde finales de los cincuenta, el optimismo y la seguridad de las clases medias de los países más desarrollados sufren una seria erosión motivada por una sucesión de crisis económicas profundas y crónicas, agudizas por conflictos bélicos como la Guerra del Vietnam y la Guerra Fría. Estos acontecimientos mellan la fe que se había depositado en los beneficios que ocasiona el desarrollo tecnológico. Y a medida que aumenta la inseguridad económica, se empieza a considerar la propia evolución cultural como una fuente de peligros. En este contexto surgen diferentes movimientos de protesta, como es el caso del "ecologismo". Este movimiento, cuyos inicios están marcados por la publicación de la obra de Rachel Carson Silent Spring (1965), considera que el desarrollo tecnológico desenfrenado envenena y destruye gradualmente la biosfera. Esto provoca una toma de concienciación del peligro inmediato que, para la salud, representa el exacerbado progreso tecnológico, además de las consecuencias catastróficas que pueden resultar de la polución medioambiental. Carson también señala que ciertos recursos naturales, esenciales en los procesos industriales, no son infinitos por naturaleza y el crecimiento industrial está propiciando su esquilmación. En este ambiente posbélico se adopta un tono antiprogresista y apocalíptico, que vaticina un desastre ambiental irreversible a consecuencia del feroz crecimiento tecno-industrial. Se considera que el galopante avance de la tecnociencia está poniendo a prueba los límites de la "capacidad de acarreo" de la Tierra. Lo que, por otro lado, representa el macabro triunfo de la cultura sobre la naturaleza. A parte del crecimiento industrial desbocado se destapa otro problema: la población humana está creciendo a un ritmo frenético. Y esto también tendrá consecuencias nefastas. En esta línea, Paul R. Ehrlich en su libro The Population Bomb (1968), argumenta que si no se controla el crecimiento de la población el resultado para el futuro será desastroso. Por su parte, Heinz von Foerster (et al. 1960) formula la ecuación del juicio final. En ésta se describe una población que crece exponencialmente y alcanza su finitud el viernes 13 de noviembre de 2026. Esta ecuación fatal parece confirmar el pensamiento generalizado de que la población humana crece lentamente durante la Prehistoria, en tiempos históricos aumenta gradualmente, pero a raíz de la Revolución Industrial comienza a crecer sin límite. Hasta 1992 la población mundial había superado las predicciones de esta ecuación, aunque en las últimas décadas este vertiginoso crecimiento se ha detenido. No obstante, hoy somos más de seis mil seiscientos millones de personas y cada año se añaden a esta cifra ochenta millones más, casi un cuarto de millón de personas al día. Esta ecuación del juicio final pretende remachar el viejo axioma maltusiano que sostiene que la población humana es capaz de crecer de un modo rápido cuando hay recursos disponibles para sostenerla. Este aumento poblacional ha sido posible gracias a nuestra, cada vez mayor, capacidad de actuar sobre el medio natural; recordemos que, a lo largo de la historia de la humanidad, la explotación de los recursos y el aprovechamiento de diversas fuentes de energía ha crecido exponencialmente en función de los avances tecnológicos. Sin embargo, una población mundial tan prolífica genera una enorme presión sobre los ecosistemas del Planeta. Así, la crisis de los combustibles de 1973, por un lado, alertó de la finitud de los recursos terrestres y, a la vez, hizo reverdecer la conciencia ecológica. En los últimos cuarenta años el deterioro ambiental ha pasado de ser un supuesto fatalista y agorero a ser una realidad planetaria. Con la mundialización del capitalismo industrial, la perspectiva de una situación ecológica crítica a escala planetaria se ha convertido en una realidad tangible. A lo largo de estos años la crisis medioambiental ha sido presentada de diferentes formas. En muchas ocasiones se ha subrayado la contaminación o deforestación de tal región o ecosistema. Con todo, la que más trascendencia ha tenido ha sido la fórmula global. Cuando se ha alertado de cómo la contaminación y la deforestación -entre otras cuestiones- está teniendo serias repercusiones globales, entonces, todos nos hemos dado por enterados. Precisamente, esto es lo que ha ocurrido en gran medida con la contaminación atmosférica. Así, se ha hablado mucho del agujero de la capa de ozono y, en la actualidad, se discute otro tanto por el calentamiento global. Laboratorios científicos Las primeras alarmas en los laboratorios científicos saltaron a principios de la década de los setenta. En 1970 el científico Janes Lovelock descubre que los gases clorofluorocarbonos (CFC) se concentran en la atmósfera. En un primer momento no se le dio mayor importancia. Años después, Molina y Rowland se percatan que los CFC se activan con la luz solar en la parte alta de la atmósfera, destruyendo de este modo las moléculas de ozono. En 1974 publican el descubrimiento y alertan de que la capa de ozono corre peligro. La primera reacción ante el anuncio es de escepticismo. En 1982, equipos de investigación ingleses y japoneses que trabajan en la Antártida se percatan que la capa de ozono es inusualmente delgada en esa región. A mediados de los ochenta, una vez que ambos equipos publican sus datos, se confirman las predicciones de Molina y Rowland. Inmediatamente, en 1987 cuarenta y tres naciones firman el Protocolo de Montreal , estableciendo plazos para prohibir la fabricación y ulterior utilización de CFC. A partir de 1995 se prohíbe su uso en los países más industrializados y se establece la fecha de 2010 para que el resto de países dejen de usarlos. A día de hoy, este protocolo está firmado por más de ciento ochenta países. El agujero de la capa de ozono alcanza su máxima dimensión en el 2000. Los niveles de estos gases en la atmósfera, actualmente, se han estabilizado y comienzan poco a poco a reducirse. Por otro lado, durante el siglo XX se han ido acumulando registros meteorológicos en los que ha quedado reflejada una tendencia, más o menos generalizada, hacia el calentamiento del Globo. Movidos por esta preocupación, la Organización Meteorológica Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente crean en 1988 el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Su misión es evaluar la información científica disponible y asesorar a los gobiernos sobre la mejor manera de mitigar los efectos del cambio climático. El IPCC, hasta 2007, ha publicado cinco informes de síntesis. En 1990, en el primero, se comenta que con los datos de que se dispone no es posible afirmar que el incremento de la temperatura media del planeta sea consecuencia de las actividades humanas. En aquel momento únicamente los grupos ecologistas se muestran seguros de la relación causa-efecto. En 1995, en el segundo informe, se sugiere que puede existir un cierto grado de influencia humana sobre el clima global. En el informe de 2001 ya se habla de interferencias peligrosas en el sistema climático, por lo que el aumento de las temperaturas debido al incremento del efecto invernadero parece ser consecuencia directa de las actividades humanas. En los dos últimos informes, publicados a principios y finales de 2007 y donde colaboran 2.500 científicos de más de 130 países, se concluye que el calentamiento del globo es inequívocamente producto de los gases de efecto invernadero que emite el hombre. Asimismo, se asegura que los impactos de cambio climático sobre los sistemas naturales y socioeconómicos serán numerosos. Según el IPCC estamos ante las primeras alteraciones climáticas planetarias de origen humano, motivadas por los gases de efecto invernadero -fundamentalmente el CO2-. Esta concentración de CO2 en la atmósfera tiene su origen en la revolución industrial y en la deforestación del hemisferio norte. No obstante, dado que el clima es un sistema caótico es muy difícil elaborar predicciones sobre el futuro. Lo que parece seguro es que los gases de efecto invernadero son muy persistentes. En el hipotético caso de que dejásemos de emitirlos -en este preciso instante- la temperatura continuaría aumentado durante décadas o quizás siglos. Así pues, a día de hoy cada vez son menos los que aún albergan alguna duda de que la mano del hombre tiene un gran peso específico en la degradación ambiental del Planeta. Pero esta crisis ecológica no empieza y acaba en los problemas atmosféricos, sabemos que es fruto de un conjunto de factores interrelacionados. Por ejemplo, el elevado número de personas que habitamos la tierra está provocando que se sobreexploten los ecosistemas del mundo y, con ello, se está ayudando a empobrecer la biodiversidad del planeta (cada hora desaparecen tres especies, setenta y dos al día y veintisiete mil al año). Los principales agentes de esta pérdida de biodiversidad son la explotación excesiva, la destrucción y fragmentación de los hábitats naturales, el impacto de las especies exóticas y las extinciones en cadena o por razones múltiples. Es evidente, por tanto, que todo un conjunto de factores interrelacionados, como la presión humana sobre la flora y la fauna, la modificación de los paisajes, la reducción del agua disponible o el propio calentamiento global, son "manifestaciones de una única crisis ambiental planetaria" (Delibes y Delibes de Castro 2005: 132). Evidentemente, no sólo la elevada población mundial, sino también la febril cultura del consumismo y el empleo de tecnologías altamente agresivas está contribuyendo directamente en el desequilibrio de la biosfera. El primer paso es el reconocimiento del problema. La comunidad científica ya lo ha dado. Fuera de los laboratorios Entre tanto, desde las últimas décadas se han venido celebrado una serie de reuniones y cumbres mundiales. Esta senda se abrió por primera vez en la década de los sesenta, durante la crisis de los misiles. En este delicado momento, Gaylord Nelson, asesor del presidente John F. Kennedy y senador del Partido Demócrata, en noviembre de 1962, con la intención de desviar la atención pública del epicentro bélico, sugiere al presidente Kennedy que ponga sobre el tapete la cuestión ambiental. Se organiza así una gira conservacionista por todo el país que da comienzo en septiembre de 1963 y culmina con el asesinato de JFK. Con todo, Nelson no cesa en su propósito y sugiere a Robert Kennedy que inicie otra gira a favor del medio ambiente. Sin embargo, en aquel momento estas cuestiones no calaron en la sociedad. En septiembre de 1969, el pertinaz Nelson anuncia en Seattle que en la primavera de 1970 se celebrará una gran manifestación en favor del medio ambiente. El 22 de abril de 1970 cerca de 20 millones de personas de diferentes ciudades de Estados Unidos salen a la calle reclamando un ambiente sano. Queda inaugurado el movimiento ecologista. El éxito de esta convocatoria se debe al caldo reivindicativo que hervía en las clases medias de finales de los sesenta. Es el momento en que se reclama una sociedad más justa, tras la efervescencia del mayo francés y las tensiones bélicas. A raíz de esta importante respuesta, el Congreso de Estado Unidos crea la Agencia de Protección Ambiental. Se trata del primer organismo ocupado de controlar las actividades contaminantes del hombre. Otra consecuencia de aquella mítica manifestación fue la convocatoria de la Primera Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, celebrada en Estocolmo en junio de 1972. En este momento, los países industrializados muestran interés por alcanzar acuerdos para restringir la polución industrial y proteger determinados ecosistemas. De esta forma, surge el concepto de "ecodesarrollo", cuyos principios afirman: la primacía de todos los seres vivos; la solidaridad de las generaciones presentes con las generaciones futuras; y la necesidad de un desarrollo social que se fundamente en una relación humana con la naturaleza, respetuosa con los principios de la ecología científica. Por otra parte, en 1968 se celebra la primera reunión del Club de Roma (3), donde se habla de los cambios que se están produciendo en el planeta a consecuencia de las acciones humanas. Al año siguiente, en California se celebra una reunión en la que se advierte de las degradaciones ocasionadas al medio natural, a escala regional y global. De este modo, en pleno auge internacional sobre el futuro de la Tierra, en 1970 el Club de Roma convoca al Instituto Tecnológico de Massachusetts para realizar un estudio sobre las tendencias y los problemas económicos que amenazan a la sociedad. El resultado lo presenta dos años más tarde Donella Meadows en su informe titulado Los límites del crecimiento. El informe Meadows -fecunda fuente de inspiración e información para el movimiento ecologista- sitúa el problema en una dimensión planetaria, lo que significa el primer esfuerzo por considerar en conjunto el devenir humano y biológico a escala global. Su elemental mensaje -es imposible el crecimiento ilimitado en un sistema limitado- dibuja un horizonte apocalíptico. Alerta de que si se continúan manteniendo las tendencias de crecimiento tanto de la población mundial, como de la industrialización, la contaminación ambiental, la producción de alimentos y el consumo de recursos no renovables, la Tierra alcanzará los límites de su crecimiento y desbordará su "capacidad de acarreo" en el curso de los próximos cien años. Por el contrario, en el Simposio sobre la desorganización del medio, convocado en Tokio en 1970 por el Consejo Internacional de Ciencias Sociales, se traza un horizonte más generoso que no reconoce la relación directa que puede existir entre determinados sistemas económicos y la degradación ambiental. No obstante, por regla general, en opinión de Morin (1996), en estas primeras cumbres internacionales, donde se obra el paso de la ciencia ecológica a la conciencia ecológica, se alienta una profecía de tintes apocalípticos de la que todavía no se ha sabido -o querido- desembarazar completamente el discurso ecologista. Años más tarde, en la Cumbre Europea celebrada en Dublín, en 1990, Holanda propone un programa ambiental a nivel nacional de cuyo diseño emerge el concepto de "espacio global" (4). Dos años después, en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, la Unión Europea retoma esta propuesta y hace valer el espacio global como la base de recursos disponibles, proponiendo la "sostenibilidad" como faro alumbrador de una economía eficiente. Tras la declaración de Río, firmada por 178 países, la práctica ambientalista se intensifica y gran parte de los gobiernos se dan por enterados del eminente deterioro ambiental. Asimismo, desde esta plataforma se apela a la racionalidad humana para trazar una economía de libre mercado, en pos de un desarrollo sostenible de todos los países y, de este modo, conseguir un óptimo encauzamiento de los problemas medioambientales. Los 27 principios y las 40 acciones del documento original de Río conforman el protocolo de acción comprometida de los gobiernos. Como órganos supervisores de las acciones propuestas se constituye la División y la Comisión de Desarrollo Sustentable y el Programa Ambiental de la ONU. A esta razón, en 1997, la ONU acuerda el Protocolo de Kioto dentro del Convenio Marco sobre Cambio Climático esgrimido en Río. El objetivo marcado es reducir un 5,2% las emisiones de gases de efecto invernadero globales, sobre los niveles de 1990, para el periodo 2008-2012. En 2001, en la reunión sobre el clima de Bonn, se llega a un acuerdo de mínimos para que Kioto siga adelante. El acuerdo entró en vigor el pasado 16 de febrero de 2005 con la ratificación de 55 naciones, que suman el 55% de las emisiones de gases de efecto invernadero. En la actualidad son 175 países los que conforman este Protocolo, aunque ahora la meta es alcanzar un pacto internacional más ambicioso que el propio Kyoto, cuya finalización esta prevista para 2012. De momento, las negociaciones internacionales se están viendo entorpecidas por los intereses cruzados de los negociadores. En consecuencia, la toma de decisiones para mitigar el calentamiento global y para adaptarse a sus impactos discurre muy lentamente. Sobre todo si atendemos a los numerosos científicos, que guiados por los últimos informes del IPCC, consideran necesario el recorte de un 40% de las emisiones globales hacia 2020 -con respecto a los niveles de 1990-, para evitar consecuencias aún más catastróficas. Por su lado, el IPCC prepara un nuevo informe -para 2014- en el que recopilará y evaluará miles de trabajos de investigación. 3. Activismos, militancias y utopías En el "ecologismo" los debates teórico-filosóficos sobre la relación hombre-naturaleza, tradicionalmente, se han organizado en torno a dos grandes grupos. Por un lado está la línea menos dogmática y doctrinal, que se implica tanto en la búsqueda de soluciones directas para solventar los problemas ecológicos, como en la conservación de la biodiversidad. Por otro lado, está la línea más radical que también se interesa por estas consecuencias, pero se compromete además en la búsqueda intelectual de las causas que han propiciado la crisis medioambiental; en particular, esta última cuestión los conduce hacia una marcada hostilidad por el proyecto ilustrado. En la praxis ambas opciones se unen formalmente. Por ejemplo, para denunciar la contaminación industrial y el deterioro ambiental de tal o cual ecosistema. Pero en el fondo se contraponen. Los "ambientalistas" (5), más sosegados, cobijan la herencia del humanismo ilustrado: respetan la naturaleza en virtud de los intereses humanos. Los ecologistas de línea dura, por el contrario, ven en el humanismo el sustrato de la que procede la actual crisis ecológica. Para una "era de incertidumbre" plantean la extensión de una "sociedad sostenible" -utópica en el sentido más estricto del término-. A la que acompañan de un programa político que promete un derecho para la naturaleza, a saber, un "contrato natural" en cuyo seno la totalidad de la ecosfera se convierta en sujeto de derecho. Como tendremos oportunidad de comprobar seguidamente, esta "ecología profunda" opone su biocentrismo al antropocentrismo de la "ecología superficial", a la que además acusan de mero "ambientalismo" y "conservacionismo". Tras más de treinta años de debates y de haberse instalado en el seno de la Modernidad la conciencia ecológica, la sociedad industrializada tiene al fin plena consciencia del deterioro ambiental que está ocasionando; de hecho, cada vez está más involucrada en la lucha contra la contaminación y el agotamiento de los recursos. Este florecimiento de la conciencia ecológica en la civilización industrial ha conformado una ligadura de pensamiento de orden planetario, que se suma a la macro estructura global que la preside. En este diseño pan-cultural que proyecta la globalización, esta conciencia se abre paso y plantea un nuevo reto a los gobiernos y la ciudadanía. En su seno surge un activismo ecológico constituido por múltiples enfoques, gran parte de ellos politizados, que persiguen un desarrollo sostenible en términos ecológicos y económicos. Aunque cuando se habla de desarrollo sostenible se quieren decir muchas cosas. Si bien, este concepto tiene como denominador común una actitud crítica ante un horizonte global dominado por la creencia de que la tasa de crecimiento industrial significa desarrollo económico y que éste, a su vez, encarna el progreso humano. Como decimos, esta conciencia tiene múltiples caras. Así, diversas posturas del ambientalismo, que en su pensamiento integran al hombre -como un ser vivo más- dentro de la ecosfera, abogan por una relación de no agresión y preservación de la biodiversidad terrestre, por lo que se comprometen en la construcción de un desarrollo sostenible. En contraste, en una de las aristas más extremas del conglomerado ambientalista se cobija el llamado "ambientalismo neoliberal", que aunque se preocupa por la salud del Planeta, realmente considera los recursos de la naturaleza como objetos de inversión. En efecto, pretende invertir en la naturaleza más que conservarla. Germina de este modo un "capitalismo ecológico" que invierte en la protección de áreas naturales y en la comercialización de artículos medioambientales. Consiguientemente, florece un "consumismo ecológico" que, alentando por la esperanza de "un mundo sostenible", trata de comprarlo. En cualquier caso, habitualmente, todos los grupos ecologistas suelen concretizar dicha sostenibilidad en una nueva construcción cultural de la naturaleza y en la activación de formas alternativas de vida en sociedad, articuladas en base a un nuevo corpus y praxis de relaciones con el ambiente. Sin embargo, precisamente en este punto el activismo eco-político se atomiza en militancias. Sabemos que, por un lado, están los que consideran que la crisis ecológica se resuelve reparando la actual civilización (ambientalismo) y, por el otro los que argumentan que son precisos cambios económicos y políticos de gran calado -que darían al traste con la actual civilización- (ecología profunda). Este último enfoque, como ya sabemos, atiende no sólo a las consecuencias, sino también -y principalmente- a las causas. Uno de los aspectos más interesantes que presenta -de cara a atajar la crisis medioambiental-, es un exhaustivo análisis político y social sobre el origen del problema ambiental. Para ello, se fija en los factores socio-económicos y en el sistema político que los han producido. Por tanto, si en algún lugar el pensamiento ecologista radical se siente más cómodo, es en la crítica que lanzan contra la política y la economía actual. Desde estas latitudes se pretende corregir -si no deponer- todo sistema económico que hipoteque el futuro del planeta, como es el caso del capitalismo y de la sociedad consumista. Verdece así un prolijo número de reflexiones e ideas que proponen profundas alternativas socio-económicas y eco-filosóficas. En consecuencia, esta corriente adopta un enfoque ecológico bronceado por el holismo y la utopía. Los diversos caudales que desde la década de los setenta brotan de este abigarrado conglomerado, se han gavillado en torno a lo que se ha venido llamando deep ecology. En gran medida las ideas de esta "ecología profunda" han sido articuladas desde Estados Unidos y, posteriormente, han llegado a Alemania y, desde ahí, se han extendido al Reino Unido, Francia y al resto de Europa. Legendariamente, se considera al naturalista y guardabosques estadounidense Aldo Leopold el padre de la "ecología profunda". En su ensayo sobre Ética de la Tierra (1968) nos invita a trastocar los paradigmas que dominan nuestra civilización; entre los que destaca, la nefasta separación de los humanos de la tierra y que nos ha conducido a una valoración del medio ambiente únicamente en términos económicos. Leopold reconoce así la necesidad de la defensa intelectual y emocional de los derechos de una ética para la tierra, que considere que el mundo natural no humano tiene derecho a existir con independencia de lo útil que pudiera resultar a los humanos. Los argumentos para la preservación del mundo natural animado e inanimado han sido desarrollados, en un principio, por el filósofo noruego Arne Naess, inaugurando el "Movimiento de la ecología profunda" ("Ecolatría"). Su programa se presenta por primera vez en 1972, en la conferencia titulada The shallow and the deep. Long-range ecology movements, dictada por Naess con ocasión de la Tercera Conferencia sobre el Futuro del Mundo. Sin embargo, e texto que es considerado uno de los manifiestos más fiables del movimiento es presentado, algunos años más tarde, por Arne Naess y George Sessions (1995). En los siguientes ocho postulados estos dos ecologistas resumen la extensión del ideario profundo: 1) El igualitarismo
biológico es un valor en sí mismo y es independiente de la
utilidad del
mundo natural para los fines del hombre. Este movimiento -acertadamente- considera que la actual dinámica económica es el principal agente del problema ecológico. Por lo que proliferan las opiniones que se ajustan a esta esfera, desmintiendo la idea de que del bienestar social está vehiculado por el crecimiento económico. En concreto, critican al sistema económico del mundo industrializado por despilfarrar energía y combustibles, por generar contaminación y, también, por acaudalar como unidad común de medida la conmensurabilidad fundada en los precios y el dinero. Por contra, defienden la inconmensurabilidad -o ausencia de una unidad de medida- y denuncian tanto el consumo ostentoso de los países ricos como la propia economía capitalista, que fomenta y premia los comportamientos individualistas, con la consabida aparición de "gorrones". La fuerza de arrastre de la civilización industrial no cesa de empujar hacia el abismo de la desaparición a la mentalidad y -consigo- al tipo de "vida comunal". Provocando de este modo lo que se ha denominado la Tragedia de los comunes (Hardin 1968). Ante esta grave descompensación, se propone la descentralización de la sociedad y de la política. La sociedad sostenible descentralizada se levanta sobre comunidades independientes que tienen una producción y consumo local y, entre ellas, intercambian productos. Al enfatizar así los valores del ámbito comunitario, realmente, lo que se está haciendo es proponer la comunidad como forma de restauración de las relaciones armónicas de las personas entre sí y con la naturaleza. Nos les falta razón a los que opinan que con esta simple fórmula económica y política, en primer lugar, reduciríamos tajantemente el impacto ambiental y ganaríamos en calidad de vida. Es lo que Ted Trainer llama Abandonar la opulencia (1985) y cambiarla por la frugalidad. La vertiente más extrema de una política descentralizada es seguida de cerca por el "biorregionalismo" (Sale 1974), que desciende por la cuerda floja que supone dictaminar con qué significación administrativa se dota a las comunidades. Con esta finalidad, Kirkpatrick Sale crea los conceptos de biorregión, ecorregión y georregión, pues sus toscas fronteras estarían exclusivamente determinadas por dictados naturales. Asimismo, sus tierras estarían habitadas por diferentes comunidades confederadas, organizadas en biorregiones, ecosistemas o biomas, sin que esto impida que cada biorregión pueda tener diferentes sistemas políticos, por lo que cada una de estas eco-aldeas podría elegir su propio régimen político. Próximo a esta línea de opinión utópica confluye el socialismo libertario de la "ecología social" de Murray Bookchin (1998, 1999). Es evidente que para muchos ecologistas la forma de Estado-Nación está obsoleta. También es evidente que muchos de ellos no consideran la utopia como un modelo concreto de sociedad, sino más bien como un conjunto de principios. Son plenamente conscientes de que la utopía de hoy puede ser la realidad del mañana, por lo que se aventuran a dibujar un horizonte post-industrial que nos conduzca hacia el deseado futuro pre-industrial. La descentralización también alcanza al hombre. Así el "biocentrismo" visualiza el hombre descentrado -intrascendente-, como una parte más de la biosfera. Esta forma de pensar, lleva implícito el deseo de volver a instalar a la humanidad en el proceso evolutivo que le dio origen; luego, la especie humana de ningún modo es la especie elegida. Qué derecho tenemos, entonces, para interferir en la evolución biológica. Sobre esta cuestión surgen dos propuestas. Por una parte se habla de la necesidad de reducir el número de efectivos humanos y, por la otra, de que éstos tengan una ética para la tierra. Entre las medidas, que aconsejan reducir la población a un mínimo sostenible (6), cabe destacar la esterilización y la vasectomía masiva, la legalización del aborto y los matrimonios grupales y poliándricos. Aunque la más sorprende de todas ellas es la que sugiere una extinción voluntaria de la humanidad para poner fin a la devastación que ocasionamos al planeta. Parece más razonable -menos traumático cuanto menos- el diseño de una ética para el medio ambiente que conceda al resto de seres vivos y a nuestro entorno natural el mismo trato moral que concedemos a los seres humanos. Este interés por la moral y la ética ecologista/ecologizada ha cuajado en aquellos que han apostado por el valor de la educación como estrategia para el necesario cambio (Huxley 1996; Morin 1996; Morin et al. 2002). A fin de cuentas, podemos concluir diciendo que -con mayor o menor dogmatismo- todas las líneas de opinión del movimiento ecologista son propias de Gente que no quiere viajar a Marte (Riechmann 2004). Tanto los militantes y activistas ecologistas, como el resto, que -a lo sumo- hemos sido espectadores de sus discusiones, y con independencia de si varamos nuestro interés en la orilla profunda o superficial, todos, tenemos en nuestras manos la conciencia ecológica que hemos construido y heredado de la Modernidad. Por fortuna, siempre nos recuerda que los humanos, junto con el resto de habitantes que pueblan el Planeta, tenemos un origen y un destino común. No obstante, todavía es preciso que esta conciencia planetaria de solidaridad logre desterrar, de una vez para todas, el trascendentalismo que nos ha conferido a los humanos la conciencia teleológica de que somos la especie elegida. Notas 1. Para una antología del pensamiento verde acudir a Andew Dobson (1999). 2. Algunos ecologistas han criticado severamente el "consumismo ecológico". En este sentido Sandy Irvine (1989) considera que el auténtico consumismo ecológico consiste en reducir el consumo y no simplemente en cambiar los niveles individuales de consumo. 3. El Club de Roma busca la promoción de un crecimiento económico estable y sostenible de la humanidad. Se trata de una organización formada por importantes personalidades como científicos, economistas, políticos, jefes de estado y asociaciones internacionales. 4. Este concepto se refiere a la idea de que en el mundo existe una cantidad concreta de recursos que la humanidad debe utilizar sin comprometer la disponibilidad futura. 5. Sin crítica alguna, de aquí en adelante, cuando me refiera a la línea más superficial del ecologismo, para diferenciarla de la mas profunda, utilizaré el término de "ambientalismo". 6. James Lovelock propone 500 millones de personas como el número ideal de seres humanos en función de las necesidades de los seres no humanos, mientras que Arne Naess habla de tan sólo 100 millones. Referencias bibliográficas Bookchin,
Murray Carson, Rachel Deléage, Jean
Paul Delibes,
Miguel (y Miguel Delibes de Castro) Dobson, Andrew Elkington,
John (y Tom Burke) Ehrlich, Paul Hardin, Garret Huxley, Aldous Foerster,
Heinz Von (P. Mora y L. Amiot) Leopold, Aldo McNeill, John Morin, Edgar Morin, Edgar
(Emilio Roger Ciurana y Raúl Domingo Motta) Naess, Arne Naess, Arne (y
George Sessions) Irvine, Sandy Porrit,
Jonatton Sale,
Kirkpatrick Schimidt,
Albert Riechmann,
Jorge Trainer, Ted Tuan, Yi-fu White, Lynn Worster, Donald Zerzan,
John |
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