"ReDCE núm. 26. Julio-Diciembre de 2016"
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Exmo. Sr. Presidente de la Junta de Extremadura, Rector Magnífico, autoridades, profesores y doctores, señoras y señores.
Pocos honores más gozosos que los que concede la tierra en la que estamos enraizados y éste de hoy es, para mí, de esta clase, por más que yo haya nacido un paso más allá de los límites de La Serena. Pero hace muchos años que Extremadura me prohijó, acogiéndome con un afecto que se ha ido incrementando con el paso de los años hasta traerme hoy a esta tribuna y entregarme el más importante reconocimiento de su Universidad. He cultivado aquí amistades muy apreciadas, me he empeñado a veces en proyectos inverosímiles apoyando a empresarios de la tierra y he dedicado no poco tiempo a deshacer conflictos jurídicos de gran envergadura. En el orden estrictamente universitario, han pasado más de tres décadas desde que empecé a explicar en Badajoz Derecho Europeo en las pioneras jornadas que organizaba el magistrado Ángel Juanes, hoy Vicepresidente del Tribunal Supremo; he recorrido la Comunidad dictando las conferencias que me encargaba mi amigo desde la primera juventud y hoy presidente del Tribunal Superior de Justicia, Julio Márquez de Prado, no he faltado nunca a los cursos y seminarios organizados en esta Universidad, a las lecturas de tesis dirigidas por el profesor José Eugenio Soriano, he tenido el honor de participar como experto, por invitación del Presidente Rodríguez Ibarra, en la reforma del Estatuto de Extremadura y, en fin, la fortuna me ha permitido dejar en la Facultad de Derecho simiente de buen universitario sembrada con mi discípulo Vicente Álvarez García, titular de la cátedra de Derecho Administrativo, a quien acaban de oír proclamar maravillas de mí que bien se explicarán ahora que les estoy diciendo que forma parte del cuadro de honor de mi propia Escuela. Se ha formado, bajo mi tutela, en Derecho y prudencia, en las mejores universidades del mundo, y hoy se le ha desbordado el entusiasmo. Se lo agradezco mucho. También a Rosa Elena Muñoz Blanco, y a toda la Facultad de Derecho, tan ampliamente representada en este acto, con su decano a la cabeza.
Me honran también con su presencia profesores procedentes de más de treinta universidades españolas, a los que manifiesto mi admiración y afecto.
Le ruego, señor Rector, que traslade al Consejo de Gobierno mi agradecimiento por la distinción que me ha concedido. Le dejo público testimonio de mi disponibilidad para hacer todo aquello que pueda ser útil para la Universidad de Extremadura y sirva para engrandecerla.
En estas ocasiones solemnes, el investido debe dictar una lección libremente elegida. Cuando me he planteado el asunto de que podría hablarles he comprobado que el día, el lugar y mis personales circunstancias me imponen uno de forma casi necesaria. Justamente hoy hace cuatrocientos años que murió Cervantes. Suele celebrarse el aniversario el 23 de abril, mañana, pero está probado que murió el 22. El 23 están anotadas en el registro de la parroquia de San Sebastián de Atocha, en Madrid, las exequias, que fueron al día siguiente de la muerte, como es común.
Tal día como hoy murió Cervantes, soy miembro de la Real Academia de la Lengua, jurista de oficio, y diserto en Extremadura, tierra de conquistadores, conque resulta pertinente que dedique el tiempo que tengo por delante a hablarles de “la aventura americana de la lengua de Cervantes”.
Conjugando todas estas circunstancias, personales, de lugar y de tiempo, mi propósito es contribuir a elucidar cómo llegó a producirse el asombroso milagro de que quinientos millones de personas puedan leer en todo el mundo el Quijote en su propia lengua materna, la misma en la que fue escrito. El hecho primero fue la acción de los conquistadores, siguieron las políticas americanas de la monarquía y la legislación de la metrópoli, pero también se acumularon otras muchas casualidades y prodigios que ahora resumiré.
El choque cultural que produjo el descubrimiento y conquista de América tuvo su más radical expresión en la imposibilidad de establecer una comunicación fluida entre conquistadores e indígenas. Los españoles eran incapaces de entender nada de lo que los indios decían y la falta de habilidad de los nativos para comprender a los conquistadores era aún más notable. Se sirvieron, al principio, de la gesticulación para intentar explicarse, pero los resultados no eran muy prometedores porque a los indios les producía hilaridad ver a los capitanes, soldados y frailes hacer aspavientos; se morían de risa y seguían sin entender nada. La situación fue cambiando cuando aparecieron en escena las lenguas. Llamaban así los españoles a los intérpretes. Eran frailes o capitanes que habían aprendido algo de algún idioma local, o indios que balbucían castellano.
Las dificultades que presentaba el farallón lingüístico a la comunicación entre las culturas y los individuos que acababan de encontrarse, eran de una envergadura que puede explicarse con algunas cifras. Entre los siglos XVI y XVII pasó a América medio millón de españoles y la población indígena podría estar alrededor de 50 millones. Hablaban los primitivos americanos más de 1500 lenguas distintas pertenecientes a 170 grandes familias lingüísticas. El número de habitantes que se expresaba en unas y otras difería, claro está, y la extensión del territorio que dominaban cada una de ellas, también. Algunas estaban más generalizadas como el náhuatl, el maya, el quechua y el guaraní. Estas cuatro eran las que más se utilizaron como lenguas generales o lenguas francas, a través de las cuáles podían entenderse otras de la misma familia o vecinas.
El contacto también determinó que el castellano empezara a enriquecerse con la adopción de palabras indígenas o la adaptación de algunos vocablos que designaban cosas desconocidas para los recién llegados.
La primera palabra antillana que se incorporó al castellano fue canoa. Es el americanismo más antiguo de la lengua española y lo recogió Colón en su Diario el 26 de octubre de 1492. Era el nombre de una embarcación desconocida para los españoles. Le pareció a Colón que en nuestro idioma solo teníamos el vocablo almadía para designar un artefacto parecido, formado por troncos amarrados entre sí. Por ello, cuando vio por primera vez esas naves hechas con troncos vaciados las denominó almadías. El nombre de almadía aparece 19 veces en su diario. Pero después empieza a usar canoa; y entre el 13 de octubre y el 7 de diciembre, en su diario cede la palabra almadía y canoa se impone definitivamente. En 1495, Antonio de Nebrija incluyó canoa en su vocabulario español-latino, quedando registrada por primera vez en un diccionario.
A canoa se añadirían enseguida hamaca, cacique, tiburón, cancha, poncho y otras. También se inventaron expresiones nuevas para designar objetos y cosas que no eran conocidas en Europa: para llamar fruta de la pasión a la maracuyá, fruta bomba a la papaya u hoja capote a la hoja del tabaco.
Otras vías de incorporación y recepción de vocablos americanos, que aparecen en los textos de los cronistas de Indias, tuvieron lugar mediante adaptaciones léxicas consistentes en acomodar formas del español a realidades americanas. Los conquistadores llamaron lagartos a los caimanes, leones a los pumas, peras a los aguacates, turmas a las papas, vino a la chicha indígena. Bernal Díaz del Castillo, el cronista de la conquista de México, se refiere a los pavos como “los gallos de los indios” y Colón describe las hamacas como “redes de algodón”.
Todas estas aportaciones lingüísticas eran, sin embargo, bastante rudimentarias y quedaban muy lejos de poder resolver lo más principal. Los españoles habían llegado a América y ocupado sus tierras con una única justificación que les había marcado la Bula de donación otorgada por el Papa Alejandro VI a favor de los Reyes Católicos: evangelizar a los habitantes de aquellas paganas tierras. En el testamento de la Reina Isabel están recogidas las recomendaciones que hace a sus súbditos en este sentido.
Pero se moriría la Reina sin llegar a enterarse del todo que lo que estaba ocurriendo en las tierras descubiertas tenía bastante poco de santo y evangelizador, porque las críticas a las conductas de los conquistadores no estallaron hasta que, años después, el dominico fray Antonio Montesinos pronunció su famosa homilía a los encomenderos de La Española, el segundo domingo de Adviento de 1511. Denunciaba el predicador, en comandita con sus compañeros de la misión que dirigía fray Pedro de Córdoba, que los españoles sometían a los indios y los esclavizaban e imponían trabajos forzosos bajo la irreal justificación de que los recogían para traerlos a la fe cristiana.
El asunto provocó la promulgación por el Rey Católico de las Leyes de Burgos de 1512, cuyo contenido no he de recordar ahora. Pero destacaré que una de las novedades en qué consistiría la reforma fue que para emprender cualquier acción contra los indios, tendrían estos que estar advertidos de las consecuencias de su resistencia a los españoles y de la misión que los llevaba por aquellas tierras, que no era otra que la salvación de sus almas. Se imitaba lo que decía la Biblia que había hecho Josué a las puertas de Jericó. Primero advirtió a los habitantes de la ciudad de que debían rendirse y, como no lo hicieron, mandó tocar las trompetas y destruir la ciudad. Esta acción bíblica era también una solución jurídica de interés, cuya preparación se encargó a Palacios Rubios, el letrado más influyente de la época. Redactó Palacios el texto que los conquistadores deberían leer a los caciques indios antes de emprender cualquier acción de fuerza. El documento era largo y explicaba con pormenor que el Papa había donado a sus reyes aquellas tierras, quiénes eran sus majestades, y en qué consistía la santa fe que tenían que predicar y a la que habían de convertirse. El protocolo añadía que, una vez leído el requerimiento, se haría una pausa, para que los caciques reflexionaran y decidieran si aceptar o no lo que se les pedía. En caso de resistencia, se les hacía saber que los conquistadores se consideraban exonerados de cualquier responsabilidad por los estragos que ejecutarían de inmediato sobre ellos, sus familias y bienes, ocupando por la fuerza sus tierras y sometiéndolos.
La primera lectura del requerimiento, según el cronista Fernández Oviedo, tuvo lugar el 12 de junio de 1514. Y ocurrió lo que era previsible. El escribano leía el texto solemnemente, el intermediario que servía de lengua traducía malamente y, al rato, los indios se cansaron de escuchar y rociaron a los españoles con flechas.
La experiencia de las lecturas del requerimiento sirvió para demostrar a los capitanes españoles y a los miembros del Consejo de Indias que el problema no era tan solo que los indios no entendieran el castellano, sino que les resultaba imposible trasponer a sus ideas y convicciones los conceptos que manejaban los españoles.
Esta absoluta incapacidad de comunicación idiomática se manifestó dramáticamente años más tarde, con ocasión de la lectura del requerimiento por Pizarro a Atahualpa, antes de la batalla de Cajamarca. El acontecimiento fue recogido con pormenor por el cronista Guamán Poma de Ayala. Cuenta en su Crónica que Pizarro, Almagro y Fray Vicente, utilizando al lengua Felipe, originalmente indio Wanka Bilka, dijeron que ellos eran mensajeros y embajadores de un gran señor, por lo que le requerían que fuese su amigo. Atahualpa contestó con mucha dignidad, que también él era señor, un gran señor en su propia tierra. Fray Vicente intervino entonces tomando en la mano derecha una cruz y el breviario en la izquierda. Le dijo a Atahualpa que era mensajero de otro señor muy grande, amigo de Dios y que fuese su amigo y que adorase la cruz y creyese en el Evangelio de Dios. Atahualpa le dijo que no tenía que adorar a nadie sino al Sol que nunca muere. Preguntó Atahualpa a Fray Vicente quien le había dicho que otro gran señor quería ser su amigo y le pedía que creyese en el Evangelio. El fraile le dijo que se lo había dicho el Libro del Evangelio. Le pidió el libro Atahualpa y lo abrió y se asomó a sus hojas y después de contemplarlas protestó de qué el libro no le estaba diciendo nada a él y se quejó de que no lo hiciera. Y tiró el libro al suelo. Fray Vicente entonces se puso a dar grandes voces diciendo: “¡Aquí, caballeros, que estos indios gentiles son contra nuestra fe!”. Don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro dijeron “salgan caballeros contra estos infieles que son contra nuestra cristiandad y nuestro emperador y rey y demos en ello”.
Para predicar no bastaba, pues, con la ayuda de los traductores. Era preciso poder explicar los conceptos cristianos conociendo antes con exactitud la lengua y la cultura de los indios. Esta convicción, desarrollada por los franciscanos y dominicos y, más tarde, por los jesuitas, abrió una nueva y decisiva fase a la comunicación lingüística. No se optó por hacer aprender a los indios castellano a la fuerza, sino que los misioneros se aprestaron a conocer bien las lenguas indias, dejando a un lado el castellano en sus tareas evangelizadoras.
La parte siguiente de esta historia es impresionante. Los frailes se convirtieron en los primeros lingüistas y antropólogos de América. Aprendieron las lenguas amerindias, prepararon diccionarios y gramáticas de muchas de ellas, y estudiaron la cultura de aquellos pueblos, sus costumbres, su religión y sus creencias.
La primera gramática náhuatl, obra del franciscano Andrés de Olmos, data de 1547; la primera edición de un diccionario náhuatl, el del también franciscano Alonso de Molina, es de 1555. La gramática de la lengua purépecha de otro miembro de la orden, Maturino Gilberti, es de 1558, y el diccionario de la misma lengua, de 1559. Fueron destacados la gramática de la lengua mixteca del dominico fray Domingo de Santa María, el diccionario de la lengua zapoteca de fray Pedro de Feria, la gramática de la lengua huasteca del agustino fray Juan de la Cruz. En el Perú, el dominico fray Domingo de Santo Tomás completó en 1560 una gramática y un vocabulario de la lengua quechua, y en 1584 se publicó el manual de doctrina cristiana en quechua y aymará de Antonio Ricardo. Tan solo en México a fines del siglo XVI se publicaron ciento nueve obras dedicadas a las lenguas indígenas, y ochenta de ellas eran de autores franciscanos. En suma, hacia el fin del reinado de Felipe II, la mayor parte de las grandes lenguas indígenas americanas tenían una transcripción al alfabeto latino, y se habían preparado gramáticas y diccionarios (R. Baudot). El conde de Viñaza contabilizó más de mil trabajos concernientes al estudio de las lenguas indígenas.
La política lingüística que he descrito es realmente asombrosa y descubre aspectos inverosímiles del carácter de la conquista española, sobre todo comparándola con la acción de los ingleses en sus colonias de América del Norte. En lugar de imponer su lengua a la fuerza, o de segregar y apartar a los indios, son los conquistadores los que aceptan aprender y utilizar las lenguas indígenas.
Siendo así, ¿cómo fue penetrando el español en los territorios conquistados? ¿Cómo progresó el castellano en América?
Las instrucciones que se emiten por la Corona, desde principios del siglo XVI, recogen con frecuencia medidas de apoyo a los misioneros para que enseñen el castellano a los nativos como medio más adecuado para adoctrinarlos en materias de religión, que era la razón de su presencia en las Indias.
La orden dada por el emperador el 17 de julio de 1550 asumió, por primera vez, de forma cabal, que no era posible explicar el Evangelio utilizando las lenguas indias, y estableció las bases de una política conducente a enseñar el castellano a los nativos. Pero no lo imponía, sino que se organizaba la enseñanza solo para los indios que voluntariamente la aceptasen.
Esta clase de instrucciones se aplicaron a duras penas, o no se tuvieron en cuenta en absoluto, porque los frailes y misioneros creían más adecuado el método contrario de que fueran ellos los que aprendieran las lenguas locales y las utilizaran en la predicación.
Había razones de fondo que explicaban las tensiones mencionadas entre las dos políticas lingüísticas, la que propiciaba la castellanización y la favorable a la utilización de las lenguas indígenas. Conocer las lenguas indígenas principales otorgaba un gran poder porque obligaba a que las relaciones con los indios tuvieran que canalizarse a través de los frailes o allegados, que tenían ese dominio. Por tanto estuvieron manifiestamente al lado de la lengua indígena y en contra de la lengua castellana, aun a costa de incumplir normas como la que el Rey había dictado el 17 de julio de 1550.
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De cualquier forma que se mire, esta clase de comportamientos de la Iglesia y su ejército de misioneros era una grave muestra del desconcierto que reinaba en las relaciones con los territorios ultramarinos de la Corona de Castilla y su difícil gobernación. Eran la palmaria manifestación de que las leyes aprobadas en la metrópoli no se cumplían o, si acaso, se atrasaban y aplicaban con reticencias.
Don Diego de Espinosa, que así se llamaba el obispo presidente del Consejo de Castilla e inquisidor general, y el Rey, debieron decidir que lo primero que había que hacer era llevar a cabo una gran visita para averiguar las razones de lo que sucedía. Para llevarla a cabo se eligió a Juan de Ovando, nacido en Cáceres, y formado en la Universidad de Salamanca. Ovando inició su meticulosa inspección en 1567.
Las dos principales cosas que Ovando dijo haber podido comprobar en la visita eran que el Consejo tenía muy pocas noticias de lo que de verdad estaba pasando en las Indias y que había una falta de entendimiento total entre la metrópoli y las tierras descubiertas. Las leyes que se iban dictando ni se conocían allí en su mayor parte y, desde luego, no se cumplían.
De la visita de Ovando resultaron unas nuevas Ordenanzas, pero también fue el principal promotor de una recopilación general de las leyes de aquellos reinos que simplificara su contenido y acercara su conocimiento a los destinatarios. Para ello le pareció que debía continuarse la labor que había realizado durante los años anteriores Juan López de Velasco, a quien asoció a los trabajos de la visita. Considerando el caos normativo reinante, la preparación de una recopilación de las leyes dictadas sería la solución imprescindible.
Con los materiales legislativos preparados por López de Velasco se llegaría a la formulación de la “Copulata de leyes de Indias” en 1569. Y sobre estas bases se formularía el proyecto de recopilación de Juan de Ovando, en el que se trabajó hasta su muerte en 1575. Muchos años después, en 1680, concluiría la Recopilación de Leyes de Indias.
Las nuevas Ordenanzas de Población que dictó Felipe II en 1573, que regulan de nuevo las entradas y conquistas y fijan las normas de relación y trato de los indios y sus culturas, ponen fin a la larga etapa de dudas y desconcierto iniciada con los primeros movimientos de la colonización, durante la cual la legislación se mostró insegura y la administración metropolitana tuvo enormes dificultades para conocer los nuevos territorios y las características de sus gentes; aquel tiempo en el que las Indias y España, como aseguró Ovando, no se entendían.
Habría que esperar hasta el siglo XVIII para que las políticas lingüísticas de la Corona se enderezasen definitivamente hacia la erradicación de las lenguas indígenas y se afirmase el propósito de convertir al castellano en la lengua única de América.
La cultura europea había mantenido durante centurias la tradición, procedente del libro del Génesis, que hablaba de una época originaria, unos tiempos dorados, en los que la humanidad tuvo un solo lenguaje y utilizaba unas mismas palabras para entenderse. La ruptura de esa unidad y la multiplicación de las lenguas fue un castigo divino a la soberbia de Babel.
En el Consejo de Indias empezó a primar también la idea de que había que prescindir de las amables recomendaciones sobre el aprendizaje voluntario del castellano e imponer a los indios su uso. Había que conseguir ahora la definitiva hispanización del Nuevo Mundo. Se trataba de crear “un cuerpo de súbditos lingüísticamente homogéneo” como necesidad imprescindible de un Estado nacional unitario.
En el orden político el impulso más vehemente y definitivo, en pleno Siglo de las Luces, a favor de la implantación forzosa del castellano y la erradicación de las lenguas amerindias se debió a Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón, arzobispo de México. En junio de 1769 dirigió una carta al Rey sobre la necesidad de imponer la unidad lingüística en América con prohibición expresa de las lenguas indígenas. Con este objetivo, en su escrito arremetía contra la práctica de los misioneros de no predicar en castellano, perjudicando así a la lengua de Castilla. Era el obispo perfectamente conocedor de que en la resistencia a utilizar el castellano y seguir valiéndose de las lenguas indias había intereses personales y de las órdenes religiosas.
Estas presiones dieron finalmente en la aprobación por Carlos III de la Real Cédula de 16 de abril de 1770. Su objeto era que “de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas de que se usan los mismos Dominios y que solo se hable el castellano, como está mandado por repetidas Leyes, Reales Cédulas y Órdenes expedidas en el asunto”.
El cumplimiento de la Real Cédula en las diferentes provincias fue muy irregular. Lo cual se correspondía también con las dudas expresadas, respecto de la extinción de las lenguas indígenas, en el propio Consejo de Indias, en el que personajes caracterizados rechazaron las protestas de prohibición e imposición forzosa del arzobispo Lorenzana.
La Cédula de Carlos III sobre imposición del castellano y erradicación de las lenguas indígenas, no llegó a cambiar por sí misma la situación establecida. A las dificultades de llevar a la práctica con rapidez un cambio cultural tan revolucionario, se sumaba la poca convicción con que se aplicó y la circunstancia de que la nueva política se anunciaba al final del siglo XVIII, cuando estaban a punto de estallar los movimientos independentistas.
El progreso de la lengua castellana en América había sido muy lento y su consolidación como lengua mayoritaria tardaría todavía muchos decenios en ocurrir. Al filo del inicio de los movimientos independentistas los cálculos más fiables sobre la población existente en el continente sudamericano la situaba en quince millones de habitantes. Tres siglos después de la colonización, la castellanización había dado unos resultados escasísimos porque al final del XVIII sólo había tres millones de hispanohablantes en América.
El español era la lengua de las élites dominantes, los criollos, que lideraron las independencias de aquellos territorios españoles ultramarinos. Era inevitable, pero para las aspiraciones de algunos resultó paradójico. Una nueva nación precisaría un idioma propio, pero aquellas repúblicas nacientes estaban abocadas a utilizar el español, la lengua de la metrópoli contra la que se habían levantado. Buscaron la manera de diferenciarse del castellano, enfatizando las especialidades americanas y algunos, políticos y lingüistas, llegaron a creer en la posibilidad de fragmentar la unidad del español americano creando una rama separada no solo del castellano de los conquistadores sino también diferente en cada una de las nuevas naciones.
Está probado que los líderes de las independencias conocían bien la cultura y la filosofía política europeas y que, al redactar sus textos constitucionales y legales, al construir sus emergentes sistemas normativos, tuvieron cerca las experiencias revolucionarias norteamericana y francesa.
En Francia, en particular, se había planteado con especial crudeza la cuestión de la unidad de la lengua como un requisito imprescindible para conseguir la implantación de la igualdad y el correcto entendimiento de las leyes que traducían los ideales de la revolución.
A mediados del XVIII el pueblo no hablaba la "lengua del rey" sino un francés popular. Practicaban una suerte de bilingüismo entre ellos; dominaba el patois, pero comprendían el francés.
En la primera época revolucionaria, que arrancó en 1789, la democratización de Francia alentaría la igualdad de todas las formas de expresión. Al comienzo de la Revolución, los dirigentes desarrollaron una política muy tolerante con las lenguas regionales. Pero pronto los revolucionarios burgueses vieron en el patois un obstáculo para la propagación de sus ideas. Bertrand Barère, miembro del Comité de salud pública, abrió una gran ofensiva en favor de la implantación de una única lengua nacional: "La monarquía, dijo, tenía razones de parecerse a la torre de Babel; en la república dejar a los ciudadanos ignorantes de la lengua nacional, incapaces de controlar el poder, es traicionar a la patria. En un pueblo libre la lengua ha de ser una y la misma para todos". En su «Rapport du Comité de Salut Public sur les Idiomes», presentado a la Convención el 27 de enero de 1794, Barère decía: "¡Cuántos gastos hemos hecho para traducir las leyes de las dos primeras Asambleas nacionales en los diversos idiomas de Francia! Como si debiéramos mantener estas jergas bárbaras y esos idiomas groseros que no pueden servir nada más que a los fanáticos y a los contrarrevolucionarios".
El abad Henri-Baptiste Grégoire publicó un informe en 1794 sobre la necesaria extirpación del patois en el que se decía que era paradójico e insoportable que menos de tres millones de franceses sobre veinticinco hablaran la lengua nacional, y que al menos seis millones de franceses, sobre todo en las zonas rurales, la ignorasen.
Más tarde el Comité de Salud Pública reafirmó, en una circular de 16 de junio de 1794, la necesidad de suprimir los dialectos: "En una República una e indivisible, la lengua debe ser una. La variedad de dialectos no es sino un federalismo con el que hay que acabar por completo".
Con el Decreto de 2 de Thermidor del año II (20 de julio de 1794) Robespierre instaura el terror lingüístico, que no solo imponía la lengua francesa como la única que se podía hablar en Francia, sino que condenaba con grandes penas a cualquier autoridad o funcionario que propiciase o tolerase lo contrario.
Considerando las influencias seguras que venían de un movimiento revolucionario que algunos líderes de la insurgencia habían conocido directamente en sus estancias en Europa, y teniendo en cuenta la importancia de afianzar una cultura propia en la que apoyar la emergencia de las nuevas naciones, nada tiene de sorprendente que también apareciera en las nacientes repúblicas americanas un nacionalismo lingüístico que apostaba por marcar la especialidades del castellano de América como criollizado y diferente del hablado en España
Se aportaron inmediatamente justificaciones a esa política. La más simple fue que no resultaba razonable crear naciones independientes de una metrópoli opresora y mantener oficialmente el idioma que esta les había dado, una lengua que llevaba el nombre y el modelo del país del que se estaban separando. Aunque los independentistas no tuvieran alternativas idiomáticas al español, que era su lengua familiar, constataban que el de América había sido más permeable a los neologismos, se había enriquecido con ellos y remarcado algunos signos de identidad. Las lenguas indígenas aportaron también elementos fonéticos y léxicos con los que esbozar diversas variantes dialectales. Estas percepciones permitieron, al menos, discutir sobre qué español debía utilizarse en América, si el puro que habían llevado los conquistadores y que tenía su mejor expresión en la literatura del Siglo de Oro, o el resultante de la amalgama ocurrida en cada virreinato americano. En conexión con esta elección también se planteaba el problema de la unidad o de la diversidad idiomática según los territorios.
Quedó, sin embargo, viva la cuestión de las particularidades del español americano, que se centró, en esencia, en si debía fomentarse el desarrollo del español, transformado por el pueblo al utilizarlo, acogiendo neologismos y variantes dialectales que terminarían conduciendo a la diversificación de la lengua, según su evolución en cada zona del continente, o, por el contrario, habría que recuperar los modelos del Siglo de Oro español y aceptar que el sistema de la lengua fuera fijado a partir esos cánones.
Se ha destacado siempre la importancia de la obra del filólogo, escritor y erudito venezolano Andrés Bello en el triunfo del español culto acomodado al acervo de la literatura española y a los criterios de la Real Academia de la Lengua que había editado su primer diccionario entre 1726 y 1739. La “Gramática para americanos” de Bello estuvo muy cerca del español de los más grandes escritores de nuestra historia como Lope de Vega, Quevedo, Calderón y, desde luego, Cervantes.
Preparó Andrés Bello otra obra tan decisiva como su Gramática, para la proyección del uso del buen castellano en América, aunque no se refiere a este dato ninguna de las historias escritas por filólogos. Redactó él mismo el muy pionero e influyente Código Civil de Chile en un español terso y culto que imitaron luego todos los legisladores de las emergentes repúblicas americanas. Se cumplió entonces, exactamente, una admonición que Nebrija hizo a la Reina Isabel la Católica cuando le presentó su Gramática: “la lengua es compañera del Imperio”, escribió. Y aún añadió: “Cuando su alteza haya sujetado tantos pueblos bárbaros y naciones de lenguas extrañas, estas tendrán que aceptar las leyes que el conquistador impone al conquistado y, con ellas, nuestra lengua”. Esta función esencial de la legislación y, en general, el Derecho, para la consolidación de una lengua, que había olvidado casi del todo España, la retomaron con enorme éxito los gobernantes americanos nada más conquistar el poder. Impusieron la lengua también con las nuevas leyes.
Poco a poco, a partir de las políticas de castellanización desarrolladas en las nuevas repúblicas, el número de lectores de la literatura española y, especialmente del Quijote se amplió. La novela cervantina había llegado a las Indias a primeros de 1605, el año de la edición de la primera parte. El librero de Alcalá de Henares Juan Sarriá fletó en Sevilla un cargamento de libros con destino al importador de Lima Miguel Méndez. El barco que los trasportaba, Nuestra Señora del Rosario, llegó a Portobelo, en el Panamá atlántico, en el verano, y allí los recogió el hijo del librero de Alcalá. El transporte de Portobelo a la ciudad de Panamá, asomada al mar del sur, al Pacífico, no debió ser fácil para Juan de Sarriá hijo, no sólo por el importante volumen de libros que cargaba, sino por la dificultad de encontrar asnos y arrieros que llevaran a cabo la operación. Ya en Panamá el joven Sarriá se vio obligado a vender ocho cajas de libros para aliviar sus gastos. Después, el viaje entre el istmo y Perú tampoco fue sencillo por las dificultades del transporte marítimo. Obtuvo un espacio para cuarenta y cinco cajas en la nave "Ave María" y en la "Nuestra Señora del Carmen", y llegó probablemente a Lima en mayo de 1606. En el documento final de recepción por el librero Méndez se deja constancia de la entrega de 72 ejemplares del Quijote. Fueron los primeros que llegaron a América. Eran de la primera edición. La tercera se envió casi entera a América en las dos flotas del año. Hay constancia también de que muchos viajeros llevaban el Quijote como libro de lectura para la larga travesía.
En el prólogo de la edición hecha por la Real Academia Española en 2005, para celebrar el cuatrocientos aniversario de la edición de la primera parte del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, se recuerda la influencia central que esta obra tuvo en la Gramática de Andrés Bello, y por tanto en el castellano de América. Anoto la curiosidad de que se vendieron allí un millón de ejemplares.
Hay incontables testimonios de escritores hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX que manifiestan la importancia de Cervantes en su literatura: Miguel Angel Asturias, Borges, García Márquez, Cortazar, Vargas Llosa… Pero me limitaré a traer dos: Fernando Dos Pasos, a quien mañana entregan SSMM los Reyes el premio Cervantes, ha escrito muchos hermosos textos sobre la significación de la herencia lingüística que América recibió de España. Uno de ellos se titula “Más que a toda plata, más que a todo oro” y sobra que les explique sus puntos de vista sobre el valor de la lengua común, que ya se deducen del título. Otro premio Cervantes, Carlos Fuentes, el formidable escritor mexicano, utilizó una afortunada metáfora para explicar la influencia de Cervantes en América: la geografía del español, escribió, es el “territorio de la Mancha”. Esa Mancha cervantina en la metáfora de Fuentes, no tiene una localización específica, sino que es el universo sin fronteras lingüísticas que habitamos, gozosamente comunicados, quinientos millones de ciudadanos de uno y otro lado del Atlántico.
Señor Presidente, Rector, autoridades y amigos, muchas gracias por su atención.
Resumen: Este texto recoge el discurso de investidura del Profesor Santiago Muñoz Machado como doctor honoris causa de la Universidad de Extremadura, el 22 de abril de 2016. El trabajo expone el recorrido de la lengua castellana en América. Una vez detallada la costosa implantación del castellano, se explica la llegada del Quijote a América.
Palabras clave: Castellano, América, lenguas vernáculas, El Quijote.
Abstract: This paper is Professor Santiago Muñoz Machado’s speech at his nomination as honoris causa at the University of Extremadura, the 22th April, 2016. The paper recalls the irruption of Spanish in America and its imposition. After that, it explain the expansion of El Quijote in America.
Key words: Santiago Muñoz Machado, University of Extremadura, Honoris Causa.
Recibido: 2 de mayo de 2016
Aceptado: 3 de mayo de 2016
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[*] Discurso de investidura como Dr. Honoris Causa por la Universidad de Extremadura, 22.4.16.