NOTICIA DE LIBROS: JUAN LUIS REQUEJO PAGÉS, “EL SUEÑO CONSTITUCIONAL”, KRK EDICIONES, OVIEDO, 2016 (274 pp.)

 

Enrique Guillén López

Profesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad de Granada.

 

 

 

"ReDCE núm. 26. Julio-Diciembre de 2016" 

 

Problemas actuales de la unión política y económica.

  

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El sueño constitucional es el sugerente título que ha dado Juan Luis Requejo a su último y esperado libro. Se trata de una monografía, preciosamente editada en el seno de una colección de autores muy escogidos, en la que desarrolla y culmina algunos de los argumentos que en su amplia obra anterior había ido anticipando. En concreto puede verse el largo proceso de elaboración de su pensamiento si se repara, por ejemplo, en una aproximación previa que vio la luz en esa revista llamada con toda intención “Fundamentos”, revista adscrita como el autor al Área de Derecho constitucional de la Universidad de Oviedo[1]. En ambos, en la Revista y en el actual Letrado del Tribunal de Justicia, puede rastrearse la marca indeleble del gran jurista que fue Ignacio de Otto.

El libro está estructurado en cinco capítulos de unas 40 páginas cada uno con títulos evocadores que tratan de abarcar la configuración actual del estado constitucional y que defienden con nitidez y sin ambages la tesis de que los Estados nacionales no son la estructura jurídica que en su día permitió la libertad y la seguridad. A su juicio, la sociedad ya ha desbordado este ámbito lo que nos conduce necesariamente a la UE, germen del nuevo Leviatán.

En la justificación de esta tesis se aplica el profesor Requejo con el bagaje que le aporta su erudición y con un lenguaje muy cuidado que pretende incorporar al debate a un lector informado y proclive a continuar avanzando de forma desprejuiciada en el conocimiento de los principales debates constitucionales, históricos y contemporáneos. La forma es ensayística y se introducen los elementos de este género, como el que ubica a las fuentes (muy escogidas) al final de cada capítulo, sin salpicar el texto de notas a pie. Al final se introduce un índice analítico y onomástico de gran utilidad.

No es fácil -y queda fuera del alcance de una noticia de estas características- pasar revista completa a los argumentos de este libro, que desarrolla toda una teoría sobre los conceptos clásicos del constitucionalismo, los que generaron su aparición y los que le han dotado de contenido. De este modo centra toda la reconstrucción histórica y dogmática sobre la elaboración de constructos como “Estado”, “soberanía”, “límite”, y “libertad” porque a su juicio tales son los elementos sustantivos que deben seguir guiando la solución a los nuevos problemas que el siglo XXI presenta. Así las cosas el profesor Requejo dibuja una línea que se inicia en el momento en que el Estado moderno se ajusta al paradigma hobbesiano y cancela el pensamiento político clásico griego. La transición se hace evidente en el diferente papel que juega el concepto de límite que, mientras para el modelo aristotélico ocupa un lugar consustancial, carece de importancia alguna en las construcciones con las Hobbes y Bodino justifican al nuevo soberano, que es legítimo en cuanto que asegura la paz. El Estado nacional moderno y el derecho que alumbra aparecen descritos así como una solución perfectamente adecuada en el objetivo de regular y administrar la violencia, un presupuesto factual insoslayable sin el que no podría explicarse la esencia fundamentalmente procedimental del derecho.

El Estado nacional que nace con la modernidad es, según Requejo, una entidad soberana absolutamente perfecta, autorreferente y autárquica. Y así surge la paradoja de un poder que hace de la omnipotencia la razón de su existencia para lograr la seguridad y la paz, pero al que hay que limitar si en algo estimamos la libertad. Al logro de este empeño se encamina el Estado constitucional democrático, que solo consigue rescatar a la libertad de su reiterado sacrificio cuando se ceja en la voluntad de atribuir la titularidad de la soberanía a un sujeto físico y es conferida a uno inexistente. De esta forma, la soberanía deja de ser un haz de facultades ilimitadas que posee un ente corpóreo como el Rey o el Parlamento para definirse como una cualidad del Estado, del ordenamiento (p. 95), produciéndose así una identificación entre teoría política y teoría normativa, cuyo correlato perfecto es la idea de Constitución como “norma de ordenación del proceso de formación de una voluntad colectiva capaz de querer cualquier cosa, salvo la desaparición de su alternativa” (p. 97).

Abstracción, procesos, asepsia integran el «telos» de comprensión de un Estado concebido ahora como un artificio desencantado, mero orden de convivencia que, en una democracia, administra la fuerza “al servicio de expectativas de conducta decididas con el concurso de todos cuantos participan de ese orden” (p. 98).

A partir de este momento el ensayo muestra los diferentes caminos seguidos por el constitucionalismo norteamericano y el europeo, que van evolucionando y reconfigurándose al tiempo que acusaban saltos sin red como los que supusieron el sufragio universal, el surgimiento de los partidos de masas, el ascenso de los totalitarismos, el Estado social, o la desaparición de la alternativa socialista (ejemplificada con la caída en 1989 del Muro de Berlín). El constitucionalismo solo es adecuadamente descrito si se considera a la vez que las convulsiones a las que se ha visto y se ve sometido. Porque también hoy está muy lejos de ser una balsa de aceite. En concreto, hoy, siempre según el autor, se ve sometido a un desafío radical por la presencia de núcleos importantes de inmigrantes con dificultades objetivas para ser integrados. Por vez primera aparece con sustantividad en el discurso la necesidad y la dificultad de que la educación cumpla con la enormidad de las funciones que le corresponde para permitir el necesario tránsito entre los bajos instintos, que son el presupuesto de la violencia sin control, a la cultura, que permitiría admitir el recurso a la violencia organizada.

De otro lado es obligado reparar en el salto conceptual que da la Constitución. Requejo nos habla de que las Constituciones del Estado social, con su densidad conceptual y su contenido programático, entroncan con el trascendentalismo superado, incorporan valores sustantivos de los que el poder -siguiendo su bien conocida inercia- se quiere zafar. Y es desde esta lógica desde la que ha de entenderse la apertura a ordenamientos supranacionales y la disociación de las categorías de validez y aplicabilidad, cualidad esta última en la que radica lo que queda de la soberanía (p. 117). La operación de control de la soberanía llevada a cabo por el constitucionalismo alcanza así su culmen momentáneo en esa máxima exacerbación de la abstracción que supone su confinamiento en una categoría, aparentemente inane, pero que es capaz de lograr que un juez español desplace cualquier fuente del ordenamiento al que prioritariamente debe servir.

Nada de todo esto sería comprensible sin reparar en la evidencia de que los estados no pueden sobrevivir en soledad y de que es preciso un pacto entre sujetos soberanos; lastimosos sujetos a los ya solo podemos llamar soberanos en la medida en que aun disponen de la capacidad de decisión sobre la integración de normas ajenas en su propio ordenamiento. Asistimos así a un proceso de desvalimiento sustantivo de los Estados, progresivamente consumidos en la capacidad de disponer políticas propias y a los que sólo les queda el consuelo de aparecer como los detentadores de la potestad de determinar, al menos formalmente, la aplicabilidad de los impulsos normativos externos.

Pero la aplicabilidad no es sólo la mejor categoría descriptiva de la realidad jurídica actual, la noción desde la que entender el mismo concepto actual de Constitución[2] sino la vía para alumbrar un nuevo Estado fuerte; no un nuevo Estado social, sino un Estado capaz una vez más de proveernos de una vida segura (p. 148). La validez ha de sufrir el mismo destino que el Estado en soledad.

En el siguiente capítulo se diseccionan las razones por las que a juicio del autor el Estado se ha desvirtuado; esto es, ha dejado de ser eficaz en la aplicación de la fuerza. La primera se refiere a la desproporcionada consideración que ha adquirido el principio democrático. Creo meridianamente claras las siguientes frases: “El Estado democrático viable es aquél en el que el peso conceptual del modelo descansa en el sustantivo, reservándose para la democracia una función puramente adjetiva. Que la lógica democrática se haga presente en todas las dimensiones del Estado es gravemente disfuncional para su cometido como sistema de administración de la violencia al servicio de la constitución de un orden social que haga posible la mayor libertad para el mayor número” (pp. 179-180). El discurso expresa ahora su coincidencia con los análisis que critican la tiranía de la opinión pública y la cultura del instante; esto es, que ven en la conformación elemental y efectista de la democracia actual la razón profunda de esa elusión de responsabilidades que origina una segunda circunstancia muy perturbadora en la dinámica de los Estados-Nación actuales: el desplazamiento del momento político por el jurídico en la definición de los intereses generales y en consecuencia las dificultades para que el ordenamiento se mantenga presto a ser actualizado para encauzar las nuevas necesidades sociales. Nada de todo esto es evidentemente casual como puede deducirse de esta ajustada frase: “el fenómeno responde a una lógica que se deja sentir en mayor o menor medida en todo el edificio del Estado y que resulta en un desfallecimiento progresivo de la capacidad reguladora del ordenamiento pues el sistema se resiste a la revisión si ésta ha de ser en perjuicio de las situaciones de ventaja consolidadas en el pasado, abocándose así a la inoperancia para hacer frente a la realidad cuando se imponen nuevas circunstancias en las que aquellas situaciones ya no pueden ser viables” (pp. 190-191)[3].

Todas estas circunstancias abocan a unos Estados menesterosos e ineficaces que emprenden una huida hacia adelante y crean una instancia supraestatal con unos objetivos muy concretos y no expresamente confesados (ni confesables). El proceso de construcción de las Comunidades Europeas es visto así desde una óptica nada complaciente como una iniciativa de la que se sirven los Estados para sostener una política económica que se situaba fuera de su alcance en una esfera exclusivamente estatal férreamente controlada por los frenos propios del principio democrático. La UE queda dibujada nítidamente como una formidable “impostura” (p. 197), una estructura al servicio de consumidores y Estados-Nación que logran así hacer ingresar por la puerta de atrás las medidas que nunca hubieran podido incluir en su propio ordenamiento. Resta incluir a los grandes poderes económicos privados y completaríamos el elenco determinante de la dinámica de la UE[4]. Evidentemente, el el ciudadano es el damnificado en este estado de cosas[5]. Nos dice: “La quiebra de la correspondencia entre gobernantes y gobernados es un principio estructural de la Unión que no puede solventarse simplemente con la democratización de sus instituciones y de sus procedimientos, sino con la revisión profunda de su misma naturaleza” (p. 202)

Esta frase nos da pie para encarar la definitiva propuesta del ensayo: la necesidad de estatalizar la Unión como nuevo soberano. Cualquier otra medida es o un imposible o un mero paliativo insuficiente. Totalmente inviable es volver a pensar en soberanos nacionales, y destinada a generar frustraciones la inflación de derechos reconocidos en múltiples cartas dictadas en el seno de ordenamientos cuya esencia reside en la limitación competencial. Por tanto la única vía que parece pertinente y que resulta coherente con toda la construcción que ha llevado al autor hasta aquí[6] es la de reclamar para el ciudadano europeo -desconcertado, sin capacidad de control de las decisiones que se le aplican, sin capacidad de formular una alternativa que no pase por la simultaneidad de un proceso coincidente en la mayoría de los Estados-Miembros- un nuevo soberano, “un soberano capaz de recabar para sí el monopolio del ejercicio de la violencia, excluyendo de raíz toda controversia sobre la legitimidad de su título” (p. 240). Y es que estamos en una “situación demasiado próxima al Estado de naturaleza” (p. 240), y “la barbarie es todavía una realidad tangible y demasiado próxima” (p. 169). De modo que no resulta extraño que lo que se defienda sea construir un nuevo Estado. La única novedad se cifraría en conseguirlo por primera vez en la historia de manera incruenta pero no es el contexto el más proclive. Efectivamente difícil será hacerlo cuando no aprecia un sustrato de valores sustancialmente compartidos (de nuevo la referencia a la inmigración) en el que la normatividad sea el punto de encuentro incluso para su modificación. A su juicio la tensión entre Estado y democracia (lo que en palabras de, por ejemplo, el Tribunal constitucional en la STC 259/2015 se denomina tensión entre Estado de derecho y Estado democrático[7]) está siendo inadecuadamente entendida y la partida se viene decantando en favor de la democracia (de un determinado concepto de democracia, añadiría yo). No estamos en el mejor de los momentos para semejante e inédita transformación y apelar a la educación, siendo necesario, no deja de parecer en su ambigüedad una melancólica renuncia a considerar su mera posibilidad.

En definitiva: si en el siglo XVII se trataba de poner límites a un soberano existente ahora de lo que se trata, viene a decir, es de trabajar para que se constituya y establecer posteriormente sus límites. Ello supone subvertir la inercia de tres siglos de constitucionalismo aplicado con devoción al establecimiento de límites, pero de no hacerlo así estaríamos ante una dualidad de estructuras incapaces de preservar la seguridad y los derechos de los ciudadanos, ante un Estado de naturaleza, en suma.

Tras el baño de realismo que al que el autor nos ha sometido me permito añadir para mayor desazón -y consciente de que maniato aún más las soluciones posibles- la siguiente reflexión: ¿tiene sentido, sabiendo lo que sabemos de la soberanía, seguir la lógica del ensayo y confiar en poder mantenerla bajo el control de la abstracción al tiempo que la personalizamos de nuevo en una estructura estatal inédita? ¿No será ciertamente ilusorio que una vez que conocemos las técnicas del control del poder las aplacemos en la esperanza de poder aplicarlas una vez que el nuevo soberano haya visto la luz? ¿Podemos estar seguros de que este nuevo poder erigido podrá ser limitado habida cuenta del que no son pocos ni tímidos los Minotauros que tienen capacidad para plantear exigencias capaces de doblegar cualquier posición jurídica formalmente reconocida? ¿Debemos, pues, esperar ansiosamente al nuevo soberano, si continua adoptando la forma poco amigable con la que está perfilándose? Pues a lo mejor estamos obligados a responder afirmativamente, por puro pragmatismo, una vez constatadas las derrotas recientemente sufridas por la Unión en los ámbitos de las políticas económicas y de seguridad. Una vez más, nos tocará hacer de la necesidad, virtud.

La propuesta se cierra en las páginas finales esperando un retorno de la educación constitucional -de la educación, en definitiva- del ciudadano, consciente de sus derechos pero también de sus obligaciones. El realismo ceja en este final que implora un silencio tan preñado de significación que no parece al alcance de nuestro tiempo.

En fin: impecable en su argumentación, consistente en sus argumentos, honesto hasta la incorrección política y profundamente polémico. Muchas de las páginas del profesor Requejo merecen, a mi juicio, una importante contestación pero tendrá que ser un escritor muy bragado el que tenga el fuste que la réplica requiere.

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[1] Hago referencia a “El triunfo del constitucionalismo y la crisis de la normatividad” en Fundamentos . Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional , 6/2010.

[2] Un concepto tan desprovisto de valor sentimental que resultaría difícil de compartir mayoritariamente salvo que se asuma el completo bagaje del que el autor parte, comenzando por la constante eventualidad de volver a la violencia desorganizada y al estado de naturaleza. La Constitución aparece entonces bajo el mismo signo de la necesidad que concibió al Estado bajo el paradigma hobbesiano.

[3] Esta tesis según la cual la elusión de responsabilidades políticas conduce de forma indefectible a la parálisis en el proceso de innovación normativa es otra de las que permite alumbrar todo tipo de investigaciones posteriores sobre el sistema de fuentes.

[4] Que se traduce con entera evidencia en la penetración en el funcionamiento constitucional de la UE de estructuras y principios normativos de derecho privado que, en definitiva, nacen desde los presupuestos de la igualdad de las situaciones jurídicas, y no como en el caso del derecho público, a partir la consideración de las diferentes posiciones en función de la legitimidad, general o individual, de cada una de las mismas. Hago referencia en este sentido a elementos que han tomado gran relevancia tras la crisis económica de 2008 como el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, “construcción jurídica que somete a la disciplina del derecho privado (…) las deudas y garantías prestadas por los estados soberanos” (en palabras de A.MENÉNDEZ MENÉNDEZ , De la crisis económica a la crisis constitucional de la Unión Europea, Eolas ediciones, León, 2012, p. 62 ) o los persistentes y contestados intentos de privatizar instituciones como la responsabilidad patrimonial o la expropiación forzosa(cfr. M. BELTRÁN DE FELIPE, “¿Puede haber responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas españolas al margen de la LRJAPyPAC? El arbitraje internacional de inversiones (y el estándar universal de trato justo y equitativo) como inesperado sustituto de la legislación interna”, en Derechos fundamentales y otros estudios en homenaje al Profesor Dr. Lorenzo Martín Retortillo, Vol. I, Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2008, p.465.)

[5] P odríamos añadir que unos más que otros y que la libertad de algunos “modernos” –en el sentido de Constant- alemanes está de momento bien guarnecida.

[6] Así hay que entender la siguiente impugnación: “En su pretendida sofisticación, el recurso a ingenios conceptuales como pueden ser el “constitucionalismo en red” o “multinivel” y el “diálogo de tribunales” no han hecho sino dar cobertura a una realidad muy prosaica: la de un entramado inmanejable de sistemas normativos del que resultan, por un lado una serie de soberanos nacionales liberados de sus límites y, por otro, un protosoberano comunitario al que aquéllos no permiten que tome vida propia y sólo consienten como instrumento al servicio de su propia soberanía”. Pp. 239-240.

[7] Concretamente en el FJ 5º.