Traducido del italiano por Antonio Pérez Miras
"ReDCE núm. 29. Enero-Junio de 2018"
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1 – Han sido muchos los que han discutido que representación y responsabilidad política son instituciones entre las cuales puede existir una relación que permita considerar que aquel que representa políticamente también es responsable bajo el mismo perfil, y que el representado es titular de un poder de control, ejercido de diversas maneras, sobre el representante.
En el plano de la abstracta confrontación de los dos conceptos (representación y responsabilidad) se observa, de hecho:
a) que representar, de acuerdo con lo sostenido por C. Schmitt, indica, en su significado más general, “hacer presente una cosa que no está presente en la realidad” de modo que, siguiendo a S. Romano, el ser “representante” implicaría la titularidad de una situación jurídica y no el ser parte de una relación;
b) que la institución civil de la representación no excluye una brecha entre la existencia del vínculo representativo y la responsabilidad del representante frente al representado o frente a otro sujeto, en el sentido de que pueden darse casos en los que el representado exima ex ante al representante de responsabilidad, como en el mandato sin obligación de rendición de cuentas;
c) que la representación política se refiere al problema del fundamento del poder político mientras que la responsabilidad tiene por objeto el correcto ejercicio de este último;
d) que sería una característica del Estado moderno, como ha sostenido Guarino, la irresponsabilidad por principio de quienes ostentan el poder político: en nuestro ordenamiento, por ejemplo, sería ciertamente irresponsable el cuerpo electoral; los miembros del Parlamento están eximidos de responsabilidad por los actos llevados a cabo en el ejercicio de sus funciones; limitadamente responsable es el Jefe del Estado; la única excepción prevista es la responsabilidad política y jurídica del Gobierno y de sus miembros;
e) que el órgano generalmente considerado como representante es el órgano electivo, el titular del poder legislativo; en otras palabras, una o, como en el art. 67 CI, ambas Cámaras, mientras que el Gobierno es responsable conjunta e individualmente (arts. 89 y 95 CI), aunque ninguna disposición lo califica expresamente como representativo;
f) que existen órganos representativos de la Nación, como el Jefe del Estado, explícitamente exento de responsabilidad política (arts. 87 y 89 CI);
g) que tanto el concepto de representación política como el de responsabilidad son tan ambiguos que no nos permiten establecer una relación entre ellos.
Se trata de argumentos que, a primera vista, dan que pensar y proyectan una sombra de perplejidad sobre la misma corrección científica del tema propuesto. Bien mirado, sin embargo, nos damos cuenta de que parten todos de un presupuesto engañoso.
No hace falta confundir, de hecho, la representación –que indica una relación– con la representatividad –que hace referencia, por el contrario, a la situación de un cierto sujeto–: en el primer caso, lato sensu, un sujeto sustituye a otro “adoptando su puesto en la vida jurídica” –como ha dicho Esposito– “y realiza actos que producen los mismos efectos que si fueran realizados por el representado”, sobre la base de un encargo que la ley o la voluntad de este último le confieren, de modo que se configura como colaborador del representado y “es por tanto sujeto de una relación jurídica, lo que le origina una vinculación frente al principal”; con la segunda, en cambio, se trata de ver la correspondencia, desde diversos puntos de vista, del sujeto representante respecto del representado. En el caso de la representación, la relación se configura, así, como algo destinado a perdurar y a modificarse en el tiempo, mientras que, en el caso de la representatividad, la situación subjetiva o existe o no existe y se constata en el mismo momento (y en cada momento) en que surja esa necesidad de correspondencia. La existencia de la relación de representación implica una presunción de representatividad del representante, mientas que no sucede al contrario, en el sentido de que, si un sujeto es representativo de otro, no está necesariamente unido a ello por una relación de representación. La representación implica, como se ha dicho, una subordinación del representante al representado y, por tanto, el sometimiento de este último a una sanción, que puede ser la revocabilidad del encargo –como ha sostenido Kelsen, el cual tendía a excluir de la representación la llamada legal–. Toda atribución a un sujeto de carácter representativo se resuelve, en cambio, necesariamente, con una valoración de la idoneidad del mismo, como sucede cuando se atribuye ese carácter en su conjunto a los sindicatos o a la Administración.
De aquí se deriva que no tiene mucho sentido el problema de qué se representa –si los intereses, la voluntad, la opinión o las direcciones–, no siendo estas últimas otra cosa sino parámetros, a través de los cuales valorar la representatividad de un sujeto; por lo que, en el ejercicio de la representación, el juicio sobre la concreta conformidad a esos parámetros de la actuación de quien representa y la elección de qué parámetro asumir en función de la valoración de la representatividad corresponde al representado o a otro sujeto específicamente indicado por el ordenamiento, mientras que la calificación de un sujeto como representativo indica cómo la elección del parámetro y la valoración de la conformidad al mismo se ha cumplido por quien atribuye esa calificación.
Parece por tanto correcto sostener que tanto la representación política como la responsabilidad presuponen la existencia de dos sujetos, esto es, de una relación intersubjetiva, en la que los dos términos son siempre los mismos: los gobernantes, de un lado, que representan y responden; y los gobernados, del otro, que son representados y ante los cuales se responde. Poder y responsabilidad van, de hecho, de la mano (“allí donde existe la responsabilidad, allí está el poder”[1]) por lo que cuando un sujeto atribuye a otro el poder político, del que es titular, surge casi automáticamente el problema de la responsabilidad del beneficiario ante el concedente. Del mismo modo, la respuesta a la pregunta sobre la responsabilidad de su titular, sobre los poderes de control del sujeto ante el que se exige tal responsabilidad, o sobre las modalidades con las que esta se hace concreta no podrá prescindir de la cuestión relativa al origen del poder político. En Inglaterra, la progresiva consolidación de la irresponsabilidad del rey (“El Rey no se equivoca”[2]) trae consigo el debilitamiento del poder real, así como, en Francia, una lúcida página de Barthélemy explica que, a pesar de la intención del constituyente del 1875 de atribuir al Presidente de la República el particular privilegio de la irresponsabilidad para reforzar su poder, tal privilegio haya acabado por reducir su peso político, “sólo puede actuar quien es responsable de sus acciones. Los ministros son responsables; el Presidente es irresponsable: serán los ministros quienes gobernarán, no el Presidente”[3].
En verdad, los puntos de referencia de la representación, como de la responsabilidad política, están sustancialmente constituidos por el Pueblo, por el Parlamento y por el Ejecutivo; el Jefe del Estado, que queda generalmente fuera en todas las formas de gobierno parlamentario, incluso cuando los textos constitucionales lo señalan como representante de la nación, se convierte en cambio en una pieza clave en las repúblicas presidenciales. En los gobiernos parlamentarios, el Presidente de la república o el Rey carecen de poderes sustanciales, salvo los de equilibrio: así se explica que el Derecho positivo tienda a legitimar su permanencia entre los órganos del Estado, atribuyéndole la condición de representante de la nación, y a excluir su específica responsabilidad política, admitiendo generalmente sólo una limitada responsabilidad jurídica de carácter penal, que se sustentará ante una jurisdicción especial. Diferente es, sin embargo, la situación de los regímenes en los que el Jefe del Estado desempeña una dirección política propia, en cuanto órgano que recibe su propia investidura directamente del pueblo, como ocurre en las repúblicas presidenciales o en las formas de gobierno que acogen algunos de estos elementos (República de Weimar, Constitución francesa de 1958): en estos regímenes, más allá de las afirmaciones de los textos constitucionales, se lleva a cabo en varias formas –como se tendrá ocasión de ver– una responsabilidad política del Jefe del Estado.
En línea general, en los diversos ordenamientos, sea cual sea el sistema de gobierno, el problema de la representación y el de la responsabilidad surgen para aquellos órganos que están llamados a ejercitar poderes concretos, mientras que para los otros órganos el problema es por lo general diferente, en tanto que se trata, por una parte, de concretar (o definir) el grado de representatividad, y en consecuencia, de modelar sobre este último tanto los poderes, aunque sean limitados, como las responsabilidades, igualmente limitadas.
Volviendo a los Estados parlamentarios, y por tanto a la forma de gobierno vigente en Italia, se puede observar cómo Pueblo, Parlamento y Gobierno son ordenados en modo, por así decirlo, consecutivo, en el sentido de que se va del pueblo al cuerpo electoral, y de éste al Parlamento, y del Parlamento al Gobierno, según una escala de representatividad decreciente según la cual: el pueblo, como titular de la soberanía es el representado; el cuerpo electoral, que en un Estado democrático comprende a la mayor parte del pueblo, es el cauce principal con el que este último ejerce en vía directa la soberanía, y, por tanto, parece realizar una auténtica y propia identificación orgánica con el sujeto pueblo, representando, con bastante cercanía, sus tendencias, intereses, sentimientos, opiniones, voluntades; el Parlamento, en tanto que elegido por el cuerpo electoral, constituye por definición el órgano que representa al pueblo; el Gobierno, en fin, es expresión de la mayoría parlamentaria que le concede la confianza.
En la misma dirección, en cambio, la escala de la responsabilidad política es creciente: a) el pueblo como titular de la soberanía no es, en principio, responsable de sus propias decisiones; b) el cuerpo electoral, en cuanto que se identifica con el pueblo, no es responsable sino dentro de los límites que le marca la opinión pública popular; c) el Parlamento es responsable ante el cuerpo electoral cada vez que se produce la renovación de sus miembros, en tanto que las elecciones se convierten en una especie de juicio sobre la actuación de las fuerzas políticas presentes en las Cámaras durante la legislatura precedente; d) el Gobierno es responsable institucionalmente ante las Cámaras elegidas, que son titulares de un poder de control del Ejecutivo y del poder de determinar la remoción de sus cargos, retirando su confianza y obligándoles a la dimisión.
Como se ve, la precisa correspondencia entre el debilitamiento del vínculo de representación y el incremento de la responsabilidad es indicio de que existe un tipo de relación entre las dos instituciones. Crisafulli ha apuntado muy eficazmente que “representatividad y responsabilidad se complementan, la segunda reforzándose y haciéndose más rigurosa y precisa donde la primera se arriesgaría, por lo demás, a perder concreción, diluyéndose en una presunción cada vez más abstracta”. A lo que deberíamos añadir que el nexo se conserva íntegro, a pesar de la mencionada tendencia de progresión inversa, en la medida en que, cuando desaparece del todo la responsabilidad –como en la monarquía absoluta o en los regímenes totalitarios–, permanece definitivamente oculta la representatividad de todo el sistema, así como, cuando faltan instrumentos idóneos para asegurar que entre el pueblo y algunos órganos se instaure un vínculo de representación, el problema de la responsabilidad siquiera surge o, si surge, se hace en modo radicalmente diverso a como lo solemos concebir.
Es cierto que a menudo se olvida concretar con suficiente precisión el sentido que se debe atribuir al concepto de responsabilidad política y nos conformamos con referencias del todo genéricas. Esta última, de hecho, se caracteriza, de una parte, por una suficiente precisión de la sanción, que es siempre la separación del cargo de los servidores públicos, y por otro lado, por la absoluta indeterminación del parámetro de valoración de los comportamientos de los responsables, así como por la variabilidad de los sujetos, sean pasivos (esto es, responsables) o activos (que hacen valer la responsabilidad), de las modalidades y de los procedimientos de aplicación. Sobre este aspecto, los ordenamientos jurídicos divergen el uno del otro y, en el ámbito del mismo ordenamiento, a menudo se observan diversos tipos de responsabilidad política y diferentes procedimientos.
En el ámbito de la categoría más general de la responsabilidad política se pueden distinguir, según la clasificación de G. U. Rescigno, una responsabilidad institucional y otra difusa: la primera produce –cuando concurren las circunstancias previstas por el Derecho positivo– una obligación jurídica para el titular de un cargo público de abandonarlo; la segunda, en cambio, concebida como aquella situación en la que este último podría considerar más o menos oportuno dejar el cargo. En cuanto a las modalidades con las que el Derecho positivo regula la responsabilidad política institucional, se debe distinguir la hipótesis de la responsabilidad, que deriva del hecho de que determinados titulares de cargos públicos deben someterse periódicamente a una nueva elección por parte del cuerpo político (en cuyo caso este último está inevitablemente llamado a expresar un juicio de naturaleza política sobre la actuación llevada a cabo por esos sujetos), de la responsabilidad que nace del sometimiento permanente de esos mismos sujetos al poder de control de un cuerpo político y de la posibilidad de que este último determine en cada momento, mediante el voto, la obligación de dimitir de esos sujetos.
Incluso la responsabilidad política difusa, que nace, en buena sustancia, de un poder genérico de crítica que unos sujetos, más o menos determinados, tienen en relación con otros, reúne bajo un único concepto situaciones diversas, en función de la posición institucional de los sujetos que realizan la crítica y de los que a ella se someten.
Es evidente que las observaciones que seguirán, guardarán una especial atención a la responsabilidad política institucional considerada en su primera forma, y sólo episódicamente se referirán a otros tipos de responsabilidad política. Ello sobre todo porque las consideraciones precedentes han demostrado que la confrontación entre representación y responsabilidad política no puede darse en abstracto, sino que debe basarse en el fundamento ideológico y en la evolución histórica de las dos instituciones, de modo que se evite actuar fragmentariamente, perdiendo, de esa manera, la visión del conjunto del problema.
2 – El concepto de representación política se viene desarrollando de acuerdo con dos líneas culturales, que ya Guizot concretó con suficiente claridad. Para una primera teoría, la función de la representación es, según la incisiva expresión de Heller, la de “asegurar la soberanía del pueblo como unidad sobre el pueblo como pluralidad” (lo que se expresaba correctamente, en otras áreas culturales, en la teoría de la soberanía nacional), mientras que para la otra, se determina, como decía Duguit, una relación –que Salandra, después, calificaría, de hecho, como “personal”– entre electores y electo, por el cual el representado (esto es, el pueblo) ya no se concibe como unidad sino como pueblo real, multitud de individuos, sí, pero articulado en grupos menores, que se unen ya sea según criterios de pertenencia territorial, ya sea en torno a intereses, sentimientos, opiniones de diversa naturaleza.
Dos hilos culturales, por tanto, que parten de dos diversas ideas del “pueblo” y de la soberanía popular: una, según la cual el pueblo es el soberano en tanto que comunidad ordenada de gobernantes y gobernados, la otra, por la que el pueblo es idealmente el conjunto de gobernados que se contraponen a los gobernantes. Culturas diversas que, presentes en 1947 en el seno de la Asamblea Constituyente, se han visto luego reflejadas en el mismo texto de la vigente Constitución italiana.
El art. 1 atribuye al pueblo la soberanía tanto quoad titulum como quoad exercitium y le reconoce incluso la subjetividad necesaria para que, en nuestro ordenamiento, se pueda decir: a) que la soberanía popular no significa sólo que el poder deriva en abstracto del pueblo, sino que este último lo ejercita de manera concreta; b) que la República italiana es democrática, no porque sea una democracia gobernada sino porque es una democracia gobernante.
Una atenta observación del Derecho positivo demuestra que el sujeto jurídico “pueblo” tiene dos instrumentos para poder realizar actos, para manifestar, por tanto, su propia voluntad: por un lado, el cuerpo electoral que interviene en diversas ocasiones y que expresa directamente las decisiones populares; por otro, el Estado-sujeto que actúa a través de sus órganos, haciendo recaer los efectos de tales actos sobre el conjunto de la comunidad estatal. Es el mismo texto constitucional el que opera el intercambio entre los conceptos de república, de nación y de pueblo, con los cuales designa nada más que la comunidad organizada en Estado, en una palabra, el Estado-comunidad. Es por ello que a la luz del art. 1 el pueblo se presenta como sujeto idealmente unitario, dotado de una organización que lo hace capaz de querer y de expresar una propia voluntad.
Mas en nuestra Constitución está presente también otro concepto de pueblo, entendido esta vez como pueblo real, como pueblo vigente, compuesto no sólo de individuos, esto es, de ciudadanos particulares considerados todos desde el mismo plano de la abstracta igualdad, sino también articulado en grupos, asociaciones, categorías, comunidades territoriales; es, en otras palabras, el pueblo en el que se suscitan intereses diversos, sentimientos a veces contradictorios, pasiones y opiniones abigarradas. Y nuestra Constitución considera y reconoce que “pueblo” también es esto. Para una constatación ciertamente incompleta, basta con ojear el título de las relaciones civiles (en las cuales se reconoce la libertad religiosa, de asociación y de reunión), el de las relaciones ético-sociales (donde encuentran regulación la familia y las instituciones culturales), el de las relaciones políticas (donde el art. 49 regula los partidos políticos); a lo que se puede añadir el reconocimiento de las autonomías locales (art. 5) por el que la República se organiza en regiones, provincias y municipios (art. 114)[4] así como de las minorías lingüísticas (art. 6).
El primer grupo de teorías parte del presupuesto de que existen intereses comunes del pueblo, objetivamente determinables, de que tales intereses trascienden de los particulares, de los ciudadanos o de los grupos sociales, de que existe (o debe existir) una voluntad popular hipotética para la consecución de esos intereses que se diferencia de la empírica y esporádica voluntad del cuerpo electoral. Desde la necesidad de que cada diputado persiga efectivamente el interés común se deduce que ellos no son “el representante de concretos y definidos grupos de electores o de un cierto colegio electoral, sino el representante del pueblo entero y de los intereses de éste”.
En este caso ha sido fácil contraponer esta tesis a la idea medieval de representación, entendida como mandato explícito y vinculante que ayuntamientos, condados, comunidades, corporaciones, etc. habrían conferido a ciertas personas para tratar con el soberano y para darle a conocer sus quejas y exigencias. Solo que esta contraposición no puede ser vista de modo esquemático, propio de cierta doctrina iuspublicista, sino que debe tener en cuenta también que en los parlamentos medievales la voluntad de los representantes podía apartarse –como han demostrado Perassi y Marongiu– de la de los representados: basta con remitir a este propósito a la institución de la plena potestas, a la que Gaines Post le ha dedicado estudios esclarecedores.
Ahora, en el ámbito de esta reconstrucción, la idea moderna de representación se desarrolla de acuerdo con tres líneas ideológicas. Una primera es aquella que podríamos definir como línea liberal, que tiende a salvar la selección electiva de los representantes y que, en las diversas áreas culturales, está encabezada, entre otros, por personajes como Burke y Blackstone, en Inglaterra (pensemos en la afirmación de este último por la que “cada miembro, aunque elegido por un distrito concreto, una vez elegido… sirve para el reino entero”); por los constituyentes de 1789, en Francia, como Sièyes, Barrère, Barnave, Talleyrand (este último presentó, el 7 de julio de 1789, una moción ante la Asamblea Nacional en cuya motivación se afirmaba que “la Asamblea… considera que una bailía… tiene el derecho sólo de conformar la voluntad general… y no puede suspender mediante mandatos imperativos que contengan solamente su voluntad particular, la actividad de los Estados Generales”); por Bluntschli, para los países de lengua germana, quien claramente configura una “representación del país y del pueblo, no individual”.
El pueblo –o, mejor, la nación, si se permite por un momento la identificación, es una entidad abstracta, incapaz de tener voluntad propia y que ejercita la soberanía exclusivamente por delegación (art. 2, Tít. III de la Constitución de 1791)– son los delegados que expresan, por tanto, su voluntad con absoluta independencia del delegante: se explican de este modo las reglas convencionales afirmadas en Inglaterra y las explícitas disposiciones de las cartas constitucionales de la Europa continental (como, por ejemplo, el art. 32 de la Constitución belga de 1831; el art. 48 del Estatuto Albertino; el art. 29 de la Reichsverfassung; el art. 21 de la Constitución de Weimar) que tienen su origen en el art. 7, sec. III, Tít. III de la Constitución francesa de 1791, que afirmaba el doble principio de la representación de toda la nación y de la prohibición del mandato imperativo: “los representantes nominados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de toda la nación, y no se les podrá vincular con mandato alguno”. El representante, de hecho, en tanto que portador de una autoridad propia, debe ser completamente libre en su capacidad decisional de condicionamientos, instrucciones o vínculos externos, porque, si se le sometiera a la voluntad del mandante, vería degradada su posición a la de un nuncio. Es precisamente sobre esta constatación sobre la que se basa la conocida reconstrucción kelseniana de la representación política como una “ficción”; aunque ya antes Riecker había hablado de fictio iuris.
Las elecciones son, en definitiva, un medio para escoger del mejor modo aquellos que serán los delegados de la nación, los más idóneos para ocupar el cargo de miembro del parlamento (es por ello que el art. 39 del Estatuto Albertino hablaba de “diputados seleccionados por los colegios electorales, conforme a la ley”). La nación administra así como define su interés[5]: el electorado activo es concebido como ejercicio de una función pública para la selección de quien será llamado a actuar, con palabras de Condorcet, de acuerdo con la razón y la justicia[6] para toda la Nación, que atribuye la función electoral a un cuerpo muy reducido de ciudadanos activos.
El segundo hilo ideológico es el que podría definirse como monárquico-conservador, que, en el intento de legitimar la posición del Monarca y de la Cámara Alta, frente a la Cámara Electiva, tiende a atribuir carácter representativo al Jefe del Estado y a la Cámara de los Lores. Ello lo podemos ilustrar con un comunicado referido a Napoleón de 15 de diciembre de 1808: “muchos diarios imprimieron que su Majestad la Emperatriz… había dicho… que el primer sentir del Emperador había sido para el cuerpo legislativo, que representa a la Nación. Su Majestad en ningún caso dijo tal cosa… el primer representante de la Nación es el Emperador, y después del Emperador, está el Senado…”[7]. Y esta idea, que encuentra su precedente histórico más cercano en la preocupación de Mirabeau de asegurar también al monarca una propia legitimación, es, a su vez, la fuente más segura de la famosa expresión bismarckiana: “Nación es también Su Majestad el Emperador”. Todos los órganos del Estado, por eso, estarán configurados como representativos, o sea, según la famosa equiparación de Santi Romano, “constitucionales”: la cámara electiva y la hereditaria, el Monarca y el Gobierno representan la Nación (o el pueblo) en su conjunto, son titulares de un poder autónomo. Si en muchas constituciones encontramos aún escrito de manera clara que el Jefe del Estado, aunque no sea elegido, representa la Nación, es este desarrollo ideológico de la representación política el que habrá que reconstruir.
De aquí, solo hay un paso a la tercera vía, y para teorizar la absoluta y total independencia de la representación política de las elecciones y para calificar como representativo todo Estado, incluso aunque se organice como un Estado totalitario. Con su ingenio habitual, Carlo Esposito, llevando a las últimas consecuencias su razonamiento, afirmará en 1937 que, a la luz del Estatuto Albertino, la Cámara de Diputados podía calificarse como representativa “aunque fuese elegida”, esto es, a pesar de ser elegida por el pueblo. En el plano jurídico, todo ello se traducía en escuchar al Estado-sujeto, aunque después fuese organizado como representativo del Estado-comunidad, esto es, del Estado en sentido amplio.
Para todas estas teorías, la representación es, en el fondo, una situación, y no una relación, y el problema relativo pasa a ser el de la representatividad, por lo que, cuando el discurso se lleva al tema de la responsabilidad, están todas las premisas por afirmar: a) que no puede subsistir una responsabilidad del representante ante el pueblo; b) que el representante responde de su obra solo ante su conciencia; c) que no es concebible un derecho del pueblo (o de cada colegio electoral) de establecer la caducidad de sus representantes; d) que ni los electores ni los partidos pueden pedir cuentas a los representantes de todo lo que éstos hubieran decidido; e) que tampoco se puede configurar una responsabilidad del representante individual ante todo el órgano representativo (esto es, del diputado ante la cámara), sin tener que construir, inadmisiblemente, una diferencia sustancial entre el colegio y el individuo (en esta línea se movía, sin embargo, el pronunciamiento sobre la caducidad de los diputados del Aventino).
A la luz de estas consideraciones, la libertad de expresión y de acción parlamentaria, con la consiguiente inmunidad por sus opiniones y por sus votos, así como con el principio de su irresponsabilidad política, se hacen incompatibles con instituciones como la del recall, esto es, de la “anticipada sustitución de un titular de un cargo electivo por parte del cuerpo electoral, cuando se haya encontrado uno más idóneo para lograr sus funciones”; la posibilidad de que se alcance un acuerdo programático entre el candidato y el grupo de electores, que, como habría querido un proyecto francés de 1894, se pueda hacer valer ante los tribunales para que se pronuncien sobre la caducidad del elegido; partidos políticos y grupos parlamentarios organizados y disciplinados (en algunos parlamentos los puestos venían asignados a suertes o conforme a la ancianidad, para evitar, como decía Von Mohl, la separación externa de los partidos políticos[8]); las cartas de dimisión en blanco confiadas a comités electorales o a dirigentes de partido.
Ha puesto en evidencia René Capitant que un régimen representativo puro debería ser desfavorable a la publicidad de las sesiones y de los votos de las asambleas, porque esto pondría a los electores en posición de controlar a los electos; hostil a que se vuelvan a presentar los elegidos ante el electorado y, por tanto, a la posibilidad de que quien ha sido parlamentario, volviéndose a presentar en las siguientes elecciones, se someta al juicio del mismo electorado; contrario, al final, a la institución de la disolución anticipada de las cámaras electivas, sobre todo si esa institución tuviera que ser interpretada de manera general como una apelación al pueblo.
Es fácil notar, en cambio, que el régimen representativo no se ha producido en la historia de acuerdo con su configuración ideológica y, por tanto, que en los distintos derechos positivos están presentes sólo trazas de aquellas implicaciones. En Inglaterra se consideró durante mucho tiempo corolario del principio de libertad de expresión de los parlamentarios la prohibición de publicar cuanto hubiese ocurrido en las discusiones y, sólo mediante modificaciones posteriores, se llegó, en 1909, a la publicación oficial del Hansard. Hoy, ciertamente, el principio de publicidad de las sesiones, que se había establecido en la misma Constitución de 1791, constituye un patrimonio del parlamentarismo que –según la conocida tesis de C: Schmitt– se caracterizaría por introducir, en las fases que preceden a la decisión, una discusión libre y por consentir la publicidad y el conocimiento, por parte de los ciudadanos, de la dialéctica entre los diversos y contrapuestos argumentos.
La Constitución de 1791, que se puede considerar la más cercana al esquema representativo puro, tendía a limitar la posibilidad de que los parlamentarios se volviesen a presentar en las siguientes elecciones. Al final, de la disposición del art. 5 (capítulo I, título III), que prohibía la disolución de la cámara electiva, se ha derivado una especie de desconfianza de la vida política francesa hacia aquella institución, que en los textos constitucionales hasta 1958 siempre se ha diseñado con cautelas y límites, porque se consideraba que un régimen representativo implicaba que a la representación popular se le aseguraba un adecuado periodo de permanencia en el cargo, y que ese periodo no podía ser acortado por llamamientos al pueblo que legitimaran un control de este último sobre los electos y su labor.
La responsabilidad política no deriva, por tanto, del modo en que se forma un órgano, esto es, de la elegibilidad de sus componentes, sino que constituye un mero corolario de la autonomía decisional que las normas jurídicas pueden atribuir al mismo órgano: se es responsable en cuanto se es titular de un poder que se ejercita de manera autónoma. En el periodo fascista se acostumbraba a citar la frase de Mussolini “no puede haber responsabilidad donde no hay autonomía”. La responsabilidad, en principio, no es ni absoluta ni limitada, pero se desarrolla sólo y exclusivamente en razón del modo en el que el derecho positivo haya organizado sus relaciones entre los diversos órganos del Estado. De ello resulta que ésta no puede resolverse unas veces en la mera responsabilidad política difusa, y otras veces en la sola responsabilidad jurídica.
En los países que conservan la forma de gobierno parlamentario, la responsabilidad política institucional del gobierno ante el parlamento no puede ser explicada reduciendo el primero, esto es, el gobierno, a una mera comisión que el segundo hubiera creado en su seno para el ejercicio del poder ejecutivo, confiriéndole la confianza. La verdadera razón del sometimiento del gobierno al control del parlamento está en el hecho de que a los representantes del pueblo se les debe reconocer, como dice Leibholz, “las cualidades de un caballero, no la de un sirviente”[9], lo cual explica que el principio de la soberanía del parlamento, que tanto gusta a los juristas ingleses, permanezca como uno de los puntos estables de la teoría liberal de la representación política. De lo que se deduce que el gobierno responde institucional y permanentemente frente al órgano que ejercita en realidad la soberanía, y no al sujeto (el pueblo) que está investido sólo quoad titulum. Es responsable, no porque sea órgano representativo, como habría querido sostener parte de la doctrina, sino porque derivan sus propios poderes del parlamento y porque está unido organizativamente a este último por una relación de confianza; en otros términos, la responsabilidad política ante las cámaras y su poder de control constituyen simplemente un modo de organizar la supremacía del parlamento en un régimen que puede decirse “parlamentario” más que “representativo”.
Incluso en el ordenamiento italiano no faltan principios y disposiciones constitucionales, previsiones legislativas y reglamentarias, que remiten, más o menos directamente, al orden de las ideas apenas expuesto. A lo que se debe añadir todas aquellas interpretaciones de los textos normativos que, de una manera u otra, se dirigen a la idea de la representación como investidura fiduciaria y la independencia de ésta respecto de la responsabilidad política. Se trata, en una palabra, de esa alma liberal de nuestra Constitución que emerge, unas veces, de manera evidente, otras, más desdibujada por las normas, por la praxis y por la doctrina.
Conviene recordar que el art. 48.2 CI califica como deber el ejercicio del voto, legitimando la interpretación del electorado político activo como función pública, y que persiste la idea de que partidos y sindicatos son instituciones de la sociedad civil, cuya influencia en la vida del Estado-sujeto, proviniendo del exterior, es sólo indirecta y, por ello, análoga a la de otras asociaciones privadas o grupos de presión. El sistema electoral, introducido por la legislación vigente[10], que se remite al adoptado para la creación de la Asamblea Constituyente, responde a la idea: a) de que la decisión sobre la formación del gobierno y su programa debe corresponder a las fuerzas políticas presentes en el parlamento y no directamente al cuerpo electoral; b) de que la representación política es representación de opiniones y no de voluntades, en un mapa a escala reducida –según la expresión de Mirabeau– del conjunto del país; c) de que el cuerpo electoral confiere a los partidos, directamente, y a los parlamentarios, indirectamente, un mandato fiduciario en blanco para querer, para escoger y para decidir por él; d) de que el cuerpo electoral no debe entrometerse en las decisiones delegadas a la representación política, de donde se deriva una desconfianza respecto de la institución del referéndum.
Que después ese sistema haya producido los efectos negativos para la gobernabilidad del país –ya evidenciados por F. Hermens en sus trabajos– nadie lo puede rebatir; ello ha favorecido la fragmentación de partidos y, dentro de los partidos mismos, el fenómeno de las corrientes; ha puesto en crisis la capacidad decisional del sistema; ha determinado una de las causas de la crisis de los mismos partidos políticos; ha impedido que las fuerzas políticas llegaran a acuerdos estables para la persecución de una política coherente; ha favorecido la inestabilidad de los gobiernos; ha reducido los poderes de la mayoría; pero también ha permitido a esta última atenuar sus responsabilidades, generando una cierta confusión en el electorado.
De esta situación y de la consideración de que la única forma de responsabilidad política expresamente disciplinada sea la del gobierno ante las cámaras, ha surgido la idea de que nuestro ordenamiento prevé la centralidad del parlamento, en su posición predominante, a expensas de las competencias del ejecutivo. Y sobre esa considerada centralidad han insistido durante un largo periodo de nuestra historia precisamente aquellos constitucionalistas que hoy, como San Pablo tras la caída del caballo, tienden a rechazarla, forzados a ello, quizá, por la insostenibilidad de sus teorías y de los daños causados por las mismas en la funcionalidad de las instituciones.
El hecho de que el parlamento tienda a ser, por tanto, el órgano central del sistema, explica por qué se han interpretado en modo extensivo todas las disposiciones dirigidas a asegurar la libertad de cada parlamentario: así, la inmunidad por las opiniones y por los votos expresados en el ejercicio de sus funciones ha sido ampliada a toda la actividad desarrollada incluso fuera de las sedes institucionales de las cámaras; los reglamentos parlamentarios han permitido un amplio margen al uso del voto secreto, que por su naturaleza desengancha a cada representante de todo vínculo para con sus electores, a fin de que los elegidos puedan esconderse para servir al interés general[11]; la prohibición del mandato imperativo ha hecho considerar la irrevocabilidad de los mandatos y la nulidad de las dimisiones firmadas en blanco por el elegido, o de los vínculos de éste asumidos para con el partido, el grupo o los electores; el cambio de partido, respecto a aquél en cuyas listas el diputado o el senador fue elegido, se considera que no obsta para que pueda permanecer en el cargo; y así otros ejemplos.
3 – Mas en la Constitución italiana existe también una diversa inspiración ideológica, el alma democrática, esto es, que parte de la idea contraria y, si se quiere, más realista, de que la soberanía corresponde al pueblo y se ejercita por el pueblo, como en efecto es: un grupo compuesto del que forman parte tanto los individuos como las comunidades menores (art. 2), y dentro del cual se entrecruzan intereses, opiniones, sentimientos, voluntades, aspiraciones; partiendo, decía, de esta premisa diferente, la representación política se convierte idealmente en un sucedáneo de la democracia directa y los concretos representantes en un trámite para la expresión de las aspiraciones, los deseos y las decisiones asumidas por el pueblo mismo. La Repräsentation se va así asimilando a la Vertretung (a la representación, esto es, derivada de un mandato específico).
Como a la representación medieval no le era del todo extraña una cierta autonomía de los representantes con respecto a los representados, así a través de estas formulaciones se demuestra la permanencia, incluso en la representación moderna, de la idea de que los vínculos puedan recaer en la esfera de acción de los representantes y de que debe existir un enlace entre electores y electos. Idea que se afirma de manera incisiva cuando se sostiene que los diputados representan a una parte del pueblo, o de forma más difuminada, cuando se habla de un “mandato dado por el conjunto de los electores al conjunto de los elegidos”[12].
En ese contexto, las elecciones alcanzan un significado del todo diferente: ya no son la elección de una aristocracia destinada a gobernar conforme a la verdad, la razón y la justicia, sino una manifestación de la voluntad, de los intereses, de las opiniones, de las aspiraciones del pueblo y el mecanismo más idóneo para configurar una verdadera y propia responsabilidad de aquellos que anteriormente habían gobernado, los cuales se presentan así al juicio popular sobre el correcto ejercicio del poder que se les había conferido.
Esta corriente de pensamiento se desarrolla, a su vez, de acuerdo con tres líneas ideológico – culturales, que a menudo interactúan las unas con las otras, condicionándose entre ellas, recibiendo (y ejerciendo) influencia desde (y hacia) la idea liberal, que está en la base de la corriente de pensamiento examinada anteriormente.
Una primera línea política, que podría definirse como jacobina, encuentra su expresión en las disposiciones de la Constitución francesa de 1793, en la cual se afirmaba que “la soberanía reside en el pueblo” (art. 25); que “cada fracción del Soberano reunida en asamblea debe disfrutar del derecho a expresar su voluntad con entera libertad” (art. 26); que “el pueblo soberano es la universalidad de los ciudadanos franceses” (art. 7); que la Asamblea “tiene el derecho de censura por la conducta de sus miembros en su seno” (art. 51). Basta recordar que Robespierre –siguiendo su proyecto, donde había escrito que “la ley es la expresión libre y solemne de la voluntad del pueblo” y que el voto expresado por una parte de este último tenía que ser respetado como voto de una parte del Soberano, que ayuda a conformar la voluntad general– había hablado explícitamente de los parlamentarios como mandatarios del pueblo. “Todos los ciudadanos, fueran los que fuesen, tenían derecho a aspirar a todos los grados de la representación… La Constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, por tanto, el derecho a participar en la ley que le obligará y en la administración de la cosa pública, que es la suya”. Saint-Just, en su discurso ante la Convención del 24 de abril de 1793, se había expresado en términos análogos: “Si quieren la república, quedan unidos al pueblo, y no hagan nada sino por él”. En la doctrina jurídica esas ideas se traducen en las teorías del mandato representativo conferido por el cuerpo de electores a sus representantes, que no se podrían resumir mejor sino con las palabras de uno de sus adversarios, Carré de Malberg: “Por el hecho de la elección, cada elector confiere al elegido una fracción individual de la soberanía de la que es titular”[13].
La segunda línea está constituida por la llamada escuela pluralista, según la cual, las elecciones servirían para garantizar la necesaria correspondencia entre el pueblo, en sus diversas articulaciones, y sus representantes, debido a la necesidad de que los elegidos se ajusten a los intereses de los electores, se comporten en armonía a las tendencias espirituales de los mismos, ejerciten su voluntad empírica y episódica. No existe una voluntad popular mística, que trascienda las concretas y empíricas voluntades de los individuos y de los grupos, que los representantes deben tener necesariamente en cuenta si quieren permanecer en el poder. El más conocido de los pluralistas, Laski, escribe “la opinión parlamentaria y la ley parlamentaria son los resultados de un vasto complejo de fuerzas a los cuales, individuos y grupos, dentro y fuera del Estado, hacen a menudo una contribución suficientemente valiosa”[14].
Está, finalmente, la teoría que llamaría electoralista, aquella por la que la representación política y la elección popular se unen inescindiblemente: un órgano es representativo porque es electivo, y como tal, debe interpretar, expresar y ejecutar las tendencias espirituales y la voluntad real del pueblo. Emblemática en este sentido es la posición de Maurice Hauriou, que definía el gobierno representativo como aquel en el que “una o dos Asambleas elegidas por el pueblo que lo representan como poder central y que participan del gobierno”[15], o la de Sobolewsky, por la que en la teoría de la representación se trata de construir una relación entre electores y electos.
Esta última teoría resume un poco todas las restantes, por la conexión entre elección y representación, así como evidenció el mismo Robespierre cuando dijo que “la idea de representante supone necesariamente una elección para el pueblo”[16]. El derrumbe del absolutismo monárquico ocurrió en nombre de la representación política, en nombre por tanto de la atribución del poder legislativo a los elegidos por el pueblo. El Estado representativo nace como esa forma de Estado en la que, al menos uno de los órganos titulares del poder legislativo, tenía que ser elegido por todos los ciudadanos que, conforme al ordenamiento jurídico, se encontrasen en ciertas condiciones abstractamente predeterminadas a la luz de un principio de igualdad formal, abandonándose de este modo la idea medieval de una representación por estamentos o por privilegios. Como ha sido afirmado con exactitud por Sartori: “amputemos el edificio de su órgano electivo y la ecuación (Estado moderno = Estado representativo) resulta gratuita y arbitraria”. ¿Quién calificaría hoy, a pesar de la doctrina de la época, al Estado fascista o al nazi como un Estado representativo? ¿Quién consideraría representativa una dictadura de tipo sudamericano o de las que aún existen en África? La tendencia actual es, de hecho, la de extender la calificación de representativo a los Jefes de Estado elegidos por sufragio universal y directo del pueblo, y en especial, a los Jefes de Estado de las repúblicas presidenciales, superándose de este modo la vieja doctrina que limitaba la ecuación representatividad – elección a los órganos del poder legislativo.
El verdadero punto débil de esta construcción consiste, sin embargo, en el hecho de que el enlace entre pueblo y representantes, traducido en aquel de electores y electos, se interrumpe desde el punto de vista puramente lógico en el momento inmediatamente posterior a las elecciones. En cuanto éstas constituyen (o pueden constituir) una elección programática, ésta última nunca podrá ser tan detallada como para comprender cada medida posible y jamás podrá incluir la decisión sobre el caso imprevisto. Es en este punto cuando se precisa acudir al argumento de Mac Iver: “Cuando la voluntad popular ha escogido a los gobernantes, se deben aceptar las necesidades que implican su elección. Al principio es la representación, el resto es responsabilidad, el mecanismo de representación aplicado con inteligencia puede asegurar mejor la responsabilidad”.
Se precisa así, tanto en el plano histórico como en el lógico, la relación entre representación y responsabilidad, en el sentido de que la una existe sólo si existe también la otra.
El representante puede ser considerado tal si es, como se diría hoy con una fea palabra anglosajona, responsivo[17], sensible, en tanto que responde a las pasiones, a las opiniones, a los deseos, a los intereses, a la voluntad del pueblo (o de los electores), si está dotado de representatividad; y ello se puede obtener sólo cuando se está periódicamente llamado a responder ante los electores. Ha escrito S. Romano que “los cargos representativos son siempre temporales, precisamente para que sea posible que en ellos no vengan confirmados aquellos que, ejerciéndolos, no se hayan ajustado a los principios y a los criterios que deberían haber seguido”.
Si ciertamente la elección periódica no es el único mecanismo apto para asegurar la homogeneidad entre el cuerpo representativo y el pueblo (pudiendo ayudar igualmente bien otros criterios de elección), da, sin embargo, la seguridad de que los gobernantes sean responsables ante los gobernados, en tanto que “el cuerpo electoral es el juez del modo con el que los electos han correspondido a su confianza”, y en definitiva, de que se refuerce la misma representación virtual, por la que los diputados se sienten en comunión espiritual con aquellos que los han elegido. De manera que se invierte la imagen de Leibholz, antes recordada, y se puede afirmar, en cambio, que los gobernantes deben ser “los servidores de lo público, no sus amos”[18].
La responsabilidad política acaba influyendo en todo el sistema constitucional: a) las instituciones dirigidas a la revocación de los representantes por parte de los electores son vistas con menor sospecha; b) los vínculos y compromisos asumidos por los diputados ante los grupos o los comités electorales con el fin de sostener determinadas líneas políticas no son considerados escandalosamente incompatibles con el sistema representativo porque “si la representación nacional no significase otra cosa que la representación del pueblo –ha escrito Virga, aun siendo contrario a la teoría del mandato– los diputados no perderían su cualidad de representantes nacionales por el hecho de estar ligados por el mandato para la defensa de los intereses de grupos particulares”; c) los partidos políticos y los grupos parlamentarios encuentran reconocimiento y pueden desarrollar plenamente sus funciones; d) volverse a presentar ante el cuerpo electoral supone un fenómeno natural; e) se atenúa la inmunidad de cada parlamentario; f) la publicidad de las discusiones dentro de las cámaras es el medio a través del cual el pueblo se coloca en situación de conocer lo realizado por los propios representantes; g) la responsabilidad política institucional del Gobierno ante las cámaras se configura como un sucedáneo de la responsabilidad directa ante el pueblo; h) las instituciones de democracia directa permiten al pueblo un control sobre lo realizado por los órganos representativos; i) la disolución de las asambleas hace posible un juicio popular sobre contrapuestas líneas políticas, constituyendo, de hecho, un llamamiento al pueblo para que juzgue y elija. Este último aspecto puede resumirse con las palabras de B. Constant: “la disolución de las asambleas no es en absoluto… un ultraje a los derechos del pueblo; al contrario, cuando las elecciones son libres, ello supone un llamamiento a sus derechos en beneficio de sus intereses. Lo digo cuando las elecciones son libres, porque cuando no son libres en absoluto se trata de un sistema representativo”.
Así como la representatividad de un sistema de gobierno está asegurada por la representatividad de los gobernantes (entendida como adhesión de los que mantienen el poder a la demanda pública y a los movimientos de opinión pública; y como la correspondencia de su acción con el interés público) se hace efectiva sólo si las elecciones libres permiten al pueblo juzgar la obra de sus electos. Sobre este aspecto acaban por converger incluso algunos teóricos liberales como Constant y Guizot, para quien “la responsabilidad del poder es un efecto inherente al sistema representativo”[19].
El círculo argumentativo se cierra de esta manera en sí mismo, revelando una relación biunívoca entre los dos términos: representación y responsabilidad. Sucede así que, precisamente porque es representativo, y por tanto titular de un poder exclusivo, incluso el Presidente de una república presidencial no puede ser considerado, empero, verdaderamente irresponsable en el plano político: la ausencia de disposiciones que sancionen una completa irresponsabilidad política del Jefe del Estado en la Constitución francesa de 1958 y el hecho de que este último ponga en juego su propia permanencia en el cargo con cada nueva elección o, como ocurrió en 1971, con la convocatoria de un referéndum que valorara su dirección política, demuestran –así como la dimisión de Nixon ante la sola amenaza de impeachement– que una responsabilidad política del Presidente existe, porque efectivamente éste ejercita unos poderes que le han sido conferidos por los electores.
La presencia en la Constitución italiana de esta alma democrática no puede ser puesta en duda. Ya se ha visto que el art. 1, al atribuir la soberanía al pueblo y calificando la república como democrática, identifica el pueblo mismo con la universalidad de los ciudadanos, y como tal, capaz de querer y de expresar de manera concreta su propia voluntad. Principio este que se especifica después en el art. 48, inspirado en la amplia atribución del electorado activo como derecho individual, por el que sería inconstitucional cualquier ley ordinaria que, distinguiendo entre ciudadanos activos y no, tendiera a restringir el cuerpo electoral.
El amplio margen que la Constitución da a las instituciones de democracia directa, como la iniciativa popular de las leyes o el referéndum, viene a significar que no se considera que se deba mantener al pueblo alejado de la vida del organismo estatal, limitando su participación al solo momento electoral. Con la iniciativa legislativa y con esos referenda, que se incluyen en los procedimientos para la aprobación de algunos tipos de leyes, el pueblo se coloca en posición de hacer sentir su propia voz, con resultados eventualmente diversos, en el momento de la adopción de determinados actos, mientras que con el referéndum abrogativo es llamado a controlar lo realizado por sus representantes.
El art. 67 CI establece, pues, que las Cámaras son representativas en tanto que electivas; y ello no sólo porque, en el contexto de la Constitución y a la luz del art. 1, “nación” equivale a “pueblo” y porque los parlamentarios representan el pueblo concreto con sus pasiones y sus intereses, sus aspiraciones y sus voluntades, sus divisiones y sus articulaciones (y la institución de la petición tiende de hecho a reforzar este aspecto), sino porque ello debe leerse en conexión con los arts. 56 y 57 donde se establece la necesidad de una renovación periódica de las dos ramas del Parlamento, consiguiéndose así un sometimiento institucional de las dos cámaras, de los partidos allí representados y de sus integrantes individualmente considerados a la responsabilidad política frente al cuerpo electoral. Si el art. 67 se refiere a la representación de la Nación, ello se hace, no tanto para introducir la idea de que al ser representada sea una entidad abstracta –unión de las generaciones pasadas, presentes y futuras– sino para evitar las consecuencias extremas de la representación popular, para realizar, por tanto, una justificación de las instituciones dirigidas a salvaguardar la libertad del concreto parlamentario, y en fin, por subrayar –como contrapeso al principio por el que el Jefe del Estado representa la unidad nacional (art. 87)– que el Parlamento refleja no sólo una empírica voluntad popular (aquella en relación con los intereses reales y concretos del pueblo y de sus articulaciones), sino también aquella que podría decirse “voluntad popular hipotética”, dirigida a la protección de los intereses objetivos y permanentes de la comunidad. Se puede, en resumen, sostener que la Constitución italiana no atribuye al Jefe del Estado la función de ser símbolo exclusivo de la unidad del pueblo italiano ni tutor único de los intereses permanentes de la Nación.
En esta dirección debe ser interpretada la introducción en el sistema de la disolución anticipada, que se configura, por ello correctamente, como apelación al pueblo para que se exprese y contraste entre mayoría y oposición, y no, según la praxis desde 1972 hasta la fecha, como una sustancial autodisolución en manos de las fuerzas políticas, que se sirven de ella con el fin de favorecer en el futuro el alcanzar un acuerdo sobre la base de los diferentes equilibrios resultantes de la consulta popular. Ello, en otros términos, no es sólo verificación de la representatividad de las Cámaras, sino un medio para hacer decidir al pueblo aquello que las Cámaras no consiguen decidir.
4 – Pero la disposición que mejor une el sistema constitucional italiano a la democracia de masas, es el art. 49, en el que se reconocen y regulan la existencia y las funciones de los partidos políticos como asociaciones constituidas “para concurrir con método democrático a la determinación de la política nacional”. Se asoma también en el texto de nuestra carta fundamental el “moderno príncipe”, o siguiendo a Frosini, “el nuevo sujeto político”, cuya presencia ha permitido calificar nuestro Estado como “Estado de partidos”, en cuyo factor esencial de integración para la formación de la voluntad estatal está el partido político, aunque, con Smend, la representación política mantiene aún el valor objetivo de integrar la comunidad en una unidad estatal. En otros términos, la calificación que Sartori refería a la cámara electiva, de constituir una relación entre Sociedad y Estado, estando aún a medio camino entre los dos términos, puede, en el Estado de partidos atribuirse tranquilamente, como sostiene Leibholz, al partido político, al que corresponde la función de organizar el pueblo y de hacerlo capaz de actuar.
Ni representación ni responsabilidad política, por tanto, podrían ser abordadas desde el punto de vista jurídico sin una precisa referencia a la acción de partido. En el plano de la representación política esto se caracteriza por el hecho de acoger en sus filas tanto a electores como a electos, tanto a representantes como a representados, quienes se encuentran, así, unidos por la fidelidad a una única ideología política, por la convicción de la utilidad de perseguir el mismo y concreto programa, por la disciplina bajo el control del mismo grupo dirigente. Es el partido el principal actor de la lucha política que genera críticas y juicios, propuestas y programas, y trabaja (o promete trabajar) en consecuencia, para que se traduzcan positiva o negativamente en actos del Estado.
El partido, tras haber realizado su labor de convencer a la opinión pública, pide a los electores que se conviertan en su verdadero representante: no es un misterio para nadie el hecho de que hoy en Italia los parlamentarios son elegidos, no porque sean personalidades que recaban individualmente la confianza de los electores, sino porque son exponentes de un partido, o cuanto menos, candidatos sostenidos por un determinado partido; al contrario, el elector, cuando vota, no da su confianza a los candidatos individualmente (cuya personalidad puede considerarse sólo en modo secundario), sino que confía –por razones que escapan de la pura racionalidad– en determinadas ideologías, en determinados programas, en propuestas concretas, de los que son portadores los partidos políticos.
Aun sin querer seguir la afirmación de Triepel por la que los parlamentarios son representantes de los partidos, no se puede desconocer que con las elecciones el pueblo, mediante el cuerpo electoral, escoge entre los diversos partidos y los diferentes programas, y no confía en los solos individuos el deber de representarlo; sin embargo, votando por el partido y por su grupo dirigente, manifiesta su confianza en este último para que ejecute el programa propuesto.
Los partidos políticos, por tanto, introducen en el sistema un elemento plebiscitario en el sentido expuesto por Leibholz, en tanto que transforman la función de las elecciones en una decisión relativa a la fuerza y al poder del partido en los próximos años y en un mandato al mismo para que lleve a cabo su programa. Que esta transformación sea completa, sin embargo, está aún por ver. Conviene verificar si se ha producido un definitivo “traspaso de la soberanía del Parlamento al cuerpo electoral”, que, como ha sostenido Capograssi, estaría llamado a aprobar “todas las soluciones más importantes de los problemas legislativos”, y por tanto, comprobar si la posición del parlamentario individual ha perdido todo significado. Respecto a lo primero, conviene no olvidar aquello que Fraenkel subrayó en referencia al sistema constitucional inglés, esto es, que existe la constante necesidad de una función de mediación entre la voluntad popular empírica y la del Estado, y que esa función corresponde hoy a los partidos políticos. En lo atinente a esta segunda idea, se han de recordar las observaciones de Scheuner, para quien los parlamentarios individuales no han perdido del todo las funciones representativas del electorado, puesto que: a) son ellos mismos los llamados, como expertos, a influir dentro de la línea política del propio partido; b) deben adaptarla a las exigencias de la discusión parlamentaria; c) están constreñidos a afrontar todas las cuestiones imprevistas o las de detalle, que como tales, no forman parte de los programas políticos previamente definidos.
Se refuerza, así, la conexión del parlamentario individual con el partido, que en otros ordenamientos ha sido todavía más estrecha, por ejemplo, con la abolición del voto segregado, por la legislación que prevé el cese del parlamentario cuando salga voluntariamente del partido por el que ha sido elegido (ley checoslovaca de 1920), o por el cese de los parlamentarios elegidos en un partido declarado antisistema. En nuestro ordenamiento, la conexión partido – representante está asegurada por el funcionamiento de los grupos parlamentarios, cuya actividad encuentra un amplio reconocimiento en los Reglamentos de 1971; por la legislación electoral, que privilegia en cada caso la elección política sobre la selección del candidato; por la escasa posibilidad de que, de hecho, el parlamentario individual persiga una línea política diferente de la del propio partido. Siquiera la presencia del art. 67 impediría –aun en el respeto de la libertad de conciencia del parlamentario individual– hacer más estrecha esa conexión, aboliendo eventualmente el voto secreto o evitando que la financiación pública de los partidos siga, como hoy ocurre, al diputado o al senador incluso cuando este último cambie de grupo. Nuestro ordenamiento, en el fondo, conoce ya hipótesis de representación (piénsese en los consejeros de CNEL o en los representantes de categorías o administraciones públicas en comisiones o en consejos de administración) en las que deben conciliarse las dos exigencias: la tutela de los intereses del ente que designa, y la objetiva necesidad de perseguir el interés del que es institucionalmente responsable el órgano en el que se integran.
En nuestro sistema, como en el resto de sistemas con partidos organizados y regulados, las elecciones deberían acoger el significado de una directa manifestación de la voluntad popular en la dirección a seguir en el futuro, en la ejecución del programa político, en las personas en las que confiar la cosa pública. Nuestra Constitución expresa con claridad, incluso a través de la previsión de los mecanismos de racionalización del sistema parlamentario, que a la mayoría le corresponde el deber de gobernar y a la minoría el de controlar al Gobierno, atribuyendo ese significado a las elecciones, buscando la compatibilidad con la constitución formal de las modalidades de voto y de cómputo de sufragios (y por tanto de las leyes electorales), que tiendan a dar claridad en la elección popular, como el sistema mayoritario a una o dos vueltas o el establecimiento de barreras.
No se trata de reprender, como decía Capograssi, a “la academia que sostiene varios métodos de escrutinio”, sino que se trata de nutrir al sistema con una vía compatible con la democracia de masas. Las objeciones formuladas por los constitucionalistas sobre la base del principio de igualdad de voto, o incluso, del art. 139 (comprendiendo en la forma republicana también el sistema electoral que llevó a la creación de la Asamblea constituyente) parecen todas superables, cuando se reconstruyen las elecciones como expresión directa de la voluntad del pueblo.
Sistema electoral (como han demostrado, entre otros, Hermens y Maranini) y tipo de organización partidista (de acuerdo con las intuiciones de Duverger y de Elia) son elementos determinantes de la forma de gobierno de los diversos países; de hecho, en alguno de los europeos, la correspondencia entre la existencia de los partidos organizados y un sistema electoral mayoritario tiende (a diferencia de los países donde rige la proporcionalidad): a) a favorecer el bipartidismo que, aun reduciendo la conformación de las cámaras de las variadas articulaciones de la sociedad civil, asegura, a su vez, la elección del ejecutivo y de su programa directamente del resultado de las urnas; b) a atribuir incisivos poderes al partido (o a la coalición) de gobierno y a su líder, permaneciendo, sin embargo, un constante deber de los partidos y de los grupos parlamentarios de realizar una continua mediación entre la voluntad del pueblo y del parlamento; c) a hacer al gobierno, de manera neta y segura, responsable de sus acciones en el momento de las nuevas elecciones (es por ello que los politólogos americanos llaman al sistema inglés “modelo del partido responsable”).
Se manifiesta así la función del partido político bajo la línea de la responsabilidad política, en cuanto que se convierte a un tiempo en sujeto pasivo y en sujeto activo, no sólo por lo que respecta a la llamada responsabilidad difusa, sino también por la institucional.
Sea cual sea la forma de gobierno de un determinado país (y por tanto, también, en nuestro multipartidismo exasperante), a la responsabilidad política, en el Estado de partidos, le interesan tres sujetos: el parlamentario, el partido y el cuerpo electoral. El primero es sujeto pasivo de responsabilidad ante el partido al que pertenece (no sólo porque está sometido a las sanciones previstas por el estatuto interno sino también porque puede sufrir la sanción máxima de la falta de reelección) y ante el cuerpo electoral que, juzgando su personalidad, puede negarle los votos necesarios para la elección. El segundo es sujeto activo de responsabilidad ante los propios parlamentarios, pero es sujeto pasivo frente al cuerpo electoral, que en el momento de las elecciones juzga su acción precedente, los programas futuros, su adecuación a la ideología y la credibilidad de los dirigentes.
En aquellos ordenamientos, pues, en los que, como el italiano, se prevén instituciones de democracia directa, y en particular el referéndum abrogativo, se añade una última circunstancia, en la que el conjunto de los electores puede hacer valer la responsabilidad del partido político, dado que el referéndum determina un momento de dificultad en la vida misma de aquel; de hecho, se requiere una disciplina de partido aún más estrecha, visto que, como ha advertido Fraenkel, un “partido se desmorona si no sigue una línea unitaria en un plebiscito”.
Pero en los sistemas de partidos que tienden a privilegiar sólo aquella forma de responsabilidad política e institucional, que se determina en el momento de las diferentes consultas electorales, se debilita, en cierto modo, la responsabilidad institucional permanente del Gobierno ante el Parlamento, dado que: a) la disciplina de partido pone a éste a resguardo de eventuales sorpresas que le puedan ocurrir por tomas de posición imprevistas de los parlamentarios individuales; b) el gabinete y sus componentes son responsables frente al partido al que pertenecen; c) se reducen los márgenes de una responsabilidad política individual de cada ministro. “Es difícil construir” –ha escrito Elia– “un sistema en el que al papel más incisivo posible de los electores se responda con un rol crítico mucho más eficaz ejercido por los parlamentarios”.
Las crisis de gobierno se determinan fuera del Parlamento a resultas de una ruptura de la coalición de varios partidos, o a hechos de responsabilidad política que se dilucidan dentro de uno de los partidos de gobierno. Hay, por tanto, que tener en cuenta que el debilitamiento de la responsabilidad institucional del Gobierno ante el Parlamento se compensa con las formas de responsabilidad política dentro de cada partido a las que se someten las élites dirigentes de los mismos y que permiten al sistema democrático evitar que éstas últimas se transformen en centros irresponsables de poder. La introducción, en su momento, de las primarias en los Estados Unidos de América respondió precisamente a la exigencia de evitar que el poder se concentrase en las manos de los jefes locales de los partidos.
5 – Concluyo brevemente. El Estado representativo contemporáneo se encuentra hoy frente a una crisis de identidad, minado como está, en su interior, por tres factores concurrentes, que ahora se detallarán. Estos tres factores atacan también, y sobre todo, aquellas instituciones que apoyan su funcionamiento, a saber: la representación política (esto es, los órganos parlamentarios) como centro de decisión; la responsabilidad ante el pueblo, como juicio claro sobre la bondad de las decisiones; el partido político, como elemento de mediación y como sujeto de la una y de la otra. Este último, de hecho, ha podido aparecer –a pesar de que haya introducido elementos plebiscitarios en el funcionamiento de las instituciones– como el sujeto al que se le confía, en especial en los Estados regidos por un bipartidismo, como el inglés, con partidos sólidamente organizados, un papel particular de mediación e integración, que permite conservar algunos elementos representativos de todo el sistema institucional.
En cualquier caso, la amenaza invierte la capacidad de decisión de los gobernantes, el criterio para su selección, la necesidad misma de una intermediación entre gobernantes y decisiones políticas.
El primer peligro nace de la degeneración progresiva del pluralismo en la policracia, en la que diversos centros de poder vienen contraponiéndose al Estado soberano. Los actos de este último asumen mejor la naturaleza pacticia, por lo que la ley y el acto administrativo tienden a configurarse como simple hecho formal, detrás del cual hay una decisión ya tomada en otra sede: en pocas palabras, como ha escrito Scheuner, “las decisiones se desplazan desde la Cámara a la Antecámara”. Antecámara que está siempre más presente en los partidos, en los medios de comunicación de masas, en los aparatos administrativos, lo que pone en crisis: a) la institución de la representación política, que se basa en la unidad del Estado, en la igualdad de todos los ciudadanos electores y en la prevalencia de los intereses generales respecto a los sectoriales; b) los partidos, paralizados en su correcto funcionamiento por la presencia en su seno de estas fuerzas contrapuestas, y por la necesidad de evitar el resquemor entre las diversas corrientes; c) la responsabilidad de quien detenta el poder ante la colectividad por la aglomeración de centros decisionales, por la inacción del Estado como consecuencia de la defensa pasional de los diferentes intereses particulares, por la contractualización de los actos estatales, mediante la que se protegen sólo las partes interesadas, a menudo en detrimento de los diversos intereses que pertenecen a la generalidad de los ciudadanos.
Hoy, la crisis se hace más acuciante dado que en la sociedad plural el Estado debe estar en disposición, como ha dicho W. Weber, de atender los diferentes intereses particulares, mientras que la interrupción del crecimiento progresivo del producto social ha determinado un estado de excepción, con Forsthoff, que ha puesto en una radical contraposición al Estado y a los centros de poder social.
La segunda amenaza nace del hecho de que la sociedad, en prospectiva, estará siempre más dominada por la técnica: el progreso del conocimiento científico, la apertura al ser humano de campos de investigación hasta el momento del todo inexplorados, la conquista de un bienestar siempre mayor, la progresiva afirmación de la planificación delinean un futuro, y en cierta medida ya un presente, en el que la competencia podría definitivamente eliminar la selección política y las muchas especialidades encontrar su síntesis en el saber científico por su naturaleza neutral; el poder pasaría, según la concepción de Spirito, de la concreción de los individuos, al carácter abstracto del plan en el que todos estarían llamados a colaborar.
Se dibuja, así, el peligro de “confiar –según palabras de S. Costa– el poder decisional a los científicos y a los directivos, reduciendo, por tanto, de manera drástica, la posibilidad de participación y de control del ser humano común, el cual se arriesga a ser reducido a un simple sujeto de dominación”. La atribución del poder a los llamados técnicos no podrá sino llegar sobre la base de su mayor o menor capacidad técnica (y no de acuerdo con su adscripción ideológica), y los técnicos, como ha escrito Maynaud, “no tienen cuentas que rendir a los ciudadanos”. Si una responsabilidad es configurable, ésta no podrá más que ser una responsabilidad jurídica que se debe medir de acuerdo con los criterios de la responsabilidad de los profesionales.
En fin, la difusión de nuevos medios de comunicación de masas y el advenimiento de la era de los ordenadores reabre, en una perspectiva más o menos amplia, el debate sobre la alternativa entre democracia directa y democracia representativa. Aparecen nuevas metodologías para preguntar directamente al pueblo, que podrían suplantar de raíz la necesidad misma de una representación política, sustituyéndola por una especie de plebiscito continuo e inmediato, destinado a dividir en dos al electorado, que afectaría tanto al interior de los partidos como a la definición de las ideologías.
Esta dinámica lograría, es cierto, la máxima involucración del pueblo (y por panto, su máxima participación), pero tendería a eliminar del todo el momento de la ponderación, que debe preceder a la decisión; la pregunta que se dirige a los ciudadanos no podrá más que ser simplificada (si no, incluso, simple) y, por tanto, será imposible ofrecer a los que deciden los medios para articular una deliberación compleja; la discusión previa sobre la cuestión, o no existirá, o será sólo y exclusivamente una maniobra de los medios de comunicación; quien decide no podrá efectuar una investigación adecuada y previa; en cualquier caso, no será posible ofrecer a todos los ciudadanos conocimientos idóneos para una deliberación suficientemente ponderada.
Cuanto más directamente se lleven las tomas de decisiones al pueblo, tanto más se disminuirá el concepto de representación política. De este modo, se vuelve evanescente incluso el concepto de responsabilidad, pues una lenta evolución, bien descrita en el volumen de B. de Jouvenel, ha transformado el concepto de soberanía hasta hacerlo un poder sin vínculos, por el que el soberano (esto es, el pueblo, y por ello, el cuerpo electoral) se encontrará en la idéntica situación de un monarca absoluto (Constant).
Frente a esta triple amenaza pueden adoptarse varias actitudes e invocarse varias vías:
a) un primer camino puede ser el de plantear una reforma de los partidos políticos que restituya su función objetiva de realizar una mediación entre Sociedad y Estado, que impida que caigan en las leyes férreas de la oligarquía y que evite que las élites de partido se transformen en centros irresponsables de poder. Es el camino que se probó en su momento en Estados Unidos para combatir el fenómeno de los jefes locales y, recientemente, en Alemania con la ley que contiene un estatuto-tipo. También el art. 49, cuando prevé que los partidos concurran “con método democrático” a determinar la política nacional, no parece realmente incompatible con una ley ordinaria de desarrollo que asegure una organización interna de tipo democrático, una posición de igualdad de los inscritos, la libertad de acceso y de salida, una adecuada tutela frente a los actos de expulsión, la democratización de la selección de las candidaturas.
Se trata, sin embargo, de una intervención del todo inadecuada para la amplitud y la gravedad de la crisis actual (ha llamado mi atención sobre este punto el amigo F. Mercadante): es un poco como un remiendo nuevo sobre un hábito irremediablemente raído.
b) la segunda vía es la de una incisiva y radical reforma institucional en el sentido de la personalización del poder[20] y de su responsabilidad directa ante el pueblo. Es, en otros términos, la creación, mediante uno de los tantos mecanismos institucionales posibles (bipartidismo rígido de tipo inglés, república presidencial de tipo americano, república semipresidencial de tipo francés) de la llamada “monarquía republicana”. Pero sobre esta siempre pende el peligro de una dictadura de tipo cesarístico, especialmente cuando se instituye un sistema de participación directa del pueblo que puede transformarse en una ratificación de lo realizado por el líder. Los variados sistemas constitucionales, a los que nos referimos como modelo, son más bien una reconciliación de elementos plebiscitarios y de elementos representativos, en tanto que en el momento de la decisión tienden a contraponer al líder electo la componente parlamentaria del partido (como en el sistema inglés), o poderes particularmente incisivos de la Cámara representativa (como en el sistema americano). Esto indica la necesidad de que a la reforma institucional relativa a la elección popular del Jefe del Ejecutivo se le una el refuerzo del papel de las cámaras o de los partidos. Por lo demás, se puede verificar aquello que Marx –que no fue precisamente suave respecto de las instituciones de democracia representativa– ha descrito: “la Asamblea electiva se encuentra en una relación metafísica con la Nación, pero el presidente electo instaura con ella una relación personal. La Asamblea muestra en cada uno de sus representantes los lados multiformes del espíritu nacional, pero este último se encarna en el Presidente. Él posee frente a aquella una suerte de derecho divino: él es von Volkes Gnaden”[21].
c) una tercera vía sería la de la contemplación indolente de los eventos, esperando que el proceso de crisis se detenga o alcance su maduración final. Pero esto sería una renuncia definitiva a nuestro mismo ser, a nuestra naturaleza de seres hacendosos que viven en la historia, que hacen historia y que están destinados a responder de sus obras.
d) finalmente, se podría observar atentamente cuál, de entre los varios elementos que concurren a determinarlo, será el factor prevalente en el proceso de crisis que estamos viviendo; prefigurar en qué dirección evoluciona la situación; preguntarnos, en una palabra, cómo será el futuro. Ello permitiría imaginar los nuevos modelos organizativos que se han de proponer a la sociedad, los remedios a adoptar para evitar las degeneraciones, que pueden suceder, y las garantías que se han de introducir para la defensa de la persona y de sus derechos.
Sería este un deber emocionante para el jurista, que espera aún de otros (filósofos, políticos, politólogos, futurólogos, sociólogos, etc.) una respuesta exhaustiva a la pregunta de base sobre el destino futuro de la sociedad.
Resumen: El trabajo examina los conceptos de representación política y de responsabilidad política y su interconexión. Realiza un análisis de las diversas formas de gobierno, de sus órganos, instituciones y de sus mecanismos, tanto en perspectiva histórica como tomando los modelos de Reino Unido, Francia, Estados Unidos y, especialmente Italia, cuyo estudio vertebra el trabajo. Todo ello conduce a un análisis de la actualidad y del futuro de estas figuras, con un especial énfasis en el papel de los partidos políticos.
Palabras clave: Representación política; responsabilidad política; rendición de cuentas; elecciones; representantes; mandato; soberano; partidos políticos.
Abstract: The paper examines the concepts of political representation and political responsibility and their interconnection. It analyzes the various forms of government, its organs, institutions and their mechanisms, both in historical perspective and taking models from the United Kingdom, France, the United States and, especially Italy, whose study structures the paper. All this leads to an analysis of the present and future of these figures, with a special emphasis on the role of political parties.
Key words: Political representation; political responsibility; accountability; elections; representatives; mandate; sovereign; political parties.
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[*] El presente trabajo se corresponde en una gran parte con el texto de la ponencia que el A. impartió en el XXXIV Convegno nazionale di studio dell'U.G.C.I. el 11 de diciembre de 1983.
El texto original que hoy se traduce fue publicado en los Studi in Onore di Vezio Crisafulli , Vol. II, CEDAM, Padova, 1985. (N. del T.)
[1] Traducido del francés.
[2] Traducido del inglés.
[3] Traducido del francés.
[4] Téngase en cuenta que el art. 114 fue modificado en la reforma constitucional de 2001, alterando su orden y añadiendo las Ciudades Metropolitanas entre los Municipios y las Provincias, e incluyendo al final de la fórmula al Estado. (N. del T.)
[5] Traducido del francés.
[6] Traducido del francés.
[7] Traducido del francés.
[8] Traducido del alemán.
[9] Traducido del alemán.
[10] El sistema electoral italiano ha sido objeto de varias reformas electorales posteriores. (N. del T)
[11] Traducido del francés.
[12] Traducido del francés.
[13] Traducido del francés.
[14] Traducido del inglés.
[15] Traducido del francés.
[16] Traducido del francés.
[17] Palabra proveniente del inglés, responsive , sensible. El autor quiere hacer un juego de palabras con el verbo que usa a continuación, responder. (N. del T.)
[18] Traducido del inglés.
[19] Traducido del francés.
[20] Traducido del francés.
[21] En el original, el A. mantiene esa expresión literal de Marx en alemán. Podemos traducirlo, jugando con las ideas, como que el Presidente lo es “por la gracia del pueblo”. (N. del T.)