A LA BÚSQUEDA DE LA ACEPTACIÓN. EL DÉFICIT Y LAS FUENTES DE LEGITIMIDAD DE LA UNIÓN[*]

TO THE PURSUIT OF ACCEPTANCE. DEFICIT AND SOURCES OF LEGITIMACY OF THE UNION

 

Dieter Grimm

Profesor de Derecho Público (Universidad von Humboldt zu Berlín). Juez emérito del Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Rector emérito del Wissenschaftskollegs zu Berlin.

Traducido del alemán por Miguel Azpitarte Sánchez

 
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palabras claves - key words

 

 

 

"ReDCE núm. 29. Enero-Junio de 2018" 

 

Gobernanza europea, economía y derechos.

  

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Está fuera de discusión que la Unión Europea sufre una falta de aceptación por parte de sus ciudadanos. Aun menos se discute que esta debilidad amenaza al conjunto del proyecto de integración. Lo que no está claro, sin embargo, es dónde radica la razón de la debilidad y cómo ha de remediarse, sobre todo si consideramos que existen buenas razones en favor de la integración. Sin olvidar que en sus comienzos no había dudas y la aprobación era alta. Razón de más para preguntarnos por qué era así entonces y qué ha provocado la pérdida de esa aprobación.

La respuesta a la primera pregunta obliga a recordar la Segunda Guerra Mundial. El dolor que causó, afectando por igual a vencedores y vencidos, generó, con más fuerza que tras la Primera Guerra, la voluntad para afrontar de manera efectiva el riesgo de otro enfrentamiento. Las generaciones que todavía tenían vivo el recuerdo, entendieron que el gran logro de la integración europea radicó en su protección frente a un nuevo conflicto bélico.

Sin embargo, parece que este éxito ha ido desvaneciéndose con el tiempo. La paz ya no se vincula simbólicamente con la Unión. La distancia entre el final de la Guerra y la fundación de la Comunidad Económica Europea es demasiado grande, y a la vez sus comienzos como unión aduanera son excesivamente prosaicos. La experiencia de las generaciones actuales es la de una Europa en paz y si imaginariamente hacemos desaparecer a la Unión, no se percibe la amenaza de guerra entre los Estados miembros. La paz ha pasado de ser un logro, a ser un hecho.

Además, en Alemania existía una razón adicional para apoyar la integración, pues con ella regresó al círculo de los pueblos civilizados, tras la profunda caída que supuso el dominio nacionalsocialista. Por otro lado, en Francia la integración constituía un medio que le permitía tener bajo control el renacer de una Alemania fuerte. Económicamente mediante la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, cuya industria tanta relevancia bélica tuvo; militarmente mediante la Comunidad Europea de Defensa; y, políticamente, a través de la Comunidad Política Europea. De estos proyectos sólo salió adelante el económico, mientras que el militar y el político se quedaron en el camino al perder el apoyo mayoritario que originalmente suscitó en Francia.

También estas razones, entretanto, se han ido desvaneciendo, agotados los motivos fundacionales tanto para Alemania como para sus enemigos durante la Guerra. Alemania vuelve a ser un miembro notable de la comunidad internacional, a la que se ha incorporado con fuerza y ya no se la considera una amenaza para la paz. Además, la Unión se ha ido ampliando y para gran parte de los Estados el conflicto bélico no fue un motivo para la adhesión.

El letargo actual nos obliga a recordar la euforia europea de los comienzos. La magia de los inicios en gran medida fue el resultado de una situación concreta que ya no se da. Lo que queda de los grandes planes, esencialmente el mercado común, no se rechaza, pero tampoco recibe admiración. En gran medida, la integración económica fue siempre apolítica y se legitimó por el bienestar que trajo consigo.

Esto explica el distanciamiento entre la Comunidad europea y los ciudadanos. Distanciamiento que además se agranda a través de otra veta abierta por la propia Comunidad. En efecto, bajo el manto de la integración económica se han llevado a cabo cambios que superan la finalidad de asegurar un mercado común, pese a que no han sido objeto de un debate político claro.

Fue el Tratado de Maastricht de 1992 el que retiró el velo, haciendo que los ciudadanos se enfrentasen a un grado de integración sobre el que nadie les preguntó su opinión. La Europa que el Tratado de Maastricht debía asegurar y desarrollar no era la Europa que había ganado la aceptación ciudadana. La integración y la conciencia europea perdieron el paso.

En lo referido a la integración, el Tratado de Maastricht supuso un significativo avance; en cambio, respecto a la aceptación, implicó un paso atrás y marcó un punto de inflexión en la actitud pública frente al proyecto europeo, dando pie al debilitamiento de la aceptación de la Unión. Si adaptamos una perspectiva más amplia vemos que causó la eclosión de los partidos antieuropeos, que entretanto han penetrado en el Parlamento, hasta el punto de que los grupos proeuropeos sólo logran defenderse mediante la construcción de una gran coalición.

Desde hace mucho tiempo se pretende reaccionar frente a esta situación. La Unión gasta mucho dinero, intentando generar desde arriba una identidad europea, aunque sin un éxito palpable. La creación de una Constitución europea sólo se explica como un esfuerzo por acercar la Unión a los ciudadanos, dado que las modificaciones que incorporó, referidas a la ampliación y al nuevo de rol de Europa en el mundo después de 1989, podían haberse logrado con una reforma de los Tratados.

Que en esta ocasión se buscase no un Tratado mejor, sino una Constitución, era una respuesta a la débil legitimidad de la Unión y se esperaba que la Constitución reforzase el vínculo entre los ciudadanos de la Unión. Tampoco funcionó. La Constitución anhelaba más Europa, pero la realidad existente ya iba demasiado lejos. Allí donde dependió de un referéndum, fracasó.

No parece que las ideas constitucionales vayan a revitalizarse en un futuro próximo. Hoy se prefieren reformas institucionales, llamadas a reforzar la representación de los ciudadanos de la Unión. En este sentido, se defiende dotar al Parlamento europeo con las competencias que habitualmente posee una Cámara nacional. Se tiene así la esperanza de que una plena parlamentarización de la Unión supere su débil legitimidad, pues, entonces, en el centro de la Unión se situarán los representantes elegidos por los ciudadanos en vez de los Gobiernos de los Estados nacionales.

Esta esperanza se satisfaría, si la falta de poderes del Parlamento fuese la causa del déficit de legitimidad. Pero esto no es una verdad evidente y la primera impresión va en otro sentido. De hecho, cuanto más se amplían los poderes del Parlamento, menor es la participación electoral. En especial en los nuevos Estados miembros, que hasta hace poco tenían un ardiente deseo de pertenecer a la Unión.
Existen más razones que explican el déficit de legitimidad de la Unión. Una especialmente importante es la débil representatividad del Parlamento europeo, que se comprende por su sistema electoral. Las elecciones europeas no están europeizadas: se vota según el derecho nacional y de acuerdo con las contingencias nacionales; se presentan partidos nacionales, que hacen campañas nacionales; y el resultado electoral se valora principalmente desde el punto de vista nacional.

Por consiguiente, la legitimidad a través de las elecciones es relativamente pequeña, dada la escasa conexión entre el resultado de las elecciones y la política europea. Por un lado, el Consejo es el órgano central de la Unión, pese a estar al margen de las elecciones. Por otro, en cierta medida se aborta la corriente de legitimidad que surge de las elecciones, puesto que los ciudadanos de la Unión sólo pueden elegir partidos nacionales, que, sin embargo, no se estructuran en el Parlamento europeo, sino que se incorporan a los grupos parlamentarios europeos, que a su vez no están enraizados en la sociedad.

Por esto mismo, los partidos no pueden prometer de forma creíble que lograrán realizar en el Parlamento europeo los objetivos presentados durante la contienda electoral. En definitiva, los partidos elegibles no determinan la actividad del Parlamento; y los que determinan la actividad del Parlamento, no son elegibles. Además, la europeización de los programas se produce tras las elecciones. Nada de esto cambiaría con un incremento de poderes a favor del Parlamento.

En el caso de que las elecciones se europeizaran y la Unión fuese transformada en un sistema parlamentario: ¿se remediaría el problema de legitimidad? Lo dudo. Los parlamentos y su función como sala de máquinas entre la sociedad y el sistema político, pese a sus amplios poderes, están por doquier bajo presión. La creciente tecnificación e internacionalización de la política da un lugar preeminente al Gobierno, mientras que las Cámaras pierden simpatía. Es poco probable que el Parlamento europeo no se vea afectado por esta situación.

También existe una razón específicamente europea relativa a la creciente independencia del ejecutivo y el judicial de la Unión frente al proceso democrático, tanto europeo como nacional. A menudo se pasa por alto esta causa, por lo que la expondré con algo de detalle y realizando una comparación entre la estructura originaria de la Comunidad y los cambios que han ido produciéndose.

Inicialmente la Comunidad Europea cobraba su legitimidad democrática exclusivamente de los Estados miembros, que establecieron los fundamentos jurídicos de la Unión en los tratados europeos. Los Estados eran asimismo el legislador europeo a través del Consejo en el que se sentaban sus Gobiernos y en el que sólo se decidía por unanimidad.

Ningún Estado miembro quedaba sometido a un derecho que no hubiese consentido, fuese mediante la ratificación de los Tratados o la creación de derecho derivado, a través de directivas y reglamentos, fuentes todas ellas de las que, en última instancia, se les podía exigir responsabilidad electoral a los Gobiernos. La Comisión y el Tribunal de Justicia eran competentes sólo en la aplicación del derecho aprobado por los Estados miembros y, por tanto, sometidos a la voluntad política de estos. Había un Parlamento llamado Asamblea, pero no era elegido y tenía sólo funciones consultivas.

Con el tiempo se produjeron dos cambios importantes, uno bien conocido, otro no tanto. El conocido se refiere a la entrada en vigor del Acta Única Europea en 1987, cuya gran novedad fue el levantamiento parcial de la unanimidad para las decisiones del Consejo.

Recibió entonces un apoyo mayoritario al acabar con el freno obstructivo de los Estados. Pero tuvo consecuencias sobre la legitimidad, puesto que a partir de ese momento era posible que algún Estado miembro quedase sometido a un derecho que no había consentido, o que incluso habían rechazado expresamente en el proceso democrático nacional. Ahí surgió un vacío de legitimidad, en el que la corriente de legitimidad desde Estrasburgo hacia los parlamentos y los gobiernos nacionales quedaba rota, por lo menos para el Estado que no había consentido.

Ese vacío sólo podía cerrarse en el plano europeo, nunca en el nacional. Por eso entró en juego el Parlamento europeo, que empezó a elegirse de forma directa desde 1976. En tanto que la legitimidad ajena de los Estados miembros ya no era suficiente, apareció una legitimación propia, si bien limitada, a través del Parlamento europeo. Desde entonces sus competencias han ido aumentado con cada reforma de los Tratados, aunque hasta ahora eso no lo ha situado en paridad con el Consejo.

El cambio al que se le ha prestado menos atención ocurrió mucho antes, a la chita callando, sin reformar los Tratados, bastando su interpretación. Me refiero a las dos decisiones revolucionarias del Tribunal de Justicia, en 1963 y 1964. En la primera se declaró que el derecho de la Unión tenía eficacia directa. Su significado no radicó en el hecho de que ya no fuese necesaria ninguna intervención estatal como ocurría con el derecho internacional, pues esta consecuencia en cierta medida estaba prevista en los Tratados. Lo importante fue que, en virtud de tal decisión, el derecho de la Unión pasó a vincular no sólo a los Estados, como era habitual, sino también a los ciudadanos.

Desde entonces los ciudadanos podían reclamar ante los jueces ordinarios las obligaciones comunitarias de sus Estados. Esto benefició sobre todo a las cuatro libertades (circulación de mercancías, servicios, capital y trabajo) y su concreción en los Tratados. La decisión transformó las obligaciones objetivas de los Tratados, a las que debían adaptarse los ordenamientos de los Estados, en derechos subjetivos de los actores económicos.

Después de la primera decisión quedó claro qué pasaría en una colisión entre el derecho comunitario y el derecho del Estado. Esta fue la cuestión que resolvió la segunda decisión, en la que se reclamó la primacía del derecho comunitario frente al derecho nacional, incluso frente al más alto, esto es, la Constitución. El Tribunal de Justicia decidía si existía una colisión a partir de la cuestión prejudicial planteada por un tribunal nacional, que quedaba vinculado al fallo de aquel. Desde ese momento, el Tribunal de Justicia se apoderó del proceso de integración.

Se debe dejar claro que estos principios de primacía y eficacia directa no eran consecuencias necesarias de los Tratados. Como todo derecho, el europeo necesita ser interpretado, esto es, aplicado a casos concretos. La interpretación, a su vez, significa que hay un espacio de juego, no en el sentido de que el resultado sea discrecional, sino en el de que el texto normativo no determina completamente el resultado, puesto que las normas se pueden interpretar en sentido amplio o estricto.

Es secundario analizar si las citadas sentencias fueron correctas o no. Hoy, cincuenta años después, las decisiones se mantienen en pie y sólo se discute si existen fronteras externas a la primacía, sobre todo en la forma de un núcleo de identidad de las Constituciones nacionales, como han aceptado la mayoría de los tribunales constitucionales, y si la determinación de la actuación de la Unión fuera de sus competencias es jurisdicción exclusiva del Tribunal de Justicia o también de los tribunales constitucionales nacionales.

Lo relevante es tomar conciencia de las consecuencias de esa jurisprudencia revolucionaria sobre la legitimidad de la Unión, que ha llegado a transformar la naturaleza de los Tratados. Dicho de manera breve, los Tratados fueron constitucionalizados, circunstancia que fue constatada bien pronto por los estudios norteamericanos que analizaban el derecho europeo.

En el derecho nacional hablamos de constitucionalización cuando se trata de la conformación y determinación de la ley a través de la Constitución. En Europa, la constitucionalización significa que los Tratados se elevan al rango de una Constitución y se convierten en el punto de referencia para la validez del derecho infraconstitucional, esto es, el derecho europeo secundario, pero también del derecho nacional, incluido el derecho constitucional. En concreto, el derecho nacional que contradice derecho europeo no se debe aplicar.

Las dos resoluciones fueron el comienzo de un impulso enorme a la integración, justo en una época en la que su dimensión política estaba estancada. Desde entonces se abrieron dos caminos de integración, uno político, a través de la reforma de los Tratados, que sólo podían abordar los Estados, y otro jurídico mediante la interpretación de los Tratados, que sería responsabilidad del Tribunal de Justicia. En el primer caso, los Estados miembros daban competencias a la Unión, en el segundo la Unión se las quitaba.

El Tribunal de Justicia impulsó el segundo camino con gran celo. No extraña así que Rainer Wahl señalara que el Tribunal tenía su propia agenda política. Además, se trató de un camino que escapó de la atención de la política y de la opinión pública, sin que la respuesta a las cuestiones jurídicas que los tribunales nacionales planteaban al Tribunal de Justicia mereciera gran interés en los medios o en la sociedad. De hecho, sus consecuencias se hicieron perceptibles, cuando ya era jurisprudencia consolidada.

La jurisprudencia del Tribunal de Justicia, tal y como se inició con las dos decisiones de 1963 y 1964, en una mirada retrospectiva se explica como una historia de éxito. Y lo es si sólo atendemos a la integración económica. Pero esta es una perspectiva demasiado estrecha, porque esta historia económica de éxito tiene un reverso relativo a la legitimidad que no siempre se reconoce.

En sus efectos, esta jurisprudencia va más allá del objetivo de generar un mercado interior. El Tribunal utilizó el poder que él mismo se creó para reducir cada vez más el especio nacional normativo, y en la línea de esa interpretación extensiva de los Tratados penetrar en el ámbito competencial que se habían reservado los Estados. Este fenómeno está descrito en detalle por Anna Catharina Mangold en su libro Gemeinschaftsrecht und deutsches Rechte, 2011.

De este modo, los Tratados, no sólo han sometido el proteccionismo nacional, como reclamaban expresamente los Estados, sino que, en esa interpretación extensiva, la prohibición de proteccionismo se ha extendido hasta convertirse en una prohibición de regulación. Los Estados miembros ya no están en condiciones de mantener sus estándares de protección, sea en materia de consumidores, trabajo o salud, si con ellos a la vez persiguen fines proteccionistas.

Y menos aún pueden los Estados miembros decidir libremente qué tareas dejan al mercado y cuáles debe asumir el Estado, puesto que la prohibición de ayudas estatales se aplica no sólo a las empresas privadas sino también a las instituciones públicas. Esto ha provocado una numerosa privatización de servicios, a menudo sin plantearse si el mercado podía aportar servicios similares.

La queja no tendría mucho sentido si en el lugar de las regulaciones e instituciones estatales hubieran surgido instituciones y regulaciones europeas adecuadas. Sin embargo, aquí se da la asimetría analizada por Fritz Sharpf entre integración positiva y negativa. La integración negativa significa una pérdida de aplicabilidad del derecho nacional, la integración positiva el llenado de ese vacío regulatorio a través del derecho europeo.

Como consecuencia de la constitucionalización de los Tratados, la integración negativa corresponde a los órganos ejecutivos y judiciales de la Unión; mientras, la integración positiva necesita de un acto político, esto es, legislación europea, que hasta 1987 requería la unanimidad y aun hoy se topa con condiciones procedimentales significativas. Por ello los huecos abiertos con la integración negativa a veces se cierran, como en el derecho medioambiental, y otras no.

La supuesta asimetría derivada de la constitucionalización de los Tratados también es responsable del carácter fundamentalmente liberalizador de la jurisprudencia europea, no en el sentido de que el Tribunal de Justicia emprendiese una activa política de liberalización, sino en el sentido de que la liberalización se produce como consecuencia de sus decisiones. Lo cual, de forma mediata, también perjudica las obligaciones constitucionales de los Estados miembros para con el Estado social. El contexto liberalizador presiona al Estado social porque de alcanzarse un nivel alto de prestaciones, se pone en cuestión la capacidad competitiva de su propia economía. En Europa, la política económica y la política social se han separado.

El ejemplo más reciente de la interpretación extensiva de los Tratados es el retroceso de los derechos fundamentales nacionales en favor de los derechos fundamentales de la Carta. Para respetar los nacionales, la Carta estipula que los europeos vinculan a las instituciones de la Unión, en cambio a los Estados sólo cuando aplican derecho de la Unión. Pero en ese concepto de aplicación, el Tribunal de Justicia también incluye el derecho nacional si tiene algún tipo de relación con el europeo.

Tampoco aquí habría lugar a queja alguna si los derechos fundamentales de la Unión y los de los Estados, en esencia, fuesen equivalentes. Así es desde el punto de vista del texto. Ciertamente, la Carta contiene más derechos que la mayoría de las Constituciones, pero en cualquier caso evita las contradicciones. Sin embargo, en la interpretación aparecen considerables diferencias. El Tribunal de Justicia se inclina por dar primacía a los derechos fundamentales económicos frente a los de naturaleza personal, relativos a la comunicación o al ámbito social. En cambio, en los Estados miembros sucede al revés.

La pregunta es por qué los Estados miembros no se han defendido frente a esta situación. En definitiva, ellos determinan en el Consejo Europeo las directrices, el alcance y el tempo de la integración, y en el Consejo se sitúan a la cabeza del procedimiento legislativo. Por tanto, estarían en condiciones de corregir mediante la legislación aquella jurisprudencia en la que no reconocen su intención plasmada en los Tratados o cuyas consecuencias perjudiciales temen.

La constitucionalización de los Tratados hace imposible esta corrección. Es bien sabido que las Constituciones retiran determinadas cuestiones del ámbito de la decisión política, de suerte que lo recogido en ellas ya no es un tema de discusión, sino una premisa. Las normas constitucionales no dependen de los resultados electorales y de las mayorías que se articulan. Además, allí donde existen tribunales constitucionales, estos se imponen frente a la voluntad de las mayorías coyunturales.

Este es el sentido general de una Constitución: debe canalizar y limitar el poder político. Pero no debe hacer innecesaria la política, lo que requiere que la Constitución se reduzca a pocas normas de significado esencial. Cuantos más contenidos propios del legislador asuma, menos espacio queda para la democracia. Por tanto, la diferencia entre Constitución y ley es esencial para el constitucionalismo.

Dicho en otras palabras, las Constituciones regulan la producción de la decisión política, pero no la propia decisión política. Esta queda a disposición de los órganos políticos, que la adopta en virtud de las preferencias de la mayoría conformada tras las elecciones. Sólo mediante la distinción de planos entre derecho constitucional y derecho legislativo conservan las elecciones su sentido como acto democrático original.

Poco se diría contra la constitucionalización de los Tratados si recogiesen sólo las disposiciones habituales en las Constituciones, que fijan los objetivos de la comunidad, los órganos de la unidad política, sus procedimientos y competencias, así como los derechos fundamentales que limitan al poder público.

Pero esto no ocurre con los Tratados, que están llenos de normas que en los Estados encontramos en el derecho infraconstitucional. Muchos ven ahí la propia razón de la extensión de los Tratados. Pero esto es sólo un aspecto superficial. El verdadero problema se aprecia cuando en el análisis se incluyen las consecuencias que la constitucionalización tiene sobre la relación entre derecho y política.

Dada la constitucionalización de los Tratados, su aplicación por el Tribunal de Justica es casi ejecución constitucional. De este modo se excluye de esa aplicación a las instancias políticas de la Unión –el Consejo, compuesto por los Gobiernos democráticamente legitimados de la Unión; el Parlamento–, que ni siquiera pueden influir sobre la aplicación e interpretación del Tribunal. En Europa se adoptan fuera del proceso político decisiones de alto calado, que afectan profundamente a las estructuras administrativas y judiciales de los Estados miembros formadas a través de un largo camino. El Tribunal de Justicia reduce así la oportunidad de los ciudadanos de generar cambios mediante las elecciones, sean nacionales o europeas.

La única posibilidad de corrección radica en la reforma de los Tratados. Pero son de sobra conocidas las dificultades que conlleva. Los 28 Estados miembros deben estar de acuerdo, y luego ratificarlo en sus parlamentos o mediante un referéndum. Hacer esto para desprogramar las decisiones judiciales es imposible. Por ello, en el ámbito de los Tratados, la constitucionalización inmuniza a la Comisión y al Tribunal de Justicia frente a la política. En efecto, la Unión Europea está híper constitucionalizada, su Tribunal es más libre que cualquier tribunal nacional.

Se ve así fácilmente que una parlamentarización de la Unión, a menudo considerada la cura frente a la debilidad de la legitimidad europea, deja de lado este problema, pues obviamente el Parlamento europeo está bajo la Constitución y no por encima. Así las cosas, la extensión de sus poderes en nada disminuirían las consecuencias de la híper constitucionalización.

Desde otro punto de vista, la revalorización del Parlamento tendría otras implicaciones. Por ejemplo, no se pueden ampliar las competencias del Parlamento, sin reducir las de otros órganos. En realidad, la reclamación de parlamentarizar la Unión es sólo parte de un proyecto de reforma más amplio, que pretende situar al Parlamento en el centro de la política europea, revalorizar a la Comisión como ejecutivo parlamentario y reducir el Consejo a una segunda cámara del Parlamento.

¿Qué significaría esto para la legitimidad de la Unión? Se secaría la corriente de legitimidad que parte de los Estados miembros y se transmite a través del Consejo. La Unión Europea se sostendría en virtud de su propia legitimidad. Y en este punto hay que preguntarse si posee suficientes recursos para gozar de una legitimidad propia. Algo dudoso si pensamos la situación de las elecciones europeas y la carencia de partidos europeos.

Todavía es más dudoso a la luz del débil desarrollo del espacio público europeo. El contenido democrático de un sistema político no conforma especialmente sus instituciones. Es mucho más decisiva la esfera social que antecede a las instituciones, siendo clave la retroalimentación entre los electores y los poderes públicos, también durante el tiempo que separa las elecciones. Y tal retroalimentación exige que se intercalen algunas instituciones, sobre todo los medios de comunicación de masas.

En los Estados miembros, las condiciones para la existencia de un espacio público son, en general, buenas o, al menos, mejores que en la Unión, donde sólo se dan en forma esquemática. Hay una ausencia total de medios de comunicación europeos capaces de generar un discurso político de dimensión europea y no parece que se vaya a producir un cambio rápido. Es, por tanto, improbable que el Parlamento europeo pueda asumir el peso de la legitimidad por sí solo o incluso de forma principal.

Esto no es una llamada a reducir los poderes del Parlamento europeo. Al contrario, se ha de subrayar el contrapeso que ejerce frente al dominio de los intereses nacionales en el Consejo y las tendencias tecnocráticas de la Comisión. Pero la verdad es que la Unión no puede prescindir del suministro de legitimidad que le dan los Estados. De ahí que en su propio interés debería contar con democracias estatales de gran vitalidad, en vez de ir debilitándolas con una paulatina retirada de competencias.

¿Qué se puede hacer? La respuesta no es independiente de la idea que se tenga de cuáles son los objetivos de la integración: ¿ir hacia un Estado europeo, quedarse en un mercado interior, o mantener una unidad política federal aunque no estatal? Esta es una discusión clave, al margen de los problemas del momento, urgente pero independiente de las crisis, que sólo encuentra respuesta si se dispone de los principios necesarios. Sin embargo, en el ámbito político siempre se evita esta discusión.

Se avanzan reformas y se gestionan las crisis sin una idea clara de cuál es el fin de la integración, por más que existan muchos preconcepciones al respecto. La crisis financiera ha confirmado esta situación. Desde la ratificación del Tratado de Maastricht estaban sobre la mesa las advertencias de que la unión monetaria no funcionaría sin una política económica común o una transición hacia una comunidad de solidaridad. Se obviaron tales advertencias a sabiendas de que bajo esas circunstancias no habría unión monetaria. Pero, lo que entonces era una opción, ahora se ha convertido en un estado de cosas irremediable.

Considero que entre las tres posibilidades propuestas sólo tiene sentido un camino intermedio. Un Estado arriesgaría la riqueza del pluralismo europeo, pero, sobre todo, no satisfaría las demandas de legitimidad; me temo que el ciudadano europeo se sentiría todavía más alejado que en el sistema actual. Una mera comunidad económica ignoraría el hecho de que toda decisión económica tiene implicaciones políticas; además, muchas tareas antaño realizadas por los Estados, hoy no encuentran la solución adecuada a ese nivel.

Por el contrario, aumenta el abismo entre el radio de acción de los actores privados globales y el de la política. Esta brecha sólo es reducible a través de la internacionalización del poder público. En este sentido, la Unión, pese a su dimensión regional, es un paso efectivo y de futuro. Y ahí reside uno de los puntos esenciales para mantener la integración: tiene fuerza persuasiva y va más allá de las razones fundacionales. La tarea, por tanto, consiste en mejorar la Unión tal como es. Concretamente postulo tres propuestas.

(1) Debe acercarse a la ciudadanía la imprescindible legitimidad autónoma de la Unión, articulada a través del Parlamento europeo. El medio para ello es la europeización de los partidos políticos y de las elecciones al Parlamento europeo. Los partidos europeizados podrían, a diferencia de los nacionales, entrar en contacto con una sociedad europea y modular antes de las elecciones los intereses nacionales a través de los programas electorales europeos, dando así a los electores la oportunidad de decidir sobre política europea y no sólo sobre política nacional.

(2) Se han de establecer reglas claras sobre la intensidad de la integración. Las estructuras actuales no ofrecen una protección suficiente ante la paulatina pérdida de las competencias de los Estados miembros y el principio de subsidiariedad se ha demostrado inefectivo, además de difícilmente justiciable. Actualmente, el mandato de los Tratados de alcanzar y mantener un mercado común es un palanca para socavar las competencias de los Estados miembros, pues en cualquier norma de estos aparece un obstáculo al mercado.

El medio adecuado para contener la fuerza expansiva de Europa es la sustitución de un criterio finalista por otro de reparto de competencias por materias, que a día de hoy sólo existe para las competencias exclusivas de la Unión. Esta técnica, habitual en los Estados federales, conservaría ciertos ámbitos políticos bajo la responsabilidad de los Estados miembros, por más que supusiese un retroceso del mercado común.

(3) La débil legitimidad de la Unión se debe en gran medida a la despolitización y a la independencia de las instancias administrativas y judiciales frente a los procesos democráticos de los Estados miembros y de la propia Unión. Por tanto es necesaria una repolitización de las decisiones que tienen considerables implicaciones. El medio es el regreso de los Tratados constitucionalizados a una dimensión constitucionalmente funcional.

Se habrá comprendido que no se pretende abandonar la constitucionalización, sino evitar algunas de sus consecuencias. Puesto que están constitucionalizados, los Tratados deben tener la forma de una Constitución: han de fijar los objetivos, los órganos, las competencias, los procedimientos y los derechos fundamentales, mientras que todas las disposiciones sobre las políticas han de bajar al escalón del derecho secundario.

Esta medida no quita al Tribunal de Justicia su competencia para aplicar el derecho de la Unión. Sólo perdería el carácter intocable del que se ha dotado a sí mismo a través de esa constitucionalización. Las instituciones políticas de la Unión –Consejo y Parlamento– ganarían, mediante la función legislativa, la posibilidad de desprogramar para el futuro la jurisprudencia del Tribunal cuando considerasen que su interpretación se ha separado de las intenciones de los fundadores o conlleva consecuencias perjudiciales.

No ha de temerse un retroceso en la integración. Surgirán para la Unión nuevas tareas, ya que en el plano nacional no se puede atender con éxito a las consecuencias de la acción política de otros Estados, de modo que tales externalidades de la política nacional sólo pueden afrontarse a nivel europeo. En definitiva, la Unión será necesaria porque siguen creciendo los problemas que son insolubles a nivel nacional. Esto conlleva a su vez una mayor necesidad de legitimidad. No parece que vaya a tener éxito la idea de que el vínculo del ciudadano con su Estado se dirija directamente a la Unión. Más bien, la ganancia de legitimidad pasa por una autolimitación de la Unión.

¿Cuáles son las posibilidades de éxito de estas propuestas? En términos jurídicos no hay grandes dificultades. Lo más fácil es la europeización de las elecciones porque no requieren una reforma de los Tratados. Simplemente sería necesario una regulación común de las elecciones europeas tal y como fue prevista por el Tratado de Lisboa. Por el contrario, la realización de las propuestas 2 y 3 sí necesitarían una reforma de los Tratados. La reforma para la propuesta 3 sería sencilla porque, a diferencia de la 2, no requiere cambios materiales. Bastaría con un precepto que habilitase la modificación mediante derecho secundario de las disposiciones del Tratado relativas a las políticas de la Unión.

Las dificultades políticas son mayores debido al potencial conflicto y las necesidades de consenso. Aunque los Estados miembros han logrado un acuerdo de principio sobre el derecho electoral europeo, no es un terreno libre de conflictos. La propuesta 2 tendría que luchar contra una oposición política directa, pues limita al menos puntualmente el proceso de integración. Aunque en verdad la necesidad de una contención del trasvase competencial ha sido aceptada en esencia por todos los Estados miembros a través del reconocimiento de la subsidiariedad.

La propuesta 3 no conllevaría ninguna modificación del contenido de los Tratados, pero es la que mayores dificultades políticas tendría. Ni siquiera se mencionó en la convención constitucional. Ni en el espacio público ni en el espacio de la política se ha tomado conciencia de los costes para la legitimidad que implica la constitucionalización de los Tratados. Sin embargo, las pocas posibilidades de éxito no son razón para callar. Existen caminos para superar la crisis de legitimidad; sólo falta voluntad política.


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Resumen: Este trabajo aborda la crisis de legitimidad política de la Unión. Para ello recuerda cuáles fueron las bases de legitimidad en los orígenes (básicamente evitar el conflicto bélico) y cómo esas bases han desaparecido con el tiempo. A continuación pone en cuestión el reforzamiento de los poderes parlamentarios como solución a esta crisis y a la vez señala que la razón de la crisis está en la hiper constitucionalización, y es en esos puntos dónde deberían buscarse las soluciones.

 

Palabras clave: Crisis de legitimidad, poderes del parlamento, hiper constitucionalización.

 

Abstract: This work addresses the crisis of political legitimacy of the Union. On this vein, he remembers the bases of legitimacy in the origins of the European project (basically avoiding the war conflict) and how those bases have disappeared over time. After that, the paper questions the strengthening of parliamentary powers as a solution to this crisis. At the same time indicates that the reason for the crisis lies in hyper-constitutionalization and it is here where solutions should be sought.

 

Key words: Political legitimacy crisis, parliamentary powers, hyper-constitutionalization.

 

Recibido: 4 de abril 2018

Aceptado: 15 de abril de 2018

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[*] Este texto se corresponde con el capítulo segundo del libro del autor Europa ja – aber welches? Zur Verfassung de europäischen Demokratie , C.H. Beck, 3ª ed., 2016. El libro ha sido publicado también en inglés: The Constitution of European Democracy (trad. Justin Collings), Oxford, 2017.