"ReDCE núm. 30. Julio-Diciembre de 2018"
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La creciente permeabilidad del Estado a los agentes globales que actúan en el plano financiero y comunicativo, ha determinado las dos grandes crisis del constitucionalismo frente a la globalización en este siglo XXI. Podríamos decir que ambas son crisis democráticas en cuanto a su resultado final, porque ambas dan lugar a procesos de involución democrática. Pero mientras una de ellas ha generado una involución democrática “externa” en el sentido de que se produce en el exterior de los procesos políticos estatales, mediante la imposición de condiciones económicas que limitan la capacidad de acción del Estado, la otra ha generado una involución democrática “interna” porque afecta ya al núcleo mismo de los procesos políticos estatales, mediante la interferencia en procesos electorales y en el debate público en general de grandes plataformas que gestionan redes sociales y que aspiran a determinar los resultados de esos procesos por medio de la manipulación propagandística masiva.
Por un lado, la primera en el tiempo ha sido la crisis financiera, que ha dado lugar a una externalización del poder estatal, sometido a las condiciones económicas que se han dictado desde fuera. Con motivo de la crisis, se ha intentado implantar una “interpretación económica de la Constitución” (Balaguer, 2012b) que ha debilitado los valores inspiradores del constitucionalismo, afectando en gran medida a la legitimidad de las constituciones nacionales. La economía ha intentado usurpar el espacio no sólo de la política sino también de la propia Constitución, marginando a la Constitución nacional y convirtiéndola en una institución residual en el espacio público, perdiendo en gran medida su fuerza normativa, su carácter pluralista y su condición de factor regulador de la dinámica social (Balaguer, 2013b).
Por otro lado, la más reciente ha sido la crisis democrática interna generada por las redes sociales, que se ha manifestado a partir del referéndum sobre el Brexit y de las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos, con la incidencia que han tenido las grandes agencias proveedoras de servicios en Internet sobre los procesos electorales, mediante el diseño tecnológico de propaganda masiva adaptada a las redes sociales. La involución democrática generada con ocasión de la crisis financiera es muy grave porque altera las condiciones estructurales básicas del constitucionalismo europeo (derechos fundamentales, derechos sociales, descentralización política, normatividad de la Constitución, división de poderes en la relación entre ejecutivo y legislativo). Pero la involución democrática interna es todavía más grave porque afecta a los procesos políticos de formación de la voluntad estatal internalizando el poder de los grandes agentes globales.
Desde ese punto de vista, ambas crisis han generado, de manera complementaria, una debilidad cada vez mayor de la democracia pluralista. Por un lado, la financiera reduce el pluralismo al obligar al Estado cualquiera que sea la orientación política de sus gobernantes –es decir, sea cual sea lo que piensen respecto de cómo debe producirse la acción estatal- a hacer las políticas que se imponen desde fuera (en última instancia condicionadas por los especuladores financieros). Por su parte, la comunicativa es todavía más problemática, porque no se limita a condicionar al Estado desde fuera sino que pretende subvertir los procesos democráticos de formación de la voluntad estatal para determinar desde dentro de esos procesos la voluntad de los gobernantes. No se trata ya de decirles a los representantes democráticos lo que deben hacer en virtud de exigencias económicas externas, aunque piensen de manera diferente, sino de definir directamente lo que deben pensar para poder convertirse en opciones de gobierno, a través de la manipulación propagandística de sus votantes.
Desgraciadamente, con esto no acaban los problemas generados por las dos grandes crisis del constitucionalismo de nuestro tiempo. Más allá de los efectos visibles de la intervención de estos nuevos poderes globales, se están generando problemas estructurales que pueden afectar a la esencia misma del constitucionalismo en su última fase de desarrollo hasta ahora, la representada por las constituciones normativas y la democracia pluralista. En el plano económico, se están minando las bases del Estado social y se están deteriorando sus raíces culturales. En el plano comunicativo, pese a la potencialidad participativa que tienen las redes sociales, se está produciendo un creciente aislamiento y encapsulamiento de la ciudadanía en grupos y un cambio de patrones de conducta en los partidos políticos y en los medios de comunicación, que dificultan cada vez más los procesos comunicativos reflexivos, orientados a la formación de consensos, que eran propios de la democracia pluralista.
La segmentación y disgregación progresiva del espacio público se está viendo potenciada extraordinariamente por las redes sociales, ya que les resulta económicamente productiva a las grandes plataformas de Internet. La generación de inestabilidad política y de conflictos sociales virtuales a través de las redes incrementa sus ingresos publicitarios. La lógica economicista que se ha instalado en los grandes agentes globales está provocando un retroceso civilizatorio y una crisis existencial del constitucionalismo que hemos conocido hasta ahora.
Estamos asistiendo a una transformación de los patrones culturales que habían regido la vida pública de las sociedades democráticas en el constitucionalismo moderno y a un cambio de paradigma. Este cambio de paradigma no se puede perfilar todavía de manera precisa debido a las dinámicas tan aceleradas que se están generando en esta temática, que hacen que periódicamente haya alguna novedad respecto de líneas significativas de cambio en la utilización de las redes con finalidades diversas, aunque generalmente vinculadas al beneficio económico de las plataformas o los agentes globales que las utilizan. Este ritmo dificulta mucho el análisis científico por cuanto no es posible conocer previamente los efectos que esas transformaciones van a tener en el medio y largo plazo. La reflexión teórica tiene que extraer de esas líneas incipientes las tendencias que posiblemente incidirán en el espacio público, en la configuración democrática de los países analizados y en sus procesos constitucionales.
Como intentaremos argumentar en este trabajo, la acción combinada de una presión económica de base derivada de la globalización, que se evidenció de manera clara con la crisis financiera desde 2008 y de una creciente intervención de las plataformas que gestionan redes sociales en los procesos políticos (especialmente evidente a partir de 2016, cuando tuvo su gran “ensayo general” en el referéndum sobre el Brexit) está generando una transformación de las condiciones materiales y de las pautas culturales del constitucionalismo y dando lugar a un cambio de paradigma. Si ese cambio se consolida, estaríamos ante un constitucionalismo aislado, residual, que no podría cumplir con las funciones históricas que lo caracterizan. Un constitucionalismo deslegitimado por los requerimientos económicos y tecnológicos de nuestro tiempo, que quedaría marginado de los procesos políticos reales, que se vería incapaz de controlar a los auténticos poderes de nuestra época y de garantizar los derechos fundamentales frente a esos poderes.
Esto ocurre justamente cuando el constitucionalismo había conseguido controlar en lo esencial el poder del Estado a través de mecanismos políticos y jurídicos de exigencia de responsabilidad establecidos en las constituciones normativas. El motivo fundamental consiste en que ese poder, que antes se ejercía en el seno del Estado nacional, se está desvinculando cada vez más del Estado y se está ejerciendo ahora desde instancias globales. Por tanto, el constitucionalismo tiene que diseñar nuevas estrategias que hagan posible la recuperación de las funciones históricas que lo han caracterizado como movimiento civilizatorio, para controlar el poder allí donde está actualmente, en gran medida fuera del Estado y de los circuitos internos de formación de la voluntad estatal.
El constitucionalismo de las constituciones normativas ha sido la gran construcción teórica que ha hecho posible el control del poder del Estado, la garantía de los derechos fundamentales y la articulación democrática y pacífica de los conflictos sociales y políticos en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Pero esa construcción se desarrolla en un momento histórico en el que el proceso de globalización comienza a activarse de nuevo y el proceso de integración supranacional en Europa da sus primeros pasos. En ambos procesos, el constitucionalismo está ausente inicialmente y no comenzará a proyectarse, especialmente por lo que se refiere a la integración europea, hasta fechas recientes. En cierto sentido podríamos decir que la época de plenitud del constitucionalismo llevará en sí el germen de su decadencia posterior, precisamente porque intenta regular el poder, entonces concentrado en el Estado y ese poder comienza a desvincularse progresivamente del Estado en la misma época en que se aprueban en Europa las primeras constituciones normativas, la alemana y la italiana, que ahora cumple 70 años.
Pero no será hasta el siglo XXI, con el ritmo acelerado que la globalización está imprimiendo al tiempo histórico actual, cuando se haga evidente la incidencia negativa que este proceso puede llegar a tener sobre las condiciones materiales que hicieron posible el constitucionalismo de las constituciones normativas. En realidad, si tenemos en cuenta los factores que están en la base de los fenómenos de fragmentación social, polarización política, sectarismo, manipulación propagandística, desarrollo del populismo y, en última, instancia, involución democrática, podemos ver como el patrimonio constitucional europeo nos permite abordar estas cuestiones con una perspectiva histórica para aprender de experiencias previas. Estos fenómenos ya estaban presentes en el debate público previo a la consolidación en Europa de las constituciones normativas después de la Segunda Guerra Mundial, que dieron lugar a lo que podríamos considerar la “época dorada” del constitucionalismo (F. Balaguer 2012). Pero, en ese momento, todavía era posible intentar resolver esos problemas en el seno del Estado y por medio de la Constitución, porque la economía y la política dependían en gran medida de la mediación estatal.
Sin embargo, el contexto de la globalización ha desplazado gran parte del poder real de los Estados, situándolo en los circuitos financieros, en su vertiente económica, y en los agentes de la comunicación global, en su vertiente política. Se trata de un cambio de paradigma, que debilita extraordinariamente al Estado y lo deja en gran medida inerme, dando lugar a las dos grandes crisis que el constitucionalismo europeo ha tenido que afrontar en este siglo XXI. Para comprender el alcance de esas crisis hay que tener en cuenta que el constitucionalismo surgió históricamente como un movimiento de control del poder centrado esencialmente en el poder del Estado. El perfeccionamiento de técnicas e instrumentos de limitación del poder culmina en el seno del Estado nacional con las constituciones normativas, a través de instancias políticas y jurídicas que someten a las instituciones políticas a reglas destinadas a garantizar los derechos de la ciudadanía y proteger a las minorías. Así ha sido durante la segunda mitad del siglo XX para muchos países europeos (Alemania, Italia, Francia, España, Portugal…). Pero, a partir del siglo XXI, el ritmo acelerado de la globalización está situando fuera del Estado ámbitos de poder cada vez más amplios e intensos, que no están sometidos a control alguno. En gran medida, esta ausencia de control se deriva de los avances tecnológicos, que generan nuevas formas de lesión de los derechos fundamentales imposibles de prever, porque surgen de la imposición de los intereses comerciales de las grandes plataformas de internet, que se mueven en una zona oscura para el Derecho y, específicamente, para el Derecho constitucional.
Se produce así la paradoja de que cuando el constitucionalismo ha comenzado a culminar su gran obra civilizatoria en la historia de la humanidad, comienza también su declive, unido al del propio Estado como espacio de articulación del poder que se ejerce sobre la ciudadanía. En las dos grandes crisis que estamos analizando, la primera de ellas, la financiera, ha situado a algunas constituciones en “stand by” (F. Balaguer, 2012b) dando lugar a una interpretación económica de la Constitución, que rompe con los principios y valores establecidos en las constituciones normativas.
La segunda crisis, se deriva de la capacidad de manipulación propagandística mediante la utilización de plataformas de comunicación, que han alterado las condiciones del espacio público y que han intervenido de manera muy eficaz en procesos electorales tales como el Brexit o las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Plataformas que gestionan redes sociales o empresas que las utilizan, han influido en la orientación del voto a través de un tipo de propaganda que se parece mucho a la publicidad subliminal y mediante la acumulación masiva de datos personales para la construcción de perfiles de usuario.
Los poderes que están detrás de estas crisis se sitúan al margen del Estado y la Constitución nacional. Caben serías dudas de que los Estados europeos tengan la capacidad para imponerles condiciones y garantizar los derechos de su ciudadanía en plenitud frente a esos poderes. La cuestión que se plantea entonces es si es posible recuperar el constitucionalismo estatal a través del constitucionalismo supranacional.
Frente a la segunda globalización, que en sentido moderno se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial, el proceso de integración europea resultó plenamente funcional para los Estados miembros. La creación de un amplio mercado que superaba las limitaciones de los mercados nacionales favoreció el desarrollo económico e hizo posible la limitación del poder de grandes multinacionales ante las que los Estados nacionales apenas si tenían capacidad de maniobra. En una fase en la que la economía productiva predominaba todavía sobre la economía financiera y especulativa, el proceso de integración permitió hacer frente a la globalización y proteger los espacios nacionales de los Estados miembros en cuanto a su margen de decisión política y al desarrollo de la democracia pluralista. Todo ello pese a que la integración supranacional se construyó a espaldas del Derecho constitucional y con un modelo en el que los intereses nacionales ocupaban (y siguen ocupando) la mayor parte del debate público en Europa.
Así pues, frente a este proceso, que limitaba la capacidad de los Estados para actuar a nivel global y para decidir sobre sus políticas internas, la integración supranacional hizo posible que los Estados europeos recuperaran una parte del poder perdido (F. Balaguer 2011). Siendo imposible la soberanía estatal en tiempos de globalización, por medio de la integración supranacional se construyó un poder político compartido entre los socios europeos a través de las instituciones supranacionales. Durante la segunda mitad del siglo XX, el modelo funcionó con esas claves. Pero en el siglo XXI nos encontramos ya ante magnitudes diferentes, como se ha puesto de relieve con la última crisis económica, en la que las instituciones europeas han resultado bastante ineficaces en la protección del euro y de las economías de algunos Estados miembros, poniendo en grave riesgo el propio proyecto de integración, al menos hasta la llegada de Mario Draghi a la Presidencia del Banco Central Europeo en 2011.
Especialmente durante la crisis económica hemos podido ver como algunos sistemas constitucionales, entre los que se encuentra el italiano y el español, han experimentado una involución extraordinaria, debida a la presión de los mercados y a la incapacidad del modelo actual de integración supranacional europea para proteger a los Estados miembros de la zona Euro frente a los especuladores financieros (F. Balaguer, 2013a) Esa involución tiene un origen externo que está relacionado con el cambio de las condiciones históricas en las que se desenvuelve el constitucionalismo y que procede en última instancia de la aceleración del proceso de globalización derivada del desarrollo tecnológico y científico. Naturalmente, esa involución ha generado malestar en amplios sectores de la sociedad, deslegitimando tanto el proyecto europeo como los propios sistemas constitucionales internos, como consecuencia del aumento de la desigualdad, las reducciones de derechos sociales y el empeoramiento de las condiciones de vida.
En realidad, el actual modelo de integración europea no es excesivamente europeísta. Al potenciar los intereses de los Estados, contribuye a reforzar la identidad nacional, haciendo que Europa se perciba como una oportunidad de mejorar las propias posiciones o como una amenaza frente a los distintos sectores sociales, a los que se traslada habitualmente la idea de que la responsabilidad de las políticas que les perjudican es europea y no de los gobiernos de los Estados miembros. Durante muchos años, con este modelo de integración, Europa ha sido –en los términos del vocabulario economicista que se ha extendido a partir de la crisis- el “Banco malo” al que se le han asignado los “activos tóxicos” de las políticas económicas que se diseñaban para hacer frente, con mayor o menor fortuna, al proceso de globalización. Un modelo así no puede sino debilitar la identidad europea, que difícilmente se podrá construir si el modelo de integración supranacional actual se sigue manteniendo (F. Balaguer, 2013c).
Por otro lado, el modelo de integración no ha seguido el camino, natural y coherente con el patrimonio constitucional europeo, de construcción constitucional de Europa, sino que ha deshabilitado en gran medida las funciones propias del Derecho constitucional, en particular el control del poder y la canalización de los conflictos sociales y políticos por medio de la democracia pluralista (C. de Cabo, 2009) aunque también la garantía de los derechos, tanto en los períodos iniciales de la construcción europea como –paradójicamente- en los últimos años, como consecuencia de las políticas que se han puesto en marcha para afrontar la crisis económica. Desafortunadamente, esta afectación a las funciones del Derecho constitucional no es apreciable solamente en el nivel europeo sino que se ha reflejado también en el interno, de manera que se ha perdido calidad democrática en los Estados miembros debido al modelo de integración que hemos seguido hasta ahora.
Pese a todo, la integración europea fue una historia de éxito durante el período en que transcurrió dentro del siglo XX, acomodándose en gran medida a su tiempo histórico y a las condiciones económicas en que se desenvolvía dentro del proceso de globalización, como evidencian las sucesivas ampliaciones y el hecho de que hubiera candidaturas permanentes para incorporarse al proyecto europeo. Es difícil señalar una fecha en la que se pueda decir que esa situación cambió, hasta el punto de dar lugar a la prevista primera retirada voluntaria de la Unión Europea, el Brexit, así como a dificultades internas y conflictos muy agudos, impensables en los primeros cuarenta años del proceso de integración. En realidad, las condiciones externas de la globalización comenzaron a cambiar, quizás de manera poco perceptible, ya con la primera crisis del petróleo en los años 70 y el desarrollo progresivo de grandes bolsas de capital financiero y especulativo. La caída del muro, la integración de los países del Este de Europa, la unificación alemana y la puesta en marcha del Euro, son otros de los factores que cambiarían el orden global que se había mantenido estable durante más de cuarenta años después de la Segunda Guerra Mundial.
La crisis de la Eurozona evidenció la inadecuación de un modelo de integración a medias, que carecía de las condiciones para un auténtico gobierno económico de Europa y que dejó a algunos Estados miembros inermes ante los especuladores financieros, a los que no podían hacer frente debido a las condiciones de la integración en la zona Euro y a la imposibilidad de afrontar con una divisa propia la crisis, como habían hecho en crisis anteriores. Además, los ataques al Euro pusieron también de manifiesto la imposibilidad de contar con el patronazgo de los Estados Unidos en el proceso de integración, como había ocurrido históricamente cuando la divisa alemana servía como puntal del dólar (M. Arjona, 2017). El aumento constante de la posición del Euro como moneda de reserva en los años anteriores a la crisis, generó una inevitable rivalidad con el dólar, que ya no se correspondía con las condiciones en las que se había desarrollado la integración europea durante el siglo XX. Pero habría que esperar a la Administración Trump para que los principales líderes europeos asumieran esta nueva realidad geopolítica y la necesidad de replantear las bases del proyecto europeo, que se habían mantenido relativamente inalteradas desde sus inicios, en un mundo muy diferente del actual.
Los retos a que se enfrenta hoy el proyecto europeo son enormes y los medios con los que cuenta son muy limitados si se mantiene el modelo actual de integración supranacional. No se trata solamente del declive de las antiguas potencias europeas frente a los países emergentes o de la propia Unión Europea frente a China en lo que se refiere a su posición en la distribución del PIB mundial. El problema es que mientras no haya una unidad de decisión a nivel europeo, democráticamente respaldada por la ciudadanía, nos enfrentamos a agentes mundiales que o bien tienen recursos naturales que les permiten nutrir sus estructuras productivas o bien se están posicionando en la lucha por esos recursos adquiriendo posiciones de ventaja que difícilmente se podrán revertir en el futuro a favor de la Unión Europea. La ausencia de una política energética europea, de una política de defensa europea y de otras muchas que requieren una actuación unitaria a nivel europeo, para hacer frente a las condiciones actuales de la globalización, solo puede deparar un declive mayor de las economías de los Estados miembros en el futuro.
Naturalmente, esta situación solo podría mitigarse o resolverse mediante una mayor integración europea. El problema, sin embargo, es que la deslegitimación del proyecto europeo se ha extendido progresivamente con las políticas impulsadas desde las instituciones europeas para hacer frente a la crisis económica, dando lugar a fenómenos como el Brexit y a que amplios sectores de población en países anteriormente muy europeístas se declaren ahora no ya euroescépticos sino abiertamente antieuropeos.
No se puede desconocer que las políticas europeas de austeridad desarrolladas con motivo de la crisis económica han alterado los grandes consensos constitucionales de algunos de los Estados miembros. En particular, la democracia pluralista se ha visto sometida a una fuerte tensión derivada de la aplicación incondicionada de las políticas de austeridad europeas, que ha inhabilitado cualquier propuesta política que no fuera coherente con esas políticas, determinando la inviabilidad de los programas electorales presentados por los partidos y refrendados por la ciudadanía mediante la conformación de mayorías gubernamentales. El círculo de decisión previamente delimitado desde instancias globales y supranacionales no ha dejado espacio para el pluralismo político, externalizando así el poder estatal y sometiéndolo a condiciones económicas dictadas en gran medida por los especuladores financieros y los grandes fondos de inversión globales.
Lo mismo se puede decir de las políticas sociales y de los derechos sociales, que han sido un elemento fundamental en el pacto social que dio lugar a las constituciones normativas en Europa. El declive de los derechos sociales y laborales ha sido de tal envergadura que las propias instancias europeas, conscientes de la deslegitimación que se ha generado en amplios sectores de la población europea, han puesto en marcha recientemente el llamado “Pilar Social Europeo” con la intención de recuperar en alguna medida la capacidad de integración social del proyecto europeo mediante el diseño de nuevas políticas con un contenido específicamente social y laboral y la recuperación del diálogo social que se había interrumpido durante la crisis. No puede desconocerse, sin embargo, que más allá de lo positivo que resulta que la Unión Europea preste atención específica a esa dimensión social, las reglas de juego establecidas para hacer frente a la crisis económica siguen vigentes y, como se reconoce por las propias instituciones europeas, son un condicionante necesario de las nuevas políticas sociales (F. Balaguer, 2018b).
En última instancia se ha resentido también la normatividad de la Constitución, precisamente porque los grandes consensos constitucionales del período constituyente estaban garantizados por la propia Constitución que, sin embargo, ha resultado ineficaz para hacer valer los principios y preceptos constitucionales frente a la presión presupuestaria impuesta desde instancias globales y supranacionales (F. Balaguer, 2018a). Hasta cierto punto, la democracia y la Constitución en Europa se han convertido durante el período de la crisis en un lujo al alcance tan sólo de aquellos Estados miembros que tenían una mejor posición económica y que, por tanto, no veían condicionados su grandes pactos constitucionales por las políticas puestas en práctica con la crisis económica. En última instancia, frente a la “Constitución económica” del Estado social, que equilibraba los factores productivos propiciando políticas sociales que tenían, en última instancia, una vocación emancipadora, se ha producido una hipertrofia de la economía que, sin modificar el texto, ha generado una interpretación económica de la Constitución que ha terminado alterando los fundamentos de nuestro sistema constitucional (F. Balaguer, 2013b).
Reconducir esta involución democrática y constitucional no va a ser tarea fácil. Ciertamente, la mejora de la situación económica de la zona Euro puede contribuir a que se vayan recuperando en alguna medida los grandes pactos constitucionales. Sin embargo, la Constitución no puede estar sometida a los vaivenes de los ciclos económicos, de tal manera que cada vez que se produzca una situación de crisis pase a la posición de “stand by” hasta que la crisis se supere. Lo que la crisis económica nos ha enseñado, es que estos grandes pactos constitucionales difícilmente se van a poder mantener, con perspectiva de futuro, exclusivamente en el ámbito del Estado Nacional. Por el contrario, cada vez se hace más necesario promoverlos en perspectiva europea y en el ámbito europeo, para que puedan ser efectivos y no dependan de las condiciones a las que los mercados globales pueden someter a los Estados nacionales. Ampliar el círculo de decisión nacional requiere que se asuma la necesidad de intensificar la integración política supranacional, ya que en Europa, como en cualquier otra región del mundo, los Estados nacionales de tamaño medio o pequeño no van a tener por sí solos (salvo circunstancias especiales) la dimensión necesaria para hacer frente a la globalización.
Pero, por otro lado, una Europa que se ha construido en gran medida a espaldas del constitucionalismo y que ha contribuido a deslegitimarlo mediante la imposición de una interpretación económica de la Constitución incompatible con el patrimonio constitucional europeo no podrá avanzar en el proceso de integración política mientras no cambie el actual modelo. Las dos grandes crisis del constitucionalismo han sido, al mismo tiempo, dos grandes crisis de la Unión Europea y no por casualidad. Solamente una Europa que recupere la legitimidad del constitucionalismo como movimiento civilizatorio podrá aspirar a construir una plena integración política y salvar así el proyecto europeo frente a sus cada vez más numerosos enemigos.
La preocupación por la influencia negativa que las redes sociales pueden estar teniendo en los procesos democráticos y por la lesión que pueden generar a los derechos fundamentales es muy reciente. En sus primeros años de desarrollo (tampoco muy lejanos, ciertamente) las redes fueron percibidas como una oportunidad para incrementar la participación política, facilitar los procesos democráticos e, incluso, promover transiciones de regímenes autoritarios hacia la democracia. Esa visión positiva no ha desaparecido, porque el potencial de las redes sociales sigue siendo enorme en lo que se refiere a las posibilidades de potenciación democrática. Sin embargo, en los últimos tiempos se han comenzado a analizar también los problemas que las redes sociales están generando en relación con los derechos fundamentales así como la incidencia que pueden estar teniendo en la configuración del espacio público de los sistemas democráticos. Finalmente, en fechas ya muy cercanas, hemos podido comprobar igualmente la actividad que las plataformas que gestionan las redes sociales y otros agentes pueden desarrollar en relación con la manipulación de la propaganda electoral, la difusión de “fake news” y la afectación de los procesos electorales.
En efecto, desde hace solo unos meses hemos tenido conocimiento de algunos hechos que previamente se intuían como meras hipótesis de trabajo. Es el caso de la intervención de Cambridge Analytica/Facebook en el referéndum del Brexit y en las elecciones presidenciales norteamericanas (M. Scott, 2018). Seguramente en los próximos meses salgan a la luz más datos, conforme avancen las investigaciones en curso. La interacción entre redes sociales y democracia comienza a ser problemática. La reflexión sobre esa tensión creciente se ha centrado hasta ahora en la incidencia negativa de las redes sociales en el espacio público en cuanto que la creación de perfiles está generando filtros que producen burbujas (E. Pariser, 2011) en las que quedan “aislados” los usuarios, provocando diversas disfunciones. Entre ellas, la fragmentación del espacio público, la radicalización creciente de los diversos sectores de opinión que se mueven dentro de esas “burbujas”, la proliferación de las fake news, que se ve favorecida por la lógica de la polarización (C. R. Sunstein, 2018) y, en última instancia, la disolución del “público” unitario (D. Palano, 2017) que estaba en la base de la “democracia del público” (B. Manin, 1997) y que había promovido, desde el espacio comunicativo, la convergencia de los partidos hacia el centro político y la moderación.
En general, hay un universo de cuestiones que se están planteando en el terreno de la comunicación política y de su incidencia sobre la democracia. Sin embargo, los factores constitucionales, que podrían ser muy útiles para la caracterización de los problemas y la aportación de alternativas, han entrado escasamente en juego. Todo lo más, en trabajos muy apreciables, en relación con las “fake news”, para destacar la insuficiencia de la caracterización doctrinal y jurisprudencial de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos en orden al tratamiento de este problema (F. Schauer, 2010) o para resaltar la diferente percepción que en el Derecho Europeo se tiene desde el punto de vista no tanto de la libertad de expresión cuanto del derecho a la información (información veraz) que hace posible una intervención mayor del poder público (O. Pollicino, 2017).
Una gran parte de la actividad potencialmente lesiva de los derechos de la ciudadanía que desarrollan esas plataformas era técnicamente impensable hace tan solo unos años y, por lo tanto, ajena a cualquier regulación estatal, supranacional o internacional. El problema es que, antes de que se hayan podido establecer normas destinadas a disciplinar esas actividades, ya se están configurando otras, cuyo alcance todavía no conocemos y que son también potencialmente lesivas (pensemos, por ejemplo, en el posible uso masivo de datos personales a través del “bitcoin trader”). Sin que hayamos terminado de superar la primera gran crisis del constitucionalismo de este siglo XXI, que surgió como consecuencia de la crisis financiera de 2008 y de la imposición de una interpretación económica de la Constitución que ha minado las bases de la democracia pluralista, ha reducido los derechos sociales, ha revertido la descentralización política y ha debilitado al extremo la normatividad de la Constitución (F. Balaguer, 2015b), nos encontramos ahora con una nueva crisis de un alcance potencialmente más destructivo si cabe porque afecta al núcleo mismo de los procesos democráticos y constitucionales internalizando el poder de los grandes agentes globales a través de las redes sociales.
La afectación del núcleo de los procesos democráticos que se ha evidenciado con la intervención de Cambridge Analytica en el referéndum del Brexit así como de esa misma compañía y de Facebook en las elecciones presidenciales de Estados Unidos (a las que siguieron las de otros agentes globales en sucesivos procesos electorales en Holanda o Francia, por ejemplo) plantea interrogantes muy serios para el futuro del constitucionalismo y de la democracia pluralista. Las posibilidades de manipulación política masiva de los procesos electorales, desde el entorno digital, por medio de la propaganda “subliminal” elaborada a través de millones de perfiles que se generan mediante algoritmos y que permite condicionar de manera personalizada la orientación del voto de los usuarios de las redes sociales, no tienen precedente alguno en la historia. El hecho de que esa actividad se haya podido desarrollar sin impedimento legal y con una finalidad comercial resulta todavía más perturbador.
Desde la perspectiva del Derecho Constitucional esta no es la única inquietud que generan las redes sociales. Pensemos en la fragmentación del espacio público, la polarización de las actitudes políticas, la radicalización del discurso y del lenguaje con la consiguiente lesión de los derechos fundamentales, la dificultad cuando no imposibilidad de articular consensos en un clima político cada vez más enrarecido, la deslegitimación permanente de la política, la apelación a las propias redes como mecanismo de legitimidad y de representatividad, potenciando movimientos populistas y antidemocráticos, entre otros muchas señales de que la democracia pluralista y la Constitución normativa están viviendo sus horas más bajas.
En la base de esta evolución están las condiciones sociales de conflicto radical que configuran el sustrato de la polarización, que se termina trasladando a las redes sociales e intensificando a través de ellas y tienen una solución muy complicada actualmente, por dos factores que confluyen para dificultarla. El primero de ellos, que las claves económicas para resolverlas se sitúan ya fuera del Estado, en el contexto global, lo que explica la inseguridad con la que se perciben estos tiempos por amplios sectores sociales que ya no ven al Estado como un garante eficaz de sus derechos (Z. Bauman, 2007). En el caso de Europa, no existe todavía una estructura supranacional lo suficientemente integrada y eficaz como para actuar de manera unitaria en el plano global, lo que dificulta igualmente la solución a este nivel. Esto explica que muchos textos constitucionales hayan aumentado su divergencia con la realidad, especialmente en materia de derechos y de gobierno económico, a partir de la crisis financiera. El cambio de paradigma afecta también a la Constitución, que ha perdido su posición de centralidad en el espacio público y está cada vez más aislada, en la medida en que no se percibe como un instrumento eficaz de control del poder financiero y de realización de los derechos de la ciudadanía.
El segundo de esos factores tiene que ver específicamente con los procesos comunicativos derivados de las redes sociales. A pesar de que las redes sociales como instrumento eran y siguen siendo una esperanza para la profundización democrática, se produce una paradoja debido a la forma en que se han configurado hasta ahora. Una contradicción entre lo que se esperaba de ellas y lo que están haciendo realmente y que tiene su explicación en el hecho de que las redes aunque abran paso a amplios procesos comunicativos y eventualmente participativos, no tienen una estructura democrática y participativa en su configuración. No solo eso, se trata además de plataformas que funcionan en régimen de monopolio o de oligopolio (T.E.Frosini, 2017) y que tienen un interés centrado en la obtención de recursos por medio de la publicidad por lo que es difícil esperar que puedan contribuir a serenar el debate público y a facilitar la participación democrática en la solución de los problemas sociales. Estas plataformas, con la lógica del beneficio económico, necesitan llamar la atención del público para aumentar sus ingresos publicitarios (Deb, Anamitra/Donohue, Stacy/Glaisyer, Tom, 2017). Desde esa perspectiva, la inestabilidad política y el conflicto social favorece sus objetivos, retroalimentando así los efectos perniciosos del “bubble filter” y de la polarización que genera.
Podemos aventurar razonablemente que el resultado del referéndum sobre el Brexit o la elección de Donald Trump como Presidente de Estados Unidos, han mejorado las perspectivas de negocio de las grandes plataformas que gestionan las redes sociales y no porque Donald Trump sea un fanático de una de ellas, sino por la inestabilidad que ambos procesos electorales han generado en sus respectivos países. Esas plataformas ganan siempre: con el Brexit y con las interminables discusiones que genera en la red y que habrían sido previsiblemente menores si el resultado del referéndum hubiera sido distinto. Ganan también con la elección de Donald Trump y con los continuos debates que el nuevo Presidente de Estados Unidos está generando en su país y en el mundo, alterando las condiciones de desarrollo de la política de las Administraciones anteriores.
Por otro lado, los medios técnicos a disposición de las redes sociales a efectos de manipular a la opinión pública son extraordinarios y no tienen precedente en la historia de la Humanidad, como han evidenciado la intervención de Cambridge Analytica y Facebook en las elecciones presidenciales norteamericanas. Siempre ha habido “fake news” y propaganda política con instrumentos muy eficaces, como fueron en el siglo XX la radio y la televisión. Lo que diferencia a los medios actuales de los anteriores es que, a través de los perfiles elaborados mediante algoritmos y del envío personalizado de propaganda, se puede condicionar la opinión y el voto de manera extremadamente efectiva. Tanto que no depende del nivel de educación de lo destinatarios, y no solamente porque esa propaganda opere dentro de la “burbuja” previamente identificada de las preferencias políticas, sino porque actúa en un nivel más peligroso, en el de la psicología de los usuarios de las redes sociales, mediante técnicas que permiten utilizar miedos ocultos o inclinaciones de las que ni siquiera son conscientes, pero que las plataformas conocen mediante el análisis de su actividad en la Red.
Como podemos ver, el constitucionalismo de nuestro tiempo no está pasando por su mejor momento. Frente a la época dorada que supusieron las constituciones normativas, en los últimos años estamos experimentado un doble proceso de involución externa e interna que se refleja, en el ámbito externo en las limitaciones de la capacidad de acción no sólo del Estado nacional sino también de las instituciones supranacionales (que forman parte igualmente de la realidad constitucional) generada por la globalización. En el ámbito interno, tiene su manifestación más evidente en la configuración regresiva del espacio público que están provocando las redes sociales, respecto de los principios que inspiran el debate público y la actividad política en la Constitución normativa. Ambos procesos de involución, externo e interno, se alimentan recíprocamente, de manera que cuanto menor es la capacidad del Estado y de la Unión Europea para resolver los problemas sociales, mayor es el deterioro del debate público interno generado a través de las redes sociales. Pero, al mismo tiempo, cuanto mayor es el deterioro del espacio público interno, mayores son las dificultades que tiene el Estado para actuar de manera eficaz en el ejercicio de sus funciones constitucionales y la Unión Europea para ofrecer a la ciudadanía un proyecto serio de integración supranacional que sólo puede basarse ya en parámetros constitucionales.
En el nivel democrático del gobierno ordinario de una sociedad, los fenómenos de polarización, conflicto, sectarismo incluso, son hasta cierto punto manejables (solo hasta cierto punto, ciertamente), porque forman parte de los procesos de debate y decisión propios de la democracia pluralista. En el nivel constitucional, sin embargo, suponen una prueba de fuego para la existencia misma del constitucionalismo. Si la fragmentación del espacio público, la inestabilidad y el enfrentamiento entre sectores sociales no permite llegar a consensos constitucionales (ya sea para la aprobación de nuevas constituciones ya sea para la reforma de las existentes) estaríamos ante una creciente inoperancia y aislamiento del Derecho Constitucional respecto de la sociedad, que determinaría a medio plazo el fin de la Constitución tal y como la hemos conocido hasta ahora. Respecto del Derecho constitucional, las redes sociales avanzan también un cambio de paradigma, en el que no basta simplemente con pensar en la regulación de las redes para adaptarlas a las exigencias propias del constitucionalismo sino que, como en toda interacción dialéctica, es necesario plantearse también qué tenemos que cambiar en el Derecho Constitucional de nuestro tiempo para adaptarlo a las redes sociales y a los nuevos procesos comunicativos y sociales que generan.
La transformación de los patrones culturales que se está produciendo y el cambio de paradigma que se está generando va a afectar a la forma de entender el derecho constitucional que hemos tenido hasta ahora, lo que implica también una nueva concepción del espacio público y de los derechos y la democracia, determinada por el desarrollo tecnológico y comunicativo. Pero, al mismo tiempo, es necesario corregir los elementos disfuncionales en la configuración actual de las redes sociales y en su utilización por grandes plataformas y agentes globales, que es susceptible de provocar una involución democrática. Estamos ante una nueva frontera, cuyos contornos precisos no se han desvelado todavía y que se irá perfilando en los próximos años.
La coexistencia entre procesos constitucionales y redes sociales no es fácil, y podemos señalar ya algunas contradicciones importantes que son perceptibles en relación con el Derecho constitucional de las constituciones normativas:
1- Las constituciones normativas se basan en el consenso fundamental de la sociedad, articulado a través de procesos constituyentes en los que están representados todos los sectores sociales, que acuerdan un marco de convivencia común y lo actualizan igualmente por consenso mediante reformas y enmiendas constitucionales. Estos consensos son cada vez más difíciles de conseguir debido a la polarización creciente del espacio público, potenciada en gran medida por las redes sociales.
2- Las constituciones normativas tienen una vocación de ordenación global de la sociedad, regulando la totalidad de la acción del Estado y controlando el poder público para garantizar los derechos. Esa pretensión se sigue manteniendo, aunque el poder de los Estados miembros de la UE no tenga ya esa vocación de totalidad porque lo comparten con las instancias europeas (F. Balaguer, 2016). Sin embargo, las redes sociales parecen estar generando una fragmentación añadida del espacio público, con diversidad de intereses sectoriales, que dificultan una ordenación comprensiva del conjunto de la sociedad mediante instrumentos constitucionales.
3- Las constituciones normativas definen un marco de convivencia estable, una programación en el tiempo para las generaciones sucesivas. El factor tiempo es de gran importancia en el Derecho constitucional, como también lo es en las redes sociales, pero de manera contradictoria. En las redes sociales, la inmediatez en la respuesta, propia del proceso comunicativo que se configura a través de ellas, está generando procesos políticos en los que la planificación a medio o largo plazo no parece tener ninguna utilidad. Se requieren cada vez más respuestas directas e inmediatas que sirvan para resolver problemas que son complejos y están llenos de matices y exigirían una ordenación temporal distinta.
4- La mayor parte de las constituciones de los Estados miembros de la UE tienen una estructura normativa, lo que implica la utilización de técnicas e instrumentos de carácter jurídico para la realización de sus funciones a través de procesos formalizados que incorporan garantías jurídicas complejas. Esa complejidad puede ser tan difícil de comprender como operaciones matemáticas o procesos químicos sobre los que el debate científico está reservado a especialistas en la materia. Sin embargo, en el marco de una sociedad democrática no pueden limitarse los debates sobre la Constitución. Al contrario, la sociedad abierta de los intérpretes constitucionales (P. Häberle, 1975) debe ser preservada. Pero el debate en las redes sociales parece estar orientándose cada vez más en un sentido contradictorio con los propios valores constitucionales de respeto a la dignidad y a los derechos (potenciando el racismo, la xenofobia y la misoginia, por ejemplo).
5- El radicalismo y la intolerancia que se generan en las redes, se están trasladando en gran medida al debate público fuera de las redes, lo que resulta todavía más problemático desde el punto de vista constitucional. Las redes parecen estar desarrollando una función de reproducción cultural negativa en la medida en que “educan” a amplios sectores de población en el enfrentamiento y en la crispación dentro y fuera de las redes. En el plano político, esas actitudes sociales negativas incrementan la agresividad en el espacio público, aumentando la dificultad para llegar a acuerdos entre los agentes políticos.
6- La creciente dependencia de los medios de comunicación tradicionales de las redes sociales es también un factor a considerar (G. Pitruzzela, 2017). Para poder competir en el mercado publicitario, los medios de comunicación parecen estar adaptándose progresivamente al discurso de las redes tanto en lo que se refiere a los contenidos (muchos de ellos superficiales, que banalizan los debates públicos) cuanto a la forma de presentarlos y manejarlos, en muchas ocasiones conectados no solo con las temáticas sino también con la forma en que se están abordando en las redes sociales.
7- Los partidos políticos parecen manifestar igualmente una dependencia creciente de las redes sociales en su actividad. Sus agendas están condicionadas por los debates que se generan en ellas y sus orientaciones dependen en gran medida de las polémicas que se plantean en las redes. Esto no sería en sí mismo disfuncional, porque expresaría un incremento de la participación política, si no fuera porque hay indicios para pensar que esos debates se introducen en las redes en muchas ocasiones por medio de estructuras organizadas y de agentes que quieren orientarlos y priorizarlos en función de intereses ocultos. Además, en este punto se está produciendo un riesgo de involución democrática con la intervención de esos agentes en los procesos electorales a favor de determinados partidos y opciones políticas.
Como podemos ver, la situación del constitucionalismo resulta cada vez más problemática en este contexto, determinado por las dos grandes crisis que ha experimentado en el siglo XXI. La Constitución deja de cumplir sus funciones y se desplaza hacia un lugar marginal en relación con los conflictos sociales y los procesos políticos, definidos ahora por otras claves, externas e internas, diferentes a las que habían impulsado la posición central de las constituciones normativas en la sociedad. Al mismo tiempo, su legitimidad se erosiona justamente por el hecho de que frente a la Constitución se oponen la economía como factor de legitimación y el desarrollo tecnológico como límite. En ambos casos se condicionan las políticas públicas, los derechos fundamentales y el marco constitucional. Las limitaciones a los derechos se pretenden justificar por la inevitabilidad de las premisas económicas de austeridad incondicionalmente aceptadas o por la imposibilidad de articular mecanismos técnicos para protegerlos frente a las redes sociales o a las grandes plataformas de Internet. Una legitimidad más fuerte pretende alzarse frente al constitucionalismo. Una legitimidad que está al servicio de los grandes intereses económicos globales.
Las dos grandes crisis del constitucionalismo en el siglo XXI se reflejan en la dificultad del Derecho Constitucional para cumplir las funciones que históricamente le ha asignado el constitucionalismo y, en particular, la canalización de los conflictos sociales mediante la articulación del pluralismo y la generación de acuerdos políticos y consensos constitucionales. Las dificultades son objetivas y se manifiestan en la incapacidad del Estado para desarrollar políticas propias que permitan garantizar los derechos de la ciudadanía en un mundo globalizado, por un lado y, por otro lado, en la configuración progresivamente disgregadora de un espacio público en el que las redes sociales tienen un especial protagonismo en la conformación de la opinión pública, desplazando a los medios de comunicación tradicionales.
Ambos factores confluyen, interaccionan y se alimentan recíprocamente, de manera que la democracia pluralista se ve amenazada por las condiciones externas de la globalización, que reducen el círculo de las decisiones políticas posibles en el espacio público nacional y por las condiciones estructurales internas de la comunicación a través de las redes sociales, que dificultan un debate racional que facilite la adopción de acuerdos políticos y de consensos constitucionales. No es, desde luego, el final de la Constitución, pero el siglo XXI está resultando ser un siglo progresivamente “aconstitucional” por definirlo de alguna manera, y la Constitución normativa que hemos conocido durante la segunda mitad del siglo XX, esta siendo cada vez más ineficaz e inoperante debido a estos factores externos e internos.
La solución para relegitimar el constitucionalismo ya no está en manos del Estado y de la Constitución nacional sino que depende del contexto supranacional, esto es, de la capacidad que tenga la ciudadanía para constitucionalizar la Unión Europea y definir un ámbito de decisión europeo que pueda recuperar a nivel supranacional las funciones de la Constitución. Solamente la Unión Europea tiene la magnitud necesaria para hacer frente a la globalización, ampliando el circulo de las decisiones políticas (incluido el de los Estados miembros y de sus constituciones internas). Es también la Unión Europea la que puede adoptar medidas en el ámbito de las redes sociales que mitiguen los efectos de los discursos disgregadores que se vehiculan a través de ellas y que controlen el extraordinario poder que tienen ahora los proveedores de Internet. La integración supranacional europea, una vez que se configure de manera plenamente constitucional y democrática a través de un Estado federal europeo, será también el instrumento de recuperación de las funciones de la Constitución y de plena activación de la democracia pluralista, no sólo a nivel europeo sino también a nivel interno en los Estados miembros.
Cuestiones esenciales para la construcción europea se irán definiendo en los próximos años si tenemos en cuenta que las redes están potenciando el discurso nacionalista y xenófobo y orientando el debate en el espacio público europeo hacia los intereses nacionales, lo que obstaculiza un entendimiento abierto de la identidad nacional (F. Balaguer, 2017c) y dificulta la construcción de una identidad europea. La integración europea es absolutamente necesaria para hacer frente a la globalización y para controlar el poder de agentes que no encuentran ya en el Estado nacional un límite. El hecho de que las dos grandes crisis del constitucionalismo hayan sido también dos grandes crisis europeas evidencia que estamos en un momento crucial de la vida del proceso de integración europea y de la evolución del constitucionalismo, en el que ambos proyectos civilizatorios deben converger para sobrevivir en el contexto global.
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Resumen: Aun cuando la progresiva incorporación del constitucionalismo al plano internacional y global supongan avances civilizatorios parciales, lo cierto es que el siglo XXI está provocando una transformación esencial en las condiciones históricas que habían dado lugar su formación y desarrollo. La globalización ha generado un contexto caracterizado por la aceleración y la transformación permanente, tanto en el ámbito económico como en el tecnológico. Los cambios que se han producido en los casi dos decenios que llevamos del siglo XXI, han alterado sustancialmente el mundo que habíamos conocido hasta finales del siglo XX. Han aparecido nuevos agentes de poder global tanto públicos como privados que no están vinculados a los valores que inspiraron el constitucionalismo. En el caso de los públicos, porque se trata de Estados autoritarios en los que no existen estructuras democráticas o estas son muy débiles. En el de los privados porque han vinculado su actividad a la lógica exclusiva del beneficio económico, desvirtuando los valores democráticos que habían regido hasta fechas recientes el espacio público.
La creciente permeabilidad del Estado a los agentes globales que actúan en el plano financiero y comunicativo, ha determinado las dos grandes crisis del constitucionalismo frente a la globalización en este siglo XXI. Por un lado, la crisis financiera, que ha dado lugar a una externalización del poder estatal, sometido plenamente a las condiciones económicas que se han dictado desde fuera. Con motivo de la crisis, se ha intentado implantar una “interpretación económica de la Constitución” que ha debilitado los valores inspiradores del constitucionalismo. Por otro lado, la crisis democrática, que se ha manifestado a partir del Brexit y de las elecciones presidenciales norteamericanas, con la incidencia que han tenido las grandes agencias proveedoras de servicios en Internet sobre los procesos electorales, mediante el diseño tecnológico de propaganda masiva adaptada a las redes sociales. El Estado Nación se encuentra actualmente inerme frente a estos agentes globales de la especulación financiera en los mercados y de la manipulación publicitaria el espacio público (que tienen conexiones entre sí). El constitucionalismo de nuestra época solamente puede aspirar a una regulación global o, cuando menos, supranacional, efectiva.
Más allá de los efectos visibles de la intervención de estos nuevos poderes globales, se están generando algunos problema estructurales que pueden afectar a la esencia misma del constitucionalismo en su última fase de desarrollo hasta ahora, la representada por las constituciones normativas y la democracia pluralista. En el plano económico, se están minando las bases del Estado social y se están deteriorando sus raíces culturales. En el plano comunicativo, pese a la potencialidad participativa que tienen las redes sociales, se está generando un creciente aislamiento y encapsulamiento de la ciudadanía en grupos y un cambio de patrones de conducta en los partidos políticos y en los medios de comunicación, que dificultan cada vez más los procesos comunicativos reflexivos, orientados a la formación de consenso, que eran propios de la democracia pluralista. La segmentación y disgregación progresiva del espacio público se está viendo potenciada extraordinariamente por las redes sociales, ya que les resulta económicamente productiva a las grandes plataformas de Internet. La generación de inestabilidad política y de conflictos sociales virtuales a través de las redes incrementa sus ingresos publicitarios. La lógica economicista que se ha instalado en los grandes agentes globales está provocando un retroceso civilizatorio y una crisis existencial del constitucionalismo que hemos conocido hasta ahora.
Palabras clave: Constitucionalismo, crisis económica, redes sociales, integración europea, democracia.
Abstract: Even if the gradual incorporation of constitutionalism on the international and global level involves partial civilizing advances, the truth is that the 21st century is causing an essential transformation in the historical conditions that led to its formation and development. Globalization has generated a context characterized by acceleration and permanent transformation, both in the economic and technological fields. The changes that have taken place in the almost two decades of the 21st century have substantially altered the world that we had known until the end of the 20th century. New agents of global power, both public and private, which are not linked to the values that inspired constitutionalism, have emerged. In the case of the public powers, because they are authoritarian states which lack of democratic structures. In the private sector because they have linked their activity to the exclusive logic of economic benefit, distorting the democratic values that had ruled until recently the public sphere.
The increasing permeability of the State to the global agents that act in the financial and communicative plane, has determined the two great crises of the constitutionalism in front of the globalization in this 21st century. On the one hand, the financial crisis, which has led to an outsourcing of a state power fully subject to economic conditions that have been dictated from outside. On the occasion of the crisis, an attempt has been made to implement an "economic interpretation of the Constitution" that has weakened the inspiring values of constitutionalism. On the other hand, the democratic crisis, which has manifested itself from the Brexit and the US presidential elections, with the impact that the large Internet service provider agencies have had on the electoral processes, through the technological design of adapted mass propaganda to social networks. The Nation State is currently defenceless against these global agents (which have connections among themselves) of financial speculation in the markets and public space manipulation. The constitutionalism of our time can only aspire to a global or, at least, supranational regulation, to be effective.
Beyond the visible effects of the intervention of these new global powers, some structural problems are being generated that may affect the very essence of constitutionalism in its last phase of development until now, that represented by normative constitutions and pluralist democracy. At the economic level, the foundations of the social and democratic State of Law are being undermined and their cultural roots are deteriorating. On the communicative level, despite the participative potential of social networks, there is a growing isolation and encapsulation of citizenship in groups and a change in behaviour patterns in political parties and in the media, which make more and more difficult reflective communicative processes, oriented to the formation of consensus, which were typical of pluralist democracy. Social networks are extraordinarily enhancing the segmentation and progressive disintegration of the public space, since it is economically productive to the large Internet platforms. The generation of political instability and virtual social conflicts through networks increases their advertising revenues. The economist logic that has been installed in the great global agents is provoking a civilizing setback and an existential crisis of the constitutionalism that we have known up to now.
Key words: Constitutionalism, economic crisis, social networks, European integration, democracy.
Recibido: 10 de diciembre de 2018
Aceptado: 27 de diciembre de 2018
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[*] Ponencia presentada en el Congreso sobre "Passato, Presente, Futuro del costituzionalismo e dell'Europa", organizado por el Profesor Fulco Lanchester en Roma, Sala del Cenacolo, Complesso di Vicolo Valdina, Camera dei deputati, 11 de mayo de 2018.