Traducido del alemán por Miguel Azpitarte Sánchez
"ReDCE núm. 30. Julio-Diciembre de 2018"
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1.1. Forma y denominación del Estado.
a) La comunidad política, en sus distintas formas históricas, es fundamento de la existencia humana desde que la vida social trascendió a las agrupaciones familiares, generando modos de vida en común, racionalizados e institucionalizados. Ciertamente, la tarea de crear un orden para una comunidad humana ha experimentado diversas formas, que reflejan profundas transformaciones en su estructura, alcance y denominación. Basta con recordar las ciudades religiosas del antiguo oriente, la polis, el imperio heleno y luego romano, el nexo personal del medievo, las distintas dinastías o el Estado moderno. Por ello, caeríamos en el relativismo histórico si quisiésemos denominar Estado solo a la forma más reciente. Sería un reduccionismo negador de la unidad y continuidad que siempre encontramos presente en la teoría del estado desde la antigüedad, pues más allá de las variaciones históricas, la asociación política es un fenómeno propio de todas las civilizaciones.
b) El repliegue de la doctrina neokantiana, que quería condicionar el objeto desde el método, y la intensa corriente ontológica, no han puesto en cuestión la unidad del objeto que compone la comunidad política, sea tratada desde una perspectiva histórica, sociológica o jurídica. La doctrina sociológica y jurídica del Estado (Georg Jellinek) está básicamente superada. Dentro de las ciencias sociales, las contribuciones más relevantes sobre la doctrina del Estado surgen por regla general de la filosofía y la teoría política y solo excepcionalmente de la teoría jurídica, que sin duda sabe introducir entre sus códigos conceptuales ideas de otras disciplinas, pero no alcanza a ver lo fundamental de la naturaleza del Estado y de sus retos de futuro.
c) También ha cambiado el nombre de la comunidad política en sus distintas formas históricas. La polis griega identificaba un tipo histórico, en Roma se usó el término “respublica” y en el medievo el de “regnum”. La denominación de Estado surge en la Italia del siglo XV, primero para identificar al titular del poder, luego la organización política y, finalmente, en los siglos XVII y XVIII, la unidad política que forma un grupo humano. Sin embargo, la doctrina occidental ha subrayado el vínculo personal –la nación- o el ligamen institucional –el “government”-, tratando así la realidad más cercana, a diferencia de la comprensión alemana, que pone en el centro la abstracción del Estado como unidad ideal.
1.2. Historia de la doctrina del Estado.
a) La filosofía política, en tanto que reflexión sobre los fundamentos de los procesos políticos, hace suyas las contribuciones de la antigüedad. No en vano, la pregunta sobre el modelo de vida en común atraviesa la doctrina de Platón y se desarrolla en Aristóteles, cuyas explicaciones y análisis tuvieron una influencia fuera de lo común en tiempos posteriores. La “Estoa”, con sus ideas de unidad e igualdad del ser humano y la existencia de un derecho superior, sentó un fundamento que el cristianismo aprovechará y transformará. El pensamiento medieval era esencialmente teológico, de manera que veía en el Estado un orden divino otorgado, cuyas normas se expresaban en las virtudes y obligaciones de quien ostentaba el dominio, el cual tomaba las decisiones en búsqueda del interés general. No obstante, en la formación de la doctrina medieval, junto a las cuestiones teológicas de la vida política, surgieron preguntas éticas y políticas. En la creciente superación del elemento teológico, el tratamiento aristotélico de la política conservó su lugar en la doctrina hasta el siglo XVIII. Pero en el siglo XVII, el nuevo método empírico-racional, cuyo primer exponente fue Thomas Hobbes, tomó la delantera y se expresó en la forma de un derecho natural analítico-sistemático. Posteriormente sería decisiva la fundamentación del Estado a partir de la asociación de individuos, abandonando la idea de un orden preestablecido; y también la perspectiva antropológica que temía el caos que generaría la ausencia de Estado y los impulsos sociales (Samuel Pufendorf). Tras el ocaso del derecho natural, durante un largo tiempo, las cuestiones sociales, jurídicas y éticas relativas a la doctrina del Estado fueron tratadas en profundidad por el idealismo alemán (Inmanuel Kant, Johann Gottlieb Fichte, Georg W.F. Hegel) que llegaría hasta el Siglo XIX (Robert von Mohl, Friedrich Christoph Dahlmann, Johann Gustav Droysen).
Entre los años 1840 y 1860 quiebra la vieja unidad de las ciencias sociales. En cualquier caso, dentro de Alemania, la doctrina jurídica positivista rompió su ligazón con la filosofía política, a la que solo concedió espacio dentro de una perspectiva histórica en el curso de un inciso comparatista bajo la denominada teoría general del estado. Únicamente la historia mantuvo dentro de su campo el estudio de las estructuras políticas en el tiempo (Heinrich von Treitschke, Friedrich Meinecke). Y desde 1900 se desarrolló una sociología orientada a tipos e ideas concentradas en una imagen del Estado relativa a la construcción del poder y su organización (Max Weber). En estas circunstancias, se pasó a tratar aspectos concretos del Estado, que derivaron en distintos conceptos según cada disciplina.
b) En la actualidad, sin embargo, el conjunto de las disciplinas vuelve a afrontar el estudio del Estado como objeto unitario. Bajo esta comprensión, la teoría del estado va más allá de la Constitución como realidad jurídica y se remonta hasta sus fundamentos políticos y éticos; se acerca así a la ciencia política, que se dedica sobre todo a los procesos políticos reales y a las teorías políticas. Por otro lado, la sociología facilita el reconocimiento de los elementos estructurales de naturaleza institucional y de aquellos que generan unidad. La historia ilumina las formas estatales en su individualidad histórica y nos protege frente al riesgo de dar validez normativa a una época, con su orden limitado en el tiempo, o proyectarla retroactivamente. Sin embargo, el núcleo de la teoría del estado ha de radicar en una ontología filosófica del ser humano y sus estructuras sociales, que desde una determinada antropología alumbra la tarea de la comunidad política para la existencia de una humanidad civilizada. La ciencia sobre el Estado hoy, de nuevo, consiste en un trabajo de perspectiva universal, que da continuidad a la tradición, pero que se abre a las realidades e ideas actuales.
1.3. La tradición del pensamiento estatal.
a) Las sucesivas formas históricas del Estado y la secuencia de ideas políticas van declinando creaciones ligadas a su tiempo, construyendo un continuum que forma el tejido esencial de la teoría moderna. Así, por ejemplo, la antigüedad le aporta el principio de la necesidad antropológica del Estado (Aristóteles); la idea del desarrollo personal y la educación a través de la libertad política; y el dominio del pueblo sobre sí mismo, así como el concepto de dominio justo y proporcionado. La perspectiva religiosa del cristianismo en la antigüedad tardía y en el medievo retoma el tema del régimen justo y de los límites al ejercicio del poder. Su doctrina introduce al Estado en el cosmos y lo somete al derecho divino. El dominio político se funda en el marco crítico de esa autoridad y su juicio, y aún hoy la moderna teoría del estado de corte católico enlaza con la idea de una norma superior de naturaleza moral. En el medievo tardío surgen ideas que se separan de la línea dominante, centrada en la monarquía y el principio de unidad, y pasan a defender el fundamento del “consensus ómnium”, la supraordenación del titular del dominio (Marsilio de Padua, Nicolás de Cusa). La Reforma rompió el vínculo con el parámetro del derecho natural, sin quebrar antes la aceptación del Estado (la autoridad) como un orden otorgado. A partir del viejo principio del orden otorgado y de la suprema autoridad, se erige la teoría y la praxis del absolutismo, que lega a la modernidad la idea de una unidad estatal superior, la formación volitiva de la ley, y la imagen de una organización militar y burocrática. Pero la modernidad también hace suyos principios que chochan con las comprensiones dominantes y que, influidos por el calvinismo occidental, defienden la idea del pacto con Dios, o el ejercicio del poder como fruto de un consenso deducido y limitado a partir de un convenio. El giro fundamental que entra en juego en el siglo XVII y que va desde el orden otorgado hasta el fundamento del Estado fruto del acuerdo de los individuos, sirve para fundar un poder ilimitado (Hobbes), pero también tiene un efecto duradero respecto al acuerdo de todos como sustento del poder político. De las disputas en el mundo anglosajón del XVII surgen las ideas del acuerdo de una comunidad de ciudadanos (“civil society”), que los dirigentes ejercen una responsabilidad limitada y controlada (“trust”), y se trazan límites desde la libertad al gobierno.
En el continente, la unidad corporeizada en el soberano, condujo a dos imágenes del Estado. En Alemania dio cuerpo a la idea de una unidad estatal que se funda en la filosofía idealista (Hegel) y su premisa de la forma espiritual del pueblo, pero que paulatinamente va cobrando cada vez más elementos institucionales, hasta el punto de constituirse frente a la sociedad como fuerza exterior del pueblo. Por el contrario, en Francia, la nación incorpora la herencia del soberano, liberándose de la idea de un derecho superior, lo que le permite operar de forma ilimitada.
b) En el curso del XIX regresa a la teoría del estado la cuestión sobre los vínculos éticos y jurídicos del poder soberano, que subraya en la naturaleza del poder una doctrina sociológica de corte vitalista. Frente a las consecuencias de un sobredimensión del Estado, hoy la imagen del Estado de libertades denota el momento de la unidad de los ciudadanos en una comunidad de poder limitado y la necesidad de establecer precauciones frente a la disolución del Derecho. El modelo será el Estado democrático, en el que todo gobierno depende del consentimiento de la colectividad. Sin embargo, el XIX, en el mundo occidental, también ha abierto paso a una segunda idea política. Me refiero a Karl Marx y a su teoría, que sometió la vida política a las condiciones económicas de la sociedad y explicó que el camino para ganar la libertad era a través de la revolución de la estructura económica, que acabaría con el Estado, el cual había sido un instrumento de clase, que solo seguiría existiendo en la transición hacia la dictadura del proletariado. En tiempos del imperialismo, la nueva teoría comunista reclama la pervivencia de un Estado transformado. Tras el declive de las ideas sobre el poder de corte vitalista, ciertos sistemas fascistas se impusieron en el tiempo de transición hacia la generalización del Estado de libertades en el pensamiento occidental. Las contribuciones de otras culturas, como la idea jurídica del Islam, el modelo asiático, el pensamiento federal y la tolerancia india, ocupan solo un lugar secundario.
Pero hoy surgen nuevos problemas en la vida política más allá de la idea de la libre autodeterminación y de las distintas formas de sociedad que desde un punto filosófico se han ido mostrando en la historia. Por ejemplo, la existencia de un Estado nación que puede decidir el equilibrio internacional, o la dependencia de la tecnología, empujan nuevas reflexiones sobre la libertad política.
2.1. Existencia humana y orden estatal.
Antiguamente, cuando se entendía la asociación política como una forma de vida predeterminada por Dios o la naturaleza, su origen y esencia no necesitaban ser aclarados: se trataba, sin más, de precisar su forma adecuada. Sin embargo, actualmente recobra sentido la pregunta sobre el fundamento y la existencia de la comunidad política. En la respuesta a estas preguntas fundamentales, hay algunas teorías que son insuficientes, en tanto que solo atienden a aspectos parciales, sea para comprender al Estado a la luz de un tipo histórico, o bien porque lo hacen con conceptos formales o de manera puramente empírica. El primer camino lo encontramos en el Estado nación contemporáneo y su entendimiento del Estado como forma de un pueblo, como mera deducción del pueblo, en vez de reconocer que lo nacional no precede a la unidad política, sino que la produce históricamente. Un buen ejemplo de los procesos de formación de unidades nacionales (“nation-building”) lo encontramos hoy en los Estados africanos. Por otro lado, las construcciones puramente formales aportan poco dada su falta de realismo, operando con un “poder soberano originario” (Jellinek) que remite a la personalidad jurídica del Estado, debilitando así la cuestión sobre la relevancia de las fuerzas políticas; o porque simplemente identifican el Estado con el ordenamiento (Hans Kelsen), dejando a un lado la tensión entre orden real y orden normativo.
Tampoco son fructíferas aquellas oscuras imágenes que beben de la biología o la mecánica, que presentan al Estado como un organismo o un aparato. Esta última perspectiva, como toda comprensión instrumental, deja a un lado el carácter personal de las asociaciones políticas y hace de la dirección del Estado una mera titularidad de poder. Sin duda, una cierta descripción sociológica ilumina algunos aspectos de la estructura política, pero no aclara su esencia frente a otras asociaciones. En este sentido, la posición dominante de carácter institucional falla en su objetivo, pues comprende el significado de la racionalidad organizativa del Estado, pero no el proceso general de integración que conlleva ni sus consecuencias intelectuales (Richar Bäumlich). Por el contrario, los análisis empíricos corren el riesgo de subestimar el momento del poder.
Es necesario comprender el Estado no solo en sí mismo, sino también como una realidad propia del ser humano. El Estado debe introducirse en la perspectiva del ser humano desde un prisma ideológico y con una antropología filosófica. Si se parte de una idea de humanidad referida a una persona intelectualmente libre y autodeterminada, tal y como ha elaborado paulatinamente la tradición humanista desde la antigüedad, entonces la unión social y política se convierte en protección de la vida individual, siendo así una necesidad del ser humano. Dentro del variado tejido de los vínculos sociales, a la comunidad política le corresponde una función que la sitúa por encima del resto de las fuerzas sociales: paz y orden en la más alta instancia. En efecto, partiendo de la naturaleza social del ser humano, se encuentra en el Estado la primera garantía de la paz y el orden; el Estado es la estructura racional de la unidad efectiva de los seres humanos, y le corresponde en un determinado espacio ser la mayor instancia de garantía de la paz y el orden.
Es obvio que de otra imagen del ser humano y una visión del mundo distinta, resultaría una comprensión diferente del Estado. Si se concibe al ser humano como una parte más de la naturaleza determinada psico-físicamente, entonces el orden político podría entenderse como un mero ejercicio de poder. En cambio, si el destino humano se deposita en un salvador trascendente, el Estado terrenal tendrá siempre carácter provisional y estará en tensión frente a la apelación superior. La libertad es un momento estatal, y con ella el Estado se diferencia así del resto de fuerzas sociales de naturaleza parcial. Sin embargo, no en toda época histórica se logra realizar efectivamente esta finalidad. Desde siempre el Estado ha sido una unidad política entre muchas. Esto es un dato histórico, no un condicionante esencial. Así, por ejemplo, la función política podría realizarse en el conjunto del planeta con una comunidad global; no en vano, hoy contamos con organizaciones internacionales que cumplen una función verdaderamente política.
2.2. El concepto de lo político.
El concepto de lo político se ha de determinar a partir del Estado. La política, en contra de una teoría muy extendida en esta época, ni carece de sujeto ni se define solo por la intensidad de la oposición entre fuerzas (la teoría amigo/enemigo de Carl Schmitt). Esta doctrina limita lo político al momento de la lucha y la muestra como un derivado de la moderna sociología, que encuentra en la fuerza física el núcleo del Estado (Max Weber). Toma la parte por el todo. Sin embargo, el poder, en primer lugar, traba influencias intelectuales, potencialidades (Rudolf Smend) y solo en momentos límite requiere de su afirmación física. Ciertamente, de la fuerza física deriva el vínculo indisoluble entre el orden político y el momento militar, cuya adecuada contención y dominio es un problema fundamental de la política. Pero el poder no es el sentido de la vida política, sino su condición para la realización de su función de ordenación y libertad.
En lo político se hace perceptible el proceso dinámico propio del Estado. Señala los planes y consecuencias futuras que nacen de la actividad de la vida en sociedad y que pueden llegar a constituir formas conscientes de los elementos sociales (pensemos en el absolutismo tardío, o en el moderno Estado social). Es característico de la política, por tanto, la disputa en torno al alcance y dirección de los fines de conjunto (que son siempre históricamente variables), así como la lucha por alcanzar y mantener el poder. Y estas notas también las encontramos, aunque de forma menos nítida, en los Estados no democráticos.
La acción política, en su núcleo, es voluntad individual y decisión. Por tanto, no hay una razón de estado suprapersonal o un genio de la política, sino simplemente la resolución y la responsabilidad de la persona que toma decisiones. Y ciertamente aquí es donde entra el enfoque de la teología. El lado ético de la política deja claro que todo ejercicio de poder necesita una justificación moral, y que responsabilidad y justicia son momentos fundamentales de la vida política. La política no es solo movimiento y cambio, pues en las instituciones y el ordenamiento jurídico adopta formas fijas y duraderas.
2.3. Legitimidad de la dirección estatal.
El Estado, con su dirección de conjunto, debe superar la escisión entre gobernantes y gobernados. Para ello, cada persona que ejerce la función de ordenar sobre otros (dominio) necesita estar legitimada. En este sentido, hemos pasado de la antigua fundamentación del Estado en mandamientos divinos (“Divine Right of Kings”), a un tiempo en el que solo se reconoce la legitimidad popular. Hoy encontramos una clara expresión de lo dicho en el derecho constitucional, que es producido por un órgano legislativo, pero es asumido por todos, alcanzando una efectiva aplicación material y fuerza vinculante. Junto a ello, la dirección del Estado funda su legitimidad en la capacidad para dar efectividad a premisas políticas y conceptos ideales, como puede ser el concepto de nación, las tradiciones o el bienestar social. Hoy, las ideas y el derecho son un fundamento especialmente importante en tanto que el Estado moderno ha perdido su base religiosa y se enfrenta a corrientes individualistas muy fuertes que incluso niegan el Estado. Del lado opuesto se situaría el Estado totalitario que busca su justificación en la imposición de una ideología.
La revolución depende de la legitimidad del derecho. Cuando el soberano cumplía una misión divina, podía haber cambio de soberano, pero no de forma de Estado. La revolución, por tanto, es una consecuencia de la idea moderna de legitimidad popular. No refleja simplemente la caída del orden fáctico y la ruptura del derecho existente, sino, sobre todo, la sustitución de las bases de legitimidad por una nueva idea política. Esto lo diferencia de la simple sustitución de poder. La idea de un derecho de resistencia es más antigua y profunda que el concepto de revolución. Hoy el derecho de resistencia muestra una cierta conciencia jurídica que también estaba presente de antiguo en la idea de la ruptura del pacto.
2.4. La utopía de la ausencia de Estado.
El género de las descripciones utópicas, de la anticipación de posibilidades y esperanzas futuras, siempre ha desempeñado una importante y vigorosa función. Junto a los bocetos de tipos estatales ideales, encontramos desde antaño una línea de pensamiento que espera una forma de vida sin dirección organizada. En el pasado la mayoría de estas propuestas fueron de corte religioso; en la actualidad el marxismo ocupa un lugar primordial al subrayar la idea de una sociedad sin clases y la muerte del Estado. Su convicción sobre la función constitutiva de las relaciones económicas para el conjunto de la existencia y el logro de la liberación de la humanidad a través del cambio de la estructura económica, hace del Estado un instrumento de la clase dominante y de su superación un paso en el desarrollo venidero. Mientras que el socialismo occidental ha abandonado esta tesis, el leninismo continúa afirmándola con fuerza, considerando necesario un Estado socialista en tanto continúe la lucha de clases en los Estados imperialistas. Es bien perceptible la influencia de estas ideas en la sociología moderna. Se reconoce en la tesis que señala el origen del Estado en el control del poder (Alexander Rüstow), pero también en aquella que defiende la disolución del Estado en la red tecnológica. Todas estas teorías parten de una concepción optimista del ser humano y confían a la sociedad toda la formación social, que, en vista de la experiencia histórica, solo puede ser dirigida mediante un esfuerzo continuo por racionalizar la sociedad.
3.1. El Estado como asociación racional.
La filosofía política ilumina por sí sola la función y la necesidad de la comunidad política. En cambio, el análisis sociológico explica la construcción del Estado como unidad intelectual efectiva, como un proceso continuo de reunión de las distintas fuerzas sociales; al mismo tiempo ofrece los fundamentos para la construcción de los conceptos jurídicos, que deben ser un sumario de los factores de la vida social y de su clasificación ideal, sino quieren quedar fuera de la realidad como mera lógica normativa. Sin duda, el Estado comparte con toda asociación humana ciertos elementos. Su punto de partida es el reconocimiento de que el individuo se vincula intelectualmente con otras personas y está en dependencia dialéctica con las estructuras sociales. Por ello, es errónea la comprensión organicista del proceso político o la idea de una causalidad interna (inadecuada a los procesos intelectuales), pero también yerra la figura de un individuo aislado, que solo entra en relaciones externas con los otros. En realidad, las comunidades políticas poseen rasgos supraindividuales y un espíritu común, en el que se vincula la autonomía de la decisión individual con una conciencia suprapersonal y acciones que representan al conjunto (doctrina de la integración). Por eso debemos distinguir las comunidades no racionales (familia, amistad) y los grupos construidos inconscientemente a través de los sentimientos vitales (la tribu, el pueblo), frente a las unidades racionales y duraderas, que varían según su significado y alcance. En este sentido debe señalarse que en la vida en común se hacen conscientes elementos intelectuales de densidad racionalizadora (instituciones, cargos, relaciones de representación) que aseguran la capacidad de actuación de conjunto y la continuidad supraindividual. Su precipitado lo encontramos en la normatividad del derecho y, ante todo, en la Constitución.
3.2. Dirección y responsabilidad.
La tarea del Estado requiere continuamente decisión y acción, por lo que dirección y orden son elementos fundamentales; en esta lógica, solo doctrinas utópicas o anarquistas pretenden abandonar la división entre gobernantes y gobernados. No obstante, toda dirección política debe apoyarse en momentos de legitimidad, sean de naturaleza divina, surgidos de la tradición, construidos sobre la legalidad o, como en la actualidad, sostenidos en la idea de la democracia. El poder se vincula a estos momentos de legitimidad, en especial aquellos elementos de dominio, de poder institucionalizado, que aseguran un control sobre el ser humano. Todo dominio necesita a la par influencia, aceptación, a través del control, y responsabilidad, así como un proceso fundado en la participación de todos o algunos grupos. Incluso en los Estados autoritarios y totalitarios se da algún grado de aceptación. En definitiva, la dirección del Estado nunca es una mera función del poder. Cuando en su ejercicio se percibe la racionalidad interna que insta al convencimiento, entonces está acompañado de autoridad (Carl Joachim Friedrich). Por lo demás, la responsabilidad solo se da en una forma de Estado en la que existe una participación activa del conjunto. Significa que no solo es expresión de una obligación intelectual, sino también fruto de un procedimiento que otorga validez al derecho y al interés común.
En virtud de su capacidad de dirección y acción, el Estado no puede renunciar ni a los organismos, ni a los cargos públicos a través de los cuales se proyecta. Por ello, una democracia directa que decidiese todas las cuestiones solo es pensable en un marco territorial muy reducido. Sin duda, la Constitución puede dejar importantes decisiones personales y materiales al voto general (plebiscito), pero incluso la democracia suiza de consenso necesita infraestructura institucional, esto es, la tensión entre autodeterminación y dirección (Max Imboden). Así las cosas, la relación entre la dirección y el todo se construye esencialmente a través de la representación, que hace de la acción de unos pocos la configuración de la voluntad de muchos. Su elemento esencial no es, a diferencia de lo que considera la doctrina desde Edmund Burke, la independencia frente a la voluntad de los representados, sino la capacidad de hacer vinculante la decisión a partir de la estrecha relación con los representados. Tanto en el mandato libre como en el imperativo hay un momento representativo. En cualquier caso, en una reunión representativa, en la que al mismo tiempo se expresan los diversos intereses y el interés común (Friedrich), ha de actuar la mayoría en nombre del todo.
El Estado moderno es un sistema estructurado con mucha pericia, pues organiza una toma de decisiones concentrada, pero a la vez vigilada desde arriba (mediante el partido, la burocracia, o ambas a la vez) o mediante controles recíprocos entre diversos órganos. El Gobierno que ha recibido la confianza, estableciendo los objetivos del Estado y las directrices de la acción estatal (incluyendo los fines políticos incluidos en la ley) se proyecta jerárquicamente sobre los cargos públicos responsables de la ejecución e incluso sobre las asociaciones dotadas de autonomía. No obstante, en el Estado moderno, estas instituciones ejecutivas pueden estar dotadas de cierta autonomía en su decisión o gozar de discrecionalidad para determinar la existencia de un supuesto de hecho (jueces, doctrina académica).
3.3. La posición del individuo.
La tensión de los tiempos modernos entre Estado e individuo tiene su fundamento en una comprensión que construye la comunidad desde el individuo, desde su autoconciencia intelectual y religiosa, así como desde su capacidad de cambio. Por ello, el Estado debe justificar ante sus ciudadanos su actuación y por qué elige ciertos fines; inevitablemente necesita de la participación de los ciudadanos. Al igual que en la ciudad-estado de la antigüedad y del medievo se delimitaban los derechos y obligaciones de sus ciudadanos, el Estado hoy traza en la nacionalidad el marco personal en el que garantiza la participación, aunque esta frontera pierde peso frente al refuerzo de la territorialidad y la definición del extranjero. En cualquier caso, todas las formas de Estado aspiran hoy a la activación política. Incluso los Estados totalitarios o los sistemas de partido único típicos de algunos países no europeos llaman al pueblo, no para la participación, sino para la cooperación en la ejecución de los fines e ideas marcados por la dirección.
En los Estados democráticos, la libertad individual posee un significado fundamental. La exigencia de la participación de todos en la acción política brota de principios antiguos –la libertad de los estamentos, los convenios con los príncipes-, y conforma la base de la actividad típicamente burguesa en el Estado, junto al principio de igualdad política y de materialización de esa igualdad en la sociedad, en especial la idea de los derechos humanos y fundamentales, como medio de asegurar la independencia personal. Todas estas ideas también se reflejan hoy en Estados no democráticos. La igualdad social es un objetivo de la sociedad sin clases defendida por el socialismo, que además ha configurado los derechos fundamentales al servicio de los objetivos sociales. Cada vez más los derechos fundamentales son hoy una manifestación esencial del Estado: recogen garantías sociales, protegen instituciones y enuncian los principios políticos fundamentales, y se desarrollan para asegurar un espacio de libertad que construye un acuerdo constitucional de la sociedad pluralista sobre los fundamentos del conjunto del orden burgués. La democracia no siempre ha dado lugar a un Estado centrado en el individuo, sino que a menudo ha estado al servicio de uno u otro grupo. De ahí que el principio de igualdad general se relacione con la construcción de grupos sociales, evitando que se formen élites políticas, estratos de dirigentes o burocracias.
3.4. Fundamentos intelectuales.
Una vez que ha desaparecido la cercanía entre religión y Estado, este último está obligado a encontrar las fuerzas intelectuales que lo sostengan. Se busca en valores que aporten legitimidad: la nación, un ideal social o la tradición histórica. Los Estados autocráticos logran reforzar su dominio mediante la conformación de la opinión a través de un adoctrinamiento planificado. En los sistemas totalitarios aparece el elemento de la ideología dominante, esto es, ideas que no atienden a la verdad. Pero la democracia también está necesitada de la construcción de una conciencia política de sus ciudadanos a partir de ciertos conceptos ideales.
3.5. El Estado como singularidad histórico-geográfica.
La particular dimensión espacial del Estado crece a resultas de su función como máximo poder. En distintas épocas históricas hemos encontrado varias fuerzas en el mismo espacio, pero el ejercicio del poder público siempre quiso distinguirse de los poderes que le estaban subordinados. El orden y la paz necesitan inexorablemente una referencia territorial. El Estado moderno ha aumentado su territorialidad hasta cerrarla (soberanía), defendiéndola de toda acción extraña, sometiendo el territorio y a sus habitantes a un ordenamiento jurídico y a una Administración uniforme. Por eso, la posición territorial, su alcance y clase, así como la relación con los vecinos, ha supuesto un elemento decisivo de la individualidad histórica de una comunidad, su destino y sus posibilidades. La historia forma la individualidad de una comunidad a través del peso de la tradición, sus corrientes intelectuales y la imagen que exponen a otros pueblos y países.
4.1. Soberanía.
La comunidad política reclama competencias de ordenación y desarrollo sobre el resto de grupos y fuerzas. En este sentido, se ha de recordar que hubo tiempos, como en la Baja Edad Media, de múltiples divisiones del poder público y debilidad de la dirección central. Asimismo, desde la Antigüedad hasta bien entrada la Modernidad, el dualismo entre Estado e Iglesia planteaba problemas específicos, aunque no pusiese en cuestión la lógica global del régimen. Es a partir del tardío medievo cuando emerge la idea de un poder único y superior, la “suprema potestas”. En el siglo XVI (Jean Bodin) se postula el concepto de soberanía para designar a esa capacidad superior de mando que reside en el Príncipe y que abarca a todos los procesos y fenómenos que ocurren en el territorio del Estado, salvo aquellos determinados por la ley natural. Y también en las relaciones exteriores se impone la idea de un Estado soberano.
El Estado democrático contemporáneo afronta de nuevo el surgimiento de fuerzas particulares –partidos, grupos de interés, asociaciones- que estructuran un orden (plural), necesitado de un pacto entre las fuerzas existentes. Igualmente se relaja la preeminencia estatal en la esfera internacional. En definitiva, aunque el Estado conserva la responsabilidad sobre la procura existencial, que sigue siendo su aspiración fundamental, sin embargo, su posición central se debilita en muchos aspectos.
4.2. Estado y Sociedad.
La comunidad política resulta de un trabajo colectivo coordinado, pero a la vez reconoce una esfera de actividad social y de grupos, que es autónoma de la dirección institucionalizada y de la administración. Inicialmente estas construcciones se concibieron dentro de la sociedad burguesa; en el mundo anglosajón se usa el concepto amplio de “civil society”, que también cumple, frente al “government”, una determinada función (“trust”).
En Alemania, en cambio, al comienzo del siglo XVIII, se estableció un contraste entre Sociedad y Estado. Primero en la idea de un ámbito jurídicamente ordenado, que aseguraba la forma de vida burguesa frente al Estado, ámbito que servía para realizar la libertad moral del ser humano (Hegel). Luego, bajo la influencia del liberalismo, se concibió una esfera para la burguesía apolítica, que garantizaba la libertad frente a la acción estatal de corte militar y burocrático.
En la teoría socialista, la oposición Estado-Sociedad se lleva a un punto superior mediante la sociedad socialista que ha de trascender al poder estatal. Pero la idea de una sociedad autónoma y sin Estado, fue la expresión de las tensiones políticas de una época que desapareció con la sociedad industrial (Horst Ehmke), en la cual los grupos sociales son fuerzas que participan en el Estado (Joseph H. Kaiser). Mantener la distinción entre Sociedad y Estado carece hoy de justificación si se quiere referir a la separación de dos ámbitos sociales que oponen libertad y coacción, autonomía y soberanía; la distinción es oportuna solo como expresión sumaria de la existencia de dos esferas de la comunidad: de un lado el espacio más estrecho de las instituciones de dirección y administración, y de otro el círculo más amplio de los grupos y entidades. Pero este último ámbito está relacionado con el conjunto y forma parte del proceso político, y de la dirección y construcción de la voluntad general. En esta función se integra el espacio de lo público, donde encuentran su lugar la opinión pública y los partidos.
4.3. Partido, asociaciones y naciones.
Las distintas formas de Estado configuran a las entidades de la vida social y, al revés, reciben influencias de esta. Así, por ejemplo, la división de los principados medievales y la debilidad de su dirección se correspondían con la multiplicidad de autoridades locales y regionales. En cambio, la monarquía absoluta (y el actual Estado de partido único) no permitía elementos autónomos y pretendía controlar y dirigir todos los estratos sociales. Por el contrario, el Estado democrático de hoy responde a una sociedad de grupos, en el que las fuerzas intermedias tienen un espacio de desarrollo y una participación relevante en la actividad política y social. Es un tipo de Estado que, como es propio en toda democracia, permite una confrontación sobre los objetivos políticos de conjunto y favorece un cierto equilibrio político. De este modo los grupos sociales son una parte esencial del proceso político, especialmente en la preparación de las decisiones que ha de tomar la dirección del Estado institucionalizada. Entre ellos destacan los partidos políticos que, con o sin reconocimiento constitucional, participan igualmente en la formación de la voluntad estatal al tiempo que pugnan por hacerse con el control de la dirección del Estado. A ellos se debe el dinamismo y la articulación de la actual democracia. Junto a los partidos, las numerosas asociaciones de intereses, que ganan influencia e integran los intereses particulares en la dirección unitaria de conjunto, son una muestra de la orientación mayoritariamente económica y social de la política en el moderno Estado industrial, pero también manifiestan la necesidad de complementar con grupos fuera del parlamento, la representación del pueblo a través de los partidos. Al mismo tiempo estos grupos, organizados por razones funcionales antes que territoriales, le dan movilidad a la sociedad. En cambio, en el sistema de partido único, este opera como un instrumento de dirección que a menudo supone un doble control junto a la burocracia.
A diferencia de los antiguos tipos de Estado, que ordenaban jurídicamente a su población en rígidos estratos (estamentos, gremios, vínculos señoriales), la mayoría de los Estados modernos se funda sobre una sociedad de corte igualitario. El acceso a la formación y el progreso social no son únicamente aspiraciones del sistema socialista, sino que forman también parte de la realidad de la sociedad industrial, que supera el conflicto de clase a través del bienestar y la procura existencial. Pero en la democracia también encuentra su lugar la formación de una élite social y política llamada a dirigir el país, mientras tal élite cumpla una función y no incurra en el exceso de invocar derechos adquiridos o en un enclaustramiento en torno sí misma. En el sistema de partido único, esta función la asumen los funcionarios que ocupan la cúspide del partido.
En la actualidad, las unidades nacionales y lingüísticas cobran un importante significado. La construcción de las naciones europeas fue durante la modernidad más una consecuencia que una condición de la unidad política, y solo con la Revolución Francesa se elevó la unidad cultural-lingüística a la categoría de Estado-nación, convirtiéndose el nacionalismo en la fuerza dominante, también en la vida internacional. Mientras que en occidente se bate en retirada la idea de comunidades de tipo regional como origen de un Estado, cobra, sin embargo, actualidad en Asia y África. La cohesión nacional se muestra como un medio de vinculación de la unidad estatal y permite superar las fronteras; en cualquier caso todavía hoy es un elemento fundamental de la formación del Estado.
4.4. Estado y Economía.
En el dinamismo de la sociedad de nuestro tiempo, elevar la productividad económica es uno de los objetivos más importantes del Estado. En gran medida, todos los tipos de Estado asumen la dirección estatal de la economía, sea a través de la planificación y la propiedad estatal de los medios de producción como ocurre en los modelos socialistas, sea a través de instrumentos indirectos como sucede en los sistemas democráticos (impuestos, subvenciones, créditos). Aquí entran en juego tanto la ideología (socialista o de mercado) como elementos pragmáticos de la política estatal. Ni siquiera en el sistema liberal, que reclama la limitación de la intervención estatal, hay un espacio reservado a la economía, sino que queda vinculada a las condiciones jurídicas del orden político (propiedad, regulación de las profesiones, moneda).
En la actualidad se espera productividad y que quede garantizada en cualquier coyuntura. De este modo, el individuo depende cada vez más y de manera más profunda de los vínculos colectivos, lo que amplía la capacidad del poder para determinar la vida individual, incluso en aquellas decisiones propias de las fuerzas sociales como son el salario o el precio de los bienes. El Estado moderno de la sociedad industrial se refleja cada vez más en este tipo de Estado social que posee una economía mixta entre la libertad y la dirección estatal, ampliando su protección frente a los riesgos sociales y garantizando un reparto igualitario de los ingresos. Por otro lado, la introducción de elementos competitivos en la economía socialista de producción abre paso a un acercamiento entre las formas occidentales y socialistas.
5.2. Derecho y Justicia.
La tarea esencial de la comunidad política, que no es otra sino ordenar la vida social, está en relación fundamental con la naturaleza del Derecho, que también es una estructura necesaria de la vida en comunidad, pues garantiza una modelo racional y organizado. En el Estado encontramos el momento de concertación colectiva a partir del cual se genera una unidad efectiva de acción, capaz de imponer una forma determinada a la sociedad. En cambio, el Derecho pone delante de nosotros la imagen prefigurada de la acción jurídica, que vincula tanto al individuo como a la comunidad; es un juicio sobre la acción humana, que puede tener como consecuencia la sanción de la comunidad; fija parámetros y límites a los comportamientos sociales.
El carácter vinculante de las normas jurídicas surge de la eticidad del Derecho, aunque Moral y Derecho no son lo mismo. Los principios morales afectan a un campo más amplio de la acción humana y nos remiten a la Justicia, esto es, a valores fundamentales. El Derecho está ligado estrechamente al ámbito social, y también vincula al ser humano de forma interna, sin referencia a una fuerza heterónoma. El Derecho gana fuerza normativa en su aspiración de realizar el contenido ético de la Justicia, de manera que necesariamente remite a los fundamentos de una cosmovisión ética. Sin embargo, el ordenamiento jurídico, en su pretensión de determinar la vida social, no es tan solo un orden ideal. En verdad, la efectividad del Derecho se compone de una relación dialéctica entre el ser y el deber ser. La razón de esa efectividad reside en sus elementos éticos, en su búsqueda de la Justicia, pero a la efectividad también pertenece la aceptación fáctica del Derecho por parte de la comunidad. Y esto ocurre cuando se produce una mayoritaria aceptación del Derecho; entonces, el Derecho es asumido, esto es, sus valores se realizan. El Derecho encuentra su realización en este proceso de formación de una concreta comunidad histórica, asegurada a través de decisiones racionales e instituciones sociales.
5.2. Formación y desarrollo del Derecho.
El ordenamiento jurídico funda sus principios morales en una determinada tradición de valores reconocidos por todos. Sus principios deben formarse a través de una aplicación racional en una determinada comunidad histórica. Antiguamente, y todavía hoy en el Derecho internacional, esa formación se realizaba en el derecho consuetudinario y la aplicación judicial. Entretanto, el Estado ha hecho suya la tarea a través de la legislación.
La norma encuentra su fundamento en una fuente (la costumbre o la ley). No obstante, el Derecho está condicionado históricamente, de manera que sus transformaciones ocurren bien por un cambio en las perspectivas éticas o en las condiciones sociales. La función permanente de renovar el Derecho es labor principal del legislador, pero también puede ser fruto de la jurisprudencia o de la creación intelectual de la doctrina.
5.3. Derecho y poder.
El vínculo entre el Derecho y la realidad social marca el problema de la relación entre poder del Estado y Derecho. La cuestión resultaba obvia cuando el Derecho era la voluntad del Estado. Pero hoy su elemento fáctico necesita permanentemente el consenso de toda la comunidad, en cuya fibra moral hallamos fundamentos que no remiten al Estado. En cualquier caso es evidente que Derecho y poder están en relación recíproca. La ley no solo transmite una determinada comprensión jurídica, sino que a la vez es instrumento renovador de la política. Cuanto más concreto es su contenido, sirviendo la legislación como medio de dirección económica y como resultado de la integración de intereses plurales, más clara es la naturaleza política del acto estatal (pensemos en la ley- medida). Por el contrario, el poder sin Derecho carece de valor. El Estado, incluso en un régimen fundado sobre la violencia, se somete a ciertas reglas, de manera que con el Derecho, incluso si lo fáctico no crea Derecho, gana peso haciendo suyo la forma jurídica de la comunidad. También ahí se muestra el elemento social del Derecho, pues el orden de sus principios genera el contenido político del Estado.
La garantía del Derecho no reside, como pensaban los positivistas, en la fuerza, sino en la reacción social de la comunidad, que puede incluso generar un radical rechazo crítico de la norma. Por eso en estos tiempos el Estado tiende a una progresiva vinculación con las formas jurídicas, lo que conlleva una moderación del poder y la garantía de los derechos individuales y los valores fundamentales.
La revolución, el derecho de resistencia y los estados de excepción señalan las zonas de frontera entre el Derecho y el poder. La verdadera revolución se da allí donde se produce una ruptura en la que se esfuman los fundamentos morales del orden político y son sustituidos por nuevos valores. Si el Derecho abandona el marco moral pierde su normatividad y la ley positiva es injusta; o si simplemente se opera al margen del Derecho, la desobediencia o la resistencia encuentran fundamento en el mayor rango de la obligación moral. Desde los tiempos de la dictadura romana, en términos jurídicos se ha aceptado que las situaciones de necesidad justifican separarse del Derecho ordinario para proteger los fundamentos del orden; no obstante, solo es legítimo para reponer lo existente, no para su cambio (autoritario).
5.4. La construcción jurídica del Estado.
La configuración jurídica de la creación humana que es el Estado, le impone al Derecho dos tareas: asegurar la continuidad suprapersonal pese al cambio de los dirigentes y la autonomía del conjunto frente a las partes. A la permanencia del conjunto frente al cambio de los dirigentes se ha llegado tras un largo desarrollo, en el que se separaron el Derecho y el patrimonio común, y también se distinguieron las actuaciones particulares de los titulares del poder, de aquellas que expresaban como órganos colectivos. Hoy, la figura de la personalidad jurídica del Estado sirve a este fin; no es más que una construcción instrumental, que no debe hacer olvidar que el proceso político carece de una voluntad con sustancia propia, pues representa la acción de personas que genera unidad integradora a través del trabajo en común.
La Constitución garantiza la cooperación de las instituciones, la protección del ciudadano mediante derechos fundamentales y fija los principios de la acción política. La Constitución es un marco de posibilidades que ahorma el futuro en términos formales y materiales, que encuentra en sí misma sus garantías y que establece las condiciones para su aplicación. Actualmente, frente a la teoría de la división de poderes de Charles de Montesquieu, entendida como medio para moderar la política, surge la teoría de los ámbitos funcionales: el legislador como mayor autoridad político-jurídica en la creación de normas; el Gobierno como parte esencial de la dirección del Estado; la Administración encargada bajo la ley del desarrollo de los fines estatales; y el Poder Judicial como garante de la aplicación y el respeto del derecho a través de la autoridad estatal.
Resumen: Este trabajo se publicó por primera vez en el Handwörterbuch der Sozialwissenschaften, editado por E. von Beckerath, Vol. 12, Stuttgart, Tübingen, Göttingen, 1965, pp. 653-664. En él se ofrece una panorámica general de la categoría Estado, que leída a la luz de nuestros días refleja un periodo en que la citada categoría cumplía un papel esencial en la comprensión del derecho público.
Palabras clave: Estado, derecho constitucional, teoría del estado, Sociedad, Economía,
Abstract: This paper was first published Handwörterbuch der Sozialwissenschaften, editado por E. von Beckerath, Vol. 12, Stuttgart, Tübingen, Göttingen, 1965, pp. 653-664. It provides a general overview of the State`s concept, that, under the light of our times, reflects a period in which the aforementioned category played an essential role in understanding public law.
Key words: State, constitutional law, State’s theory, Society, Economy.