"ReDCE núm. 30. Julio-Diciembre de 2018"
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Excmo. Sr. Presidente de la Academia de Legislación y Jurisprudencia de Granada. Excmos. e Ilmos. Sres Académicos. Dignísimas autoridades. Compañeros y amigos.
He tenido en muchos momentos de mi vida la impresión de ser más valorado de lo que merezco. No son los méritos, sino la fortuna, lo que me ha traído aquí. Esto, que podría parecer una afirmación modesta, no lo es en absoluto: en realidad es una expresión de orgullo, porque hace tiempo comprendí que en una vida lo que se recibe es más importante que aquello en lo que uno se esmera, igual que en los juegos de envite y azar en el fondo son más importantes las cartas que se reciben que la habilidad en el descarte. Por eso hoy me siento en condiciones de hacer un agradecimiento a dos bandas: una, a esta Academia, por haberme señalado como digno de uno de sus escaños: no miento si digo que me ha sorprendido tanto como me ha ilusionado; y otra, a quienes me dieron un equipaje lleno de oportunidades.
He elegido para este discurso un asunto que me preocupa, y lo he hecho con cierto atrevimiento. Mi desordenada y fragmentaria experiencia del Derecho como universitario y como juez no han hecho de mí un jurista, que es palabra a la que tengo mucho respeto, pero sí un aficionado al discurso de los juristas, en el que de vez en cuando me veo envuelto, y desde esa condición de aficionado he sido testigo de algo que me gustaría saber vindicar: la grandeza y el valor del pensamiento jurídico. En el discurso jurídico se acumulan y confluyen grandes construcciones intelectuales que provienen de la moral, de la filosofía y de la política, que al franquear la puerta angosta del Derecho dan lugar a lo que llamamos cultura jurídica. Por cultura jurídica entiendo no un lenguaje de expertos, ni un cúmulo de acontecimientos, sino un acervo de principios y razones que hacen mejores a nuestras sociedades. Y mi preocupación consiste en que acaso este patrimonio cultural que, sin fuerza de ley, da soporte al Derecho y suministra una consistencia al cuerpo social, esté empobreciéndose. De un lado, porque la realidad se le está escapando: si antes los juristas se ocupaban de los grandes problemas sociales, ahora los grandes problemas sociales parecen más bien dejados a publicistas, sociólogos y tertulianos, quedando la cultura jurídica relegada al lugar de los saberes esotéricos. De otro lado porque incluso la práctica jurídica parece vivir de espaldas a esa cultura, ocupada como está en desliar enredos de normas y en encontrar precedentes en una base de datos. Las bases de datos están muy bien, manejarlas es imprescindible; el problema son los datos, que se están quedando sin memoria.
De esos temores es de los que me voy a tratar en este discurso: de la pérdida de la memoria, del alejamiento de la realidad y de la vulgarización del Derecho.
Una Academia de Jurisprudencia y Legislación no dicta sentencias ni aprueba leyes. Tampoco es la sede en la que se desarrolla con más plenitud la ciencia del Derecho, pues ahí están las Universidades. El valor de una Academia no estriba en una especie de autoridad intrínseca derivada de su vetustez, ni está en sus ritos, rutinas o ceremonias. ¿Para qué sirve, entonces? Creo que podríamos ponernos de acuerdo en que su utilidad es algo parecido a un depósito de confianza, y ese depósito es la cultura jurídica. Me estoy refiriendo a un patrimonio cultural de principios, instituciones, técnicas, conceptos, dogmas y reglas argumentativas que rodean, envuelven y sostienen a los datos, es decir, a las cambiantes normas jurídicas y a las miles de sentencias mensuales de acá y de allá, procurándoles una continuidad, una coherencia como elementos de un sistema.
La cultura jurídica, como todo patrimonio cultural, no tiene dueños, sino fiduciarios. Es un continuo recibir para transmitir. Cada generación de juristas comienza siendo fideicomisaria y acaba siendo fiduciaria, obligada a conservar, mejorar y transmitir. Conservar y cuidar lo que se ha recibido, añadirle un tramo de valor, y darlo a quienes vienen después. Esto es, por cierto, la tradición. Las Academias de Jurisprudencia y Legislación desempeñan una función de fiduciarias de la cultura jurídica. Fiducia, confianza: me gusta reparar en que ambas son expresiones hermanas de la misma madre.
¿Se imaginan que cada generación tuviese que inventar su propia gramática y que tuviera que confeccionar su diccionario? La Lengua evoluciona, pero lo hace sobre la base segura de un patrimonio lingüístico de reglas gramaticales, de valores sintácticos y de palabras que permiten a cada generación hacer su propio discurso. Así también el Derecho es mucho más que sus últimas expresiones legales o normativas, y que sus más recientes construcciones jurisprudenciales: hay una base cultural, un lenguaje jurídico, unas técnicas interpretativas, unas instituciones consolidadas que permiten que el conjunto de normas jurídicas no constituya una simple recopilación o compilación, sino más bien un sistema con fondo y perspectiva.
Tenemos un Derecho en tránsito, mucho más complejo y abierto que aquél que resultó de las grandes codificaciones, aquel enorme esfuerzo decimonónico que racionalizó el material jurídico y lo dispuso de forma ordenada y pretendidamente definitiva. Ahora tenemos un Derecho colgado de una Constitución pero asomado a Europa y en buena parte roto y burlado por una globalización desregulada. Cambió el modelo social y se flexibilizaron las fronteras, hacia adentro (con el Derecho autonómico) y hacia afuera (con la europeización y la globalización); cambiaron las relaciones económicas, el ámbito de la política y sus relaciones con otros poderes, los modos de enriquecerse y empobrecerse, los grupos de intereses. Y es precisamente en medio de tanto cambio cuando más hay que reivindicar la importancia del pensamiento jurídico y devolverle un prestigio social. Porque el Derecho no puede ser sólo un voluntarismo político convertido en ley o un decisionismo judicial caso por caso. Hay algo más: están los conceptos, los principios generales, el lenguaje jurídico y su vocabulario, está la doctrina jurisprudencial acumulada, las figuras y dogmas jurídicos, como precipitado histórico de una larga experiencia de Universidades y tribunales que han ido decantado buenas razones con un valor estable y duradero, no meramente coyuntural.
El cultivo de la razón jurídica, el perfeccionamiento de las reglas y los dogmas, la crítica de la producción legislativa y jurisprudencial y el pensamiento jurídico en general son tareas de alto cuño que merecen la pena, particularmente en periodos de transformaciones tan profundas y tan poco meditadas. La función de la ciencia del Derecho es imprescindible como instrumento de civilización: llegar a comprender la importancia del continuo cuidado y reciclaje de los criterios de la argumentación jurídica, de la preparación de los materiales conceptuales y doctrinales a utilizar por el legislador, y de la crítica científica, es imprescindible para que la proliferación legislativa de nuestro tiempo no se nos atragante. “El legislador da la sensación de un miope armado con un arma poderosa”, dijo Puig Brutau hace bastantes décadas; pero si el legislador siguiera estando miope, sería porque en algo estamos fallando. La calidad de la cultura jurídica que integra nuestra civilización no es menos importante que otros componentes aparentemente más espectaculares, como la cultura empresarial y económica, la cultura política, etc. Un país con leyes para todo pero sin un acervo de ciencia del Derecho es un país seguramente menos sólido y más expuesto a vientos de arbitrariedad. Es verdad que las normas constituyen el punto inicial y el punto final del Derecho, su elemento básico; pero las leyes requieren un lenguaje bien asumido por la comunidad de juristas y un contexto científico y conceptual plagado de resonancias culturales bien perfilado que les sirvan de fundamento y de contraste y que permitan discriminar las buenas razones jurídicas de las que no son buenas; de lo contrario, el nivel de coyunturalidad de las leyes es excesivo, la interpretación jurídica se convierte en puro ardid, las decisiones judiciales quedan frecuentemente desasistidas, con el consiguiente detrimento de la administración de justicia y de la seguridad jurídica.
En su clásica obra “Principio y norma en la elaboración jurisprudencial del Derecho privado” (Editorial Bosch, Barcelona, 1961), el jurista alemán Josef Esser dijo que “en todas las culturas jurídicas se repite el mismo ciclo: descubrimiento de problemas, formación de principios y articulación de un sistema”. Pero los ciclos no se detienen, y una vez que se ha articulado un sistema, comienza su envejecimiento, por la emergencia de conflictos imprevistos que requieren principios diferentes y ajustes del sistema sobre nuevas bases. Y en esa constante evolución del Derecho nunca se hace tabla rasa. Cuando aparecen nuevos problemas desconocidos hasta entonces y que no caben en el viejo sistema, se pone en marcha un proceso de adaptación que no es sino un perfeccionamiento de viejas razones enfrentadas a nuevas preguntas. Y ahí está el hilo conductor del pensamiento jurídico, que es el que asegura una continuidad, y el que hace posible la pervivencia de fórmulas curtidas por el paso del tiempo. Ya lo saben: estamos hablando de los principios generales del Derecho, que son precisamente los que hacen del ordenamiento jurídico un sistema con memoria.
Tiremos de este hilo. Profundicemos en esta idea. La cultura jurídica es la memoria de los juristas, y hay pocas cosas más peligrosas que un jurista sin memoria, es decir, un experto en leyes o un habilidoso manejador de formularios que confunde los principios con los aforismos. No me refiero, claro está, a la memoria que permite retener temas de oposiciones, lecciones de manual o brocardos en latín. Me refiero a los faros hacia atrás de largo alcance que paradójicamente permiten ver hacia adelante con profundidad. ¿Dónde iríamos sin memoria? ¿Cuántos errores repetiríamos? La memoria nos da un armazón y nos propone unos límites, una severa disciplina. La memoria es el protocolo que nos permite ubicar los problemas, identificar sus constantes, reconocer lo verdaderamente nuevo, partir de una experiencia contrastada, y no tener que comenzar desde cero descubriendo mediterráneos en cada viaje. Las leyes, cada ley, como cada sentencia, no son flor de un día: se apoyan en una larga historia en la que han intervenido multitudes, que ha llenado bibliotecas, que ha suscitado controversias y que ha decantado principios cuya autoridad es racional, no sólo consuetudinaria. Hay una “arqueología del pensamiento jurídico” que conviene preservar y no aplastar con el hormigón del olvido, de las ocurrencias, y del adanismo jurídico. Es preciso tener a la vista esa arqueología, cuidarla, conocerla y recordarla, incluso aunque su cuidado suponga frenar nuevas edificaciones ansiosas de erguirse, porque en sus yacimientos encontramos explicaciones convincentes que nos recuerdan cómo somos y hacen ver hacia dónde estamos yendo. Es decir, encontramos principios.
Ninguno de los artículos del código civil y muy pocos del código penal pueden comprenderse cabalmente sin la profundidad de la historia de la que vienen y sin la carga moral que hay en su fondo. Detrás del concepto de capacidad jurídica adquirida por el nacimiento y constante hasta la muerte que hoy nos parece una obviedad, está ni más ni menos que el principio revolucionario de igualdad, categorizada en la noción de sujeto jurídico como “citoyen” o “cualunque”, sin clases ni castas, y sirve de soporte dogmático para cualquier declaración de derechos; bajo el artículo 1911 del código civil sobre la responsabilidad patrimonial universal está la prohibición de la prisión por deudas; el reconocimiento del derecho a ser propietario es correlativo al paso del Antiguo Régimen al nuevo, y el 1278, sobre la libertad de forma en los contratos, es el resultado de una larga evolución desde el formalismo del derecho romano hacia el causalismo influido por el derecho canónico. El principio de tipicidad penal, la prohibición de la analogía “contra reo”, la turbulenta teoría de la culpabilidad penal y la previsión de penas tasadas es el resultado de una línea de depuración histórica de los abusos del poder, preñada de tragedias aparentemente superadas, y el derecho a no declarar contra sí mismo está relacionado con la superación de la tortura como método inquisidor de la verdad. He aquí un muestrario del patrimonio moral de nuestras sociedades que el Derecho ha ido cristalizando en mandatos con fuerza de ley. Hay mucha agua en el pozo del que extraemos la norma aplicable para cada supuesto. El artículo 3.1 del código civil sobre los criterios de interpretación de las normas resulta de un compromiso entre Ihering y Savigny rubricado por Hans Kelsen, y es bueno conocer las razones de ese equilibrio. Doctrinas jurisprudenciales como las relativas a la cláusula “rebus sic stantibus”, el enriquecimiento sin causa, la causalización de los motivos inmorales, o la interdicción de las pretensiones contrarias a los propios actos son construcciones de materiales muy resistentes, porque han ganado muchas batallas sin el acomodo de un precepto legal.
La ocurrencia dispersa, y la memoria aúnan. La política ha abierto muchas zanjas, y el derecho ha construido muchos puentes. Por eso el derecho comparado es más fecundo cuando se remonta a una cultura jurídica compartida que cuando se convierte en un mapa descriptivo y erudito de concordancias y discordancias. El derecho europeo no es el “ius commune”, pero habría encontrado muchas más dificultades sin él. Un jurista español con memoria es hoy, entre nosotros, necesariamente un jurista europeo, aunque sólo fuera porque, además de a De Castro, Alonso Martínez, Clemente de Diego, De Buen, Castán Tobeñas, García de Enterría o Sánchez Román, lo sepa o no, lleva dentro a Kant y a Weber, a Kelsen y a Ferrajoli, a Ihering y a Savigny, a Domat y a Pothier, a Dworkin y Habermas, a Marx y a Adam Smith, y a otros muchos monstruos del pensamiento jurídico que no vamos a enumerar. Mi compañero Jochen Albiez, que es más alemán que español, pero más granadino que yo, lo tiene claro, y lo dice a diestro y a siniestro: cuando entre nosotros hablamos de cultura jurídica estamos hablando de Europa. Y por tanto, sigo yo, de Roma, del derecho germánico, del derecho canónico, del “ius commune”, de la Ilustración, del movimiento codificador, del constitucionalismo del siglo XX y de la construcción de un espacio jurídico europeo a finales del XX y comienzos del XXI. Cierto, también de la tradición del “common law”, aunque tampoco seamos conscientes, pero de esto hablaré menos por ignorancia.
La cultura jurídica es la memoria del jurista, y un jurista con memoria tiene ya mucho recorrido hecho, al tiempo que seguras prevenciones frente a los abismos. No puede, no tiene derecho a perderse en el laberinto entre la democracia y el Estado de derecho como el que se ha representado en nuestro país en el último año, porque su memoria le recuerda que sin constitución la democracia se convierte en masa sin forma, en el abuso de las mayorías coyunturales y en un trampolín hacia el autoritarismo, y que sin democracia la ley es forma sin masa, o el blindaje de intereses convertidos en privilegios. Un jurista puede, claro que sí, propugnar o aplaudir la prisión permanente revisable, pero no puede hacerlo al hilo de titulares o reportajes de sobremesa sin ponderar cuidadosamente las razones por las que un día se renunció a ella, inscritas en una línea histórica de contención de la represión penal. Puede aplaudir la eficacia, pero sabe que la eficiencia no es fuente del Derecho. Puede entender las razones de Estado, pero no puede aceptar la subordinación de derechos fundamentales hasta convertirlos en condicionales y contingentes. Puede criticar una sentencia, pero no sin antes sospechar que tiene razones que brotan del juicio al que no se ha asistido, y ha de defender en todo caso la cosa juzgada como una necesidad absoluta del sistema. No puede permitirse el lujo de precipitar prejuicios, sino defender el valor del juicio. Debe haber comprendido que, a la hora de solucionar conflictos, merece la pena sujetar lo emocional, lo primario, lo ideológico y lo meramente intuitivo y atenerse a razones jurídicas, a las mejores a su alcance, porque así, aunque no se logre el mayor acierto, se reduce el riesgo de la arbitrariedad y de las peores equivocaciones. Si tiene memoria, el jurista ha de saber que la finitud y limitación del derecho es el mejor antídoto ante la discusión infinita sobre la justicia. Porque en realidad, como decía mi amigo José Luis Serrano, magnífico disolvente de los cielos confortables, lo específico de un jurista no es la idea de justicia, sino las técnicas de reducción de la complejidad de la pregunta por lo justo. Junto a la razón y las emociones, los juristas usamos la reductora de las ficciones, las presunciones, las garantías, las reglas sobre la carga de la prueba, la nulidad de evidencias ilícitamente obtenidas, las formas, los plazos: una estructura artificial pensada para gestionar y ceñir a máximos tolerables la inevitable cuota de injusticia del funcionamiento social. Esto es el Estado de Derecho, que no pretende hacernos felices, ni buenos, ni ricos, sino delimitar espacios de controversia civilizada y articular principios que hagan previsibles las soluciones más razonables, aún a costa de asumir inevitables puntos ciegos. En realidad, sobre el impulso constante y creativo de la justicia, el derecho se empeña en ofrecer pautas de seguridad jurídica, y la cultura jurídica es la que opera ese compromiso, dándole consistencia.
La cultura es la memoria. Ayuda a saber de dónde venimos, de dónde viene todo lo que manejamos en pleitos, proyectos de ley y trabajos crítica jurídica. Es muy probable que todos ustedes se hayan visto alguna vez, en el ejercicio de su profesión, perdidos en un laberinto de razones de corto alcance, y que sólo hayan podido encontrar una salida gracias a un viejo mapa recordado de principios y fundamentos que un día estuvieron claros, antes de que el casuismo improvisado y las urgencias coyunturales lo emborronase. No es lo mismo conocer las fuentes que ignorarlas. Lo que se aprende por repetición y no por asimilación se encapsula, se abstrae de sus razones profundas, se convierte en cartón-piedra y es más vulnerable: al atardecer, se nos habrá olvidado su sentido. Una sociedad con cultura jurídica es menos vulnerable, porque tiene a punto las defensas frente a tendencias, modas, inercias y vicisitudes por las que ya habíamos pasado.
Pero no seré yo quien defienda una cultura jurídica de museo. Ihering advertía sobre el “paraíso de los conceptos” al que tendemos los juristas. Es el riesgo del conceptualismo, de la abducción de la realidad por los cuadros, las naturalezas jurídicas, las definiciones, las clasificaciones. Es el laberinto del discurso sobre el discurso, la fascinación por el orden simétrico y el consiguiente alejamiento de la realidad compleja, asimétrica, dinámica. También es la construcción de una especie de casta, la de los juristas, que se creen en posesión de un saber al que se sacraliza para así utilizarlo como un poder, y que se defiende de lo nuevo. Tan perfectas son nuestras construcciones, que responsabilizamos a la realidad de no caber dentro de ellas, y así la subsunción se produce, más que interpretando la norma o afinando en la comprensión del conflicto, desfigurando los hechos, simplificándolos, reconduciéndolos a los arquetipos previstos. Como Platón, pero con trampas. Elaborado el guante, si la mano no entra se corta un dedo. “Omnis definitio in iure periculosa est”, se decía ya en el Digesto.
El conceptualismo tiene un problema, y es que es un mal método para identificar y seleccionar los verdaderos conflictos, cuando precisamente lo más singular del derecho es la formación de reglas, principios, criterios e instrumentos para la resolución de conflictos reales y difíciles. En el principio está el conflicto, y la palabra del derecho no cae del cielo, sino que brota de la controversia y la dialéctica, es decir, del juicio. “Es el juicio, estúpido”, deberíamos decirnos los juristas a nosotros mismos, y poco después a los creadores de opinión pública que tan terminante y precipitadamente sentencian a primera vista, asistidos de su ojo clínico y de sus sesgos no expuestos a la contradicción de un juicio. Afortunadamente la dialéctica, es decir, el juicio, introduce los matices, las excepciones, las distinciones. No, la cultura jurídica no puede ser un catálogo de piezas rígidas ni de rocas de otro planeta, porque sólo tiene sentido si no se expone continuamente al desmentido de la realidad.
El ensimismamiento de los juristas nos aleja de la realidad, y como denunciaba Pietro Barcellona, “un derecho sin realidad produce una realidad sin derecho”. Mucho aprendí sobre esto de mi compañero José Antonio Navarro, uno de los civilistas que más se ha empeñado en su trayectoria investigadora en abrir las ventanas de la dogmática civilista a los debates de las ciencias sociales que la rodean. Un derecho sin realidad produce una realidad sin derecho. Si el mundo de los abogados y de los tribunales no es capaz de absorber los conflictos en su dimensión real, si los convierte en mero carburante del que obtiene la energía para conservarse a sí mismo pero no devuelve confianza y utilidad a la sociedad, profundizaremos la deriva hacia la denunciada anomia de las sociedades de la que advierte Durkheim, es decir, la cultura de la debilidad de la ley y el Estado de transgresión, en vez del Estado de Derecho. Leyes-escaparate que no aspiran a ser cumplidas, y prácticas habituales que no aspiran a ser legales. La pregunta que podríamos hacernos es inquietante e incómoda: ¿diríamos hoy que es razonable tomar decisiones sobre la confianza en la ley y en los tribunales de justicia? ¿Es ese el modo normal de funcionamiento de empresas y de ciudadanos? ¿No hay una lógica de funcionamiento alejada de lo jurídico y lo normativo que se ampara en la propia incapacidad del derecho? ¿No es verdad que la globalización, que tantos buenos resultados está dando en números comerciales, está siendo aprovechada por los agentes económicos para escapar del Derecho y de los derechos? Y si eso es así, ¿de quién es la culpa? ¿sólo de la realidad y de la sociedad, o también de los juristas? No es ya que los servicios de inteligencia tengan salvoconducto para eludir las determinaciones legales; es que buena parte de las transacciones, de las prácticas de negocio y de las formas de hacer valer los propios intereses parten de la premisa de que la ley y el derecho son un estorbo a eludir, entre otras cosas porque todos lo hacen. Es cierto que esta actitud, como se ha señalado por algunos, es más propia de sociedades postcatólicas que de las sociedades postluteranas y que puede tener que ver con una diferente percepción de la moral cívica (o si prefieren, de la ética civil) con fundamento autónomo (es decir, una vez tapado el ojo del Dios-Juez que premia a los buenos y castiga a los malos). Pero sin duda hay algo más, que nos concierne. Y ese algo más puede tener que ver con un problema cultural del que los juristas somos responsables, al que podríamos llamar conceptualismo, ensimismamiento, autocomplacencia y rutina, y que de ninguna manera podemos confundir con la cultura jurídica. De todo es consecuencia, al tiempo que causa, el desprestigio de los tribunales. Los juzgados hoy día tienen puertas pequeñitas por las que no caben muchos de los conflictos que conforman nuestras sociedades, a lo que cabe añadir que lo que sí entra, con frecuencia es engullido en un sistema en el que los principios no son habitualmente los que mandan, sino una batalla estratégica de pellizcos y trampas. Es paradójico que se esté judicializando la política y que sin embargo se esté desjuridificando la sociedad. Cierto que la globalización, tal y como parece que fue intencionalmente diseñada (pues por los frutos se conocen las semillas) está siendo el fenómeno más importante de construcción de una realidad al margen del Derecho, lo que está ocasionando que el Derecho se ocupe de las consecuencias pero no pueda intervenir en las causas. Y esto es lo que está ocurriendo: un poder real sin constitución y unas constituciones sin poder, o con un poder menguante. Pero más allá de la melancolía que puede producirnos lo que parece escapársenos sin remedio, miremos el vasto territorio en el que no da igual cómo hagamos las cosas los juristas, y sigamos empeñados en el fortalecimiento de una cultura con memoria, útil y resistente, y si fuera preciso combativa.
¿Cómo combatir esta anomia social, que acaba siendo la anarquía de los poderosos? ¿Cómo rescatar la cultura jurídica del paraíso de los conceptos? ¿Cómo contribuir a un diálogo fecundo entre derecho y realidad?
De las muchas posibles, he seleccionado dos perspectivas desde las que reflexionar sobre cómo fortalecer la cultura jurídica como arma de construcción de un buen Derecho: la primera, una visión crítica sobre las relaciones en nuestro país entre doctrina científica, práctica jurídica y jurisprudencia. La segunda, el volcado de la cultura jurídica sobre lo que podríamos denominar “cultura de los derechos”.
Comencemos por lo fácil. No es original decir que uno de los centros de gravedad del buen Derecho es el diálogo incesante entre la doctrina y la jurisprudencia. Que una tiene lo que a la otra le falta. Que una y otra se necesitan. Que cuanto más se miren, cuando más se recorra ese ir y venir entre una y otra, desde los cuadros a la realidad y desde la realidad hacia las normas, más sólida será la jurisprudencia y más útil la doctrina. La jurisprudencia es un magnífico muestrario de conflictos reales, que la doctrina debe empeñarse en conocer. Esto lo suscribimos todos, pero igual que el veneno no está en la sustancia, sino en la dosis, también ocurre así con los remedios, y tengo la impresión de que no alcanzamos las dosis terapéuticas óptimas. Pensemos en cómo fortalecer ese círculo virtuoso y cómo ahuyentar el viejo vicio del tenaz desencuentro entre doctrina y jurisprudencia en nuestro país. Quizás hagan falta algunas reformas.
Es verdad que en España la doctrina tiende a seguir un modo de crecimiento cancerígeno: se expande sin programa; y es verdad que a diferencia de lo que ocurre en algunos otros países cercanos como Francia y Alemania, producimos una doctrina demasiado invertebrada, sin esqueleto en el que poder colgar cada aportación, sin un status quaestionis bien definido al menos en las materias más importantes. Con demasiada frecuencia la investigación no es la reacción a una pregunta, sino un trabajo de minería que, sin saber por qué, excava en una determinada institución por la sola razón de que hace tiempo que no se escribe sobre ello, y a veces encuentra un filón valioso.
Pero también es verdad que en el ámbito científico se lee, se estudia y se piensa. El profesor universitario tiene un “tempus” distinto al del juez y al del abogado, un “tempus” que le permite enfrentarse a problemas sin prisa, y con la perspectiva que ofrecen los debates específicamente doctrinales, históricos o dogmáticos. Puede, en suma, dialogar intelectualmente con la cultura jurídica. Lo que no es seguro es que el esfuerzo intelectual de la doctrina tenga reflejo en una jurisprudencia más bien autorreferencial, sin sensores eficaces al exterior y proclive a la rutina. Así, la doctrina se provoca a sí misma, y la jurisprudencia se nutre de sí misma, ahondándose el foso entre esos dos reinos separados. Naturalmente, entonces la doctrina cae o bien en la melancolía, o bien en el onanismo estéril, incapaz de fecundar nada, y la jurisprudencia simplemente se empobrece, se marchita, por estar cegada una de las fuentes de las que debería nutrirse.
Esta falta de interlocución entre doctrina y jurisprudencia es, naturalmente, un factor de empobrecimiento de nuestro sistema jurídico y una enorme pérdida de oportunidades. Si quiere fecundar a la realidad, la doctrina tiene que coger las maletas y salir al encuentro de la jurisprudencia, penetrando en sus frentes de batalla; por su parte, la jurisprudencia, si no quiere convertirse en un catálogo marchito de estribillos ni en un enjambre azaroso de precedentes sin jerarquía ni líneas de continuidad, ha de abrir vías de entrada a las aportaciones doctrinales para dejarse interpelar por ellas, e incluso para conocerse a sí misma, porque para eso desde luego no basta con las bases de datos jurisprudenciales: es necesario que personas cualificadas destaquen, subrayen, critiquen, jerarquicen y disciernan entre lo que vale más y lo que vale menos.
El problema no está en la calidad de cada sentencia. No es que la doctrina sea mejor que la jurisprudencia, ni que los investigadores sepan más derecho que los jueces, los fiscales o los abogados: a cada cual, su función propia. No se trata de que los doctores dicten sentencias ni de que los jueces tercien en los debates científicos, sino simplemente que se miren entre sí con intención de verse.
Cierto que la solución no puede fiarse a que el juez, liberado de parte de su carga de trabajo, y por lo tanto con más tiempo para cada asunto, aspire a conocer la doctrina que se ha ocupado del asunto, sea capaz de discriminar la buena y la mala doctrina, y sea por lo tanto agente de encuentro entre doctrina y jurisprudencia. El juez, como también el abogado y el fiscal, trabajan a corto plazo, asunto por asunto, y raramente tienen la sensación de que profundizar en el estudio es rentable, porque cada mañana ha de enfrentarse a dos o tres problemas sin ninguna continuidad entre ellos. Está bien que cada juez cuide de su formación y se haga con una estrategia de estudio de las materias que más toca, pero no será por esa vía voluntarista por la que, en mi opinión, subirá de manera relevante el nivel doctrinal de nuestra jurisprudencia. En mi opinión las vías de penetración de la doctrina en la jurisprudencia más eficaces son, de un lado, la base, es decir, la formación inicial del jurista y en particular del juez; y de otro lado la cúspide, es decir, el Tribunal Supremo, al que sí cabe exigirle el viaje de encuentro hacia la doctrina para, desde la autoridad de su doctrina jurisprudencial, derramarla sobre todo el espacio jurisprudencial.
Pensemos primero en la formación. ¿Estamos satisfechos con la evolución de nuestros planes de estudio de Derecho en las últimas décadas? Yo creo que las reformas de estos últimos veinte años han supuesto algunas mejoras, sobre todo en lo que se refiere a la metodología y a una imprescindible adaptación del peso curricular de las diferentes disciplinas. Me parece, sin embargo, que estamos fallando en lo más importante, en aquello en lo que nadie puede sustituirnos, que es precisamente la transmisión de la cultura jurídica. Decidimos abandonar un plan de estudios que había quedado anacrónico porque estaba pensado para abarcar enciclopédicamente un Derecho que podía conocerse en cinco años de estudio, y eso dejó de ser posible con la proliferación de materias, leyes y disciplinas especiales; pero en vez de replegarnos sobre los núcleos, los principios, los métodos y los grandes rasgos de cada disciplina, optamos por estirar el chicle en programas descriptivos y superficiales que dan similar importancia a la teoría general del delito que al derecho penitenciario, a la fe pública registral que a las servidumbres legales, a los derechos fundamentales que al registro de parejas de hecho, con un juego desordenado de troncales y optativas en el que se aprecia más la disputa entre áreas que un diseño racional. Se enseña con prisas y se examina demasiado. Es difícil rascar o ahondar en las grandes cuestiones del Derecho, porque todavía nos entra vértigo intelectual si dejamos de evaluar sobre el juego y la apuesta o sobre el delito de exacciones ilegales, como si esa falta fuera a constituir un agujero negro en la formación de los alumnos. Suministramos una información lineal, sin relieve, y sucumbimos al temor de aburrir a los alumnos con asuntos que exigen curiosidad intelectual para que tengan sentido. La dispersión de asignaturas permite tocar materias puntuales antes apenas abordadas, pero en detrimento de la comprensión profunda de lo nuclear de cada disciplina. No sólo eso: las materias explícitamente orientadas a la transmisión de la cultura jurídica menguan sin cesar: la historia del derecho, el derecho romano (que no es el de Roma, sino el cúmulo de estudios que provocó tantos siglos después), la teoría general del derecho, la teoría del Estado, la argumentación jurídica, el mismo Derecho civil, es decir, esas disciplinas que saben “mirar atrás”, y que ayudan a no perderse entre las hojas, porque hablan de las raíces. Hemos querido avanzar en la línea de un curriculum profesionalizante, de capacidades y habilidades, pero no lo estamos consiguiendo, y sin embargo estamos descuidando materias que o se estudian en la Universidad o caerán en el olvido y la ignorancia. Los programas de estudio también se están quedando sin memoria. Si convenimos en que la cultura jurídica es un factor de solidez de las sociedades, y si queremos volcarla sobre la práctica jurídica, habríamos de orientar la formación universitaria más en la transmisión de ese patrimonio cultural que en la dispersión de detalles de un ordenamiento jurídico inabarcable.
Cuatro cursos académicos serían suficientes si de cada disciplina enseñáramos los fundamentos que debe conocer bien quien no vaya a ser especialista en ella, confiando en que los detalles, la especialización y la pericia profesional son algo que puede adquirirse posteriormente. ¿Qué debe saber un civilista de derecho penal? ¿Qué debe saber un notario de derecho procesal? ¿Qué debe saber un abogado laboralista de derecho civil? ¿Qué deben saber todos de Derecho? Eso es lo que deberíamos enseñar en un Grado de cuatro cursos: el contrato, el delito, el proceso, el acto administrativo, los Tratados; la fe pública registral, el principio de intervención mínima del derecho penal, el efecto de cosa juzgada, la tipología de las sociedades mercantiles; la distinción entre discrecionalidad y arbitrariedad, la protección del salario, las técnicas de interpretación y aplicación del Derecho, la insolvencia, los puntos de conexión en las normas de conflicto; el tributo, la prueba, la partición, la presunción de inocencia. La red de principios que sujeta todo este entramado. De dónde viene todo eso, y para qué sirve.
Luego están las oposiciones, o más precisamente, nuestro sistema de oposiciones para el acceso a la función de juez, fiscal y otras profesiones jurídicas. Sobre este asunto, mi opinión puede ser controvertida, pero no estamos aquí para abundar en lo unánime. Es una pieza muy importante del sistema, y no parece que sea inoportuno proponerse una reflexión tranquila sobre si estamos o no satisfechos con nuestro sistema de oposiciones, sobre si basta algún retoque para mejorarlo, o si habría de cambiarse a fondo, o sobre si existen alternativas que, además de abundar y afinar en una selección objetiva de los más idóneos, pudieran mejorar la formación jurídica de los seleccionados.
La oposición actual, caracterizada en lo sustancial por el entrenamiento en la recitación oral de un temario exigente, asegura que quienes acceden a la condición de juez, fiscal y otras profesiones jurídicas han tenido que demostrar una notable disciplina y resistencia personales, así como un conocimiento extenso del Derecho, que luego, con la práctica profesional, perfilan y mejoran. La calidad de nuestros cuerpos profesionales al servicio de la Administración es un argumento a favor de dejar como está un sistema que parece funcionar bien. Mis objeciones, sin embargo, responden a dos tipos de consideraciones: el actual sistema comporta la exclusión, por disuasión, de personas no menos capaces para ejercer la función judicial; y desde el punto de vista de la formación, los esfuerzos necesarios para superar las pruebas podrían emplearse en métodos y contenidos mucho mejor orientados para dotar a los candidatos de una formación jurídica de calidad.
Desde la primera de las perspectivas, el panorama de una dedicación exclusiva al aprendizaje memorístico durante un periodo medio calculado en entre cuatro y cinco años es disuasorio para muchos graduados en Derecho que o bien carecen de condiciones familiares, personales y económicas apropiadas para semejante apuesta, o encuentran alternativas mucho más inmediatas y atractivas, y no ya por una cuestión de comodidad o pereza, sino también de manera de ser. Esto es importante, si de verdad queremos que los mejores se sientan llamados a intentar ser jueces. No está claro que la disposición a preparar las oposiciones tal y como ahora se conciben sea la única buena tarjeta de presentación posible en cuanto al perfil humano de quienes queremos que sean jueces, fiscales u otros profesionales del Derecho al servicio de la Administración. La oposición requiere mucho esfuerzo, pero sobre todo requiere un tipo determinado de esfuerzo: el de la disciplina de la memoria, y no es esa la única ni la más importante cualidad que a priori valoraríamos en un sistema perfecto de selección. En algún país de nuestro entorno, por ejemplo, el tiempo de preparación de oposiciones a judicatura está tasado: un año y medio desde que se concluyen los estudios universitarios. La finalidad es que el graduado en Derecho que quiere ser juez no deba competir con candidatos que llevan cuatro o seis años estudiando, y que sepa que la inversión de tiempo que ha de arriesgar no es desmesurada. Si el modo regular de acceso consiste en una prueba objetiva que ha de prepararse en un tiempo máximo, los resultados sin duda pueden permitir medir no sólo la capacidad de resistencia, sino más bien la capacidad intelectual. Una vez efectuada la selección, se abre el periodo de formación, que ya se produce en otro entorno más propicio y que puede suponer una segunda criba.
En nuestro país sufrimos la tragedia de la desconfianza hacia procesos de valoración de candidatos que comporten un margen de discrecionalidad, por la facilidad con la que entre nosotros dicha discrecionalidad se torna en arbitrariedad, endogamia y amiguismo. Es una tragedia, y de las grandes, porque eso limita mucho las posibilidades de seleccionar con criterios racionales y flexibles. En todo caso, aceptando ese condicionante y optando por sistemas objetivos que limiten la facultad de apreciación del tribunal o la concreten a aspectos cuantificables, bien podría pensarse en otro tipo de pruebas diferentes a la reproducción memorística y oral de temas en catorce minutos. Puestos a ser objetivos, nada mejor que un test tipo MIR; pero si se quiere algo diferente a un test como prueba principal (y en Derecho así debe ser), nada complicado es encontrar otro tipo de pruebas, como por ejemplo una exposición escrita con tiempo suficiente para estructurarla, pensarla y redactarla, que no se la juegue en el temor a un bloqueo instantáneo de la memoria, y que podría venir seguida de una lectura ante el tribunal con posibilidad de un debate o intercambio con sus miembros. Con esto bastaría para cambiar radicalmente el tipo de esfuerzo que debe hacer un opositor durante el tiempo de estudio y preparación, que ya no estaría orientado al entrenamiento en una forma de recitación, sino en la mayor profundidad en la comprensión de la materia y en un esfuerzo personal en la construcción del propio temario. Sin duda podría pensarse además en la resolución de casos bien elaborados que fuesen suficientemente significativos de la adquisición de los conocimientos básicos, de la capacidad de argumentación, y del conocimiento de la jurisprudencia más relevante. Puedo dar testimonio por mi experiencia como docente, de que esas cualidades son medibles de manera objetiva, incluso en la fase de formación universitaria: ¿no van a poder serlo, entonces, en una prueba exigente de acceso? ¿Qué perfil queremos como modelo de futuro juez? ¿A qué modelo de juez aspiramos? ¿Cuál es el que prima y favorece el actual sistema? Son preguntas que deberíamos hacernos con intención de encontrar una respuesta, y creo que las estamos postergando desde hace mucho tiempo. “Las pruebas de selección deberán permitir valorar la cultura, madurez y capacidad argumental y de análisis del aspirante”. No lo digo yo: lo decía un Pacto para la Justicia que por desgracia se quedó en pacto.
Más todavía me importa la perspectiva de la formación que se consigue con la preparación de unas oposiciones. Es tan grande el esfuerzo que tiene que hacer un opositor para embutir en las cavidades de su memoria las píldoras concentradas de definiciones, artículos y clasificaciones doctrinales, que acaba imprimiendo carácter. El Derecho que en cápsulas apretadas aprende el opositor es un Derecho conceptual, acrítico y descriptivo, plano, sin relieve ni dudas (no hay tiempo para ellas), sin apenas rendijas por los que quepa una cabal visión de la realidad, sin distancia que permita una perspectiva, estructurado en temas elaborados para poder ser cantados a ritmo rápido y con entonación clara en un tiempo tasado. Quien haya tenido la ocasión de leer alguno de esos temarios que circulan con más éxito, y que hacen añorar al viejo Castán, sabrá a qué me estoy refiriendo. ¿Cómo va a ser inocuo este tipo de esfuerzo? De entrada, resulta incompatible con otras fórmulas de preparación de opositores diferentes del modelo del preparador experto en ritmos de aprendizaje y recitación, como podrían ser por ejemplo másteres de postgrado o academias especializadas. Bastaría, como he dicho, con que las pruebas consistieran en una disertación escrita sobre uno o varios temas iguales para todos, en vez de la compulsiva exposición de un texto aprendido para ser recitado sin titubeos, y que incluyeran el análisis de textos o la resolución de problemas, para que el opositor dedicase más tiempo y esfuerzo a adquirir otras habilidades, a la profundización en las diferentes materias y a un aprendizaje de calidad de los aspectos más importantes de la cultura jurídica en general. No es un simple desideratum: bastaría con convertir la convicción de que las cosas pueden mejorarse, en una decisión de mejorarlas.
Soy consciente de las resistencias a las que se enfrenta cualquier intento de modificar nuestro sistema de oposiciones. Pero me traicionaría a mí mismo si no dijera que en mi opinión una de las mejores cosas que podríamos hacer para aspirar a una cultura jurídica de más calidad en la práctica jurídica sería abandonar la autosatisfacción con el sistema de oposiciones y pensar con manos libres qué sistemas podrían mejorarlo. Sé, insisto, que pueden darse buenas razones para defender el actual sistema. Pero son razones que hace demasiado tiempo que no se someten a un debate intelectual y crítico, en el que no sólo tengan palabra quienes hicieron oposiciones y las aprobaron. No se me ocurre ninguna razón válida para no intentar una mejora en profundidad, al tiempo que una homologación con los sistemas de países de nuestro entorno. Y me pregunto si las Academias de Jurisprudencia y Legislación, integradas por juristas de tan distinta procedencia, no serían una sede idónea para provocar y coordinar una reflexión sobre tan importante cuestión.
Pero junto a este equipaje inicial de todo jurista y a la formación especializada en cada sector profesional, el ámbito natural del encuentro entre la doctrina científica y la jurisprudencia debe ser el Tribunal Supremo. Cada juez en su ámbito podrá, de oficio o a instancia de la diligente labor de un abogado estudioso, introducir en el espacio jurisprudencial orientaciones doctrinales que acaso tengan algún eco beneficioso. Cada Audiencia Provincial deberá incrementar un poco más ese esfuerzo, pues sin duda ha de cuidar su propia doctrina sobre los temas de que más frecuentemente se ocupa. Y así se hace, cada vez más. Pero donde es inexcusable el cruce entre ciencia y actividad judicial es el órgano que tiene asignada la función no sólo de proteger a la ley de las desviaciones de los órganos judiciales inferiores, sino también, y sobre todo, de favorecer las mejores interpretaciones de la ley y de completar el ordenamiento jurídico con materiales de calidad y consistencia.
Un Tribunal Supremo tiene la obligación institucional de mirar hacia afuera para importar lo que le parezca valioso. El Tribunal ha de estar al tanto de las aportaciones de la doctrina española, así como también de la jurisprudencia comparada. Debe haber un empeño institucional en conseguirlo, con recursos personales y materiales suficientes. Si fuera así, es decir, si desde la orilla de la Universidad se percibiera que el Tribunal Supremo está organizadamente atento a las soluciones que se proponen desde ella, ¿no se sentirían los investigadores motivados a hacer de la jurisprudencia su principal interlocutora? Y ¿no proliferarían trabajos y estudios directamente orientados a influir sobre las decisiones judiciales, a través del tamiz crítico de los encargados de conformar la doctrina jurisprudencial? Una jurisprudencia atenta a la doctrina determina una doctrina atenta a la jurisprudencia. Mucho vamos avanzando, ciertamente, desde los dos lados. La doctrina trabaja mucho mejor la jurisprudencia que hace un par de décadas, y el Tribunal Supremo, al racionalizar y limitar el acceso a la casación, se ha permitido a sí mismo centrarse en su función doctrinal, y cuenta con gabinetes de letrados que hacen un magnífico trabajo. Estamos mucho mejor que cuando Díez-Picazo, hace cincuenta años, publicó su magnífico libro titulado “Estudios sobre jurisprudencia civil”, en el que recopiló y comentó las grandes sentencias sobre las diferentes materias, pero ¿no es ya momento de hacer una nueva recopilación de esas sentencias que todo jurista debería conocer, para que sirvieran de referencia? ¿Por qué no hacerlo desde una Academia de Jurisprudencia y Legislación? Y estamos mejor que cuando Castán, como presidente de la Sala Primera, regó la jurisprudencia de nuevos conceptos y doctrinas que aún llenan considerandos, pero ¿no tenemos la impresión de que algunas doctrinas jurisprudenciales consolidadas están frenando la recepción de nuevos y mejores planteamientos?
No es, pues, un diálogo vago y difuso entre doctrina y jurisprudencia el que nos está haciendo falta a todos, ni amables jornadas de formación en las que convivan magistrados y profesores. Me refiero a una reorientación de la formación básica de los juristas y de los métodos de selección y especialización de los profesionales del Derecho, así como a una meditada estrategia de comunicación científica residenciada en el Tribunal Supremo, tal que permita a los magistrados del Tribunal Supremo conocer en tiempo presente las principales aportaciones de la doctrina, así como comprobar la acogida que sus sentencias, o mejor, sus doctrinas jurisprudenciales, tienen entre los autores que se ocupan de las mismas. El objetivo es que la doctrina jurisprudencial sea buena doctrina, y que la doctrina científica sirva buenos materiales para la jurisprudencia, es decir, un empeño francamente ilusionante para los investigadores, necesario para los jueces, e imprescindible para conservar y mejorar una cultura jurídica abierta a la realidad.
Y vamos ya al último de los muros con los que quiero estrellarme. Apunté antes que otra forma de enfrentarse al problema de la anomia, la desjuridificación de la sociedad y la esclerosis del Derecho mismo es la revitalización de la cultura de los derechos. No es ésta una reflexión de menor importancia, porque tiene que ver con el Derecho como mediación entre el poder y la ciudadanía, y con la premisa que comparto de que si el pensamiento jurídico no es capaz de entendérselas con la sociedad misma, se convierte en una simple sabiduría de expertos e iniciados.
Que la debilidad de lo legal esté relajando la aceptación voluntaria y el valor social de compromisos, reglas y obligaciones ya es algo que debe preocuparnos. Pero más preocupante aún es la falta de aprecio por los derechos y la pérdida de memoria de su radical importancia como elemento de civilización y de racionalización del ejercicio del poder. Nuestras sociedades están concebidas como sociedades de individuos con derechos, y cuando una parte no marginal de la sociedad confía más en un poder expansivo, con el que se identifica, que en los derechos, que considera privilegios de los otros; cuando se aceptan mejor las limitaciones a los derechos exigidas por el orden público que los límites a la política exigidos por el respeto a los derechos; cuando van claudicando los instrumentos naturales de regulación y encauzamiento de conflictos y se mira precipitadamente a un derecho penal hiperactivo con vocación de primera ratio (como decía mi amigo y compañero Rafael Barranco), es que se entra en un ciclo histórico de degradación de la cultura jurídica que la confina y aquieta en bibliotecas, universidades y academias.
La cultura de los derechos y por tanto el aprecio de la dignidad de un ciudadano es el más importante canal de comunicación entre el pensamiento jurídico y la sociedad. Se es ciudadano porque se tienen derechos, y se tienen derechos porque la sociedad a la que se pertenece se ha comprometido a ello en un pacto constituyente que está por encima de cualquier poder. El constitucionalista alemán Peter Häberle, cuya influencia entre nosotros es mérito del Profesor Francisco Balaguer, dice que “la dignidad humana es la premisa cultural del Estado constitucional, que tiene a la democracia pluralista como consecuencia organizativa”. Esto no es una frase ingeniosa ni un buen deseo, es la conclusión de muchos años de reflexión. Häberle defiende con lucidez que la constitución es mucho más que un conjunto de textos jurídicos o un compendio de reglas normativas: es, dice, "la expresión de un cierto grado de desarrollo cultural, un medio de autorrepresentación propia de todo un pueblo, espejo de su legado cultural y fundamento de sus esperanzas". Y en ese contexto habla de la dignidad de cada humano como una "premisa cultural", es decir, como un a priori hegemónico en el que se asientan nuestras constituciones; por eso el artículo 10 de la nuestra dice que la dignidad de la persona es “el fundamento del orden jurídico y de la paz social”. No aceptar esto y no hacerlo con todas sus consecuencias es situarse en contra del sistema, por mucho que se defienda al régimen. Pero es aquí donde debo confesar un rasgo de pesimismo. Conozco a pocas personas que pongan en duda esa premisa cultural, es decir, la supeditación del poder, del orden público y de la política a la dignidad humana. Y sin embargo, tengo dudas sobre si esta convicción es sincera, y sobre todo si está preparada para resistir con la necesaria radicalidad a tendencias que la asedian. Vista la deriva populista de buena parte de las sociedades europeas, subproducto de una degradación cultural que tiene causas y culpables, no tengo confianza en que en las próximas décadas nuestras sociedades estén en condiciones de asumir las exigencias y renuncias a que conduce semejante planteamiento. Temo, sinceramente, que por falta de memoria, nuestra “premisa cultural” de la dignidad humana esté convirtiéndose en retórica, y que de la cultura de los derechos se esté girando de nuevo hacia la cultura del poder, la eficacia, las prisas, la identidad nacional, la tecnocracia y la seguridad. Me pregunto si no estamos deslizándonos hacia un Estado de Derecho con demasiadas cláusulas de excepción que acaban por degradar los derechos fundamentales a garantías contingentes y subordinadas, es decir, sólo para cuando no molesten. Lo que en definitiva supondría la más estrepitosa derrota de la línea más virtuosa de nuestra cultura jurídica. Una derrota silente, porque no será de un día para otro: será el resultado de las batallas que hoy no libremos con determinación.
Permítanme una licencia literaria. En la novela “Hablando del asunto”, de Julian Barnes, encontré una deliciosa metáfora. Al parecer, en algunas regiones de Inglaterra, se plantan rosales en los extremos de los cultivos. No es un adorno, sino un sistema de alarma o advertencia sobre determinadas plagas, porque las rosas son las primeras en acusar la enfermedad: así, si los pétalos pierden color y entereza, hay que tomar medidas, porque detrás de las rosas van los cultivos. Hacia el final de la novela, uno de los personajes se da cuenta de que, por no haber plantado rosales, había descuidado un amor que creía invencible. La imagen también puede servir, aunque en tono más prosaico, para la cultura de los derechos: al fin y al cabo cultivo y cultura comparten la misma raíz. Si dispusiéramos de esas rosas de advertencia, tal vez alguna de ellas estaría ya dándonos algún aviso. El problema es que con tantas alarmas de seguridad privada, no queda espacio para los rosales.
El armazón jurídico-constitucional de la democracia está empezando a percibirse en ciertos ambientes no exactamente marginales como una armadura anacrónica que entorpece la acción de las mayorías, ya sea para construir una nueva república, ya para recentralizar la monarquía; para dar instrumentos a la policía sin las trabas de jueces y políticos que se pierden en sus laberintos, o para decidir la pena que se merecen los acusados de un crimen mediático; para arreglar en dos tardes el problema de la delincuencia, o para acabar (también en dos tardes) con la corrupción de los políticos.
¿No piensan que es posible que estemos confiando más de la cuenta, y por tanto imprudentemente, en el carácter hegemónico del constitucionalismo, del Estado de Derecho, del principio de legalidad y de la incondicionalidad de los derechos humanos? ¿Es posible que no nos estemos dando cuenta de importantes grietas en la solidez de la premisa cultural de la que parte Häberle?
De nuevo es la memoria nuestra mejor aliada. La mejor Europa se constituyó a raíz de la tragedia de las guerras y los totalitarismos nazi, fascista y estalinista, que fueron movimientos cuyos inicios traían la marca de un puritanismo depurador, de una exagerada ambición política y de un desprecio por lo viejo, todo debidamente aliñado con emociones y miedos insidiosamente inducidos. Sociedades enteras se vieron arrastradas a un cambio de paradigma cultural. De aquellos horrores brotó la fuerza para conjurarse en pactos nacionales y supranacionales con un “nunca más” como bandera. Esos pactos se nutrieron de la confluencia de varias tradiciones de pensamiento jurídico, moral, político y filosófico que se unieron por su parte más virtuosa: la tradición cristiana, la tradición liberal y la socialista. A esa confluencia es a lo que a mí me gusta llamar mi patria. Una patria cuyas regiones son la separación real de poderes para evitar el poder excesivo; la representación parlamentaria para evitar la autocracia y dar cauce a los conflictos sociales en marcos racionales y transparentes de deliberación y decisión; la cultura de los derechos fundamentales para asentar el orden jurídico y la paz social en la dignidad de cada individuo, incluido el menos parecido a uno mismo; el pluralismo militante y la libertad de prensa para ahuyentar el pensamiento único y la represión de la disidencia; los límites de la represión y del derecho penal para que el miedo a la delincuencia no sirva de coartada para la construcción de un Estado policial al servicio del Ejecutivo; el principio de legalidad, es decir, el “gobierno de las leyes” para desterrar la arbitrariedad, la demagogia y la dictadura de las mayorías coyunturales; las políticas sociales (jubilación, salud, educación) como cláusulas de garantía contra la exclusión social; la libertad religiosa y de conciencia, la libertad de expresión, la intimidad, el secreto de comunicaciones y el acceso a la propiedad privada como blindaje de la condición humana; el sistema de mercado como método eficiente de abastecimiento; los derechos de asociación, reunión y manifestación como instrumentos de vertebración y participación social; la autonomía política de regiones y países geográfica y culturalmente diferenciados; y el compromiso con un “nosotros” cada vez más amplio que asuma como problema moral la suerte del más distinto. Todo eso es el constitucionalismo, y ese es el sistema europeo al que España, con décadas de retraso, se incorporó decididamente a finales de los setenta en un tardío "nunca más" que nos hizo mejores. Casi todo el mundo dice y cree que está dentro de esa tradición, pero creo que no debemos dar por segura la solidez de los compromisos que comporta.
Ahora hemos perdido el miedo a la guerra y el miedo al poder autoritario, y tenemos otros miedos. Ahora la gente le tiene miedo al delincuente, miedo a la invasión musulmana o inmigrante con pérdida de nuestra identidad cultural, miedo al atentado terrorista, miedo a perder el puesto de trabajo precarizado y la propiedad del piso. A nadie se nos puede reprochar nada por nuestros miedos, pero es bueno saber que si los grandes miedos forjan la valentía y el compromiso moral, los miedos pequeños generan pactos temerosos alrededor del concepto de seguridad, que gana más y más aprecio frente a la valentía de los derechos y las libertades.
Y ahí lo tienen. Son rosas que están perdiendo su color en los extremos de nuestra cultura. La pena de muerte se fuga del desván en el que la teníamos encerrada, y ya se reclama un referéndum (que nos sacaría de Europa, con la única compañía de Bielorrusia). Cualquier límite a la policía o al derecho penal se percibe como un “tiquismiquis” complaciente con el crimen. Las protestas acaban acorraladas en el discurso de los desórdenes públicos: “cállese o rellene una instancia”, porque en la calle siempre puede saltar la chispa de la violencia. Emerge, ¡desde la política! un discurso antipolítica que reduce el pluralismo a un “nosotros contra ellos”, es decir, a un patriotismo vindicativo que tiene más banderas que derechos. Los parlamentos no nos representan, los diputados son unos privilegiados 'que no sirven para nada', la ley es un estorbo para la eficacia, y la ciudadanía ya no es tanto la dignidad personal de los derechos que se ejercen, como la caja de resonancia de una información tóxica que nos llega por televisiones y periodistas verticalizados de arriba abajo a su pesar. Más de un millón de personas hacen clic para reclamar la inhabilitación exprés de tres jueces porque han dictado una sentencia o un voto particular que no les gusta. Y en un contexto así, si los partidos políticos han dejado de creer en sí mismos como instrumentos de articulación de pretensiones políticas y sólo necesitan de los ciudadanos su voto, fácil será que compitan por satisfacer más al televidente que al ciudadano. Si todo esto va a más, tendremos un problema. Si va a más, algo estaremos haciendo mal entre todos.
Sí, es una cuestión de memoria. Los derechos con sus garantías jurídicas no son un catecismo improvisado. Es decir, no son un catecismo en la medida en que tienen esqueleto jurídico. Son un escudo pensado para los momentos peores. Vienen del pasado, y están para el futuro. Son una defensa frente a la prisa y los atajos populistas. Son un depósito de experiencia, una conquista cultural y política que se ha revestido de razones jurídicas de primer orden. Están hechos de material resistente, capaz de vencer en un tribunal a un Gobierno o a toda una opinión pública. Pero los derechos no se defienden por sí mismos: necesitan ayuda intelectual y política para no ser percibidos como estorbos buenistas contra la eficacia de las soluciones rápidas. Tengamos claro que los derechos de los demás, de los distintos, de los incómodos, de los contrarios, de las minorías, de los extranjeros, si son de verdad derechos, molestarán a las mayorías, supondrán costes, pondrán pausa y prohibirán el paso. Tienen un reverso áspero que no es seguro que sociedades en proceso de degradación moral estén eternamente dispuestas a soportar. Por eso necesitan un soporte ético y un impulso intelectual. Empéñese todo el que pueda, porque algunas rosas están palideciendo. Quizás nos estén advirtiendo de una involución sin memoria de la que aún no somos conscientes. La cultura de los derechos no es un catálogo de buenas intenciones, sino la gran barricada frente a vientos que podríamos llamar populistas en la peor de sus acepciones. Pero no habrá barricada útil sin un discurso jurídico solvente, porque sin la garantía del Derecho, los derechos no resisten. Como dice Ferrajoli, el Derecho no siempre implica la democracia, pero la democracia implica necesariamente el Derecho, es decir, el principio de legalidad y los límites al poder constituido. Después de la Ilustración y de la enmienda a la totalidad de Kelsen, todas las elaboraciones del derecho natural se volcaron en el constitucionalismo rígido, fundamento de nuestros sistemas jurídicos, igual que, con el empuje liberal y luego socialista, el concepto cristiano de la dignidad humana dio lugar a las declaraciones de derechos universales, después constitucionalizadas. Ese es nuestro principal patrimonio, y en su conservación y mejora la cultura jurídica se juega su razón de ser y su alianza con la ciudadanía. En definitiva, de lo que se trata es de algo tan ambicioso como renovar el pacto social y democrático de nuestras sociedades, y en ese empeño también deben estar los juristas.
Concluyo, con una última idea.
El Derecho es poroso. El artículo 3.1 CC así lo proclama: el tenor literal no aprisiona de por vida el sentido de una norma. La norma está abierta a influencias: a otras normas acaso más recientes, a la realidad social cambiante, a su espíritu y finalidad según el sistema de valores del momento. A largo plazo, la cultura jurídica es eso que hay entre la cultura general y la norma: recibe influjos culturales, los tamiza, y los emplea en la interpretación (y en la crítica) de la norma. Y viceversa, supongo. Cuidar la cultura jurídica es limpiar los cauces para que el agua de la cultura fluya y empape el Derecho de manera ordenada, previsible, racional, y no simplemente intuitiva. El Derecho no subsiste sin una continuidad cultural con su entorno social. La cultura, impregnando al pensamiento jurídico en procesos lentos, constituye el entorno interpretativo de la norma. Esto daría para otra larga reflexión. Podríamos asomarnos a cómo la postmodernidad impide seguir creyendo en un Derecho de estructura piramidal, cómo la globalización ha cambiado muchos tableros de juego y obliga a jugar a otra cosa, cómo influye en la misma noción de justicia la cultura de la inmediatez, cómo el relativismo multicultural cambia la noción de orden público, cómo el movimiento está sustituyendo a las fronteras con el teléfono móvil como icono, y cómo los conflictos sociales acaban creando nuevas palabras para el Derecho. No depende de los juristas decidir sobre los cambios culturales, pero sí aprender a exponerse a ellos. Abrir las ventanas del Derecho es arriesgarse a mediar en lo que no dominamos con los materiales que sí conocemos. No es mal lugar una Academia para sentirse magníficamente acompañado en ese empeño.
Dije al principio que cada generación de juristas acaba siendo fiduciaria de la cultura jurídica que recibió de la anterior. La nuestra es la generación encargada de dejar en el siglo XXI lo que recibió del último tercio del siglo XX. Son demasiadas transformaciones en poco tiempo, y no podemos estar seguros de estarlo haciendo de la mejor manera: a veces se trata de innovar, y otras de resistir, y en eso estamos. En cuanto a mí, hay dos jaculatorias jurídicas que me sirven para orientarme. Una me tranquiliza: que nadie puede dar lo que no tiene; la otra, me inquieta: que nadie puede invocar a su favor su propia torpeza. Esto lo podemos decir en latín o en castellano: en ambos casos son principios seguros de cuya mano yo quisiera tomar posesión como académico a modo de juramento.
Vuelvo con esto a las palabras con las que comencé este discurso: soy afortunado porque he recibido un buen equipaje, una buena formación y valiosos consejos. Como profesor universitario me aconsejaron que dar clase es ir a disfrutar, me aconsejaron estudiar cada semana al menos una sentencia a fondo y leer a algunos clásicos antes de enfrentarme a una tesis. En mi etapa de juez, me aconsejaron que la instrucción de causas debía ser más aguda que ancha, limitada pero certera; que buscase la decisión más natural aunque no sea la más imaginativa, y que si me siento perdido en una causa me preguntase si no es porque la solución en que me estoy empeñando no es la más correcta. Los primeros consejos me los dio el profesor José Antonio Doral, los segundos los recibí de Augusto Méndez de Lugo y de Jerónimo Garvín. De Lorenzo del Río, de Juan Ruiz-Rico y de Pepe Cano, miembro que fue de esta Academia, he recibido transfusiones de experiencia judicial que buena falta me hacía y me sigue haciendo. Y de mis alumnos, un continuo estímulo por ponerme a la altura de sus expectativas. Si a esto le añadimos la familia en que nací, los maestros de SAFA y los profesores del bachillerato en Úbeda, los de la Facultad en Granada, y los amigos y compañeros del mundo del Derecho con los que he tenido ocasión de hablar y discutir, ya tenemos identificados a quiénes estáis hoy haciendo académico.
Muchas gracias.
Resumen: Este trabajo recoge el discurso de ingreso del autor como Académico en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada. En él realiza una reflexión global sobre la cultura jurídica, marcando los caminos que favorecen su formación, pero también señalando en qué puntos se ha perdido el devenir adecuado.
Palabras clave: Cultura legal, conceptualismo, Tribunal supremo, derechos fundamentales.
Abstract: This work includes the speech of the author as member of the Royal Academy of Jurisprudence and Legislation of Granada. He makes arguments in favor of concept of legal culture, marking the paths that favor its formation, but also pointing out where the proper evolution has been lost.
Key words: Legal culture, conceptualism, Supreme Court, fundamental rights.
Recibido: el 8 de septiembre de 2018
Aceptado: el 18 de septiembre de 2018
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[1] Discurso de toma de posesión como Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada, 13 de junio de 2018.