"ReDCE núm. 37. Enero-Junio de 2022"
|
|
El libro que recensiono se integra en la colección que edita la Fundación Coloquio Jurídico Europeo. Antes de nada, querría resaltar la encomiable labor de esta Fundación, que ocupa un lugar central en los debates del Derecho público gracias a su esfuerzo a lo largo de años. Conviene recordar que los textos que edita tienen su origen en un debate que se estructura a partir de una ponencia principal y un comentario a la misma. La obra de la que doy noticia responde a este modelo, de manera que el trabajo medular es el de Ricardo Alonso García, Catedrático de Derecho Administrativo y Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, y la réplica de Paz Andrés Sáenz de Santamaría, Catedrática de Derecho Internacional Público de la Universidad de Oviedo y consejera de Estado.
Cualquier persona interesada en el Derecho de la Unión conoce a ambos autores. Sus trabajos han servido para consolidar el estudio de esta materia en nuestro país y llevarlo al primer nivel del continente. Indudablemente, el libro responde a la categoría de ambos profesores. El planteamiento no es nada acomodaticio: escogen un tema clásico, el sistema de fuentes, pero huyen de lo sabido y plantean directamente aquellos puntos que consideran problemáticos, todo ello con una radical actualidad (Paz Andrés discute incluso el propio concepto de sistema de fuentes, p. 158). Las cuestiones que analizan y cómo las estudian traslucen un poderoso conocimiento de la lógica jurídica de la Unión y, además, una gran sensibilidad para escoger la jurisprudencia que ilumina los temas.
La intención primordial de esta recensión es describir el contenido del libro. No obstante, realizo una exposición ligeramente divergente al índice, hilando los temas de manera distinta, para ofrecer una visión que se ordena a través de los ejes Derecho originario/Derecho derivado. A continuación añado una breve lectura político-constitucional de las cuestiones que exponen los autores. Quiero pensar que esa mirada desvela la profundidad de los argumentos de este libro. Un texto que es excelente, precisamente por dar pie a la reflexión.
2.1. Los contenidos del libro.
El profesor Ricardo Alonso García comienza cuestionando el igual valor jurídico de las distintas normas que componen el Derecho originario -los Tratados, la Carta y los Protocolos-. Una primera razón radica en la posibilidad que tiene el Tribunal de Justicia de controlar las decisiones que articulan las reformas de los Tratados. Se hace eco de la doctrina Pringle, en la que se juzgó tanto el procedimiento, como los límites materiales (p. 18 -la profesora Paz Andrés ofrece conclusiones menos rotundas, p. 161). El segundo argumento lo construye Ricardo Alonso a la luz de los Protocolos. Si su función es detallar los Tratados o exceptuar su aplicación, la relación entre ambos cuerpos normativos no puede ser homogénea. La necesaria coherencia impone un mayor peso interpretativo de los Tratados, de suerte que no queden desvirtuados por los Protocolos. Estos dos apuntes críticos le permiten al autor situar la declaración del mismo valor en su justa medida: «En definitiva, cabría concluir sosteniendo que la única verdad insoslayable que encierra la atribución del “mismo valor jurídico” a todo el Derecho originario sería su superioridad ordinamental respecto del Derecho derivado» (p. 24).
Pero, ¿cuál es ese valor jurídico respecto al Derecho del Estado? Es este un problema clásico, al que Ricardo Alonso dedica algunas páginas centradas en la última y polémica decisión del Tribunal Constitucional de Polonia. Como bien señala, lo importante de esta sentencia no es tanto su fallo, que en términos generales replica doctrina anterior del propio Tribunal Constitucional y refleja la de otros. La clave reside en el autor y el contexto. El primero, un Tribunal en crisis de legitimidad, cuyo déficit, precisamente, está siendo cuestionado por la Unión. El segundo, la voluntad de erosionar los cimientos de la Unión.
Sin embargo, como explica el autor, los efectos políticos de la decisión resultan inviables, pues no es posible imaginar ni una reforma de los Tratados, ni un exit de Polonia. Afirma así el autor, arrojando algo de optimismo, que «parece que la solución terminará girando, tarde o temprano, en torno a la reconsideración del problema por las autoridades polacas, acaso forzadas al máximo desde las instituciones europeas y desde la propia sociedad civil» (p. 33). En este punto entran en juego las páginas que Paz Andrés dedica a las diversas resoluciones del Tribunal de Justicia frente a las infracciones del Estado de Derecho imputadas a Hungría y Polonia (p. 166 y ss.). Entiende que están sirviendo para que el Tribunal de Justicia perfile un núcleo constitucional duro.
Me gustaría en esta recensión alterar el orden de los temas estudiados en el libro, y saltar ahora al epígrafe dedicado a los principios generales, pues tradicionalmente estos (o parte de ellos) se han ubicado en el contexto del Derecho originario, tesis que es discutida por Ricardo Alonso. En efecto, considera que afirmar de manera general que los principios tienen rango constitucional es «simplista (además de perturbador)» (p. 74). El rango del principio estaría determinado por el de la «norma a la que resulten de algún modo incorporados» (p. 74). Así las cosas, la naturaleza de los principios generales no vendría fijada por el rango, sino «por su existencia al margen de cualquier reconocimiento normativo positivizado» (p. 73).
El decano de la Complutense aprovecha la reflexión sobre los principios generales para plantear dos asuntos ligados a la dualidad de derechos fundamentales que provoca su incardinación en la Carta y en su condición de principios generales. Señala que algunos derechos de la Carta, inaplicables por su propia naturaleza al Estado miembro (toma como ejemplo el derecho a la buena administración y el derecho de acceso a los documentos), acaban proyectándose en el ordenamiento nacional a través de su reconocimiento por el Tribunal de Justicia como principios generales. En línea con esta expansión aplicativa de los derechos fundamentales de la Unión, el libro atiende al reciente fenómeno por el cual, sin haber Derecho europeo implicado, los Tribunales Constitucionales utilizan la Carta, sea como canon de validez (Austria, Alemania), sea como criterio hermenéutico (España). Pero bien sabemos que esta estrategia, sobre todo en el caso del Tribunal Constitucional alemán, no es inocente. Lo expone de forma prudente el autor cuando muestra las dudas que ofrece la particularidad de utilizar la Carta, prescindiendo del Tribunal de Justicia, a fin de cuentas, intérprete supremo de ese documento:
El difícil juego del reconocimiento de los derechos fundamentales en distintas fuentes, lo plantea también en el epígrafe 4, donde trata el alcance del CEDH. Comienza recordando el lugar limitado que ocupa hoy el Convenio: «no es fuente del Derecho de la Unión, de manera que ni es un instrumento directamente aplicable en la Unión, ni lo es en los Estados miembros cuando aplican el Derecho de la Unión» (p. 89). En definitiva, la función del Convenio se concentra en coadyuvar a fijar el sentido y alcance de los derechos de la Carta, tal y como dispone el artículo 52.3. Pero, ¿qué ocurre cuando el derecho reconocido en el Convenio no ha recibido, vía ratificación, el consenso de todos los Estados de la Unión? ¿Sigue condicionando el contenido y sentido de lo derechos de la Carta? Ricardo Alonso presenta las distintas posiciones que han manifestado los Abogados Generales, y suscribe la de Pedro Cruz Villalón, que, en sus conclusiones a Åkerberg Fransson, propuso la interpretación autónoma desde la Carta allí donde el Convenio no encarna consenso.
Todavía en torno al artículo 53.2 de la Carta, Ricardo Alonso apunta un tema para la reflexión. Entiende que el citado precepto transforma el uso previo que el Tribunal de Justicia había hecho del Convenio. Pasa de ser instrumento de inspiración a estándar mínimo. Y esa función plantea evidentes problemas cuando las categorías en conflicto son dos derechos fundamentales. ¿Qué significa entonces estándar mínimo o mayor protección?
El tratamiento de los problemas específicos del Derecho originario se cierra con el epígrafe 6, en el que estudia la diversidad conceptual utilizada por los Tratados para los efectos de las sentencias del Tribunal de Justicia, anulación en el recurso de legalidad (art. 263), invalidez en la cuestión prejudicial (art. 267). Sin embargo, subraya Ricardo Alonso que con el tiempo esta disparidad ha resultado ser una mera variación nominal (p. 127), de manera que la sentencias que anulan y las que declaran la invalidez comparten los mismos efectos “erga omnes” y, por regla general, “ex tunc”. En este contexto, se comparte plenamente con el autor su crítica de que no se hayan trasladado esas características también al control incidental de legalidad previsto en el artículo 277, que solo produciría efectos entre las partes.
2.2. Una lectura político-constitucional de los contenidos del libro.
El método de los profesores Ricardo Alonso y Paz Andrés identifica aquellos puntos en los que el Derecho originario plantea dificultades técnicas. No obstante, si reunimos sus apreciaciones en una mirada de conjunto, el libro nos dice mucho sobre la naturaleza político-constitucional del Derecho originario y, por ende, de la propia Unión.
Es un lugar común afirmar que la estructura formal de un texto normativo con vocación de supremacía revela su naturaleza político-constitucional. Partiendo de esta premisa, son muchas y enriquecedoras las hipótesis a las que invita la obra recensionada. A mi juicio, los hitos destacados por los autores permiten concluir que el Derecho originario tiene tres rasgos esenciales: su cuerpo central, los Tratados, compone un texto híbrido, entre el derecho constitucional y la reglamentación económica; pese a su detalle, esos Tratados necesitan ser completados; y goza de una supremacía modulada. Esbozaré brevemente estas características.
La amplia extensión del Derecho originario trasluce la doble alma de los Tratados. Nacieron para reglamentar un mercado, pero han terminado configurando una organización política. Para lo primero es necesario el detalle; para lo segundo se recomienda la concisión en aras a que la mayoría coyuntural de cada momento desarrolle el marco de posibilidades compartidas. Esta dualidad funcional (¿contradicción?) enmarca las reflexiones de los autores sobre el mismo valor del Derecho originario que, en el fondo, reverdecen un problema clásico de teoría constitucional: ¿existe una jerarquía dentro de la propia norma suprema – los Tratados? O, al menos, ¿tienen el mismo valor hermenéutico para dotar de coherencia al sistema? Es obvio que los distintos procedimientos de reforma anuncian que no tienen igual rigidez. La función del Tratado de la Unión como una suerte de frontispicio ahonda en esta idea. Y Paz Andrés nos explica muy bien la formación de un núcleo constitucional. Pero la realidad es que en la praxis política nunca se ha planteado la oportunidad de descolgar el Tratado de Funcionamiento, pese a que, como señalara Dieter Grimm, su extensión y su rigidez plantean en el fondo un problema democrático.
Los Tratados son un texto incompleto. Lo reconocían desde sus inicios, con esa expresión, hoy recogida en el artículo 19 del TUE, entonces en el artículo 135 del TCE, según la cual el Tribunal de Justicia «garantizará el respeto del Derecho en la interpretación y aplicación de los Tratados». Esta llamada al Derecho siempre se ha entendido como una atribución específica al Tribunal de Justicia, que lo distingue radicalmente de otros Tribunales Supremos. Y sabemos, lo explican muy bien los autores, que esa compleción se ha logrado con los principios generales, o bien con referencias expresas a otras fuentes, cualificadamente el CEDH.
Lo importante en este punto es tener claro que este rasgo de los Tratados no es un defecto, sino una característica intrínseca, sobre la que tenemos que ocuparnos dogmáticamente. Lo apunta el profesor Ricardo Alonso: ¿cuándo tienen rango constitucional los principios generales? Según él, el rango viene determinado por la norma a la que se incorpora el principio. Lo que ocurre, como bien señala el autor, es que los principios generales se caracterizan precisamente por preexistir a su reconocimiento en un texto. Esto diferencia a los principios generales de los principios a secas, que necesariamente están reconocidos en los Tratados o cualquier otra fuente y que son principios en virtud de su estructura normativa; si desaparece la norma que los reconoce, dejan de formar parte del ordenamiento, no son principios generales. En definitiva, los principios generales son necesarios precisamente por a la inexistencia de norma. Esto nos obliga, en otro problema clásico de la teoría constitucional, sobre todo la de los Estados Unidos, a elucidar aquellos criterios que permiten distinguir la naturaleza constitucional de un principio general.
Finalmente, los Tratados (y los principios generales constitucionales) tienen una supremacía modulada, en tanto que no se imponen necesariamente sobre el Derecho constitucional del Estado. Aquí estamos ante otro problema clásico, que los autores revitalizan con dos temas de suma actualidad, la sentencia del Tribunal Constitucional polaco y la garantía por el Tribunal de Justicia del Estado de Derecho. La problemática relación entre el Derecho originario y el Derecho constitucional del Estado es el fenómeno que por excelencia refleja la conexión entre texto y función política de los Tratados. Esto es así porque todo texto con vocación de supremacía trasluce la naturaleza del poder que lo produce; y viceversa. En mi opinión, la vocación híbrida de los Tratados, entre la concisión constitucional y el detalle; su necesidad de compleción; y su supremacía modulada, son un resultado derivado de forma natural de su origen político. ¿Quién está detrás de los Tratados? Unos Estados que no pretenden conformar una comunidad política nueva. Quieren dar forma a una organización para que ordene la cooperación de máxima intensidad en una serie de ámbitos. Y lo hacen reservándose siempre la última palabra a través del derecho de veto, que opera como una garantía de las comunidades nacionales. Este modo de producir los tratados explica a fin de cuentas la estructura formal y las particularidades que detalla el libro.
3.1. El contenido del libro.
Ricardo Alonso, en el epígrafe segundo, hace un repaso completo de la utilización práctica del reglamento y la directiva. Nos recuerda que existen reglamentos que requieren medidas estatales para su completa aplicación, a la vez que hallamos directivas de detalle que dejan poco espacio a la libertad estatal de medios y formas. Debemos añadir en este punto la precisa exposición de Paz Andrés relativa a las condiciones que la normativa estatal debe cumplir cuando satisface la llamada a completar un reglamento (derogación expresa, depuración de normas redundantes y salvaguarda de la naturaleza del reglamento, p. 173).
La confusión es mayor cuando se produce una hibridación de fuentes, por la cual una directiva es modificada parcialmente por un reglamento, problema que según Ricardo Alonso debería salvarse respetando el carácter de reglamento de aquellas disposiciones introducidas con esa naturaleza, pese a que se integren en el cuerpo de una directiva (p. 49). Distinta es la posición de Paz Andrés, que se inclina por sostener que las disposiciones reglamentarías pasarían a tener naturaleza de directiva. Considera que al menos así lo formula la autocomprensión del legislador europeo y del estatal cuando publican en sus respectivos boletines los textos consolidados (p. 185).
Vuelve Ricardo Alonso sobre las patologías vinculadas a la trasposición de directivas. Repasa la facultad para oponerse a las reglamentaciones técnicas nacionales que no han cumplido con el deber de información prescrito en la directiva; la eficacia directa de las directivas que concretan derechos fundamentales (pero no si concretan principios generales de la Carta); o la eficacia en las situaciones trilaterales, típica del reparto de bienes públicos escasos, en el que el beneficio de un administrado es el perjuicio de otro. Finalmente se centra en la eficacia que las directivas pueden producir antes del plazo de trasposición, impidiendo la aprobación de normativa estatal que comprometa gravemente el resultado de la directiva. Obligación que se extendería al juez, que, sin estar obligado a una interpretación conforme, debe abstenerse de postular interpretaciones que dificulten gravemente el resultado de la directiva.
Saltando otra vez el orden del libro, me gustaría detenerme en el epígrafe 7, que dedica a la «ambigua frontera entre los actos delegados y los actos de ejecución». La metodología es idéntica al tratamiento que da del juego entre el reglamento y la directiva. Se detiene en fijar la función que los Tratados atribuyen a una y otra fuente: «el artículo 290 versaría sobre el reparto horizontal del poder en el seno de la propia Unión, mientras que el 291 atañería a la distribución del poder en términos verticales, entre la Unión y los Estados miembros» (p. 140). Y a partir de ahí pasa a analizar cómo esa caracterización se está difuminando. En la praxis política, primero, por el llamativo número de regulaciones de “soft law” destinadas a aclarar el funcionamiento institucional de las fuentes; pero, además, por la integración de comités de expertos en la formación de los actos delegados. Confusión a la que, según el autor, el Tribunal de Justicia también ha contribuido dejando un amplio margen de actuación a las instituciones para elegir entre la oportunidad de un acto delegado o un acto de ejecución. Y, además, el tribunal tampoco ha apurado la precisa distinción entre lo que es modificar, propio del acto delegado, y precisar, facultad del acto de ejecución, circunstancia que acaba por dar un margen mayor de lo esperado a este segundo tipo de acto.
Trata también Ricardo Alonso, en el epígrafe 5, el control del “soft law” por el Tribunal de Justicia. Recuerda que el artículo 263 excluye expresamente el examen de las recomendaciones y dictámenes, circunstancia que durante años llevó a reducir el objeto del recurso de legalidad a los «actos obligatorios». Y luego se detiene en un análisis del asunto BT, que parece abrir de forma definitiva el control de validez a través de la cuestión prejudicial de todo acto que «puede tener una incidencia decisiva en la esfera de los individuos» (p. 112). No obstante, señala Ricardo Alonso que aún se trata de un control insuficiente, que debería completarse reconociendo jurisdicción también en el recurso del artículo 263, restañando así la limitación que, paradójicamente, padecen las instituciones con legitimación privilegiada.
La profesora Paz Andrés añade dos temas en el tratamiento del Derecho derivado. En las páginas 186 y siguientes recuerda con suma claridad la posición del Derecho internacional dentro del sistema de fuentes de la Unión: está sometida a los convenios que ella celebra; a los que celebraron los Estados cuando asume las competencias anteriormente ejercidas por estos; y a respetar el Derecho internacional consuetudinario. Pero interesan especialmente las acotaciones que hace en torno a los asuntos del Sahara Occidental (p. 190 y ss.), en los que la autora indica la relevancia que el Tribunal General y el Tribunal de Justicia dan a los principios de derecho internacional general, por más que lleguen a conclusiones distintas.
El segundo tema tiene que ver con la justiciabilidad de las decisiones que adoptan los representantes de los Gobiernos, formalmente fuera de las formaciones institucionales de la Unión (p. 195 y ss.). Lo ilustra con las controversias judiciales que conllevaron el cese de la abogada general del Reino Unido tras el Brexit o el cambio de sede de ciertas agencias de la Unión. Ante la negativa del Tribunal de Justicia para conocer estos asuntos, afirma Paz Andrés: «[…] es difícil no compartir las críticas de quienes no encuentran justificación para esta esfera de inmunidad proclamada por un tribunal tan celoso del control judicial en tantos otros ámbitos» (p. 201).
3.2. Una lectura político-constitucional de los contenidos del libro.
Todo sistema de fuentes es una proyección del sistema de gobierno, que a su vez encarna los principios políticos desde los que se estructura una determinada organización. Es este un axioma que ha dominado la teoría constitucional y tiene una evidente función racionalizadora, puesto que la fuente habría de darnos la información sobre el órgano de producción y el régimen jurídico de las normas que incorpora. En el contexto de esta premisa, el libro motiva reflexiones sobre la naturaleza del proceso político en la Unión, caracterizado por estar dirigido a lograr el consenso sobre una base técnica.
Los autores destacan con suma claridad la intercambiabilidad entre el reglamento y la directiva; y anuncian que puede estar ocurriendo lo mismo entre el acto delegado y el acto ejecutivo. Los presupuestos normativos se debilitan y se impone la praxis política. ¿Cómo es posible? A mi juicio, esta circunstancia se debe al doble principio político que según el artículo 10 TUE debe ordenar la Unión: el de representación de los ciudadanos que se articula en el Parlamento; y el de representación de los Estados que estructura en el Consejo Europeo y el Consejo. Esto lleva a un equilibrio institucional bien conocido, que se materializa en el procedimiento legislativo. Los dos principios políticos se sitúan en paridad y también los órganos que lo encarnan. Por tanto, no puede haber una estructuración jerárquica de fuentes al estilo del Estado constitucional. Las fuentes, salvo las puntuales reservas de directiva que hallamos en los Tratados, son irremediablemente intercambiables, a disposición de las instituciones en el desarrollo del procedimiento legislativo. Hoy ni siquiera reflejan el eje centro/periferia que quería justificar la distinción entre reglamento y directiva (el reglamento para ceñir a los Estados; la directiva para dejarles espacio).
Esta permuta de fuentes muestra además la naturaleza de la dinámica política de la Unión. Sabemos que el procedimiento legislativo está estructurado para alcanzar un acuerdo entre el Parlamento y el Consejo. Y que ese acuerdo viene precedido de una iniciativa de la Comisión que resulta de un largo y elaborado camino, que busca la aquiescencia previa entre los potenciales destinatarios de la norma, a través de estructuras informales de diálogo. El consenso es la idea motriz de la política europea: y a la formación de ese consenso contribuye el importante poso técnico que se quiere dar a las iniciativas de la Comisión. Esto contrasta con la lógica política del Estado constitucional, en el que la disputa entre mayoría y oposición lo llena todo. ¿Dónde esta la mayoría que gobierna en la Unión? ¿Y la oposición? No lo sabemos. Son unidades políticas inexistentes por innecesarias. Así las cosas, la formación del consenso en la Unión se hace desde la neutralización del conflicto, y en el resultado importa más el contenido (la regulación) que el continente (la fuente). Esto explica, creo, que el sistema de fuentes de Derecho derivado tenga una racionalidad formal muy frágil, como espléndidamente han expuesto los autores.
Resumen: Este trabajo recensiona el libro sobre el sistema de fuentes europeo de los profesores Ricardo Alonso y Paz Andrés. Se exponen los principales contenidos del libro, que se centra en los problemas actuales del sistema de fuentes. Y luego se añade una reflexión de política constitucional.
Palabras claves: Sistema de fuentes, recensión, Ricardo Alonso, Paz Andrés.
Abstract: This work reviews the book on the European system of sources of law, written by professors Ricardo Alonso and Paz Andrés. The review exposes the main contents of the book, which focuses on the current problems of the sources of law. The review proposes a constitutional reading of the book.
Key words: Sources of law, review, Ricardo Alonso, Paz Andrés.
Recibido: 18 de mayo de 2022
Aceptado: 19 de mayo de 2022