"ReDCE núm. 37. Enero-Junio de 2022"
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Los ecos del año milagroso de 1989 se fueron apagando a partir del 11 de septiembre de 2001. Se inició una ola de atentados que golpearon a diversas capitales europeas, poniendo en cuestión la capacidad de autoprotección del Estado constitucional. En el 2008, la crisis económica global quebró el modelo social europeo. Luego, durante el año 2020, la pandemia nos interpeló sobre el lugar del ser humano en la naturaleza. Cuando cierro estas páginas, la guerra de Ucrania remueve cimientos que se creían bien sólidos. Entremedias, la Unión busca su lugar, consciente de que ya no basta con subrayar las mejoras socio-económicas logradas a partir de su impulso. Los consensos de base parecen obsoletos y el proyecto europeo anhela horizontes políticos renovados con los que explicarse ante el ciudadano.
En este ensayo me centro en la defensa política de los valores constitucionales, uno de los caminos que ha emprendido la Unión para intentar reconstruir su legitimidad. Comienzo clarificando el concepto de defensa política, que tiene una honda raigambre histórica y se comprende esencialmente por su contraposición frente al control judicial. Hoy tiene una importancia práctica reducida, pero necesaria, tal y como refleja el artículo 7 del TUE, así como los nuevos instrumentos que se han incorporado en la última década, el Marco del Estado de Derecho, el Mecanismo del Estado de Derecho y el Reglamento de condicionalidad, de los cuales destaco sus elementos comunes: actuación subsidiaria, potencialmente preventiva y destinada a articular un modelo estándar de Estado de derecho.
La ampliación de los medios para defender el Estado de derecho frente a las involuciones que se produzcan en los Estados miembros causa, a mi juicio, dos grandes transformaciones. La primera destaca el paso de un proyecto caracterizado por la importancia del Derecho, a otro copado por los valores. Se quiere crear un nuevo paradigma de legitimidad, con su correspondiente teoría jurídica y constitucional, así como un cambio en su arquitectura institucional. En todo ello late la idea de que la Unión ha de defender los valores constitucionales en virtud de su racionalidad universal. Esta situación conlleva una segunda transformación, puesto que la Unión, al materializar en un sentido preciso el Estado de derecho, desempeña una labor de política constitucional.
2.1. Algunas aclaraciones terminológicas: defensa política versus control judicial.
El concepto de defensa política de la Constitución es una categoría clásica en la teoría constitucional. Pero es evidente que ha ido perdiendo espacio a medida que se ha asentado el control jurisdiccional de la norma suprema. Hoy, la defensa política aparece en escasos momentos: en los estados de excepción, la garantía de homogeneidad federal y, parcialmente, en la deducción de responsabilidad penal de determinadas autoridades, destacando el “impeachment”.
La separación conceptual entre defensa política y defensa jurídica es posible si antes hemos clarificado las categorías de invalidez y pérdida de efectividad. La primera refiere el supuesto en el que una norma contradice otra superior. Con la carencia de efectividad se describe ese fenómeno por el cual una disposición, pese a estar vigente, en la práctica no condiciona la conducta de sus destinatarios (sea por desobediencia frontal, sea por “desuetudo”) [1].
En los albores del constitucionalismo, la defensa política quería ser un instrumento para cerrar la crisis de normatividad de la Constitución, fuese de validez o de efectividad [2]. Sin embargo, en cuanto que decisión atribuida a los órganos políticos, de facto suponía una defensa de la mayoría o, al menos, de las instituciones que se suponían legítimas, circunstancia que nos advierte de un elemento más de la defensa política, según el cual, quien la ejerce ha de tener irremediablemente un poder de coacción suficientemente fuerte.
2.2. La defensa política de los valores en la Unión. Origen y evolución.
El actual artículo 7 del TUE configura un mecanismo de defensa política de los valores constitucionales, que encaja en la categoría expuesta en las páginas anteriores. Brevemente me gustaría recordar que tuvo su origen como complemento del artículo F del Tratado de Maastricht (1992) [3]. El artículo F definía la configuración constitucional de la Unión y los Estados miembros, a través de una relación recíproca, por la cual, la primera había de respetar la identidad nacional y los derechos fundamentales, mientras que los segundos debían sostener un sistema de gobierno democrático.
El Tratado de Ámsterdam (1997) introdujo algunas matizaciones conceptuales que reflejaban una comprensión distinta. No bastaba con que la Unión respetase los derechos fundamentales; ahora pasaba a “basarse” en esos derechos, a la vez que incluía la libertad y la democracia entre los principios que sostenían la Unión. Pero, sobre todo, se incorporó el instrumento de defensa política que hoy regula el artículo 7 (antiguo F1). En virtud de ese precepto, los principios constitucionales en los que se apoyaba la Unión, se convirtieron en parámetro de control de la actuación de los Estados miembros y, por tanto, también marco de su legitimidad. Se fijó el supuesto de hecho que activaba el control en una lesión efectiva (“la existencia de una violación grave y persistente”), sin que entonces se previera el riesgo como requisito para la actuación, circunstancia que se añadiría más adelante. Y se estipuló claramente la naturaleza política del control, dándoselo al Consejo para que lo ejerciera “en su composición de Jefes de Estado o de Gobierno” y lo materializara en la suspensión de derechos, medida que siempre era susceptible de revisión.
El Tratado Constitucional (2004) y luego el Tratado de Lisboa (2009) transmutaron los principios en valores y enriquecieron su número. No parece que podamos extraer conclusiones claras de ese cambio en el tipo de la norma, pues ambas categorías jurídicas operan con una eficacia transversal que necesita ser concretada. Y tampoco creo que el incremento de valores tenga más importancia que la claridad del detalle, dado que, bajo los anteriores criterios de libertad, democracia y derechos fundamentales, eran deducibles sin mayor esfuerzo los de dignidad humana, igualdad, Estado de Derecho, pluralismo, no discriminación, tolerancia, justicia o solidaridad.
Tras Lisboa, la lectura conjunta de los artículos 2 y 7 ofrecía un régimen jurídico relativamente claro. Los valores en su conjunto daban forma a una cláusula de homogeneidad, siendo razón recíproca de la legitimidad política de la Unión y de los Estados miembros. Marcaban un horizonte de justicia; eran canon de control del acceso de nuevos Estados miembros; y, a la vez, los Estados ya integrados habían de mantener esos valores, pues, de no hacerlo, tendrían que afrontar las consecuencias dispuestas en el artículo 7 [4].
En la práctica, la aplicabilidad del artículo 7 fue puesta en cuestión casi desde el principio. Recordemos que, cuando en Austria se formó un gobierno de coalición en el que se integró al FPÖ, los restantes Estados miembros realizaron un boicot informal, renunciando a utilizar el artículo 7 [5]. Se avizoraba que este precepto creaba más problemas que soluciones, perspectiva que parece alimentar los nuevos instrumentos de defensa del Estado de Derecho. En efecto, hoy contamos con tres mecanismos que pretenden anticipar el control para evitar el uso del artículo 7: el Marco del Estado de Derecho (2014 —de cuya vigencia podría incluso dudarse, en tanto que el Mecanismo lo habría superado [6]); el Mecanismo del Estado de Derecho (2019); y el Reglamento (UE, Euratom) 2020/2092 del Parlamento Europeo y del Consejo de 16 de diciembre de 2020, sobre un régimen general de condicionalidad para la protección del presupuesto de la Unión (desde ahora Reglamento de condicionalidad).
Me gustaría hacer algunas acotaciones respecto a los tres instrumentos, que tienen elementos comunes. La primera tiene que ver con el concepto Estado de derecho, que, desde la Segunda Guerra Mundial se utilizaba, al menos en la Europa continental, como pieza de una categoría más amplia, la del Estado constitucional, que englobaría además su naturaleza democrática y social. El axioma Estado social y democrático de derecho se convirtió en el paradigma. El auge actual del concepto Estado de derecho no significa, sin embargo, una reducción de los principios a garantizar. Cuando el Marco describe los rasgos del Estado de derecho aparecen las características del Estado constitucional, en tanto que “no puede haber democracia y respeto de los derechos fundamentales sin respeto del Estado de Derecho y viceversa”. Y así ocurre también con el Reglamento de condicionalidad, que dispone que “El Estado de Derecho requiere que todos los poderes públicos actúen dentro de los límites establecidos por la ley, de conformidad con los valores de la democracia y del respeto de los derechos fundamentales”.
Una de las mayores dificultades estriba en encontrar la justificación que legitime la intervención de la Unión en la garantía de la efectiva realización de los valores constitucionales en un Estado miembro. Es por ello que el “Blueprint” hace hincapié en remachar que la acción de la Unión siempre será subsidiaria, mientras que al Estado miembro le corresponde la obligación primordial [7]. La actuación de la Unión se sostendría sobre el socorrido principio de la cooperación, “que significa que todas las instituciones de la UE tienen la responsabilidad de prestar asistencia a los Estados miembros para garantizar el respeto del Estado de Derecho”. Creo que el difícil encaje en este asunto de la posición de la Unión frente a los Estados explica en gran medida que el Marco y el Mecanismo se hayan articulado a través de “soft law”. Y, en este sentido, que el último instrumento tome forma de Reglamento subraya que se ha ido consolidando la idea de una Unión de valores, cuestión sobre la que más adelante extraeré algunas conclusiones.
El Marco y el Mecanismo destacan por su función preventiva. El primero “pretende dar respuesta a futuras amenazas para el Estado de Derecho en los Estados miembros antes de que se den las condiciones para activar los mecanismos previstos en el artículo 7 del TUE”; el segundo quiere “presentar tendencias o cambios significativos”. Esta función preventiva explica perfectamente que se articulen procedimientos de diálogo para encontrar soluciones. Tal mecánica de diálogo es, sin embargo, mucho más clara en el Mecanismo que en el Marco, puesto que este último replica en gran medida el procedimiento precontencioso del artículo 258. Y así ocurre también con el Reglamento de condicionalidad, que ya traspasa el umbral de la prevención y se sitúa en el espacio de la represión, provocando como consecuencia la suspensión de pagos, compromisos, desembolsos o préstamos.
El parámetro de control se convierte en un elemento clave. En tanto que los tres instrumentos, sobre todo el Marco y el Mecanismo, quieren ser una alternativa al artículo 7, ese parámetro habría de trazar una línea que suponga un umbral anterior al “riesgo de violación grave”. El Marco elige la categoría de amenaza sistémica fruto de nuevas medidas o prácticas generalizadas. Resulta difícil, sin embargo, distinguirlo del supuesto de riesgo de violación grave, e incluso cabría pensar que supera este umbral desde el momento en que la amenaza debe afectar a la estructura constitucional, es decir, a más de un elemento, o a uno de tal importancia que ponga en quiebra todo el modelo. Ahora bien, a la luz del procedimiento dialogado y de la finalidad preventiva antes que represiva, cabe pensar que se trata de un parámetro que se va concretando a tenor de las circunstancias y de forma progresiva, tal y como ocurre con el ingreso de nuevos Estados. En definitiva, es obvio que se intenta trasladar al campo del Estado de derecho la técnica que se ha instaurado para la economía en el Semestre Europeo, cercana a la dinámica de la dirección política.
En el Reglamento de condicionalidad el parámetro se desdobla. Se ha de afectar de manera “suficientemente directa a los intereses financieros de la Unión o la gestión financiera del presupuesto” y se ha de producir la vulneración de los principios del Estado de derecho, materializada en la independencia de los jueces, decisiones arbitrarias o ilícitas de las autoridades públicas, limitar la eficacia de la tutela judicial o de la persecución de las infracciones del Derecho. Y aunque no se define la intensidad o cantidad que ha de caracterizar la vulneración, el modo en cómo se define el parámetro hace pensar lógicamente que no basta con una vulneración esporádica, sino que ha de tratarse de una situación generalizada o con visos de hacerse sistémica [8].
3.1. La Comunidad de Derecho.
3.1.a) El mito fundacional y su antítesis.
La idea de las Comunidades Europeas como Comunidad de Derecho es uno de los mitos fundacionales del proceso de integración [9]. Conviene no olvidar que su antítesis, y casi diríamos que su némesis, no era otra que la Comunidad Política Europea y en menor medida la Comunidad Europea de Defensa. Con la apelación al Derecho como elemento adjetivador, indiscutiblemente se buscaba dejar a un lado cualquier atisbo de politización, cuestión que quedaba bajo el dominio de los Estados miembros. Pero, a su vez, reflejaba una forma de producir Derecho, caracterizada siempre por procedimientos dirigidos a alcanzar un amplio consenso entre las partes afectadas. Se separaba así del elemento político que dominaba en los Estados, la dicotomía entre mayoría y oposición, lógica que lubricaba el funcionamiento de las instituciones estatales. Y, sobre todo, encajaba perfectamente con el objetivo prioritario de la integración, que no era otro que la construcción de un mercado interior. Se entendía que este necesitaba seguridad jurídica por encima de todo y que podía separarse del Estado.
3.1.b) La teoría jurídico-constitucional: el Tratado como Constitución material.
La idea de la Comunidad de Derecho recibió bien pronto de la academia una teoría jurídico-constitucional, impulsada, sin duda, por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, que reconoció derechos subjetivos en disposiciones con la redacción típica de un Tratado internacional [10]. Este giro, caracterizado a menudo como revolucionario, tuvo una serie de consecuencias capitales. En primer término, esos derechos subjetivos de reconocimiento jurisprudencial, pese a su nítido contenido económico, tenían un funcionamiento técnico idéntico al de un derecho fundamental, es decir, protegían una serie de intereses incluso frente al legislador (estatal). En segundo lugar, la teoría constitucional que explicaba la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, hacía suya en gran medida la creciente dogmática de los derechos fundamentales, lo que facilitaba la racionalización de su aplicación. En tercer lugar, esa doctrina se movía en paralelo a la evolución del Derecho constitucional, que en la misma época se estaba concibiendo como un Derecho de derechos individuales [11]. Y, por último, el reconocimiento generalizado de derechos subjetivos de naturaleza económica ponía en manos de millares de personas y empresas el cumplimiento del Derecho comunitario.
3.1c) La teoría político-constitucional.
No fue tan clara la teoría político-constitucional que habría de completar esta teoría jurídico-constitucional. Hubo unos primeros intentos de explicar el Derecho comunitario como un ordenamiento de autonomía originaria, fruto de una suerte de revolución legal al estilo de Hart, en tanto que los aplicadores estatales supuestamente reconocerían el Derecho comunitario como supremo incluso frente a la Constitución [12]. Pero esta tesis carecía de anclaje con la realidad, bien porque tal reconocimiento no se producía hasta el punto de sustituir una norma suprema por otra; o bien porque resultaba imposible olvidar el papel de la Constitución estatal en la continua reforma de los Tratados. Era, en definitiva, una tesis carente de realismo.
Más profundidad tiene a mi parecer la concepción que consideró posible la construcción de una Comunidad de derechos subjetivos ceñidos esencialmente al ámbito económico. Daba cuenta de una división funcional, en el que la Comunidad cumplía una labor compensatoria frente al proteccionismo, dejando al Estado los principales elementos políticos [13], visión que además entroncaba con un problema clásico, el de la distinción entre Estado y Sociedad, Derecho y Economía. Además, esta teoría constitucional traspasaba al proceso de integración las tesis de John Ely. Si en la teoría de este autor los derechos fundamentales habrían de servir para corregir el procedimiento legislativo introduciendo los intereses de las minorías no atendidas, en el Derecho de la Unión, las libertades fundamentales rectificarían los procedimientos legislativos estatales, dando espacio al operador económico extranjero, que no había sido tenido en cuenta [14].
3.1.d) La teoría institucional.
Finalmente, este conglomerado teórico se cerraba con una arquitectura institucional determinada. No es necesario repetir que las Comunidades tenían como elemento distintivo la carencia de una Administración y un Poder Judicial para ejecutar su Derecho. Convertir la Administración y el Poder Judicial estatal en comunitario respondía, sin duda, a una necesidad. Pero, también, a una estrategia democrática, pues las Comunidades se apoyaban en dos pilares del Estado de Derecho —Administración y Poder Judicial— en los que se proyectaban muchas de las razones que legitiman la acción estatal. En definitiva, por decirlo de algún modo, las Comunidades y luego la Unión se subrogaban en la posición constitucional del Estado.
3.2. Unión de valores.
3.2.a) En busca de un nuevo mito y su antítesis.
La crisis económica del 2008 hizo necesaria la búsqueda de una nueva narrativa, en el buen entendido de que la austeridad de ninguna forma podía ser un presupuesto explicativo del sentido de la Unión [15]. La pandemia y la irrupción de los populismos han generado la oportunidad de refrescar los presupuestos de legitimidad, dando un giro significativo mediante las ideas de solidaridad y Unión de valores. Me voy a centrar ahora en el segundo elemento, que es el que interesa en este ensayo.
La antítesis a la que se enfrenta la Unión de valores parece a priori clara, y no es otra que el populismo, que en sus formas más burdas despliega medidas que chocan con nuestra cultura constitucional. Pero seguramente a nadie se le escapa que el populismo deriva de una premisa mucho más sofisticada y robusta —la identidad nacional—, con honda raigambre constitucional, como refleja el Tribunal Constitucional alemán [16]. La identidad nacional revindica una singularidad tan relevante, que no puede ser frenada por el Derecho de la Unión, y en verdad por ningún otro Derecho. En última instancia, la identidad nacional (y quien la determina) se impone sobre las formas jurídicas.
Ahora bien, la Unión de valores también reivindica una identidad, si bien una identidad que no separa, sino que reúne [17]. Los valores de la Unión son compartidos por los Estados miembros y por ello precisamente se han convertido en propios de la Unión. Dadas estas circunstancias, en principio no debería de darse un choque de identidades. Sin embargo, los valores constitucionales son conceptos esencialmente discutidos [18]; más aún, nacen para ser debatidos y en la controversia que suscitan radica su interés [19]. En efecto, todos somos capaces de hacer una definición del Estado de Derecho lo suficientemente general para que sea aceptada por el auditorio. Pero es factible que su declinación tome formas distintas y que tales concreciones sean razonables. Esto nos llevará más adelante al problema de los estándares.
3.2.b) Teoría jurídico-constitucional.
Los valores son una categoría jurídica clásica en la teoría constitucional. La doctrina, en términos generales, sostiene que los valores no encierran un mandato (como sí haría un principio, una disposición competencial, un derecho fundamental), sino que señalan algo que es bueno en sí mismo [20]. Esta naturaleza implica que tenga una escasa justiciabilidad, la cual se desarrolla a través de otros preceptos que concretan los valores en diversos ámbitos. En este sentido, la Comisión y el Tribunal de Justicia han mostrado una gran habilidad haciendo posible su reivindicación en sede jurisdiccional, deduciendo del valor Estado de Derecho reglas jurídicas precisas referidas a la organización del poder judicial [21].
Tradicionalmente los valores han tenido una normatividad ajena a los tribunales. En primer lugar, dentro de las normas constitucionales, cumplen de forma cualificada la tarea de apelar, antes que al operador jurídico, al ciudadano, para que este, en su lectura común de la Constitución, encuentre un texto que le ofrece una idea de justicia [22]. En segundo lugar, se ha de esperar que los valores permeen el conjunto del ordenamiento, definiendo la estructura social. Basta con recordar la incidencia que los valores constitucionales han tenido en la comprensión objetiva de los derechos fundamentales [23].
Es interesante que nos detengamos en analizar la nueva normatividad que la Unión está extrayendo de los valores, o al menos del valor Estado de derecho. Si nos fijamos en los instrumentos, sobre todo en el Mecanismo del Estado de Derecho, la Unión declina el valor en un estándar, esto es, en un modelo institucional, de manera que aquel Estado que lo ostente participa en el valor Estado de Derecho. En definitiva, la Unión está generando tipos constitucionales que implican ya una ponderación del valor Estado de Derecho en relación con otros valores. A nadie se le escapa que esta es la función propia de las Constituciones (estatales), que, tras enunciar una serie de valores, le dan forma institucional con las disposiciones de detalle [24].
3.2.c) La teoría político-constitucional.
El Estado de derecho no necesita una teoría constitucional que lo explique. Al afirmar su condición de valor de la Unión, común a los Estados, asumimos que se ha superado la fase justificativa y comprendemos, sin mayor explicación, que el Estado de Derecho es bueno en sí mismo. La dificultad reside en dar argumentos que sostengan la existencia de una potestad de la Unión para imponer el Estado de Derecho en los Estados miembros cuya vida constitucional difiere del estándar compartido [25].
La cuestión muestra toda su magnitud cuando la crisis del Estado de Derecho en un Estado miembro es resultado de la estrategia sostenida de una mayoría de gobierno con fuerte apoyo electoral. En este punto habrá quien sostenga que no hay nada nuevo bajo el sol y que estamos ante el asunto clásico del constitucionalismo, el que le da su razón de ser: el Derecho constitucional (las Constituciones) nace para limitar a la mayoría y proteger a la minoría. Bastará entonces con recapitular las viejas teorías que explican el sentido de la Constitución. Una de corte jurídico-moral: cómo tratamos al disidente, a la minoría, da muestra de nuestra calidad como comunidad política. Y otra de corte funcional: hay que poner frenos a la mayoría porque puede ocurrir que mañana yo sea minoría; el respeto de unas reglas de juego mínimo hace posible en sí mismo el juego. Sin embargo, estas posiciones se debilitan en el contexto supranacional por una razón sencilla: los límites son externos a la comunidad política. ¿Por qué aceptar barreras extrañas en la definición de nuestra naturaleza constitucional?
El escollo no es menor. Crece, además, si pensamos que, en términos prácticos, la puesta en ejecución requiere de un cierto grado de poder coactivo. La coacción es el vértice en el que se reúnen el Derecho y los Hechos, la instancia última en la que se verifica la fuerza transformadora de quien ostenta el poder legítimo habilitado jurídicamente. Si se fracasa en el ejercicio de la coacción, se abre una inmensa grieta en el poder público, poniendo incluso en crisis su propia funcionalidad [26].
Conviene recordar además que el problema admite soluciones diversas. Por ejemplo, Dawson ha expuesto que, ante el reto actual del populismo, la Unión podría responder de dos modos distintos [27]. Aislándose del problema, de manera que la Unión no se vea contaminada, pero sin tener que entrar en el conflicto. O bien neutralizando el conflicto, sea abriendo el Derecho primario a ciertas singularidades, sea articulándolo a través de las instituciones.
Pero la Unión ha decidido intervenir. Los distintos documentos de la Unión apelan a la cooperación leal. Sin embargo, la cooperación leal no puede ser una tesis legitimadora de la preeminencia constitucional de la Unión, sino la consecuencia. Deja sin responder el problema principal: por qué la Unión ha de gozar de nuevos poderes. En esos documentos oficiales, a menudo se vincula la necesidad del Estado de Derecho para garantizar el funcionamiento del mercado interior, ligado a la confianza mutua. Sin duda, el mercado necesita seguridad jurídica. Pero bien sabemos que basta con que esa seguridad jurídica se ciña a determinados ámbitos, el de las inversiones. El ejemplo de China es paradigmático en este sentido. Se trata de un actor vital en el capitalismo global, y lo hace sin encajar en el paradigma del Estado de Derecho.
Desechadas estas posibilidades, solo parecen quedar dos. La primera entronca con una visión clásica del federalismo: la Unión podría intervenir sobre la vida constitucional de los Estados miembros porque goza de preeminencia política. Esta es la idea que sostiene la Sección Cuarta, del Artículo IV de la Constitución de los Estados Unidos. La Federación está por encima de los Estados y le corresponde una función tutelar e incluso correctora para mantener las condiciones propias de pertenencia que definen a esa comunidad política. Encontramos cláusulas similares en los Estados miembros. Me parece, sin embargo, que estamos lejos de poder proclamar esa preeminencia política de la Unión. Además, y no es un problema menor, le falta un poder coactivo comparable al de una federación.
Creo que llegados a este punto solo cabe justificar la intervención de la Unión a partir de la idea del reconocimiento de la validez universal de ciertos valores. Estos valores dan sentido de pertenencia a la Unión, que se define ahora como Unión de valores, de suerte que solo se puede pertenecer a la Unión de una manera determinada. La Unión ya no solo sería ordenación del mercado, cumpliendo así una función compensatoria frente a los excesos del Estado nación (el proteccionismo). Ahora también sería ordenación de la justicia, satisfaciendo también una función compensatoria frente a los excesos del Estado nación (el populismo).
3.2.d) Estructura institucional: coacción mediante el gasto.
La Unión Europea no necesitaba coacción frente al Estado miembro, entendida la coacción como la potestad, manifestada en diversas formas, para imponer o impedir una conducta de quien se rebela contra la norma (multa, ejecución subsidiaria, apremio sobre el patrimonio, compulsión sobre las personas, etc.). En esencia, la coacción se articulaba en el seno de las instituciones estatales. El contexto actual ofrece una hipótesis inesperada: cómo imponer a un Estado miembro un concepto político de justicia que no ha sido definido mayoritariamente por los ciudadanos de ese Estado. La situación se parece a los supuestos en los que se los tribunales nacionales han dudado de la primacía del Derecho de la Unión, en tanto que se quiebra la coherencia sobre los principios fundamentales. Pero, en este segundo caso, la crisis se produce en el marco del diálogo judicial y se encuadra en el contexto de un litigio, que por antonomasia delimita su extensión. Es un momento coyuntural, en el que la situación se recompone por los mensajes cruzados que se envían los tribunales, el modo en el que se lleva a la praxis el fallo y su recorrido en el futuro. Las resoluciones judiciales son un punto de comienzo y no un término de llegada.
Ciertamente, los instrumentos de garantía del Estado de derecho, sobre todo el Mecanismo, abraza esta idea de proceso, de encaje paulatino, que es la que se usa para los Estados miembros que pretenden el acceso a la Unión. Se espera que la búsqueda de objetivos compartidos garantice el ajuste y ahorre la necesidad de coacción. Pero el Reglamento de condicionalidad supone un giro radical. No debemos confundirlo con los supuestos de control y responsabilidad para los instrumentos de gasto previstos en el Reglamento financiero. Estos mecanismos se refieren estrictamente a las consecuencias que provoca la mala administración, sin que se trate de medidas coactivas en el sentido de imponer o impedir una conducta. En cambio, en el Reglamento de condicionalidad la suspensión de pagos, compromisos, desembolsos o préstamos es la respuesta a la vulneración del Estado de derecho y tiene una clara finalidad compulsiva destinada a corregir el devenir del Estado miembro.
Recordemos que el Tratado Constitucional fue el intento de dotar a la Unión de una doble legitimidad comparable a la de las Constituciones estatales: de origen, generando una suerte de momento constitucional, en el que los instrumentos nacionales (referenda, mayorías cualificadas) dotarían al Derecho primario de una singular legitimidad democrática; de contenido, intentando acrisolar a través del lenguaje una idea de constitucionalismo parangonable a la sostenida en las tradiciones estatales. Lisboa fue una salida táctica al fracaso de la Constitución europea, quedando en suspenso la necesidad de una definición más precisa del proyecto político europeo. Desde entonces, la crisis económica y la sanitaria han forzado una acelerada toma de decisiones de evidente calado constitucional.
Sin duda, se ha roto la división funcional que había caracterizado el proceso de integración [28]. Con la crisis económica es evidente que la Unión ya no se limita a compensar los excesos económicos del Estado nación, sino que ha pasado directamente, a través de la condicionalidad, a marcar el paso de la política económica y social de muchos Estados. El mandato de austeridad, introducido a través de las ayudas económicas de solvencia y liquidez, hizo de la devaluación interna mediante la reducción de salarios y el incremento del desempleo, el nuevo paradigma para enfrentar las dificultades del momento. Esta decisión, supuso, a su vez, introducir de lleno a la Unión en la definición del conflicto social. Tal penetración en lo cotidiano de la vida política, explica que, en la segunda crisis, consciente la Unión de la fragilidad de su posición, haya dado un viraje, incorporando postulados inéditos de solidaridad, entre los que destaca la emisión de deuda de la Unión.
En este contexto de larga redefinición, se establece la Unión de valores. Esta, al igual que en el ámbito económico, descose las líneas que configuraban la división funcional entre la Unión y los Estados miembros. Se ocupa ahora la Unión de temas en los que hasta ahora poco o nada tenía que decir, por tratarse de cuestiones propias de los Estados (independencia judicial, corrupción, medios de comunicación, etc.). Y lo hace con una técnica inédita, fijando estándares o modelos, y tutelando que los Estados miembros encajan en ellos [29]. En definitiva, la Unión Europea está haciendo política constitucional [30].
El concepto de política constitucional se comprende mejor cuando se compara con el de jurisdicción constitucional. La jurisdicción constitucional marca los límites de la acción política; la política constitucional es un tipo de acción política que explora los márgenes de la Constitución y los concreta, generando un discurso más amplio que el de los límites. Su distinta función explica que su modo de formación sea distinto. La jurisdicción busca la objetividad a través del método jurídico y se mueve en el escueto territorio que fijan las partes procesales. En cambio, la política constitucional debería forjarse a través de un procedimiento con participación de los agentes socialmente relevantes, dando como resultado una fuente del derecho (bien una ley, bien una reforma constitucional). De este modo, la política constitucional es una suerte de subrogado de la Constitución en tanto que sirve para articular problemas que no pudieron ser resueltos de manera definitiva, por lo que habitualmente se vuelca en fuentes con un procedimiento que exige una especial legitimidad. Sin embargo, la Unión en este punto se separa del modelo clásico. Los estándares son creados por la Comisión apoyándose en los materiales elaborados por el Tribunal de Justicia, el TEDH y la Comisión de Venecia. Y no se proyectan en una fuente del derecho, sino en un procedimiento contencioso, o en un procedimiento dialogado.
Este modo de actuar de la Unión en la defensa de los valores suscita algunas perplejidades. En primer lugar, hace presente un choque de identidades difícil de resolver. Durante mucho tiempo se puso en cuestión los esfuerzos de algunos Tribunales Constitucionales por definir una identidad constitucional. Se discutía la propia existencia de esa identidad [31]. Pero en lo que ahora nos interesa, se subrayaba la dificultad de que ese núcleo intangible fuese definido por la jurisdicción constitucional, sin una participación más amplia de otros actores políticos [32]. Se criticaba además que la identidad se formulase como algo estático, permanente frente al discurrir natural de la sociedad y su articulación democrática. Ahora, de algún modo, la Unión funciona como un reflejo de esa dinámica, de suerte que los valores constitucionales son declinados por la Comisión. Es cierto que la Comisión abre un proceso de diálogo, pero este no responde a los procedimientos democráticos, sino a los de naturaleza contenciosa. Del mismo modo, la Comisión no actúa en sentido estricto de manera unilateral, pues enriquece su análisis con la jurisprudencia del TEDH y las aportaciones de la Comisión de Venecia. No obstante, de nuevo estamos ante una conformación de la constitucionalidad que se desenvuelve al margen de la especial legitimidad con la que se suele dotar a las decisiones de política constitucional.
El segundo problema surge de la paradoja democrática que acompaña a la defensa política de los valores constitucionales. Es bien sabido que en el contexto actual, la protección comunitaria de los valores choca con el principio de democracia nacional (y no, simplemente, con la definición del Estado de derecho por un Tribunal Constitucional). Nos encontramos así con dos alegaciones cuyo sustento pretende ser democrático, circunstancia que, por otro lado, no es nueva en el ámbito de la Unión. A priori existe una salida sencilla, que consiste en denunciar que las políticas sostenidas en determinados Estados miembros, aunque adoptadas por procedimientos institucionales, carecen de contenido democrático. Estamos ante el paradigma basilar del constitucionalismo, que se construye sobre un concepto de democracia que no se ancla exclusivamente en el principio de la mayoría, sino que el producto de la mayoría ha de ser respetuoso con ciertos elementos. Ahora bien, esta lógica encuentra su sentido precisamente por la existencia de una Constitución fruto del poder constituyente. En efecto, asumimos que los límites sustanciales a la decisión de la mayoría se explican porque la Constitución nace de una fuerza de mayor legitimidad. Es esta, sin embargo, la pieza que ostensiblemente falta en el contexto de la Unión.
El déficit de Constitución vuelve a ser el vacío que impide el suave traslado de las categorías constitucionales al Derecho de la Unión. La salida al embrollo, desde luego no parece que venga de la esperanza vana de una Constitución europea. Ese tren ya pasó. Creo que la solución pasa por deconstruir y reconstruir los elementos de legitimidad que incorpora una Constitución. Toda comunidad política busca en una Constitución dotarse de una legitimidad de origen, de contenido y de funcionamiento. Con la primera se remite al procedimiento de especial legitimidad que dio lugar a la norma suprema. La segunda señala unos contenidos prototípicos sin los cuales no somos capaces de identificar un texto como Constitución. Y la tercera refiere la capacidad de la Constitución para racionalizar el proceso político asegurando una acción pública eficaz.
Evidentemente, la idea de una Unión de valores concentra todo su peso en el segundo elemento, en la legitimidad sustancial. Esto supone una desvalorización de la democracia como procedimiento, sobre todo en la fase de creación de una Constitución. Pero me atrevería a decir que no conlleva novedad alguna en el orbe constitucional europeo, donde el concepto de poder constituyente, tras la Segunda Guerra Mundial, se difumina en la praxis y es sustituido en el mejor de los casos por la idea de momento constitucional [33], que sirve para señalar rasgos de especial legitimidad democrática.
Es innegable que la tesis clásica del “spill over”, sin ofrecer una explicación total, daba una pauta de comprensión cabal a la luz de la evolución histórica: el mercado interior llamaba de forma natural a la unión económica y monetaria, y esta implicaba necesariamente ciertas dosis de unión política. Pero este tipo de análisis pierde toda su pregnancia a partir de la crisis económica de 2008. Ya no se trata de evaluar cómo evoluciona la Unión desde su lógica interna; la tarea consiste en estudiar las soluciones que la Unión ofrece frente a factores exógenos. En este sentido, la Unión de valores como respuesta a la crisis que están causando Estados con mayorías de corte populista es, sin duda, un paso que mete de lleno a la Unión en la articulación de los conflictos sociales. Es, además, una tarea que encierra un riesgo evidente. No estamos ante el supuesto en el que una unidad política asentada, con una experiencia constitucional rodada, goza ante los ciudadanos de una legitimidad cualificada para imponerse, en el terreno de los valores, sobre otras unidades políticas. Sin duda, la defensa política de los valores es una apuesta de la Unión por refundar su legitimidad. En esa defensa no sólo se busca la efectiva realización del Estado de derecho, sino que la Unión también pretende que esa actuación le dé una nueva posición ante la ciudadanía. Pero a nadie se le escapa que la Unión se lo juega todo en el terreno de los hechos. Si no consigue un éxito claro, el fracaso golpeará de lleno al proceso de integración.
Resumen: Este ensayo recupera el concepto de defensa política y estudia su aplicación a la luz de los instrumentos desarrollados en la Unión para proteger los valores constitucionales. Tras destacar los elementos principales de estos instrumentos, a continuación se centra en las transformaciones que está provocando en las estructuras constitucionales del proceso de integración. Se pasa de una Unión definida por el mercado interior, a otra que quiere legitimarse a través de los valores constitucionales. Y de una Unión sin Constitución, a otra que hace política constitucional.
Palabras claves: Defensa política, valores constitucionales, mercado interior, legitimidad, política constitucional.
Abstract: This essay reviews the concept of political defense of the Constitution and studies its application under the light of the instruments developed in the Union to protect constitutional values. After highlighting the main elements of these instruments, the paper focuses on the transformations that this kind of protection is causing in the constitutional structures of the integration process. It goes from an Union defined by the internal market, to another that wants to legitimize itself through constitutional values. And from a Union without a Constitution, to another that makes constitutional politics.
Key words: Political defense, constitutional values, internal market, legitimacy, constitutional politics.
Recibido: 29 de mayo de 2022
Aceptado: 25 de junio de 2022
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[1] Respecto a las categorías invalidez y pérdida de efectividad, por todos F. BALAGUER CALLEJÓN, Fuentes del Derecho. Principios del ordenamiento constitucional . Vol. I, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 120 y ss.
[2] Un estudio de la defensa política en la historia de España, S. ROURA GÓMEZ, La defensa de la constitución en la historia constitucional española: rigidez y control de constitucionalidad en el constitucionalismo histórico español , CEPC, Madrid, 1998.
[3] Permítaseme la autocita, pues recojo en mayor detalle la evolución histórica, M. AZPITARTE SÁNCHEZ, «La cultura constitucional de la Unión Europea. Análisis del artículo 6 del TUE», en F. BALAGUER CALLEJÓN (coord.), Derecho Constitucional y cultura. Homenaje a Peter Häberle , Tecnos, Madrid, 2004.
[4] No obstante, López Aguilar lo ha calificado como el dilema de Copenhague, señalando el contraste entre la exigencia de cumplir los valores cuando se ingresa en la Unión, frente a la inexistencia de medios efectivos para exigir su cumplimiento durante la pertenencia a la Unión, J.F. LÓPEZ AGUILAR, «El caso de Polonia en la UE: retrocesos democráticos y del Estado de derecho y “dilema de Copenague”», Teoría y Realidad Constitucional , 38, 2016, p. 107.
[5] A este respecto, en este mismo número S. MANGIAMELI: «La democracia representativa en la UE y la opinión pública europea. problemas y perspectivas», Revista de Derecho Constitucional Europeo, núm. 37, 2022.
[6] En este sentido, F. BALAGUER CALLEJÓN, «Democracia y Estado de Derecho en Europa», La Cittadinanza Europea , 2, 2020, en especial p. 35. Justamente se pude defender que el Mecanismo ha desplazado al Marco. Sin embargo, no se ha producido una derogación formal, seguramente porque tal concepción es inadecuada cuando estamos hablando de soft law . Por tanto, el desplazamiento sería únicamente funcional; es decir, el Mecanismo arrumba al Marco porque es más útil a los fines del Estado de derecho. Con todo, no sería sorprendente que, en el futuro, si se hace necesario aplicar el artículo 7, se desempolve el Marco.
[7] Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo Europeo, al Consejo, al Comité económico y social Europeo y al Comité de las Regiones. Refuerzo del Estado de Derecho en la Unión. Propuesta de actuación. COM (2019) 343 final.
[8] El parámetro del Reglamento ha condicionado asimismo la competencia, véase A. DE GREGORIO MERINO, «Editorial. El nuevo régimen general de condicionalidad para la protección del presupuesto de la Unión», Revista de Derecho Comunitario Europeo , 71, 2002, p. 18. En este mismo número, S. RAGONE y J.F. BARROSO MÁRQUEZ, «El giro “reactivo” de la identidad europea: condicionamiento de fondos y confianza mutua», Revista de Derecho Constitucional Europeo , núm. 37, 2022. M. KÖLLIG, «La condicionalidad para la protección del presupuesto de la Unión Europea: ¿una protección del estado de derecho o una garantía para los intereses financieros de la UE?», Revista de Derecho Constitucional Europeo , núm. 37, 2022.
[9] En una visión distinta, Weiler defiende que el proceso de integración respondería a una legitimidad mesiánica, destinada a invocar un futuro mejor, J.H.H. WEILER, «Europe in crisis –on political messianism, legitimacy and the rule of law», Singapore Journal of Legal Studies , 2012, p. 256.
[10] Por todos, E. STEIN, «Lawyers, Judges and the making of a transnational Constitution», AJIL , Vol. 75, 1981. F. MANCINI, «The making of a Constitution for Europe» , Common Market Law Review , 26, 1989.
[11] D. KENNEDY, «Three globalizations of law and legal thought: 1850-2000» , en DAVID RUBEK y ALVARO SANTOS (eds.), The New Law and Economic Development. A Critical Appraisal , Cambridge, 2006, p. 65.
[12] Por todos, N. MACCORMICK, «Sovereignty, Democracy, Subsidiarity», Rechtstheroie, núm. 25, 1994, pp. 282 y ss.
[13] C. JOERGES y F. RÖDL, «Informal politics, Formalised Law and the “Social Deficit” of European Integration: Reflections after the Judgments of the ECJ in Viking and Laval» , European Law Journal , Vol. 15, núm. 1, 2009, pp. 1-19, p. 8. V.A. SCHMIDT, «Re-Envisioning the European Union: Identity, Democracy, Economy» , Journal of Common Market Studies , núm. 47, 2009, p. 21.
[14] A. SOMEK, «The Argument from Transnational Effects I: Representing Outsiders through Freedom of Movement», European Law Journal , Vol. 16, núm. 3, 2010, p. 30.
[15] Sobre la dimensión amplia de la crisis, LÓPEZ AGUILAR, op. cit., p. 110. Sobre la dimensión político-constitucional de la austeridad, véase la Parte I, de Contesting Austerity. A socio-legal inquiry, A. FARAHAT y X. ARZOZ (eds.), Hart, 2021.
[16] Sobre la doctrina del Tribunal Constitucional alemán, véase mi trabajo M. AZPITARTE SÁNCHEZ, «Integración Europea y legitimidad de la jurisdicción constitucional», Revista de Derecho Comunitario Europeo , 55, 2016.
[17] P. CRUZ VILLALÓN, «La identidad constitucional de los Estados miembros: dos relatos europeos», Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid , 2013.
[18] Uso el término de concepto esencialmente discutido en el sentido de W.B. GALLIE, «Essentially contested concepts» , Proceedings of the Aristotelian Society , Vol. 56, 1955-56.
[19] Se pone en duda que exista un concepto común de Estado de Derecho W. SCHROEDER, «The Rule of Law As a Value in the Sense of Article 2 TEU: What Does It Mean and Imply?» , en A. VON BOGDANDY, P. BOGDANOWICZ, I. CANOR, C. GRABENWARTER, M. TABOROWSKI Y M. SCHMIDT (eds.), Defending Checks and Balances in EU Member States , Springer, 2021, p. 110. Pero, precisamente por la naturaleza de valor, resulta imposible alcanzar un concepto común. En este sentido, como señala el mismo Schoreder, quizá lo máximo a lo que podamos aspirar es a un contenido mínimo y no a una cláusula de homogeneidad.
[20] Sobre el concepto jurídico de valor, por todos R. ALEXY, Theorie der Grundrechte , Suhrkamp, 1994, p. 125 y ss.
[21] X. ARZOZ SANTISTEBAN, «El nacimiento de un nuevo parámetro de control de la ley: el valor europeo de Estado de Derecho» en J.I. UGARTEMENDIA ECEIZABARRENA y A. SAIZ ARNAIZ (eds.), ¿ Está en peligro el Estado de Derecho en la Unión Europea ?, EUROPEAN INKLINGS (EUi), Instituto Vasco de Administración Pública, 2021, p. 66 y ss.
[22] P. HÄBERLE, Verfassungslehre als Kulturwissenschasft, 2ªed. Duncker&Humblot, 1998, respecto al concepto de la interpretación como proceso abierto p. 228 y ss.
[23] U. VOLKMANN, «Die Dogmatisierung des Verfassungsrechts. Uberlegungen zur veränderten Kultur juristischer Argumentation» , JuristenZeitung , 20, 2020.
[24] Por eso, por ejemplo, Von Bogdandy, defiende que la Unión solo puede construir líneas rojas, A. VON BOGDANDY, «Towards a Tyranny of Values?» , en A. VON BOGDANDY, P. BOGDANOWICZ, I. CANOR, C. GRABENWARTER, M. TABOROWSKI y M. SCHMIDT (eds.), Defending Checks and Balances in EU Member States , Springer, 2021.
[25] Y aquí reside un problema de teoría política especialmente acuciante para la Unión, véase al respecto N. SCICLUNA y S. AUER, «From the rule of law to the rule of rules: technocracy and the crisis of EU governance», Western European Politics , Vol. 42, núm. 7, 2019.
[26] VON BOGDANDY, op. cit. , p. 78 plantea el problema todavía con más gravedad, pues incluso si la Unión tuviese éxito en su intervención, caminaría entonces hacia un Estado federal, lo que causaría el rechazo de otros Estados miembros.
[27] M. DAWSON, M., «How Can EU Law Respond to Populism?» , Oxford Journal of Legal Studies , 40(1), 2020.
[28] En segundo lugar, se ha producido una transformación de los principios del sistema de gobierno y, por ende, de los reequilibrios institucionales. Hemos visto un resurgir del principio de democracia nacional, reforzando los Gobiernos estatales su posición en la definición de la estructura de la Unión. Y también se ha fortalecido el principio de independencia técnica en razón del lugar preeminente que ha ocupado el BCE en el día a día de la crisis económica y de la crisis sanitaria.
[29] Una crítica a la homogeneización del problema, sin la necesaria graduación, F. BALAGUER CALLEJÓN, op.cit , en especial p. 59.
[30] VON BOGDANDY, op.cit , p. 91 rechaza este modo de trabajar. Considera que los valores, en el ámbito de la Unión, solo pueden dar lugar a “red lines”, a límites de mínimos, a lo que no se puede tolerar.
[31] Por ejemplo, C. SCHÖNBERGER, «Identitäterä. Verfassungsidentität zwischen Widerstandsformel und Musealisierung des Grundgesetzes», Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der Gegenwart, vol. 63, 2015, p. 43. O. LEPSIUS, «Souveränität und Identität als Frage des Institutionen-Settings», Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der Gegenwart , vol. 63, 2015, en especial pp. 73, 75 y 78.
[32] P. CRUZ VILLALÓN, «Legitimidad “activa” y legitimidad “pasiva” de los Tribunales constitucionales en el espacio constitucional europeo», Teoría y Realidad Constitucional , núm. 33, 2014, p. 147.
[33] Me refiero al concepto desarrollado en, B. ACKERMAN, We the people . Foundations , Belknap, 1993.