Revista de Paz y Conflictos
ISSN: 1988-7221

Antropología filosófica para la Paz: una revisión crítica de la disciplina

Irene Comins Mingol, Departamento de Filosofía, Sociología, Comunicación Audiovisual y Publicidad, Universitat Jaume I

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Resumen

El hilo conductor de este artículo es la de-construcción de la idea de violencia como elemento inherente e ineludible en el ser humano. En este artículo vamos a tratar de demostrar, por un lado, que se trata de una creencia incorrecta y referiremos para ello a las principales evidencias y trabajos empíricos al respecto. Y por otro lado, no sólo afirmamos que es una creencia incorrecta, sino que además esta tesis supone un gran peligro y un obstáculo para la construcción de la paz, ya que nos obceca y desmotiva en la búsqueda de alternativas y justifica un sistema político y social opresor, desconfiado y a la defensiva. Este análisis se realizará en el marco de la Antropología como disciplina, teniendo en cuenta sus tres dimensiones: la Antropología Biológica, la Cultural y la Filosófica. Especial énfasis se hará en ésta última perspectiva, la Antropología Filosófica, sobre el concepto de ser humano, por su gran poder para la fundamentación de los sistemas sociales, educativos y políticos en los que vivimos ahora y sobre los que se construirá el futuro.

Palabras clave:Naturaleza humana, violencia, paz, antropología para la paz, antropología filosófica, investigación para la paz.

Abstract

The thread of this article is the deconstruction of the notion of human being as violent per nature. In this article we will show first that this is an incorrect assumption, or at least an incomplete one, showing the empirical evidence according the last researches on the topic. On the other hand we will show that this is not only an incorrect assumption, but also a dangerous one, as it is an obstacle for peace research and peace processes. This research will take place from the point of view of the Anthropology, taking into account the three dimensions of this matter: Biology, Culture and Philosophy. Special emphasis will be devoted to this last perspective, Philosophy and the concept of human being, according the power that this concept has in order to create and justify the social and educational system and politics in which we live at the present time and that we will build for the future.

Keywords: Human nature, violence, peace, anthropology for peace, philosophy, peace research.


1. Introducción

Parece que existe la opinión general, al menos a pie de calle y en las charlas de café, de que la violencia forma parte natural e ineludible de todos los seres humanos y, por ende, de todas las sociedades. En este artículo vamos a tratar de analizar en primer lugar cómo es ésta una creencia incorrecta, errónea, falsa, que solamente tiene en cuenta una parte de la realidad. Lo cual vamos a mostrar explicitando y refiriendo diferentes evidencias y trabajos empíricos al respecto (Haas, 1990; Adams, 1992; Sponsel y Gregor, 1994; Howard, 1995; Gregor, 1996; Bonta, 1996; Fry, 2006). Y en segundo lugar, no sólo es una creencia incorrecta, sino que además esa tesis, generalmente y muchas veces inconscientemente aceptada, supone un gran peligro y un obstáculo para la construcción de la paz, ya que nos obceca y desmotiva en la búsqueda de alternativas justificando así un sistema político y social opresor, desconfiado y a la defensiva (Fry, 2006).

Este análisis lo haremos en el marco teórico y conceptual que nos ofrece la Antropología como disciplina. La perspectiva macroscópica de la antropología, con su extenso marco temporal y su método comparativo, puede ofrecernos orientaciones y pistas sobre la naturaleza de la violencia, de la guerra, así también como de la potencialidad humana para la paz (Fry, 2006).

La Antropología es una de las disciplinas más abiertas y controvertidas en cuanto a su definición y objeto de estudio. Algunos autores hablan incluso de crisis de identidad de la Antropología, por esa dificultad en la demarcación de cuál sea su materia específica de estudio cuando la comparamos con el resto de Ciencias Humanas y Sociales (San Martín, 1992: 9-11). En este sentido un buen recurso es la fórmula que utiliza Lévi-Strauss cuando afirma que la antropología es a las ciencias humanas y sociales lo que la astronomía a las ciencias naturales (San Martín, 1992: 92). Según Javier San Martín, «la antropología es el vigilante de lo que otras ciencias humanas y sociales dicen sobre el hombre, no porque pretenda criticarles los resultados, sino porque ella está especialmente preparada para controlar el uso teórico que de tales resultados se puede hacer» (San Martín, 1992: 97).

Muestra de la amplitud de su objeto de estudio son las múltiples subdisciplinas que incluye. El «abanico de antropologías» que encontramos (Beorlegui, 1999: 121-214) van desde la antropología natural o biológica, a la antropología cultural, la etnología o la antropología filosófica, entre otras.

Estructuraré el artículo en tres apartados siguiendo tres de estas subdisciplinas de la antropología: la antropología biológica, la antropología cultural y la antropología filosófica [1]. En primer lugar analizaremos desde la antropología biológica qué evidencias se aportan a la idea de que la agresividad, la violencia y la guerra forman parte de nuestro código genético, de nuestra especificidad como especie. Una vez descartada la idea de la violencia y la guerra como fatalidad biológica, en el segundo bloque del artículo revisaremos las aportaciones que desde la antropología cultural se apuntan a la creación de un mundo más pacífico, a la construcción de «culturas para hacer las paces» (Martínez Guzmán, 2004: 210), partiendo de los múltiples ejemplos de sociedades que han sabido y saben convivir de forma pacífica y armoniosa. Finalmente, una vez analizada la evidencia empírica, tanto desde la antropología biológica como desde la antropología cultural de que la agresividad y la violencia no son un sino del ser humano, revisaremos en el apartado sobre antropología filosófica los efectos y peligros que una creencia de este tipo puede generar. Valoraremos los efectos que a nivel social y político puede tener la concepción que tengamos sobre el ser humano, de ahí nuestra responsabilidad y compromiso por construir una Antropología Filosófica para la Paz[2].

Antes de pasar al análisis de estos tres apartados, es necesario explicitar que la Antropología, al igual que el resto de ciencias, se ha caracterizado por realizar un análisis sesgado de la realidad, priorizando como objeto de estudio el conflicto, la violencia y la guerra, frente al estudio de la paz y sus dimensiones. Hay una desviación sistemática que convierte la violencia y la guerra en objeto o materia digna de estudio, pero no la paz. Francisco Muñoz se refiere a este fenómeno como disonancia cognoscitiva según la cual «se desea, se busca, se valora más la paz, pero sin embargo se piensa en claves de violencia» (Muñoz, 2001: 24). Muchas veces como nos avisa el investigador para la paz Francisco Muñoz caemos en una disonancia cognitiva cercana a la esquizofrenia en la que «nos encontraríamos con una paz fuertemente deseada y sentida frente a una violencia grandemente pensada e investigada» (Muñoz, 2005: 283). Es lo que Muñoz denomina también «perspectiva violentológica» (Muñoz, 2001; 2005: 284). Esa perspectiva violentológica tiene el efecto perverso –en su énfasis, investigación, análisis y descripción de la violencia- de acarrear la visión de que la violencia esta más presente. La perspectiva violentológica ha caracterizado especialmente a dos disciplinas, la historia y la antropología, que en muchas ocasiones han hecho de la violencia, la agresividad y la guerra su tema estrella y su hilo conductor. Las investigaciones tanto antropológicas como históricas se han realizado tradicionalmente reforzando una visión violenta del ser humano, tratando de demostrar o justificar esa creencia que aludíamos al inicio del artículo sobre la natural violencia humana. Creencia que justificamos basándonos en datos del pasado y del presente y que, en consecuencia, aseguramos en el futuro como profecía auto-cumplida.

PERSPECTIVA VIOLENTOLÓGICA

PASADO

Historia

Antropología

Arqueología

ASEGURA PARA EL FUTURO

PROFECÍA AUTOCUMPLIDA

PRESENTE

Medios de Comunicación

Antropología

Primatología

Si bien la Antropología, la Historia y la Arqueología son las principales disciplinas que han reforzado esa imagen de violencia en el pasado, en el presente son los Medios de Comunicación quienes enfatizan y magnifican el fenómeno violento. Un estudio sobre 2000 programas de televisión retransmitidos entre 1973 y 1993 en Estados Unidos encontró que más del 60% representaban acciones violentas y que alrededor del 50% de los actores principales estaban involucrados en algún tipo de violencia (Fry, 2006: 11-12). No olvidemos que lo ordinario es la paz y lo extraordinario la violencia y el escándalo; sin embargo en un efecto perverso los medios de comunicación acumulan lo extraordinario en nuestras vidas, invirtiendo así la relación; de forma que lo extraordinario, a saber, la violencia, el escándalo, parecen convertirse a ojos del espectador en lo ordinario (Jiménez Bautista, 2004b: 50). En la Antropología podemos señalar a modo de ejemplo la obra bibliográfica recopilatoria de Ferguson The Anthropology of War: A Bibliography donde sólo el 3’4 % de las citas refieren a la paz (Sponsel, 1996: 97) o el libro editado por Jonathan Haas The Anthropology of War sobre el origen y las funciones de la guerra en las sociedades.

Muchos investigadores piensan que sólo conociendo la guerra y la violencia podremos entonces controlarla. Por ello hay una gran investigación sobre la guerra y la violencia. «Se presupone que para comprender la violencia es necesario buena capacidad de observación, categorías analíticas adecuadas, metodología y presupuestos epistemológicos actualizados, porque la violencia es muy compleja» (Muñoz, 2001: 23) y sin embargo se considera que estas herramientas no son necesarias para la paz, lo que deriva en un desconocimiento de qué sea la paz o la noviolencia. Sin embargo, es tan importante conocer y entender la violencia y la guerra como conocer y entender la paz. Es tan importante reducir la guerra y la violencia como incrementar la paz y la noviolencia (Sponsel, 1996: 98; Gregor, 1990: 121).

La obcecación en el énfasis sobre la violencia y la guerra no ha sido sólo una característica de la historia, la antropología o los medios de comunicación. En la misma disciplina de Investigación para la Paz se puede vislumbrar esta perspectiva. La gran mayoría de la docencia, investigación y publicaciones en el campo de los estudios para la paz se han centrado en la guerra y otras formas de violencia, a menudo ignorando la paz y la noviolencia.

Es interesante aquí señalar el papel que supuso la incorporación al ámbito de los estudios para la paz del concepto de Paz Positiva frente al concepto de Paz Negativa en 1959 por Johan Galtung (Martínez Guzmán, 2001: 61-66). La primera etapa de los estudios para la paz estuvo caracterizada por el análisis de la guerra, disciplina que también era conocida como polemología (Martínez Guzmán, 2001: 62). Se partía de un concepto negativo de paz como mera ausencia de guerra. Sin embargo un concepto positivo de paz implica la ausencia de violencia directa y estructural (Martínez Guzmán, 2001: 71) y la presencia de libertad, igualdad y justicia social (Sponsel, 1996: 98). La guerra y la paz tienen atributos específicos y no se pueden definir simplemente como sus opuestos. Así pues la misma Investigación para la Paz sólo recientemente ha incorporado el estudio explícito de la paz y de aquellos elementos que contribuirían a la construcción de una cultura para la paz o como prefiere el profesor Vicent Martínez «culturas para hacer las paces» (Martínez Guzmán, 2004: 210). Como ejemplo de esta perspectiva violentológica en la Investigación para la Paz podemos mencionar la revista Journal of Peace Research que si bien es citada como representativa de un cambio de perspectiva en comparación con la revista Journal of Conflict Resolution[3] esta nació igualmente dedicada al estudio de los conflictos, la resolución de conflictos y las causas de la guerra (Gregor, 1990: 121).

Afortunadamente cada vez hay más autores que tratan de nivelar la balanza incluyendo la paz y la noviolencia como objeto de estudio. Esto, además de ser un ejercicio de equilibrio epistemológico demostrará que ni la violencia es tan general ni la paz tan espuria, que el ser humano es competente para la violencia, pero también para la paz (Martínez Guzmán, 2005c: 82). Tanto la historia (Muñoz, 2001: 21-66; Muñoz y López Martínez, 2004: 43-67) como la antropología (Sponsel y Gregor, 1994; Gregor, 1996; Bonta, 1996; Fry, 2006) como disciplinas, nos pueden ilustrar con ejemplos sobre cómo es posible convivir en paz y sustituir los medios violentos por perspectivas no violentas.

Douglas Fry en su último libro hace una antropología para la paz (2006) aportando la referencia y descripción de sociedades y comunidades claramente pacíficas. Sociedades como la Semai de Malasia o los Ifaluk de Micronesia son sólo algunos de los ejemplos que aduce. Así mismo también el investigador y antropólogo Leslie Sponsel argumenta que la paz existe y es más abundante y frecuente de lo que generalmente creemos, por lo que podemos justificar una visión optimista y positiva de la naturaleza humana (Sponsel, 1996). Todo esto ha hecho que en los últimos años se reconozca la Antropología para la Paz como un área específica de estudio que se establece en el punto de encuentro entre la investigación para la paz y la antropología (Jiménez Bautista, 2004a: 42-45). Preferimos el concepto de «Antropología para la paz» en lugar de «Antropología de paz» (Jiménez Bautista, 2004b: 23) para manifestar cómo la antropología aquí no puede reducirse a ser un mero instrumento descriptivo sino que debe convertirse también en instrumento axiológico, normativo y orientador. En este punto de encuentro de disciplinas cabe señalar también que la antropología y la investigación para la paz comparten dos pilares estructurales comunes como son:

a)      El carácter multidisciplinar e interdisciplinar de su metodología

b)      La aspiración multicultural e intercultural en su perspectiva

Tanto la antropología como los estudios para la paz acuden a otras disciplinas, como la sociología, la psicología, la historia, la biología o la lingüística entre otras para realizar sus análisis. Así mismo la investigación para la paz, que tiene como pilares la interdisciplinariedad y la interculturalidad (Martínez Guzmán, 2005c: 77-78), puede acudir a la antropología para contemplar y considerar la perspectiva intercultural.

En el marco de la revisión antropológica de la evidencia de la paz Sponsel es un caso digno de mención. Sponsel nos ha aportado una amplia documentación sobre la paz en la convivencia humana que puede tener un efecto profundo sobre cómo nos vemos y conceptualizamos como especie. Desde una perspectiva antropológica holística Sponsel trata de responder a la pregunta: ¿qué sabemos nosotros sobre la paz?, lo que en términos de Vicent Martínez Guzmán, director de la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz de la Universitat Jaume I de Castellón sería semejante a preguntarnos por nuestras competencias para la paz (Martínez Guzmán, 2005a).

Habiendo aclarado este sesgo epistemológico que ha afectado a la antropología, y al resto de ciencias, paso a analizar la evidencia empírica y los efectos que subyacen a la afirmación generalizada sobre la violencia humana, primero desde la antropología biológica y posteriormente desde la antropología cultural y filosófica.

2. Antropología Biológica

[4] La Antropología Biológica estudia la genética humana, sus características físico-biológicas cuantificables, y la antropogénesis, especializada ésta en el estudio de los orígenes y variabilidad de los antecesores del ser humano, también conocida como historia natural de la humanidad (Beorlegui, 1999: 144-145). Esta Antropología fue denominada por Kant como Antropología Natural y definida como el estudio de «lo que la naturaleza ha hecho de nosotros» (San Martín, 1992: 40).

La Antropología Biológica ha reforzado tradicionalmente la visión violenta o agresiva del ser humano. Muchas veces apoyada en disciplinas como la Etología, que haciendo un estudio del comportamiento animal ha tratado de completar nuestra comprensión del ser humano mediante comparativo o paralelismo con el resto de las especies. En éste ámbito podríamos citar como ejemplo a Lorenz quien, en su obra Sobre la agresión. El pretendido mal, distingue cuatro instintos fundamentales: nutrición, procreación, fuga y agresión. De entre todos ellos Lorenz prioriza el de agresión, instinto sobre el que construye una interpretación de la antropología y la sociología (1980). Para Lorenz la agresión es innata, aunque como buen evolucionista piensa que la agresión no es negativa sino que es buena y beneficiosa para la especie. La agresividad según Lorenz es positiva, aunque peligrosa, ha de ser encauzada y utilizada correctamente. Su tesis central es que la agresividad entre dos individuos de la misma especie nunca acaba en la muerte de uno de ellos, sólo por accidente. «La especie ha desarrollado, a lo largo de la filogenia, unos mecanismos que inhiben y detienen la agresión» (Beorlegui, 1999: 161). Como vemos y ya aludíamos al inicio del artículo hay en estas disciplinas una seducción por el análisis de la violencia y la agresividad, bien para criticarla o para justificarla. Hay quienes incluso pretenden descubrir el gen de la violencia.

Sin embargo entorno a la controversia sobre si la violencia es natural al ser humano y por tanto no podemos evitarla han surgido en las últimas décadas diferentes estudios que demuestran que la violencia y la agresividad no son una fatalidad biológica. En este sentido cabe citar la aportación de la Declaración de Sevilla de 1986 según la cual no somos violentos por naturaleza sino que tanto la violencia como la paz son construcciones sociales (Adams, 1992: 293-295). Esta Declaración, documento que la misma UNESCO ha convertido en propio y en emblema desde 1989, resume la evidencia científica existente contra la idea de que tengamos una tendencia inherente a la violencia y la guerra. En esta Declaración se resumen los argumentos de lo que podríamos denominar fatalismo biológico de la violencia y la guerra y se presentan alternativas (Martínez Guzmán, 2005b: 4).

Una de los principales argumentos que se utilizan es que muchas prácticas sociales habituales, comunes en algún momento de la historia son ahora desconocidas, por ejemplo la esclavitud. Si los oponentes a la esclavitud hubieran considerado simplemente la esclavitud como algo inevitable no hubieran luchado por terminar con ella (Barash, 2002: 23; Martínez Guzmán, 2005a: 91-95). Cosas que en un momento parecían naturales, inevitables, pueden cambiar. El descubrimiento de América o la consideración por Kepler de que el movimiento de los planetas es elíptico y no circular, son un buen ejemplo de cómo posibilidades que nunca se tuvieron en cuenta pueden existir. Además hay razones para el optimismo mirando hacia el futuro. La historia nos ofrece ejemplos de sociedades que cambiaron drásticamente de una tendencia guerrera a otra pacífica, como Japón, Suiza o Alemania (Barash, 2002: 24-25).

Douglas Fry en su reciente libro The Human Potential for Peace también nos aporta una interesante idea que demuestra cómo la agresividad no es algo tan connatural al ser humano como se pretende. Se trata de la diferencia entre el comportamiento agresivo, aggressive behavior, -que refiere a las acciones dirigidas a dañar a otros y otras- y, la agresividad, aggressiveness, -que refiere a la propensión o motivación para mostrar comportamiento agresivo-. La guerra implica comportamiento agresivo, pero cómo se motiva o qué motiva ese comportamiento es otro asunto. Generalmente se aduce a la agresividad natural del ser humano, sin embargo son otras las motivaciones que prevalecen en la mayoría de los casos, motivaciones entre las que podemos señalar el deber. El soldado que dispara un misil o una bomba lo hace en primer lugar porque siente que es su deber, porque forma parte de su trabajo y ha sido entrenado para ello, no lo hace generalmente porque tenga el deseo de matar a tantos civiles como sea posible. El conductor de un tanque no entra a la batalla con el oscuro deseo de matar y matar, sino para hacer aquello que tiene encomendado, para cumplir su obligación, su deber. Así pues, la inmediata causa de la guerra se encuentra en los políticos, generales y revolucionarios, no en aquellos que de hecho luchan. Y por otro lado esos políticos y líderes lo hacen motivados por consideraciones políticas, por codicia, avaricia[5] o por no saber que más hacer, etc. Por lo tanto sería más adecuado decir que la guerra causa agresión y no que la agresividad causa la guerra.

Así mismo también hay autores que diferencian entre agresividad y violencia, de forma que identificaríamos la agresividad con aquellos componentes de carácter natural o innato «la agresividad sería un rasgo que se mantiene porque favorece la supervivencia de nuestra especie. En situaciones que requieren la defensa del territorio o de los recursos para sobrevivir, la agresividad nos ayudaría a protegernos de posibles intrusos» (Acosta y Higueras, 2004b: 14) mientras que la violencia referiría al componente cultural.

Pero más importante aún. Los seres humanos tenemos efectivamente la posibilidad y las competencias para actuar agresivamente, pero también tenemos la capacidad para actuar cooperativamente, con amabilidad y consideración por los otros. Sin embargo, generalmente olvidamos esta segunda capacidad y enfatizamos la inevitabilidad de la agresión. ¿Por qué? Podríamos aducir varias razones. Por un lado, los medios de comunicación rebosan de reportajes y noticias sobre conflictos armados, asesinatos y violaciones. Por otro lado, hay una trayectoria histórica y del pensamiento que ha enfatizado nuestra dimensión hostil, véase la doctrina cristiana del pecado original por ejemplo (Fry, 2006: xii) o la tesis hobbesiana sobre la «guerra de cada hombre contra cada hombre» (Hobbes, 1989: 107).

La violencia inunda los medios de comunicación porque son acciones extrañas, excepcionales, no habituales. Por eso son noticia, porque lo que se espera, lo normal, es el comportamiento sociable y la convivencia armoniosa entre los seres humanos. Según la teoría de la Paz Imperfecta de Francisco Muñoz (2001) la existencia pacífica y armoniosa y la cooperación han caracterizado y caracterizan las sociedades humanas, ya que de otro modo no hubiera sido posible si quiera la supervivencia del ser humano como especie. Si analizamos la historia de los homínidos «entre sus adaptaciones significativas, podemos resaltar sus interacciones sociales dentro de las que se realizan comportamientos altruistas complejos y la inteligencia como una habilidad para resolver problemas ecológicos o sociales» (Muñoz, 2005: 37-38). La filogenia humana demuestra que los principios de cooperación, solidaridad y reciprocidad son rasgos que han caracterizado la regulación pacífica de los conflictos en los seres humanos (Martínez Fernández y Jiménez Arenas, 2005: 59-126). Convivir, compartir, reconciliarnos, ayudarnos son acciones muy comunes y extremadamente importantes en nuestro comportamiento social. La violencia acapara los titulares pero, sin embargo, constituye una diminuta parte de la vida social (Fry, 2006: 1). Centrar demasiado nuestra atención en la agresión supone pues perder la perspectiva general. Así pues, los seres humanos no somos inevitablemente agresivos y la agresividad no produce la guerra.

Además de la diferencia entre agresividad y comportamiento agresivo, y de agresividad y violencia, es interesante también la tesis de Douglas Fry sobre las creencias culturales. Son muchas las obras y los autores que afirman que la guerra no sólo es un fenómeno generalizado en todas las culturas, sino que además constituye una práctica muy antigua. Fry (2006: 2) afirma que esta tesis proviene más de creencias culturales de esos autores que no de evidencias empíricas al respecto, de la observación del mundo físico o de los datos reales.

Douglas Fry defiende que la guerra no es natural, ni universal, ni tan antigua como pretenden sostener algunas teorías culturales y antropológicas. Tenemos la imagen de que la guerra caracterizó a los seres humanos desde sus inicios, películas como 2001: Odisea en el Espacio de Stanley Kubrick con la famosa imagen del hueso como arma nos ejemplifican esta creencia común. Sin embargo la guerra aparece y se generaliza con el aumento de la complejidad social (Fry, 2006: 97-114; Howard, 1995: 260-261) y el desarrollo y generalización de las sociedades agrícolas (Harris, 1990: 53; 2003: 61-81). Por tanto esa imagen de que las sociedades indígenas y antiguas son típicamente guerreras es extremadamente irrealista (Fry, 2006: 162-184).

Diríamos que la guerra no es una fatalidad determinada por nuestros genes, sino más bien se debe a aspectos socio-culturales que podemos modificar. Entre los autores que enfatizan estas razones sociales, estructurales y no innatas de las guerras encontramos a Marvin Harris (2003: 67) para quien «cómo y cuándo nos volvemos agresivos es algo que, más que de nuestros genes, depende de nuestras culturas» (Harris, 1990: 57).

Por otro lado hay antropólogos que parecen justificar las guerras aludiendo a una utilidad para las sociedades. Sin embargo podemos crear otros métodos para conseguir los mismos objetivos sin necesidad de acudir a la guerra. Marvin Harris hace un análisis de las razones y causas de las guerras repasando las principales tesis al respecto y descarta radicalmente cualquier interpretación innatista. Según Harris las guerras no se deben a instintos homicidas innatos sino que en su mayoría han servido como un mecanismo de control del crecimiento demográfico y de equilibrio ecológico con los hábitats, -mediante el proceso de abandono de las tierras tradicionalmente cultivadas que se produce durante y tras las guerras y el infanticidio de las niñas- (Harris, 1990: 63-64). Para Harris esta explicación de la guerra como adaptación ecológica proporciona más razones para el optimismo, en lo que atañe a las perspectivas de poner fin a la guerra moderna, que las teorías populares de un instinto agresivo. Si las guerras son provocadas por instintos homicidas innatos, entonces poco es lo que cabe hacer para impedirlas. En cambio, si son provocadas por relaciones y condiciones prácticas, entonces podemos reducir la amenaza de guerra modificando estas condiciones y relaciones (Harris, 2003: 67).

Es lamentable observar cómo generalmente el potencial humano para la paz es despreciado mientras que la violencia y la guerra se enfatizan y exageran (Fry, 2006: 2). Este énfasis en la violencia y en la guerra termina por naturalizarla, y se produce lo que anteriormente anunciábamos, no sólo es un dato erróneo, sino que tiene pésimas consecuencias en nuestra vida social y política: se convierte en la profecía que se autocumple o self-fulfilling prophecy (Fry, 2006: 2; Barash, 2002: 23). Si la guerra es natural, entonces tiene poco sentido prevenirla o abolirla. Consecuentemente, por tanto, la aceptación de la guerra como una institución social facilita su continuación, su perpetuación. Así pues, la creencia de que la guerra es inevitable implica un gran peligro. La profecía que se autocumple o self-fulfilling prophecy es el concepto que utilizamos para definir el fenómeno según el cual algo que no es necesariamente verdadero se convierte en verdadero si suficiente gente piensa que va a ocurrir. Así pues si pensamos que la guerra es inevitable y por tanto las sociedades se preparan para luchar unas contra otras –cultivando un ejército, procurándose armas que amenacen a sus vecinos, etc.- la guerra se puede convertir fácilmente en un resultado.

Como ejemplo de que la ideade la guerra como algo natural se trata de una creencia cultural y no se basa en hecho empíricos sirva de muestra el siguiente botón (Fry, 2006: 2-3):

Quincy Wright en su famoso tratado A Study of War realiza un análisis del fenómeno de la guerra en diferentes culturas, y a pesar de detectar algunas sociedades pacíficas elaboró una clasificación en 4 categorías de análisis: la guerra política, la guerra económica, la guerra social y la guerra defensiva. Así tuvo que clasificar a esas sociedades pacíficas en alguna de esas categorías y simplemente anuló la paz como alternativa.

La guerra es una construcción social e histórica, tal y como vaticina la UNESCO nace en la mente de los hombres y es en la mente de los hombres donde debemos «construir los baluartes de la paz» (Mayor Zaragoza, 1994: 39). Al igual también que la esclavitud, ésta pareció natural durante grandes períodos históricos (Fry, 2006: 2; Martínez Guzmán, 2005a: 94-95) y luego ha desaparecido. Así también puede ocurrir con la guerra, quizás tenemos que esperar, en términos de Rapoport (1992) a aprovechar el momento histórico y cultural que nos permita hacer este cambio, en la noosfera.

Finalmente, en el marco de la Antropología Biológica, cuando hablamos de qué sea inevitable o no al ser humano, no debemos confundir conflicto con agresión o violencia. Un conflicto podría definirse como una divergencia de intereses -incluyendo valores, necesidades, objetivos y deseos- entre dos o más partes. La agresión y la violencia implican dañar, herir a otros seres. Así pues agresión y conflicto no son sinónimos. Un examen minucioso de datos histórico-culturales revela que las personas usualmente tratan los conflictos sin violencia (Fry, 2006: 11). El conflicto es una característica inevitable de la vida social, pero la agresión física no es de ningún modo la única forma de abordar el conflicto. Estudios etnográficos por todo el mundo revelan la multiplicidad de posibilidades existentes para transformar conflictos que no implican el uso de la violencia. La negociación, separación o intervención de terceros son acciones comunes en diferentes sociedades. Fry hace una revisión de diferentes formas en las que individuos de distintas sociedades tratan los conflictos de forma no violenta (2006: 22-41). Los ejemplos culturales nos muestran cómo la agresión es sólo una opción entre una gran variedad de posibilidades ante un conflicto. Esas otras posibilidades no son tan remarcadas por la historia o por los medios de comunicación, pero eso no significa que no sean habituales o que no sean efectivas para transformar los conflictos. Es más, esas otras opciones como la tolerancia, la evitación del contacto físico temporal, la negociación o la intervención de una tercera parte son formas menos costosas y más eficaces que la agresión y la violencia para la transformación de un conflicto.

En conclusión dentro de la Antropología Biológica podemos encontrar en contraste unas primeras tesis que apoyaban la idea de la natural agresividad humana con tesis más recientes que la contradicen. Sin embargo más allá de que aceptemos o no la agresividad como parte natural del ser humano, lo que queda claro es que el ser humano no tiene excusa, no es un simple animal que no puede elegir, el ser humano contribuye a construir la cultura y la sociedad que le rodea, esta dotado de libertad. «El enorme potencial creador del ser humano reside en que, a diferencia de un insecto encerrado en una botella, sabemos que los límites que nos circundan son de nuestra propia invención y que por consiguiente podemos trascenderlos e incluso derribarlos para siempre» (Mayor Zaragoza, 1994: 29).

En la Antropología Biológica hay dos grandes formas o paradigmas de entender lo biológico en la condición humana: la que subordina lo cultural a lo biológico y la que subordina lo biológico a lo cultural (Beorlegui, 1999: 157). Nosotros claramente abogaríamos por este último paradigma, «el ser humano procede por evolución del conjunto de la biosfera, pero no es lo biológico lo dominante en él, sino más bien lo cultural» (Beorlegui, 1999: 157).

3. Antropología Cultural

La Antropología Cultural es la disciplina que tiene como objeto de estudio la dimensión socio-cultural del ser humano, o, en palabras de Kant, el estudio «de lo que nosotros hemos hecho de nosotros mismos» (San Martín, 1992: 40). Más explícitamente diremos que la Antropología Cultural es el estudio del origen, desarrollo, naturaleza y diversidad de las culturas (Beorlegui, 1999: 192).

En este apartado voy a repasar las principales aportaciones realizadas desde la Antropología Cultural para la visualización y el análisis de la paz. Cabe señalar que diferentes antropólogos han analizado la variabilidad que existe entre las diferentes culturas respecto al número de conflictos y lo que la gente hace cuando éstos ocurren (Howard, 1995). Por ejemplo, dependiendo de cada cultura el comportamiento agresivo es más rechazado o más tolerado (Acosta y Higueras, 2004a: 12). Así pues, algunas culturas se caracterizan más que otras por su carácter pacífico para regular los conflictos. En mi opinión es de gran interés descubrir qué caracteriza a estas sociedades para así aprender de ellas y generalizar sus costumbres o hábitos.

Margaret Mead fue la primera en hacer una antropología centrada en la paz y no en la guerra, ya en los años 30 del siglo pasado reivindicó a partir del estudio de diferentes culturas que la guerra es sólo una invención y no una necesidad biológica (Martínez Guzmán, 2001: 143). Posteriormente en los años 90 del siglo pasado se consolidan los estudios de las sociedades pacíficas por la Antropología de la Paz y la Noviolencia, donde destacan autores como Thomas Gregor, Leslie Sponsel, Donald Tuzin o Bruce Bonta, comprometidos con una Antropología Cultural hecha no sólo en clave de violencia y guerra sino en clave de paz (Sponsel y Gregor, 1994). Finalmente en el año 2006 Douglas Fry revisa en The Human Potential for Peace las teorías existentes al respecto y arroja una nueva luz, con nuevos datos e interesantes líneas de investigación.

Existe documentación sobre alrededor de 80 sociedades (Fry, 2006) que tienen unos niveles muy bajos o nulos de agresión. Howard Ross en su famoso libro La Cultura del Conflicto utiliza el concepto «sociedades de baja conflictividad» en lugar de «sociedades pacíficas» para dar la noción de un continuo y no de una dicotomía y porque permite reconocer la existencia de conflictividad dentro de todas las culturas (Howard, 1995: 256). De lo que hablamos aquí no es de sociedades idílicas, sino de sociedades en las que se han dado las condicionantes para desarrollar aptitudes de transformación pacífica de los conflictos que caracterizan al ser humano. Por tanto, lidiar con conflictos sin utilizar la violencia no es solo un sueño utópico: existen numerosas sociedades que lo demuestran. Un ejemplo que cabe resaltar al respecto sería el de la pacífica convivencia entre las diferentes tribus que habitan en la cuenca alta del río Xingu en Brasil[6]. Tribus todas ellas con distintos dialectos y que sin embargo se han caracterizado por su pacífica coexistencia. Estas tribus fueron estudiadas por Buell Quain en 1938 y en la actualidad por Thomas Gregor (Fry, 2006: 11-22; Gregor, 1990: 105-124). Dos son los factores principales que según los antropólogos han contribuido a esta existencia pacífica: las interdependencias existentes entre las tribus y un peculiar sistema de valores. Voy a revisar brevemente cada uno de estos factores ya que nos pueden arrojar algo de luz a nuestro interés por aprender y reproducir ejemplos de sistemas sociales pacíficos.

El primer punto, la interdependencia existente entre las tribus, se debe a que estas tribus del alto Xingu, a pesar de sus diferentes dialectos, están interconectadas mediante el comercio, los matrimonios y mediante una serie de ceremonias comunes o compartidas. Estas interdependencias son según Thomas Gregor los tres pilares en los que se asienta el sistema pacífico de convivencia entre estas tribus (Fry, 2006: 14; Gregor, 1990: 109-113). Con respecto al comercio existe en cada tribu personas dedicadas a la elaboración y preparación de productos exclusivamente para el comercio con otros grupos según los recursos específicos de los que dispone cada área. Esto crea unas interdependencias que contribuyen a mantener la paz. No son simples transacciones económicas, sino que se mantienen por las buenas relaciones personales. Por otro lado son muy abundantes los matrimonios entre personas de diferentes tribus. Por ejemplo los hombres yawalapití no se casan con mujeres de su propia tribu. Entre los kuikuru el 30% de los matrimonios son con personas de otras tribus y entre los Mehinaku es el 35% (Fry, 2006: 16). Así una persona con padres de dos diferentes tribus construye una identidad compleja con lazos que unen las diferentes sociedades Xingu. La presencia de familiares, colegas de comercio y amigos en otras tribus es la base de la paz entre estos grupos interconectados. Podríamos decir pues que las interdependencias contribuyen al mantenimiento de esa cultura de paz. Este fenómeno no es exclusivo de las tribus xinguanas, sino que diferentes estudios antropológicos describen la importancia de la interacción, los nexos, vínculos e intereses comunes como característicos de las sociedades pacíficas (Howard, 1995: 32, 258-259).

El segundo factor que contribuye a esa coexistencia pacífica es un peculiar sistema de valores. El sistema de valores de las tribus del alto Xingu juega un importante papel para preservar la paz. Dos son las características de este sistema de valores, por un lado una valoración de la paz, la calma y la serenidad personal, y por otro lado un elenco de creencias de rechazo y repugnancia de todo aquello que se asemeje a la guerra y la violencia. En relación al primer punto, cabe señalar que en las tribus xinguanas existe todo un sistema de valores que favorece y refuerza el comportamiento pacífico, calmado y sosegado. Por ejemplo, una práctica aceptada e incluso reforzada entre los Mehinaku es ir a vivir a otro pueblo o comunidad para dejar el conflicto atrás, antes que adoptar una actitud de agresividad o pérdida del control. Una persona gana en prestigio y respeto en las sociedades xingu mostrándose tranquilo y contenido. El rol del guerrero no es valorado ni recompensado, es más bien un motivo de vergüenza (Fry, 2006: 17). Peyeteki yekeho es el concepto para guerrero o soldado en un dialecto xingu, que se puede traducir aproximadamente como «el hombre cuyo mayor talento es perder su auto-control» (Fry, 2006: 18). Es un concepto que devalúa, un concepto peyorativo, más aún, vergonzoso. Los xinguanos se reconocen a ellos mismos como pacíficos y enseñan a sus hijos que la guerra y la violencia son actividades moralmente repugnantes. Construyen incluso su identidad en base a ello, en contraste con otras tribus más allá del área de la cuenca del Xingu, calificadas según ellos por violentas «pues maltratan a los niños y violan a sus mujeres» (Fry, 2006: 19). Pero este contraste que establecen entre ellos y las otras tribus más allá de la cuenca del Xingu no es una excusa para luchar o prepararse para la lucha sino para recordarse a sí mismos y enseñar a sus hijos que la violencia y la guerra son inapropiadas en una sociedad xinguanesa. La importancia de la construcción de una identidad pacífica como elemento cultural que distingue las sociedades de baja conflictividad viene también analizada por otros autores como Howard Ross quien afirma que «una firme autoidentidad que promueva una confianza interpersonal y social es posiblemente una disposición crucial de la sociedad de baja conflictividad» (1995: 257).

El sistema de paz de las comunidades del alto Xingu es solo un pequeño pero representativo ejemplo del potencial humano para la paz (Fry, 2006: 20; Gregor, 1990: 110, 121-123). He traído a colación este ejemplo porque ilustra la relevancia que tiene para la paz en este caso, o para la violencia en otros, el sistema de creencias del que partamos.

Bonta (1996: 403-420) ha investigado las diferentes formas de abordar los conflictos que tienen las sociedades más pacíficas con respecto a aquellas más violentas y un hecho fundamental que surge del análisis es que la forma pacífica de resolver los conflictos por esas sociedades se basa primariamente en su visión pacífica del mundo más que en una técnica o recurso específico (Bonta, 1996: 404). Según Bonta «la visión del mundo occidental se reduce a una aceptación de la inevitabilidad del conflicto y la violencia». La resolución de conflictos en las sociedades pacíficas se funda en visiones del mundo en el que los conflictos son una excepción, no la norma. Los conflictos en estas sociedades son evitados de forma que la armonía quede restaurada tan pronto como sea posible para poder vivir pacíficamente unos con otros (Bonta, 1996: 405). Por ejemplo en los Semai ante un conflicto lo más importante es la superación pacífica del mismo más que la justicia, la verdad o el castigo con respecto al conflicto. Es el caso de los becharaa’ Semai que Bonta compara con un tribunal en Pennsylvania (1996: 403-404). Muchas de estas sociedades pacíficas tienen una visión del mundo caracterizada por la valoración de la serenidad, la docilidad, la calma, el sosiego, la paciencia, la prudencia y la templanza: Chewong, Ifaluk, Paliyan, Semai, Batek, Amish, Hutterites y Yanadi (Bonta, 1996: 408).

En estas culturas las personas tienen una actitud de intolerancia en relación a la utilización de la fuerza, no racionalizan los conflictos y no aceptarían la posibilidad de que la violencia fuera aceptable en algunas circunstancias. Es lo que también se ha denominado como «sistema de valores antiviolentos», en el que la paz se respalda estigmatizando la lucha, el odio, la ostentación, la avaricia y la violencia, y otorgándole prestigio a la generosidad, la amabilidad y la evitación del conflicto (Hass, 1990: 14; Gregor, 1990: 105-125). En estas culturas la identidad se construye sobre la creencia de que otras personas son violentas, agresivas, lo cual es digno de menosprecio y vergüenza pero ellos son pacíficos y conscientes de ello. La paz es un compromiso para ellos, están completamente comprometidos con este valor y lo convierten en signo de identidad (Bonta, 1996: 414-415). La gran mayoría de sus creencias sociales, religiosas, míticas, culturales, psicológicas y educativas derivan de esa visión del mundo y de esa visión de su propia identidad como pacíficos. «La gente en la mayoría de estas sociedades no ve el conflicto como normal o productivo, como los occidentales tienden a hacer; ellos lo ven como dañino y destructivo» (Bonta, 1996: 415). En muchas de esas sociedades se evita el debate directo o negociación entre las partes afectadas (Bonta, 1996: 415), tal y como es habitual en Occidente. Muchos de ellos prefieren evitar la controversia, aunque ello implique separación temporal de la familia o de la comunidad.

Por otro lado los estudios etnográficos revelan que las culturas con tendencia al uso de la violencia para resolver los conflictos, tienen unos valores construidos en torno a la justificación de la violencia y su exaltación. Por ejemplo para la sociedad Yanomano al sur de Venezuela el mundo es un lugar peligroso y la inculcación de la ferocidad es un aspecto dominante del proceso de socialización. «Los padres alientan los alardes de agresividad en sus jóvenes hijos y reprenden a los que no utilizan la fuerza física en las muchas situaciones en las que se considera apropiado» (Howard, 1995: 23).

Por tanto vemos que «El recurso final por el cual determinamos si una situación de conflicto se regula, transforma o gestiona con violencia son las normas, los valores que aporta cada cultura al respecto. Y en consecuencia, estamos ante un debate antropológico […] en el cual habrá que contextualizar, identificar –también en su caso evaluar- los presupuestos culturales en los cuales se inserta lo que pretendemos investigar» (Muñoz y Molina, 2004: 266).

A la hora de analizar el por qué de la variabilidad existente entre una cultura y otra en cuanto al número de conflictos y la forma de transformarlos los antropólogos han tenido en cuenta tanto los factores socioestructurales como las disposiciones psicoculturales de los mismos. Según Howard Ross estos son los dos elementos que definen los componentes de un conflicto: los intereses socioestructurales determinan quienes son los destinatarios y el objetivo del conflicto y la violencia, mientras que las disposiciones psicoculturales perfilan la intensidad del conflicto (Howard, 1995: 14, 83, 252). Howard Ross utiliza el concepto «psicocultural» como contraposición a «psicológico», ya que el primero pone de relieve asunciones, percepciones e imágenes sobre el mundo que son ampliamente compartidas con los demás y no son, por tanto, meramente idiosincrásicas (Howard, 1995: 31). «Los datos sustentan la idea de que el nivel global de conflicto de una sociedad viene determinado por sus aspectos psicoculturales, mientras que los objetivos de los conflictos están más relacionadas con su organización social» (Howard, 1995: 35).

Así pues resulta interesante cómo según los resultados de los estudios antropológicos «las disposiciones psicoculturales nos proporcionan las bases para encontrar las muy distintas explicaciones de las diferencias societarias que caracterizan a la conducta conflictiva» (Howard, 1995: 29). La cultura afecta al conflicto de tal modo que toda sociedad tiene una cultura del conflicto que le es propia, una forma concreta, socializada y generalizada de interpretar y transformar los conflictos. Según Howard Ross «las sociedades de alta y baja conflictividad se distinguen mejor según sus aspectos psicoculturales, siendo importantes los aspectos estructurales para cuando consideramos las diferencias entre el conflicto interno y el externo» (1995: 255). Las sociedades de baja conflictividad tienen elementos psicoculturales comunes, sin embargo no hay elementos estructurales comunes de relevancia (Howard, 1995: 256). Ni la riqueza ni los recursos son elementos determinantes para esa convivencia armoniosa, sino los elementos psicoculturales respecto a la interpretación que de la identidad, la violencia y la conducta pacífica realizan los miembros de esa determinada cultura.

Desde los datos de la Antropología Cultural existen evidencias de que construir un mundo más pacífico es posible. Fry (2006: 252-261) indica cinco aspectos relevantes a considerar: 1. El papel de los lazos entre las culturas (como ejemplo hemos visto los matrimonios entre las distintas tribus xinguanas, que favorecían la creación de identidades complejas), 2. La interdependencia y la cooperación entre aquellos grupos que se necesitan, 3. Los beneficios del gobierno y la política frente a la anarquía, 4. Los mecanismos para gestionar conflictos (hay múltiples y variadas formas de transformar los conflictos pacíficamente, desde la propia evitación, al humor o la participación de terceros entre otros) y 5. El importante rol que cumplen los valores, actitudes y creencias (este punto lo analizaré con más detalle en el siguiente apartado sobre Antropología Filosófica).

4. Antropología Filosófica

La Antropología Filosófica es la disciplina que reflexiona sobre el concepto de ser humano «más allá de lo superficial, histórico y particular, para buscar lo esencial, genérico y universal» (San Martín, 1992: 102).

En los dos apartados anteriores sobre Antropología Biológica y Cultural hemos revisado brevemente la evidencia empírica de que el ser humano es competente y capaz de convivir pacíficamente, y hemos constatado la relevancia que tiene el establecimiento de un sistema de creencias favorable a ello.

Es fundamental cuál sea la tesis sobre la característica violenta o pacífica del ser humano de la que partamos para modificar nuestras acciones y políticas sociales. Por ello, si bien desde la Antropología Biológica y Cultural tenemos la responsabilidad de ser fieles a los datos empíricos y mostrar el variopinto abanico de realidades humanas que incluyen en sí ejemplos de sociedades pacíficas y de costumbres e instituciones prosociales; desde la Antropología Filosófica tenemos la responsabilidad de reflexionar sobre un concepto de ser humano consciente de sus competencias para hacer las paces.

Como apuntábamos al inicio del artículo nuestro sistema de creencias termina convirtiéndose en una profecía que se auto cumple. Por tanto tenemos responsabilidad por el sistema de creencias que construimos, uno que legitime la guerra y la violencia humana o uno que la repudie. Así pues, la Antropología Filosófica es una vertiente de la Antropología con consecuencias e implicaciones morales. Javier San Martín ya apunta que «la antropología es una ciencia crítica animada de un interés emancipatorio» (San Martín, 1992: 116). La Antropología no puede reducirse a ser un mero instrumento epistemológico, descriptor de las líneas significativas de la especie, sino que debe asumir su papel como instrumento axiológico (San Martín, 1992: 128). «La antropología debe descubrir que la deformación, represión o incluso intento de supresión por parte de nuestra cultura de aspectos que a la luz de su experiencia son básicos para la vida humana es uno de los elementos fundamentales del cuadro causal que está provocando graves riesgos para la propia especie: para los otros, endémicamente agredidos, en la práctica y en la teoría, por la cultura occidental; y para nosotros, habitantes de una cultura autodestructora» (San Martín, 1992: 128).

Desde Darwin, mucha gente en la civilización occidental ha visto la naturaleza humana como fundamentalmente competitiva y violenta, con caracterizaciones como «la lucha por la existencia» o «la supervivencia del mejor». La visión de la naturaleza mantenida por Darwin y sus seguidores enfatizaba la competición e ignoraba la cooperación (Sponsel, 1996: 99). Solo en The Descent of Man Darwin consideró la cooperación intragrupal como complementaria de la competición intergrupal. Claramente esta concepción de Darwin tiene mucho que ver con el contexto de la ciencia británica del s. XIX: mecanización, industrialización, sobrepoblación, pobreza, competencia mercantil y económica, explotación colonial y racismo (Sponsel, 1996: 99). Muy pocos evolucionistas contradijeron, más bien matizaron, esta tesis. Sería Kropotkin en Mutual Aid: A Factor in Evolution quien indicó la relevancia de la cooperación para la supervivencia y la evolución. Kropotkin realmente no rechazó la importancia de la competición en la evolución biológica y humana, simplemente indicó que la competición no era necesariamente siempre violenta y que la cooperación y ayuda mutuas eran también factores importantes. Kropotkin argumentaba que la competición y la cooperación eran los dos componentes del mismo proceso de lucha por la existencia. Una gran parte de la sociobiología moderna ha profundizado en la tesis de Kropotkin señalando cómo la cooperación y la ayuda mutua es más efectiva y supone un esfuerzo y coste menor para el ser humano. Sin embargo la investigación sobre la paz y la noviolencia ha continuado siendo ignorada y parece que el pensamiento de Darwin todavía tiene un gran peso al respecto.

Hemos visto mediante el ejemplo de las tribus Xingu, cómo el sistema de valores o creencias es un elemento fundamental para favorecer la convivencia pacífica. Por ello en el marco de una Antropología Filosófica deberíamos reflexionar sobre nuestro sistema de creencias culturales y colaborar a construir un imaginario que favorezca la noviolencia y la paz. Los sistemas de creencias pueden facilitar la expresión de la agresión pero también pueden prevenir o limitar la agresión. Por ejemplo, los sistemas de creencias en algunas culturas permiten e incluso refuerzan la venganza, mientras que otros sistemas de creencias no. Algunas culturas tienen la creencia de que el odio provoca enfermedad y esa idea inhibe la expresión del odio y los actos de agresión (Fry, 2006: 36).

Existe una clara relación entre las sociedades pacíficas y su posesión de un sistema de creencias que favorece ese fenómeno. Por ejemplo los Amish con creencias pacíficas muestran niveles muy bajos de violencia en sus comunidades (Fry, 2006: 37). Otras culturas que también incluyen un sistema de creencias que favorece la paz son los Andamanese en el Sur de Asia, La Paz Zapotec en Centro América, los Batek Semans y los Bukidon en el sureste asiático y los Doukhobors en Norteamérica, entre otras (Fry, 2006: 37). Por ello tenemos una responsabilidad sobre el sistema de creencias que contribuimos a construir. Uno en el que la agresión y la venganza son valoradas como signos de virilidad y valentía, u otro en el que son acciones repugnantes que nos avergüenzan o nos enferman. Además de Douglas Fry también Bruce Bonta y Howard Ross refuerzan la tesis sobre la importancia de los sistemas de creencias como elemento diferenciador entre las sociedades pacíficas y otras sociedades más violentas (Howard, 1995; Bonta, 1996; Fry, 2006).

Existe en la cultura occidental un sistema de creencias que afirma la natural e inevitable tendencia humana hacia la guerra así como nuestros orígenes guerreros y violentos como especie y a lo largo de la historia. Estas creencias no son fruto de la evidencia empírica sino más bien de herencias culturales que desde el Génesis y a lo largo de la historia con autores como Thomas Hobbes o Darwin han ido colonizando nuestra visión del mundo. Esta visión del mundo esta basada en un modelo antropológico negativo según el cual los principios de competencia, desconfianza, egoísmo y vanidad caracterizan a los seres humanos y describen su conducta antisocial. Pero no solo estas creencias no están basadas en datos empíricos, sino que además colaboran a la construcción de la profecía que se autocumple, si la guerra es natural e inevitable, que sentido tiene trabajar para abolirla. Y aún más, además de ser una profecía que se autocumple, también se auto justifica. Estas creencias nos afectan a todos y también a los científicos que interpretando la historia, la arqueología o la antropología desde estas lentes ven violencia y guerra allá donde miran. Douglas Fry cita algunos ejemplos al respecto (Fry, 2006: 244-246). Así se reforzaban y refuerzan las creencias culturales sobre los antiguos orígenes y la naturalidad de la guerra y la violencia.

La visión del mundo predominante en las sociedades occidentales proclama la importancia del amor, la paz, la cooperación y la generosidad pero acepta el conflicto, la agresión, la competición y la violencia como aspectos inevitables de la naturaleza humana y de las sociedades humanas (Bonta, 1996: 413). Sin embargo es importante no sólo decir que deseamos la paz y la serenidad, sino además que éstas se conviertan en un hábito, que se interioricen. En La Paz, conocido pueblo del estado de Oaxaca en México por su carácter pacífico, la violencia nunca es aceptable, la gente evita problemas con los otros, niegan que tengan dificultades interpersonales y rechazan la confrontación (Bonta, 1996: 414). En contraste, en una cercana comunidad son más violentos a pesar de que la gente afirma desear y admirar la paz. Por eso la paz no puede ser sólo un deseo, ha de ser una creencia interiorizada, aprehendida, naturalizada, un valor en el que nos eduquemos y socialicemos desde la infancia y a lo largo de la vida.

Desde la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz de la Universitat Jaume I de Castellón estamos trabajando en este sentido y abogamos por un concepto de ser humano consciente de su terrenalidad, humildad y fragilidad (Martínez Guzmán, 2005b: 6-9; 2005c: 79-83). El ser humano tiene que ser consciente de su terrenalidad, que ya aparecía reflejada en el mismo mito de Adán y que se deduce además de la etimología de la palabra humano, de humus, tierra (Martínez Guzmán, 2005c: 80). Esta asunción de nuestra terrenalidad aporta en primer lugar una dimensión ecológica a nuestra concepción del ser humano, somos parte de la tierra, a la que debemos cultivar y cuidar como alternativa a la depredación como forma de violencia contra la naturaleza. En segundo lugar esta terrenalidad también nos hace humildes en relación a nuestras relaciones con los demás y la naturaleza, la humildad frente a la arrogancia de creernos ser como dioses o actuar en nombre de Dios (Martínez Guzmán, 2005b: 7). Tenemos que ser humildes también para asumir nuestra fragilidad y así también nuestra necesidad de ayuda e interconexión de unos y otros. Esta fragilidad e interconexión es la misma que veíamos en las tribus Xingu. «En definitiva, nuestra concepción de los seres humanos para hacer las paces reconoce que la constitución de la propia identidad personal y colectiva, siempre se hace desde la interacción con otras identidades y grupos humanos» (Martínez Guzmán, 2005c: 83).

El concepto de ser humano del que partimos, es decir, el espejo en el que el ser humano se ve a sí mismo tiene un gran poder en la construcción del futuro. Un concepto de ser humano en positivo, que asuma la complejidad de las competencias humanas y optimista respecto a su potencialidad es una herramienta necesaria «para la regulación pacífica de muchos de los conflictos violentos que padecemos actualmente y la prevención de otros que existen o que se puedan plantear. Tal puede ser la potencia de modelos de pensamiento adaptados a nuestras posibilidades filantrópicas y liberalizadoras» (Muñoz, 2005: 281).

5. Conclusión

La humanidad debe sustituir la peligrosa, costosa e inefectiva institución de la guerra con nuevas instituciones de transformación de conflictos. «Ahora, en los amaneceres del siglo XXI, la institución social llamada guerra se ha convertido en demasiado peligrosa y demasiado costosa para continuar» (Fry, 2006: 248). En palabras de Rapoport ha llegado el momento para la paz (Rapoport, 1992).

Frente a la self-fulfilling prophecy en negativo, vamos a promover un concepto altruista y optimista de ser humano. «La paz puede ser generadora de optimismo, y éste da confianza y fuerzas para continuar, en el futuro, por este camino. Concederle poder a la paz, darle cada vez más espacio público y político […] se convierte en el instrumento principal para el cambio» (Muñoz, 2005: 280). «Se impone un optimismo inteligente, que esté sustentado en razones científicas y también, por qué no, en presupuestos éticos que discriminen y orienten su discurso, que crean que la especie humana tiene suficientes recursos –tal como se puede deducir del estudio de su historia[7]- para regular los conflictos pacíficamente» (Muñoz, 2005: 281).

Es importante analizar y redefinir el modelo antropológico dominante, ampliando el concepto reduccionista existente (focalizado en las competencias violentas-agresivas del ser humano) por un concepto más real y abarcador (que reconozca también las competencias para hacer las paces que tienen todos los seres humanos). Este cambio de modelo antropológico debe realizarse en tres niveles:

1. En el pasado. Como nos lo demuestran los estudios históricos, antropológicos y arqueológicos el ser humano ha sabido transformar pacíficamente los conflictos en numerables y diversas ocasiones. La visualización de esta realidad es el ejemplo motivador que puede servir de modelo y espejo para reproducir la paz en el presente y en el futuro.

2. En el presente. Los medios de comunicación deberían representar la complejidad del mundo actual globalizado, de esa paz imperfecta, y no sólo reproducir engañosamente la violencia. Digo engañosamente, porque esa representación de la violencia tiene el efecto perverso y corrupto de hacer creer que la violencia esta más presente que la paz en la vida de los seres humanos, naturalizándola y, por tanto, perpetuándola.

3. En el futuro. Como hemos visto el concepto de ser humano del que partimos tiene un gran poder para la construcción del futuro, pues como una profecía que se auto-cumple el ser humano construye su mundo en base a esa expectativa sobre el concepto de ser humano y de identidad que su cultura dibuja.

Tanto las ciencias sociales como las naturales deben encontrarse en el límite de un cambio de paradigma que incluya la noviolencia y la paz tanto como la violencia y la guerra como materias dignas de investigación y equilibrar así la histórica distorsión y desproporcionada atención prestada a la violencia y la guerra en contraste con la noviolencia y la paz[8]. Este cambio de paradigma no será sencillo ni fácil porque tendrá que superar los obstáculos que en la historia y la cultura de la civilización occidental se han puesto al respecto, y a la mayor valoración de la violencia y la guerra sobre la noviolencia y la paz que se ha hecho.

La paz parece un fenómeno escaso no porque no existan sociedades pacíficas sino porque raramente la paz y la noviolencia han sido objeto de estudio en la antropología y otras disciplinas, incluyendo incluso el campo de los estudios para la paz. La deficiencia pues se encuentra en la investigación, no en la naturaleza humana (Sponsel, 1996: 114).


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Notas

[1] Esta clasificación tripartita de la antropología se remonta a Rousseau y Kant que ya en el s.XVIII diseñaron las líneas maestras que definirían el trabajo de la Antropología (San Martín, 1992: 34-42).

[2] Me sirvo aquí de un paralelismo terminológico con la propuesta que venimos trabajando desde el grupo de investigación de la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz de la Universitat Jaume I en España (Martínez Guzmán, 2001; Martínez Guzmán, 2005a).

[3] Las dos revistas de investigación más representativas de éste ámbito de estudio por su calidad y por ejemplificar los dos enfoques más relevantes.

[4] Según algunos autores Antropología Físico-Biológica, teniendo en consideración que en sus orígenes comenzó llamándose simplemente Antropología Física, con un estudio morfológico y anatómico del ser humano, y que sólo posteriormente con el desarrollo de la Biología y la Genética pasó a llamarse casi exclusivamente Antropología Biológica (Beorlegui, 1999: 144). He optado por este último término ya que haré referencia a aspectos únicamente biológicos y genéticos y no de anatomía o morfológicos.

[5] Es curioso señalar al respecto el diálogo platónico del Fedón en el que Sócrates explicando la dualidad del alma y el cuerpo ya nos indica «sólo se hace la guerra para amasar riquezas y estamos obligados a amasarlas a causa del cuerpo» (Platón, 1995: 43).

[6] Las tribus Trumaí, Kalapalo, Mehinaku, Yawalapití y Kuikuro, junto con otras tribus xinguanas son un brillante ejemplo de sociedades pacíficas.

[7] y también de los estudios antropológicos (tal y como hemos enunciado en este artículo)

[8] Sponsel (1996: 113-114) hace referencia explícitamente a ello utilizando el concepto paradigm shift. Martínez Guzmán también hace referencia a este cambio de paradigma dentro de su propuesta de giro epistemológico (2001: 114-116) y con la tesis sobre la desfragmentación del bloque del pensamiento único (2005b: 1)

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