Revista de Paz y Conflictos
ISSN: 1988-7221

Estado, Estado de Derecho y Violencia Armada en Colombia[1] (2000-2011)

Jerónimo Ríos Sierra, Germán Bula Escobar y Roberto Brocate Pirón [2]

 

Fecha de recepción: 30 de abril de 2012
Fecha de aceptación: 21 de diciembre de 2012

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Resumen

Para la superación sostenible de la violencia armada en Colombia, con o sin negociaciones, la noción de “paz positiva” es imprescindible. El  éxito militar muestra su precariedad frente al necesario fortalecimiento del Estado de Derecho en un escenario de urgencias sociales, políticas y económicas.
Durante la última década, tanto la Política de Seguridad Democrática como el Plan Colombia han priorizado el fortalecimiento del Estado en términos de seguridad, control territorial y fortaleza militar. Ello se debe a la idea de concebir la superación de la violencia armada en términos de ausencia de conflicto.
Problemas tales como inequidad social, pobreza, parapolítica, connivencias de sectores políticos y del Estado con narcotráfico y actores armados, persistencia de la violencia guerrillera, paramilitarismo creciente, violaciones a los Derechos Humanos (DDHH) y el Derecho Internacional Humanitario (DIH) y/o desplazamiento forzado, tal y como se pondrá de manifiesto, persisten como desafíos por superar, más allá de la seguridad, si se pretende aspirar a una verdadera consecución de la paz en Colombia.

Palabras clave: Colombia, Estado, Estado de Derecho, “paz negativa”, “paz positiva”, violencia armada.

Abstract

For the sustainable overcoming of armed violence in Colombia, with or without negotiations, the notion of "positive peace" is a must. Military success shows its precariousness before the need to strengthen the rule of law in a setting of urgent social, political and economic challenges.
During the last decade, both the Democratic Security Policy and Plan Colombia have prioritized the strengthening of the state in terms of security, territorial control and military toughness. Overcoming armed violence in terms of absence of conflict is the wrong concept behind the mentioned strategy.
Issues such as social inequality, poverty, parapolitics, collusion of political and state sectors with drug trafficking and armed groups, persistent guerrilla violence, increasing paramilitarism, violations of human rights (HR) and International Humanitarian Law (IHL), and forced displacement are persisting challenges to overcome, beyond mere security, if we are to aspire to a true realization of peace in Colombia
Keywords: Colombia, State, Rule of Law, "negative peace", "positive peace", armed violence.

1. Introducción

Entre 2000 y 2010 el fortalecimiento del poder público, como urgencia en pos de aspirar a la superación del escenario de conflictos violentos, ha sido una constante de los diferentes gobiernos colombianos. Tanto la Administración Pastrana (1998-2002) como, sobre todo, la Administración Uribe (2002-2010), han incorporado en sus diferentes mandatos políticos la prioridad que supone el fortalecimiento institucional del Estado como vector fundamental en la superación de la cruenta realidad que azota a Colombia.
Sin embargo, ¿cuál ha sido el verdadero alcance de dicho propósito a modo de resultados?, ¿cómo debe interpretarse la transformación, o no, de la naturaleza y posición del Estado colombiano y el imperio de la lay respecto al escenario de violencia armada?, ¿cuáles son los horizontes y las perspectivas que plantea el escenario conflictual en Colombia tanto en su relación con el alcance del Estado como con la posible superación del mismo?
La hipótesis que se plantea es que tanto la concepción de Estado como el afán de su fortalecimiento institucional como necesidad primera dentro de la realidad que presenta el escenario de violencia armada en Colombia, han respondido a un significado parcial que comprende la estatalidad desde el monopolio legítimo de la violencia y control del territorio. En otras palabras, con una noción de mínimos estrictamente weberiana.
Es por ello, que si se atiende a la prolífica literatura que al respecto ha tratado el conflicto colombiano y el significado del Estado dentro del mismo, son innumerables los calificativos que éste ha recibido: fallido, fracasado, colapsado, débil, en vías de fracaso, paraestado, narcoestado, Estado de naturaleza, etc.
Todas estas calificaciones, que serán expuestas, responden en buena medida a que en su mayoría gravitan en torno al mismo binomio indisociable que, como definitorio del Estado, representan el monopolio legítimo de la violencia y la soberanía. Así, vistos únicamente los aspectos que tienen que ver con la seguridad, Colombia ha experimentado una ostensible mejoría a ojos de los observadores cuantitativistas, lo que permite hablar de un Estado despojado en cierta medida de las vestiduras del fracaso y del colapso. Como se verá, esta perspectiva es en parte ilusoria y en exceso voluntarista, al presentar una realidad parcial de los hechos y no contribuir a la solución sostenible de los problemas de la violencia en Colombia.
Tanto la Política de Seguridad Democrática (PSD), bandera del gobierno de Álvaro Uribe para la superación del conflicto colombiano, como el Plan Colombia, resultante del común acuerdo entre Clinton y Pastrana (1999) - continuado durante la Administración Bush y el mandato de Uribe, han respondido a la misma visión simplista de concebir el Estado estrictamente en términos de fortaleza militar y, por ende, de consolidación de la dimensión de seguridad[3].
En la práctica, tanto la PSD como el Plan Colombia responden al planteamiento que se construye desde la noción de “paz negativa” que concibe la paz como ausencia de conflictos armados, a diferencia de lo que propone la “paz positiva” como orientación a crear las condiciones materiales que hacen posible una auténtica superación del conflicto. En otras palabras, como señala Harto de Vera (2004), donde la “paz negativa” comprende únicamente la ausencia de guerra y violencia directa, la “paz positiva” incorpora la justicia social. Y en el caso de Colombia, se agrega, la vigencia plena del Estado de Derecho.
Utilizar la noción de “paz positiva” es imprescindible tanto para el fortalecimiento del Estado de Derecho en Colombia como para la superación del escenario multilateral que presenta la violencia. Trascendiendo más allá de un éxito militar que si bien existe resulta limitado, tal concepto hace posible ver en Colombia un escenario de urgencias sociales, políticas y económicas que, irresolutas,  evidencian un Estado que hoy por hoy sigue adoleciendo de importantes dosis de debilidad.
El recrudecimiento de la violencia armada en escenarios a los que el Estado no puede llegar en su función garante; la reestructuración del fenómeno paramilitar una vez desmovilizadas las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); las inconmensurables violaciones a los Derechos Humanos (DDHH) y el Derecho Internacional Humanitario (DIH); el grave problema del desplazamiento forzado que hace que Colombia hoy sea el país del mundo con mayor nivel de desplazamiento interno; o las connivencias de sectores del Estado o del poder político representativo con narcotráfico y actores armados -llevado al extremo por el fenómeno de la parapolítica-, son algunos ejemplos.
Todos estos aspectos, que serán atendidos por este trabajo, no buscan sino reafirmar la hipótesis de que los importantes logros militares y de negociación conseguidos en la pasada década deben relativizarse en una realidad política, económica y social que sigue exigiendo el fortalecimiento institucional del Estado y la atención de necesidades y cuestiones irresolutas. Su desatención histórica hace que continúen sirviendo de infraestructura para con una realidad, hasta el momento intemporal, de violencia armada en Colombia.
Sólo apostando por los horizontes que incorpora el concepto de “paz positiva” podrá verificarse la fortaleza institucional de un Estado, hoy por hoy relativa, que pueda, dada la situación actual que presentan los distintos conflictos, conseguir una posición óptima desde la que superar un enfrentamiento armado que hunde sus raíces más allá de 1964 y las nuevas violencias emergidas en las últimas dos décadas.

2. Colombia, ¿Estado fallido?

La compleja tesitura en la que, tradicionalmente, ha quedado enmarcado el Estado colombiano dentro del escenario planteado por sus conflictos de violencia internos, ha dado lugar a una más que prolífica literatura al respecto.
No obstante, el problema de la beligerancia y la confrontación política y militar ha estado muy presente en los dos siglos de historia del Estado poscolonial colombiano de modo que no es un factor exclusivo de las últimas dos décadas. Valga dar cuenta de los enfrentamientos en el siglo XIX entre santanderistas y bolivarianos, progresistas y moderados, centralistas y federalistas; o en el siglo XX, entre Partido Liberal, Partido Conservador, guerrilla, paramilitares y cárteles narcotraficantes (Urrego, 2005)
Tanto es así, que el problema de la guerra hunde sus raíces en la etapa colonial y en el posterior siglo XIX, que historiadores como Sánchez (2001) datan, sólo en el siglo XIX, 8 guerras civiles generales, 14 guerras civiles locales, 2 guerras internacionales y 3 golpes militares, y únicamente en el convulso período federalista, de 1863 a 1886, se concentran 2 guerras nacionales y medio centenar de conflictos armados regionales.
A tenor de tan reveladoras cifras, pudiera afirmarse que el período más extenso de paz que acontece en Colombia se produce entre 1903 –con la pérdida de Panamá tras la Guerra de los Mil Días- y la década de los cuarenta. Ello, teniendo en cuenta que durante tal lapso de paz acontece en Colombia un conflicto con Perú (1911), el alzamiento de Arauca (1917), la masacre de Bananeras (1928), los cruentos choques que continúan entre liberales y conservadores y las luchas indígenas y agrarias de las que emergen con fuerza figuras como la de Quintín Lame (Guedán y Darío, 2005).
Sea como fuere, la relación más próxima con los extremos que sostienen en la actualidad el escenario conflictual armado, se encuentran tras la etapa de la Violencia (1948-1964) y la emergencia de los primeros grupos guerrilleros, Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que hoy por hoy continúan siendo actores principales de la realidad conflictual que presenta Colombia. Desde entonces, la violencia armada se ha convertido en una constante de violencia que ha menoscabado notablemente el Estado de Derecho colombiano, poniendo en evidencia su preocupante debilidad para hacer valer el imperio de ley y el resto de garantías que le son atribuidas.
La relación entre conflicto y Estado que se sostiene y retroalimenta por multitud de factores que se han ido adicionando paulatinamente en forma de connivencias con el poder político, narcotráfico, desplazamiento forzado, crisis humanitaria, etc., y que a su vez imbrican de intrincada manera la esfera nacional, regional e internacional, ha dado lugar a una densa literatura y a una importante labor académica e investigadora nada desdeñable.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, los esfuerzos por profundizar en el alcance y el sentido del Estado dentro del escenario conflictual que presenta Colombia, han gravitado en torno a la noción más puramente weberiana de Estado, esto es, anclada en el sentido del monopolio legítimo de la violencia[4] y del control del territorio en términos de soberanía[5].
De este modo, para Rotberg (2004), quien entiende que las primeras exigencias que deben definir un Estado responden a su función garante de la seguridad de la vida, el orden nacional y el control territorial, el Estado colombiano sería un “Estado débil en vías de fracasar”. Ello quedaría explicado por la incapacidad de la fuerza pública para mantener la seguridad, en términos de ubicuidad, sobre su población civil, dentro de una realidad en la que diferentes grupos armados irregulares han conseguido institucionalizar, en cierto modo, el desorden interno y las prácticas violentas consolidando fuentes particulares de poder político, económico y militar en un nutrido número de municipios y regiones de todo el país.
Más acertadamente, para las particularidades del presente caso, Pizarro y Bejarano (2003) han definido el Estado colombiano como un “Estado débil” (Weak State), en cierto modo paradigmático, en tanto y en cuanto, si bien reúne muchos de los rasgos definitorios de lo que vulgarmente y de manera imprecisa se conoce como “Estados fallidos” (Failure State), se diferencia de los tradicionales referentes africanos. Colombia responde de manera idónea a los cánones de Estado-nación además de no albergar enfrentamientos constituidos desde identidades colectivas enfrentadas, que son el acicate mayor para que la conflictividad devenga en la casuística del colapso.
Dicho esto, bajo la consideración de estos autores desmarcados de la posición del referido Rotberg, Colombia es un “Estado en colapso parcial” en proceso de reconstrucción, como consecuencia de que el conflicto, desde los años ochenta, ha resquebrajado parte de la arquitectura institucional de aspectos fundacionales del Estado de Derecho como son la justicia o la seguridad – tal y como también ocurriera a mediados de siglo, durante “La Violencia”.
Otros como Wallesteen (2000) o Esty et al. (1998) reducen su comprensión de analizar la posición en el continuum de fortaleza/debilidad del Estado a tenor del grado de conflictividad que dentro de sus márgenes se lleve a cabo. Es decir, Colombia sería un “Estado fallido” como consecuencia de la representación de violencia incontrolable que supone su conflicto interno que, a su vez, se representa en violaciones a los DDHH y el DIH y desplazamientos forzados que amenazan, en este caso, tanto el marco estatal como subregional andino. Quizá sea pertinente la necesidad, como sostiene Moncada (2007, p.102), de precisar en mayor medida esta aseveración simplista de reducir el fracaso del Estado a la casuística de la violencia dado que “un Estado puede fracasar sin que medie violencia y que ésta puede tener lugar y no llevar al fracaso, siendo Albania y Colombia ejemplos, respectivamente, de esta consideración insoslayable”.
De acuerdo con esta aseveración última de Moncada, una noción más completa de lo que sugeriría la referencia de Colombia como “Estado fallido”, a fin de comprender la realidad del Estado dentro de la coyuntura de violencia armada que sufre el país, sería la planteada por Medellín (2005), muy próxima a la presentada por Chomsky (2006) en su obra, Failed States: The Abuse of Power and the Assault on Democracy.
Medellín señala que Colombia es un “Estado fallido”, además de por la pérdida del control y poder político de que adolece el Estado para con su territorio, por su incapacidad para articular decisiones colectivas y hacer valer el imperio de la ley; por la ausencia de mecanismos para consolidar el sistema fiscal que debe servir de pilar financiero para toda función de Estado; y por otras cuestiones tales como el clientelismo, la corruptela política, y la desarticulación de la sociedad civil como actor fundamental dentro del sistema. Razón ésta igualmente nuclear en el análisis de la debilidad del Estado colombiano que plantea Valencia (2002).
En otro orden de posibles calificativos que a lo largo de la década han surgido para hacer referencia al caso colombiano, Koonings y Krujit (2004) arguyen un “fracaso parcial del Estado” en Colombia por carecer éste de mecanismos garantes del orden legal, civil y militar en todo el territorio y para toda la población civil del país. No obstante, el hecho de que esto suceda en un Estado en el que el desarrollo, el crecimiento económico y la solidez financiera han sido una constante en la última década hacen de Colombia un “Estado paradójico” (Koonings y Krujit, 2008).
Conforme al análisis en torno al binomio Estado/conflicto en Colombia, puede verse cómo prima la noción de mínimos en sentido propiamente weberiano, tal y como también sucede con planteamientos como los del Fondo para la Paz (2006), Rice (2002), Briscoe (2007) o Salazar y Castillo (2001), que se erigen desde el análisis y el alcance de la pérdida del monopolio de la fuerza, la falta de control sobre una parte del territorio y la violencia incontrolable en términos de conflicto interno.
Muchos de estos planteamientos implican indirectamente una aproximación a la relación existente entre el Estado y la violencia armada en Colombia sobre la base conceptual que ofrece la “paz negativa”, lo cual, en cierta manera, entraña un problema metodológico.
Es decir, al ser los elementos referentes del Estado el monopolio legítimo de la fuerza y el control territorial, a menudo, se concibe que la posición del Estado en aras de revertir la cruenta situación que le supone el conflicto armado pasa, necesaria y casi únicamente, por fortalecer aquellos aspectos que más tienen que ver con violencia y soberanía. En otras palabras, dentro de los márgenes que plantea el difícil escenario del enfrentamiento armado, el Estado, en pos de fortalecer su situación, debe ahondar en consolidar aquellos andamiajes institucionales que prima facie repercuten sobre el monopolio legítimo de la violencia y el control territorial, es decir, la dimensión de seguridad y el aspecto más puramente militar del Estado.
Tal concepción ha sido una constante en Colombia a lo largo de la última década. En menor medida por el gobierno de Pastrana, pero sobre todo bajo el mandato político de Uribe y el punto de encuentro con la Administración Bush, la fortaleza militar se ha concebido como la urgencia primera dentro del propósito de fortalecer al Estado y superar la actual tesitura conflictual armada.
La consecuencia inmediata de ello ha sido relegar a un segundo plano la justicia social, las relaciones inter-grupales de tipo cooperativo, el fortalecimiento de la sociedad civil y el apego al valor de los DDHH como factores constructivos de la paz (positiva).
En otras palabras, frente a la fortaleza militar del Estado experimentada en la última década, la pobreza, la mala distribución del crecimiento económico, la falta de gobernanza, el (sub)desarrollo, la inequidad social, los déficits en cuanto a calidad de vida, la excesiva concentración de tierras, la cuestión agraria irresoluta, la debilidad institucional del Estado en cuanto a garantías jurídicas, la falta de descentralización de recursos o la precariedad de mecanismos efectivos de rendición de cuentas o transparencia, han continuado siendo, con el paso de los años, necesidades precariamente atendidas por el Estado en Colombia. Necesidades urgentes que además de cuestionar la verdadera fortaleza del Estado de Derecho colombiano devienen como imprescindibles a la hora de plantear un escenario futuro, viable y sostenible, de superación de la violencia.
Como se expondrá a continuación, ni Política de Seguridad Democrática, ni Plan Colombia, como instrumentos más representativos de la relación entre Estado y enfrentamiento armado, dan cuenta de estas cuestiones.
El paulatino fortalecimiento militar y la mejora de los indicadores de violencia en el conflicto no son proporcionales para con los recursos destinados y los objetivos que por ello han sido desatendidos. Igualmente, el drama humanitario y el conjunto de falencias que serán expuestos a continuación, exigen su atención y en muchos casos su superación por resultar imprescindibles si, verdaderamente, se quiere hablar de imperio de la ley, seguridad jurídica, Estado de Derecho y consecución efectiva de una paz sostenible en Colombia.

3. Política de Seguridad Democrática y Plan Colombia: El Estado se reduce a una cuestión de seguridad

Sobre la base de lo argüido con anterioridad, como se decía, la década que transcurre entre 2000 y 2010 se caracteriza por entender que la superación del conflicto armado pasa, indefectiblemente, por el fortalecimiento del Estado a partir de su dimensión estrictamente militar.
Aun cuando el decenio comienza bajo una tesitura de negociación entre el gobierno de Pastrana y las FARC, razón por la cual la Gran Alianza para el Cambio de Andrés Pastrana se aupó con los comicios de 1998 frente al candidato liberal, Horacio Serpa Uribe, lo cierto es que, casi desde el principio, el marco de negociación invitaba a pensar en todo menos en la consecución de la paz.
Tan negativo auspicio se podía derivar a partir de hechos tales como la ausencia del líder de las FARC, Manuel Marulanda, en el día de inauguración de estos diálogos de paz en San Vicente del Caguán; los congelamientos unilaterales y reiterados sobre la negociación por parte de las FARC; la intrincada agenda de negociación, dividida en 12 temas y 48 subtemas que, a su vez, ponía en evidencia la ausencia de una hoja de ruta por parte del Gobierno; y la parodia que suponía que la confrontación armada continuase en un contexto en el que la “zona de distensión”[6] habilitada para las negociaciones, como señala Pizarro (2011, p.264), “sirviera para adelantar la guerra contra el Estado, para esconder secuestrados, para adiestrar en sus escuelas militares a los combatientes a todos los niveles y para aprender nuevas técnicas de guerra y utilización de explosivos”.
La muerte anunciada del proceso se produciría tras un mes en el que las FARC, como señala Fernández de Soto (2004, p.177), “habían perpetrado 117 atentados terroristas, entre los cuales 4 carros-bomba, 5 ataques a instalaciones militares, la voladura de 33 torres de energía, de 2 tramos de un oleoducto y de 3 puentes, el homicidio de 20 civiles, etc.”. El punto final llegaría el 20 de febrero de 2002 con el secuestro del senador Jorge Eduardo Gechem Turbay, que precipitó la ruptura definitiva de las negociaciones tras la aprobación del Consejo Extraordinario de Seguridad de cuatro resoluciones y el mensaje televisivo, esa misma noche, del presidente Pastrana.
De este fracaso negociador resultó un recrudecimiento de la violencia que se tradujo en un rearmamento de la guerrilla, un aumento de la actividad paramilitar así como un incremento de otros tantos aspectos perversos que gravitan en torno al conflicto como narcotráfico, desplazamiento, violaciones a los DDHH y el DIH, etc. Así se entiende el cambio en la percepción del conflicto tanto de la sociedad colombiana como del poder político que estaba por venir.
El hastío y la desesperanza resultante tras 1.139 días de negociación supusieron dejar de lado la premisa de Pastrana de que el reconocimiento de la guerra era condición para aspirar a la paz negociada. Tras la elección de Uribe, emergía una noción antónima: “Colombia no vive en una guerra y la paz, por vía del fortalecimiento del Estado, se va alcanzando día a día en la lucha contra el terrorismo criminal practicado por los grupos armados” (Tokatlian, 2004, p.638).
Pese a todo, conviene precisar la necesidad de superar las perspectivas maniqueas que plantean, de manera simplista, algunas interpretaciones que presentan al gobierno de Pastrana como un ejecutivo confiado y bondadoso, frente a una guerrilla pérfida que desde el principio precisó que la negociación para la paz era, en el fondo, un escenario desde el que cambiar para que nada cambiase la lógica del conflicto interno colombiano.
Ni una cosa ni la otra. Mientras la “Diplomacia por la Paz” quedaba en nada, paralelamente los esfuerzos diplomáticos de Pastrana diseñaban el instrumento de cooperación más importante del decenio y cuya repercusión encontraría plena sintonía con el proverbio latino de Flavio Vegecio, si vis pacem para bellum y con el contexto emergente a partir de 2002 planteado por la Política de Seguridad Democrática. Se urdía el Plan Colombia que como resultado del contexto emergente a partir de 2002 planteado por la PSD, quedaría reformulado sobre la base de un componente marcadamente militarista.
Así, llegados a este punto, es momento de atender cómo se desarrolla el binomio poder militar/seguridad sobre el que ha gravitado la idea de fortalecimiento del Estado y superación del conflicto en Colombia en la última década, tanto por parte de la PSD como del Plan Colombia.
Si bien por “seguridad democrática”, como reconocen Guedán y Darío (2005, p.35) debiera entenderse un concepto de largas miras que apostase “por la protección de los derechos de los ciudadanos, independientemente de su sexo, raza, origen, lengua, religión o ideología política, y la defensa de los valores de la sociedad, la pluralidad de sus miembros y las instituciones legítimamente construidas”, el alcance y el sentido de tal expresión eran otros bien diferentes.
Frente a solidaridad, cooperación y valores democráticos dentro del Estado de Derecho, como se ha señalado, la PSD representaba la obcecación por una política de paz (negativa) y de fortalecimiento institucional del Estado orientada hacia un mayor control del territorio, con inconmensurables dosis de autoridad y una militarización de la vida cotidiana a la que la población civil no iba a quedar ajena. El resultado, un fortalecimiento parcial, desvirtuado por la debilidad para responder frente a problemas tales como el rearme paramilitar, el desplazamiento forzado y las violaciones sistemáticas a los DDHH y el DIH, y en deuda para con la resolución de necesidades desatendidas que siguen sirviendo de caldo de cultivo óptimo para con la reproducción de la violencia armada.
Entre 2002 y 2010 Colombia destinó aproximadamente una media del 5% del PIB anual para gastos en seguridad y defensa, que en relación al conflicto suponía más de 2.000 millones de dólares anuales y que, presupuestariamente, estaba muy por encima de lo que destina Estados Unidos, y cerca del doble de lo que destinan los países de la OCDE y/o la Unión Europea (ESFAS, 2010).
Ello se tradujo, como es de esperar, en un avance notable en lo que a modernización, organización, coordinación y disposición de recursos se refiere, tanto del ejército como de la policía colombiana. Aparte del importante aspecto cualitativo, el pie de fuerza de la policía nacional colombiana consiguió pasar de 110.000 a 160.000 efectivos, y el del ejército, de 203.000 a 276.000, lo que en suma viene a suponer un refuerzo de la fuerza pública de, aproximadamente, el 40% (Ministerio de Defensa Nacional de Colombia, 2011).
Sin embargo, también trajo consigo la consecuencia perversa de incorporar a la población civil, de una manera más directa y bajo diferentes roles, a las dinámicas propias del conflicto. Por ejemplo, a partir del Decreto 2.002 del año 2002 (9 de septiembre), como ya había sucedido en tiempos del presidente Turbay Ayala (1978-1982), ciertos sectores de la población civil son instados a apoyar batallones de autodefensa como los “Soldados Campesinos”, y a conformar toda una red de informantes que tras tres años superaría el millón de ciudadanos. Ésta, hoy en día ha sido continuada por la Administración Santos en los Llanos Orientales y el Eje Cafetero con vistas a extenderse sobre Valle del Cauca y Cundinamarca (CODHES, 2011).
Conviene señalar que el viraje en la política interior por parte del gobierno de Uribe a partir del fortalecimiento de la seguridad en Colombia no responde únicamente a razones internas, relacionadas con el fracaso de la “Diplomacia por la Paz” y la confianza depositada en las urnas tras los comicios de 2002.
La proximidad entre los intereses de Estados Unidos y el nuevo gobierno de Colombia por una lucha más activa frente a la violencia armada, encuentra un importante punto de apoyo a partir de los atentados del 11 de Septiembre de 2001 y el nuevo orden geopolítico que tras ello emerge en el mundo. Un nuevo orden basado en el realismo preventivo de la Administración Bush y el protagonismo que tanto la seguridad como la lucha contra el terrorismo internacional pasan a ostentar en la agenda política global.
De este modo, el Plan Colombia, que había sido diseñado en 1999 por los gobiernos de Clinton y Pastrana como un instrumento articulado en pos de la consecución de la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado, encontraba en esta nueva coyuntura, un caldo de cultivo idóneo para transformarse en un acuerdo militar orientado a fortalecer la seguridad y el control territorial de la fuerza pública y luchar contra la guerrilla y el narcotráfico, al entenderse como las causas fundamentales de la violencia en Colombia.
Cinco fueron los ejes estratégicos que componían el Plan Colombia: 1) el fortalecimiento del gobierno y el respeto por los DDHH; 2) el incremento de las acciones antinarcóticos; 3) el fomento de una política integral de desarrollo alternativo; 4) el aumento de la restricción del tráfico aéreo sobre la región; y, por último, 5) asistencia a la fuerza pública colombiana.
Empero, lo cierto es que la mayoría de los recursos destinados desde Washington a tal efecto, tanto desde la Administración Clinton, como desde la Administración Bush, y posteriormente bajo el mandato de Obama – más de 8.000 millones de dólares[7]- se han concentrado en asistencia logística y militar y en fumigaciones, aspersiones y erradicación de cultivos ilícitos, sobre todo en el sur del país[8].
Con todo, el resultado de estos dos componentes que han dominado la década pasada, tanto en  la política gubernamental del gobierno de Uribe como en la asistencia estadounidense durante los mandatos de Bush Jr. y Obama, en términos de seguridad y fortalecimiento del Estado, deben analizarse con detenimiento.
La consecuencia inmediata que pudiera destacarse mucho tiene que ver, en primer lugar, con la considerable reducción del pie de fuerza de los grupos armados irregulares. Así, a la desactivación de las AUC que, por medio de la controvertida Ley de Justicia y Paz - 975 de 2005- consiguió desmovilizar a más de 33.000 combatientes paramilitares, hay que añadir una reducción próxima al 50% del número de combatientes que forman parte de las FARC y del ELN en relación a los números que ambos grupos guerrilleros presentaban allá por el año 2000.
En el caso de las FARC, el número de guerrilleros en sus 70 frentes, tras el rearme del proceso de San Vicente del Caguán, se aproximaba a los 18.000 (Valencia, 2002), mientras que en el caso del ELN, ascendía a los 4.500 (Espejo y Garzón, 2005). Una década después, se estima que las FARC y ELN apenas superan los 8.000 y 2.000 combatientes respectivamente, viéndose obligadas a incorporar de manera creciente guerrilleros cada vez más jóvenes e inexpertos (Ríos y Brocate, 2012)
De acuerdo con las cifras presentadas por el Ministerio de Defensa (2011), entre enero de 2002 y octubre de 2011, se han desmovilizado 17.188 guerrilleros de las FARC y 3.537 del ELN. Si además de los provenientes de las AUC se añaden los cerca de 30.000 combatientes de las FARC abatidos o capturados y los otros 5.000 del ELN, la reducción del pie de fuerza de los grupos armados irregulares resulta una obviedad.
Esta situación de debilitamiento ha sido resultado de la mayor contundencia y efectividad de la fuerza pública colombiana a la hora de enfrentarse a los grupos armados irregulares. Así se comprenden importantes golpes a la guerrilla como los resultantes de la “Operación Libertad I”, en la que 15.000 militares en un campo de acción de más de 70.000 km, dispusieron sobre las FARC un operativo que abarcó el oriente de Tolima, el norte del Meta, el suroriente de Boyacá y todo el departamento de Cundinamarca, desvirtuando el propósito de la guerrilla de cercar y ahogar Bogotá como enclave estratégico fundamental dentro del conflicto. El resultado, enmarcado dentro del “Plan Patriota”, conllevó consigo la muerte de importantes líderes de las FARC como “Manguera”, “El Viejo” o “Marco Aurelio Buendía” (Pizarro, 2011).
Otras operaciones efectivas, no menos importantes y llevadas a cabo en los últimos años, como la “Operación Fénix” (2008), la “Operación Sodoma”(2010), o la “Operación Odiseo” (2011) han supuesto golpes estratégicos sobre las FARC de gran valor, al acabar con la vida de líderes y miembros de su Secretariado de la talla de “Raúl Reyes”, “Mono Jojoy” o “”Alfonso Cano” respectivamente[9]. Asimismo, la cúpula dirigente del ELN también se ha visto notablemente diezmada como resultado, por ejemplo, de la acción militar contra el frente Bolcheviques del Líbano, en Tolima, donde fueron abatidos entre 2009 y 2010 sus tres líderes, “Mauricio”, “Duván” y “Laín”.
El resultado de todo ello ha provocado que la guerrilla, cada vez más, tenga que verse obligada a un proceso de reestructuración interna constante que pasa, obligatoriamente, por la incorporación de combatientes más jóvenes y líderes más inexpertos, lo que supone un progresivo debilitamiento que no se puede pasar por alto.
De igual manera, el componente marcadamente militar de estos últimos ocho o diez años y los avances efectivos dentro de la tesitura que presenta el conflicto pueden notarse en la reducción de la dimensión puramente beligerante del mismo, en el mayor control territorial del Estado y en la reducción de la superficie objeto de cultivos ilícitos que sirven de soporte como fuente de poder económico de los grupos armados irregulares.
Según CODHES (2010) las FARC tendrían una presencia en la actualidad que afectaría a 268 municipios de los aproximadamente 1.100 municipios que tiene Colombia si bien, en apenas la mitad, su presencia armada sería verdaderamente relevante. De los 32 departamentos que tiene Colombia, hoy en día, 17 tendrían presencia armada de este grupo guerrillero aunque su presencia se concentraría, principalmente, en Caquetá, Guaviare, Meta, Putumayo, Arauca y Nariño, y su acción más beligerante en el Catatumbo (Norte de Santander), en el suroccidente de Nariño, en el suroccidente y nororiente del Cauca, y en Sumapaz y La Macarena.
Del lado del ELN (CERAC, 2011), su presencia violenta quedaría constatada en 11 departamentos – Arauca, Cauca, Cesar, Bolívar, Chocó, Risaralda, Antioquia, Bolívar, Santander, Nariño y Norte de Santander- si bien se concentraría principalmente en Arauca, donde dispone de su mayor contingente guerrillero, y en menor medida, en Nariño, Cauca, Santander, Chocó y Antioquia, afectando, aproximadamente, a 70 municipios del país (Ríos y Brocate, 2012).
En ambos casos, el control territorial del Estado colombiano frente a la guerrilla en la actualidad presentaría una ostensible mejoría respecto a hace una década, cuando la presencia efectiva de las FARC y del ELN superaba ampliamente los 400 y 200 municipios respectivamente.
Igual ha sucedido con la prioridad que ha supuesto la reducción de la superficie objeto de plantación y cultivo de coca, pese a continuar siendo el primer productor mundial de cocaína.

Cuadro 1. Cultivo de coca por hectáreas, producción de cocaína e incautaciones en Colombia (2001-2010)

Año

Cultivo de coca por hectáreas

Producción Tm

Incautaciones

2001

144.800

617

57

2002

102.000

580

95

2003

86.000

550

113

2004

80.000

640

149

2005

86.000

640

173

2006

78.000

610

127

2007

99.000

600

127

2008

81.000

430

198

2009

73.000

410

203

2010

62.000

350

165

Fuente: UNODC (2011) Colombia. Monitoreo de cultivo de coca en 2009, Bogotá, Gobierno de Colombia, pp.41-58.

Aunque el narcotráfico sigue siendo una cuestión de suma importancia y gravedad para Colombia y el sostenimiento del conflicto armado, hoy en día el país presenta cifras al respecto muy alejadas de las de 2001. Entonces, el cultivo de coca ascendía a 144.800 hectáreas. Se producían 695 toneladas métricas de cocaína y apenas se incautaron 87.
En la actualidad, una década después, la producción total, aunque siga siendo ingente, y afecte a 23 de los 32 departamentos del país, se ha estabilizado en las 350 toneladas métricas, además de que las incautaciones han ascendido a 165. Del mismo modo, la superficie se ha reducido a 62.000 hectáreas de modo que, en el transcurso de estos diez años, si la producción neta de cocaína ha caído un 57.19%, la de la superficie objeto de cultivo de coca lo ha hecho en un 49.7% (UNODC, 2011).
Junto al control territorial y la producción de cocaína, un tercer elemento que plantearía, a grandes rasgos, el fortalecimiento de la posición del Estado dentro del conflicto armado se evidencia en la reducción del componente puramente beligerante.
Entre los años 2002 y 2010 según CINEP (2012) los casos de violencia armada disminuyeron así: De 826 a 98 por parte de las FARC. De 206 a 18 en el caso del ELN. De 522 a 455 por parte de los paramilitares. Y de 404 a 213 entre policía y ejército. Es decir, de los 1.958 casos de violencia armada perpetrados por los actores en liza del conflicto en 2002, en 2010 se disminuyó a la cifra de 784. En otras palabras, si las víctimas mortales de la fuerza pública y las voladuras de infraestructura ascendían en 2002 a 699 y 917 respectivamente; en 2010 eran de 488 y 70 (Ministerio de Defensa Nacional, 2011).

4. La otra realidad del Estado de Derecho y la violencia armada en Colombia

Por cómo ha ido evolucionando el conflicto armado y los aspectos relacionados con éste por parte del Estado en cuanto a seguridad y control territorial, los indicadores y muchas de las etiquetas ya referidas como Estado “fallido”, “colapsado”, “fracasado” o “débil” han ido matizándose para el caso colombiano en los último años.
Ya se advirtió al inicio de este trabajo de la imprecisión que supone, tal y como señalan Chomsky (2006) o Cammack et al. (2006), analizar un Estado concebido en términos weberianos sobre el continuum fortaleza/debilidad. Primeramente, porque los calificativos o etiquetas que se construyen a tal efecto apenas tienen un significado preciso para quienes las plantean. Y en segundo lugar, porque los elementos de análisis y de construcción de indicadores ad hoc se reducen en buena medida a valoraciones sobre las políticas de seguridad y defensa. Así, el resultado termina por ser en muchas ocasiones un análisis meramente superfluo de la realidad que se pretende investigar (Flores, 2011).
Una consecuencia perversa de tales dinámicas de estudio puede reposar en que, vistas desde el plano temporal de una década, y a tenor de los indicadores utilizados, los avances y las conquistas sobre cuestiones de seguridad y control territorial pueden hacer recomendables políticas públicas de exclusiva militarización como la PSD o apenas matizados por complementos sociales asistenciales, y de infraestructura como el Plan Colombia. Baste para tal convencimiento observar la evolución en los últimos años, por ejemplo, de índices como Fund for Peace, Foreing Policy, el Índice Carleton o el Índice Brookings[10].
Resulta innegable la importancia del componente militar dentro de un conflicto como el de Colombia y, por ende, aspectos como la extensión de la seguridad y el control territorial son imprescindibles en el plano del fortalecimiento del Estado y la consolidación de condiciones para una paz futura. Sin embargo, tales dinámicas necesitan ser acompañadas por procesos de consolidación institucional, fortalecimiento de la sociedad civil, desarrollo de mecanismos y garantías efectivas del poder público, transparencia y adecuación al imperio de la ley y demás cuestiones de índole política, social y económica que, junto y tras la superioridad militar, actúen sobre las condiciones que hacen posible la paz más allá de la ausencia de acciones armadas.
La desatención de tan importantes cuestiones conduce a plantear ciertas reservas sobre el alcance de los logros militares obtenidos por la PSD y el Plan Colombia. Ello es así porque, tras esos avances, el Estado colombiano sigue adoleciendo de importantes debilidades que impiden su consolidación funcional y territorial. En otras palabras, tras muchos de los logros y conquistas referidas, el Estado en Colombia sigue siendo incapaz de prevenir y actuar sobre problemas tales como el desplazamiento forzado, la (re)emergencia paramilitar o las violaciones sistemáticas a los DDHH y el DIH.
Además, y antes de atender estas cuestiones, conviene precisar cómo y de qué modo, tras el desarrollo del componente militar del Estado, se ha redefinido el conflicto armado colombiano en cuanto a relaciones entre los grupos armados irregulares, prácticas violentas y ubicación geográfica. Ello permitirá entender cómo parte de la reducción de la beligerancia se entiende como resultado de esta nueva cartografía de guerra.
Así, el avance del control territorial del Estado sobre los grupos armados irregulares - especialmente la guerrilla- ha propiciado nuevas formas de acción e interacción entre los actores armados.
Dada la asimetría de fuerzas, tanto las FARC como el ELN han vuelto a hacer valer el esquema clásico de la “guerra de guerrillas”. En el caso de las FARC es especialmente significativo porque desde los años ochenta se planteó el paso a la “guerra de movimientos”, la cual se basaba en la confrontación de las fuerzas acumuladas con las del adversario, en relación a una ofensiva tanto táctica como estratégica que terminaría consolidándose en los noventa gracias a su progresivo fortalecimiento. Acto seguido a ello, acontecería la búsqueda de una “guerra de posiciones” – orientada a la consecución del poder político y el aniquilamiento parcial del enemigo, cuya máxima demostración sería la toma de Mitú en 1998, si bien bajo un balance publicitario efímero, desproporcionado en relación con el esfuerzo y las pérdidas sufridas (Pizarro, 2011)
Hoy por hoy, la estrategia guerrillera vuelve a ser el hit and run que, por otro lado, explicaría buena parte de la reducción notable de enfrentamientos directos entre fuerza pública e insurgencia.
Del mismo modo, el conflicto armado de “todos contra todos” que supone Colombia ha incorporado nuevas dosis de complejidad. El hecho de que el fin justifique los medios frente a una fuerza pública más y mejor preparada y un escenario en el que la obtención de recursos deviene más difícil, ha propiciado un intrincado escenario de alianzas de geometría variable entre FARC, ELN y BACRIM – grupos paramilitares. El resultado son actuaciones conjuntas, generalmente entre dos de estos tres actores, que se proyectan tanto sobre el restante como sobre el Estado y la fuerza pública.
Tal es el grado de complejidad de estas interacciones que mientras FARC y ELN han llevado a cabo importantes alianzas en Bolívar, Cesar o Santa Marta para salvaguardar, dada la presión del ejército, uno de los corredores estratégicos del narcotráfico más importante en esta región del país, a la vez protagonizaban cruentos enfrentamientos en Arauca. De la misma manera, mientras que las BACRIM se aliaban con el ELN en Chocó, Valle del Cauca o Nariño frente al enemigo común que suponen las FARC, al mismo tiempo se aliaba con esta guerrilla en otros escenarios como Urabá, Vichada, Meta, Córdoba o Cesar (Echandía et al., 2010).
Igualmente, ha de destacarse la renovada geografía del conflicto armado que, más allá de nuevas acciones e interacciones, ha incorporado mayores dosis de concentración de la violencia y de los grupos armados allí donde el Estado llega con mayor precariedad y debilidad institucional.
Al respecto, los departamentos fronterizos se han convertido en un caldo de cultivo óptimo para la violencia. En 2009 y 2010 ésta se ha intensificado notablemente en ocho de los doce departamentos fronterizos que tiene Colombia hasta el punto de que los cinco departamentos que mayor nivel de violencia presentan hoy en día son, precisamente, Nariño y Putumayo (frontera con Ecuador), Norte de Santander y Arauca (frontera con Venezuela) y Chocó (frontera con Panamá).
En consonancia con esta cartografía del conflicto, la concentración de fuerzas tanto de guerrilla como de paramilitares, igualmente, coincide con muchos de estos escenarios en los que la presencia del Estado adolece de mayores dosis de debilidad, bien por ser emplazamientos fronterizos, bien por ser escenarios tradicionales de presencia armada irregular a lo largo de las últimas décadas. Por ejemplo, las FARC tendrían una superioridad militar en torno al 20-30% de todos los municipios de Arauca, Cauca, Nariño, Putumayo y Tolima; y del 10-15% en el caso de Chocó, Huila, Casanare o Meta. Por su parte, los grupos paramilitares tendrían presencia entre el 50% y el 70% de los municipios de Cesar, Córdoba, Chocó, Caquetá y Meta.. Asimismo, en torno al 40% de los municipios de Bolívar, Putumayo, Valle, Antioquia, Sucre, Caldas, Cauca y La Guajira (Echandía et al., 2010).
Planteando nuevamente algunos fenómenos que permiten cuestionar el alcance del fortalecimiento del Estado en Colombia en los últimos años, uno de los más preocupantes y que más relación guardaría con las violaciones sistemáticas al DIH y los DDHH es la nueva estructura paramilitar emergente en los últimos años.
Sin lugar a dudas, un hito fundamental bajo la Administración Uribe fue la desactivación de las AUC. Desde 2003 y hasta 2006, se consiguieron desmovilizar, dentro del marco jurídico constituido alrededor de la Ley de Justicia y Paz, en torno a 33.000 combatientes paramilitares, lo que fue interpretado como un importante paso adelante en la superación del conflicto armado[11]. Así, la violencia colombiana, desde el gobierno político de aquellos años, quedaba reducida a una cuestión de narcotráfico en connivencia con una insurgencia concentrada en torno a las FARC y el ELN, a su vez destinatarios directos de la PSD y del Plan Colombia.
Empero, lo cierto es que tal y como entonces informaron desde Naciones Unidas hasta CODHES, pasando por CINEP, la Fundación Arco Iris y otros organismos relevantes y próximos a la realidad planteada por el conflicto armado, el paramilitarismo no cesó en Colombia tras la desaparición de las AUC. Acontece un escenario de continuidad en la actividad paramilitar tanto de grupos que no se desmovilizaron como de otros que surgieron paralelamente al propio proceso de desmovilización.
Estos grupos, conocidos vulgarmente como BACRIM y en los que se incluyen facciones como “Los Águilas Negras”, “Los Rastrojos” o “Los Urabeños” son , de facto, tal y como reconoce la Alta Comisionada para los DDHH de Naciones Unidas, Navanethem Pillay (2010), bandas criminales que “heredan” las mismas actividades criminales de las AUC - narcotráfico, extorsión, despojo de tierras, prostitución, trata de personas, etc.- y se conforman tanto de personas desmovilizadas como no desmovilizadas de las antiguas organizaciones paramilitares, reclutadas voluntaria o forzosamente.
Tanto es así, que muchos de los cabecillas de estos grupos fueron con anterioridad mandos medios en las otrora AUC y personifican “la prolongación del paramilitarismo en las nuevas condiciones del conflicto armado” (CODHES, 2011, p.14).
Desde el año 2008 estos grupos paramilitares han crecido exponencialmente, reproduciéndose con especial virulencia en aquellos departamentos en los que el negocio del narcotráfico y la presencia anterior de las AUC ha resultado un elemento característico en los últimos años, como Antioquia, Córdoba, Norte de Santander, Meta o Nariño.
INDEPAZ (2011) cifra en más de 7.000 el número de integrantes de estas BACRIM, que son a su vez las principales responsables en la actualidad tanto de la tasa de homicidios[12] y de desplazamiento forzado como de las violaciones a los DDHH y el DIH. Además, se estima que su presencia se extendería por los 32 departamentos de Colombia y afectaría, aproximadamente, a la tercera parte (360) del total de los municipios del país.
Íntimamente relacionado con el fenómeno paramilitar, pero extensible al resto de actores del conflicto colombiano, es la problemática que representan las continuas y sistemáticas violaciones a los DDHH y el DIH y que dicen mucho sobre la  realidad de los mecanismos de protección y garantías de la ciudadanía dentro de esta espiral de violencia armada.
Por un lado, conviene señalar que cuando se hace referencia a violaciones a los DDHH en Colombia, automáticamente se está reconociendo la responsabilidad del Estado, por acción u omisión de alguno de sus agentes, y directa o indirectamente, en la vulneración de cualquiera de los derechos consagrados en los pactos internacionales sobre DDHH[13]. De la misma manera, incorporar la dimensión del DIH[14] supone reconocer la necesaria existencia de un conflicto armado- sin entrar a dirimir sobre la legitimidad del propio conflicto- que con objetivos militares encontrados, tiene como resultado la pérdida de vidas humanas, la destrucción de bienes materiales así como el menoscabo de las condiciones de libertad e integridad física[15].
Dicho esto, el hecho de que el conflicto armado colombiano se desarrolle de “puertas hacia dentro” incorpora importantes dificultades en cuanto a la aplicación sistemática de las normas sobre DDHH y DIH. Al tratarse de un conflicto tanto contra como dentro del Estado, donde los grupos armados irregulares han llegado incluso a encontrar importantes escenarios de connivencia con el poder público, la pugna por aspectos tales como el control del territorio y la disposición de recursos imposibilitan la reducción de la confrontación exclusivamente a la acción armada. Si a ello se añaden prácticas como el hit and run o la implicación de sectores de la población civil, la identificación, stricto sensu, de lo que se consideraría como población civil, protegida o no combatiente, queda, cuando menos, limitada.
Es por todo esto que, incluyéndose además una dimensión de “guerra sucia” proveniente del poder público en el escándalo de los “falsos positivos”, lo más conveniente pasa por conferir el mayor grado de cobertura posible respecto de lo que se entiende por población protegida.
Conforme a una publicación de CINEP de 2010, entre enero de 2002 y diciembre de 2009 se habrían producido en Colombia un total de 12.997 violaciones a los DDHH y el DIH, de las cuales 5.486 son atribuidas a los grupos paramilitares, 4.358 a la Fuerza pública, 2.507 a las FARC, 321 al ELN y 325 a guerrillas menores.[16]

Cuadro 2. Evolución de las violaciones a DDHH y DIH en Colombia (2002- jun.2011)

Actor Armado

2002

2003

2004

2005

2006

2007

2008

2009

2010/jun. 2011

Total

ELN

162

57

26

12

12

13

14

25

30

351

FARC

1.092

362

296

204

125

168

58

202

159

2.666

Ejército-Policía

470

379

580

752

686

758

316

417

228

4.586

Otras guerrillas

171

52

23

22

39

12

3

3

4

329

Paramili-tares

875

1.144

849

649

358

510

430

671

681

6.167

Fuente: CINEP (2010) “The Legacy of Uribe’s Policies: Challenges for the Santos Administration”, Special Report – August 2010, Bogotá, CINEP, p.3.

Vistos estos datos desde el plano temporal, habría que enfatizar la tendencia de cronicidad y estabilidad que presenta el menoscabo a los DDHH y el DIH en Colombia, lo que es firme indicativo de la continuidad, intensidad y excesos de violencia que gravitan en torno al conflicto armado colombiano.
En adición, resultaría sumamente preocupante el protagonismo que a tal efecto cobra la fuerza pública colombiana, al erigirse como el segundo de los actores en disputa al que más se le atribuyen prácticas agresivas contra los DDHH y el DIH. Para organismos críticos como CODHES o CINEP, igualmente preocupante son los indicios de acciones militares contra los DDHH y el DIH en connivencia con ciertos grupos paramilitares. A tal efecto, señalarían como revelador la coincidencia temporal de la reducción de prácticas violentas dentro del ejército con el auge para el caso de los grupos paramilitares.
Un último aspecto destacado en relación con la delicada situación en la que se encuentra la protección de los DDHH y el DIH obliga a no pasar por alto la implicación directa del Estado en la cuestión de los “falsos positivos”. La responsabilidad política no ha sido suficientemente enfatizada: el incentivo basado en el body counting, coherente con la doctrina detrás de la PSD, es claramente responsable. Eso explica que la eliminación del incentivo haya producido resultados tangibles.[17]
En todo caso, desde el punto de vista operacional las víctimas son el resultado evidente de la preocupante debilidad del poder público de cara a hacer efectivos los mecanismos garantes para la protección de la vida, la integridad física y la dignidad humana. El  asunto de los “falsos positivos” también responde al afán propagandístico de la Administración Uribe de justificar permanentemente la aparente fortaleza y necesidad de la PSD. Ello condujo a una necesidad continua de presentar éxitos militares ante la sociedad que acabó con la execrable práctica de proyectar como guerrilleros abatidos a población civil, en realidad, ajena a tal circunstancia[18].
Así, el CINEP (2011b) registró entre 2001 y 2010 un total de 1.119 víctimas como consecuencia de esta violación flagrante a los DDHH por parte del Estado colombiano. Del total, resultaron 887 ejecuciones extrajudiciales y 87 casos de tortura además de cuantificarse 41 víctimas por amenaza, 36 heridos, 63 desapariciones forzadas individuales y un total de 214 detenciones arbitrarias.
Como puede verse en el siguiente cuadro, el momento de mayor auge de “falsos positivos” se registró entre 2006 y 2008, donde se concentran aproximadamente dos terceras partes del total de casos acumulados durante la década. Sin embargo, y aun cuando desde 2008 los casos de suplantación de víctimas por falsos guerrilleros por parte del Estado se han reducido muy considerablemente, todavía continúan siendo una cuestión amenazante hoy en día.

Cuadro 3. Cómputo de “Falsos positivos” en Colombia (2001-2010).

Año

Casos registrados previamente

Víctimas registradas

Actualizaciones y/o nuevos casos

Víctimas nuevas y/o actualizaciones

Total casos

Total víctimas

2001

5

7

1

1

6

8

2002

11

47

1

3

12

50

2003

16

42

2

3

18

45

2004

38

77

4

6

42

83

2005

49

79

2

3

51

82

2006

93

213

8

14

101

227

2007

196

358

4

7

200

365

2008

108

201

5

18

113

219

2009

7

16

0

0

7

16

2010

6

6

6

12

12

23

Total

528

1.052

34

67

562

1.119

Fuente: CINEP (2011b) Informe Especial. ‘Falsos Positivos 2010’: Clamor por la vida y la justicia, Bogotá, CINEP, p.5.

Ello se debe, en buena parte, a la obstaculización proveniente de la Justicia Penal Militar, la cual ha entorpecido notablemente la investigación de la causa, habida cuenta de su traslado a la justicia ordinaria[19]. Esta circunstancia ha deteriorado sobremanera los derechos de verdad, justicia y reparación de las víctimas, ha desvirtuado la función indagatoria de las instituciones del Estado colombiano y de las que representan los intereses de la sociedad civil, y ha impedido el esclarecimiento de una cuestión de tal gravedad como es la muerte de cientos, quizá miles de ciudadanos colombianos[20].
Por el momento cabría señalar al respecto que la relativa incapacidad o falta de voluntad en el esclarecimiento de estas violaciones a los DDHH, dados los tímidos resultados para tan ingente número de casos, cuestiona directamente el sentido del Estado de Derecho a tal efecto.
Frente a las cifras presentadas, la Fiscalía General de la Nación (2011) apenas ha reconocido 654 víctimas y 527 casos, de los cuales, además, una tercera parte se encuentran inactivos. Hasta el momento sólo 146 miembros de la Fuerza pública han recibido resolución de acusación, de los cuales 54 han obtenido sentencia condenatoria y 13 han sido absueltos o archivada su causa. Únicamente  112 estarían actualmente procesados; 90 con abstención de medida de aseguramiento y tan sólo 15 en estado de preclusión.
El último aspecto a tratar dentro de este propósito de cuestionar la presunta fortaleza del Estado colombiano más allá de la superioridad militar frente a los grupos armados irregulares, es la problemática planteada por el desplazamiento forzado.
Respecto de esta cuestión, la responsabilidad del Estado de Derecho es absoluta ya no sólo en términos de prevención sino, igualmente, de reacción para con un problema prioritario, preocupante y de gran complejidad[21].
Ya sea por acción, primero de las AUC y después de las BACRIM, o bien como resultado de presiones provenientes de la guerrilla o de la fuerza pública colombiana, lo cierto es que el desplazamiento forzado ha incorporado unas dosis de violencia de gran importancia, al acompañarse generalmente de masacres, combates armados, emboscadas, bombardeos o erradicación de cultivos ilícitos, que han terminado por agredir directamente a la población civil colombiana.
Solamente entre enero y junio de 2011, según CODHES, fueron víctimas del desplazamiento forzado en Colombia casi 90.000 personas, de las cuales, la mayoría fueron consecuencia directa de los 36 casos registrados de desplazamiento forzado masivo.
Lo más preocupante es que en los últimos años, tal desplazamiento forzado se ha concentrado con intensidad en zonas que supuestamente se encontraban bajo el Plan de Consolidación Territorial del Estado, acorde a la prioridad de controlar territorialmente aquellos enclaves geográficos de mayor violencia. Así, el plan, cuando menos, queda en entredicho[22].
Si el análisis del fenómeno del desplazamiento forzado se remonta a 1985, el total de víctimas alcanzarían la cifra de 5.281.360 personas, o lo que es igual, el 11% de la población actual colombiana. Además, como puede apreciarse en el siguiente cuadro, la importancia y la estabilidad de las dinámicas de la población víctima del desplazamiento se evidencian en la última década al registrarse por encima de 200.000 desplazamientos forzados la media anual en el transcurso de esta década (2000-2010)[23].
Ello invita a pensar en el fenómeno del desplazamiento forzado tanto como consecuencia de la acción militar de movimientos que se desarrolló durante la PSD en los años de la Administración Uribe, como, a su vez, fruto de la actual reubicación y consolidación de los grupos armados irregulares allí donde su posición está más consolidada y alejada de la presencia del Estado.

Cuadro 5. Desplazamiento forzado en Colombia (2000- jun.2011)

Año

Número de desplazamiento forzado registrado por CODHES

Número de desplazamiento forzado registrado por Acción Social

% de desplazamiento forzado concentrado en Zonas CCAI

2000

317.375

329.549

21%

2001

342.243

412.257

16%

2002

412.553         

451.650

24%

2003

207.607

260.289

25%

2004

287.581

244.025

20%

2005

310.237

279.663

17%

2006

221.638

301.509

17%

2007

305.966

339.641

19%

2008

380.966

308.080

27%

2009

286.389

188.342

20%

2010

280.041

131.652

33%

2011 (jun)

89.750

48.142

28%

Total (2000-11)

3.442.346

3.294.799

 

Fuente: CODHES (2011) “De la seguridad a la prosperidad democrática en medio del conflicto”, Documentos CODHES, núm. 23. Bogotá, CODHES, pp.18-21.

Ya se trate de escenarios controlados por grupos paramilitares o por guerrilla, ambos casos tienen en común para con el desplazamiento forzado el hecho de tratarse de zonas de elevados niveles de ingreso por concepto de regalías por explotación minera, o lugares clave en los corredores del narcotráfico colombiano, o emplazamientos de gran concentración de tierras; en muchas ocasiones conjugan las tres condiciones a la vez.
Fruto de tan intrincada tesitura, actualmente los mayores focos de desplazamiento forzado en Colombia son los departamentos de Caquetá, Valle de Cauca y Cauca, de gran agitación como consecuencia de los enfrentamientos que en los últimos años han librado FARC y ejército colombiano; Antioquia, que ha sido un enclave tradicional en cuanto a confluencia armada entre guerrilla y paramilitarismo; y Nariño y Putumayo, donde FARC y BACRIM se disputan el corredor sur del narcotráfico colombiano y donde también se han focalizado importantes acciones militares del Plan Colombia y la PSD[24].
Tal y como sucedía con lo expuesto sobre la violación sistemática de DDHH y DIH, el Estado de Derecho en Colombia pone de manifiesto su debilidad al resultar incapaz de prevenir y gestionar un problema como el desplazamiento forzado, íntimamente relacionado con el conflicto armado y las prácticas violentas protagonizadas por sus actores.
Buena prueba de ello reposa en la incapacidad del Plan Nacional de Consolidación Territorial de 2007, que bajo la urgencia de “fortalecer la legitimidad, gobernabilidad y presencia del Estado” en Colombia, ha quedado en entredicho en tanto en cuanto una tercera parte de los municipios con mayores tasas de desplazamiento se concentran en estas zonas CCAI y más de la mitad de las víctimas del desplazamiento forzado en 2011, según informa Acción Social, provienen directamente de estas regiones[25].

5. Conclusión

Los retrocesos de las FARC y el ELN, y el desmantelamiento de las grandes estructuras paramilitares centralizadas por las AUC - nuevamente emergentes en el escenario de la violencia a través de las BACRIM-, no traen aparejados progresos en la superación de la inequidad y desigualdad social que se han ido asentando durante las últimas décadas en Colombia, ni en la plena vigencia del Estado de Derecho. Vale así decir que el desafío de la consecución de una verdadera “paz positiva” sigue vigente.
Observando los datos desde el año 2002 hasta la actualidad se puede advertir cómo diversos índices y estadísticas sociales no hacen sino reflejar una leve pero insuficiente mejora de los niveles de equidad social. Por ejemplo, el índice Gini, tal como destaca el Banco Mundial, ha pasado del 60.7 en 2002, al 55.9 en 2010, es decir, ha experimentado una mínima variación si bien, pese a ello, Colombia se ha consolidado en los últimos años como el país más desigual de América Latina y el tercero de todo el mundo. De igual manera, tal como destaca el Regional and National Trends in the Human Development Index 1980-2011 del PNUD, el índice de Desarrollo Humano sitúa a Colombia en el puesto 87º con unas cifras que se han ido elevando desde el año 2000, desde el 0,652 hasta el 0,710 en 2011 pero igualmente, a tenor de su crecimiento en los grandes indicadores macroeconómicos, insuficiente.
De la misma manera, casi la mitad de la población, un 45.5%, sigue viviendo dentro del umbral de pobreza y un 16.4% lo hace en términos de pobreza extrema o indigencia. Unas cifras sumamente preocupantes que junto con las anteriores, y dentro de un Estado que en la última década ha presentado niveles de crecimiento económico sumamente importantes, vuelven a refrendar que el camino recorrido por el Plan Colombia y la PSD, más allá de los logros militares y de seguridad, ha olvidado por completo las condiciones económicas, sociales y políticas necesarias para pensar en superar el conflicto social y de violencia armada en el que se encuentra sumido en el país.
La corrupción sigue siendo otro talón de Aquiles de gran importancia para Colombia, causa y consecuencia de todo lo anterior.  Según Transparencia Internacional, los datos revelan un progresivo empeoramiento desde el año 2002, cuando Colombia ostentaba el puesto 56º con una cifra del 3.6. Dicho valor hoy en día asciende a 3.4 y retrasa la posición del país al puesto 80º.
En este sentido, el indicador de credibilidad en las reglas y leyes del Estado de Derecho, proporcionado por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, evidencia un leve retroceso al pasar del 73,6% en 2010, a un 71,9% en 2011, en consonancia con lo anterior. Asimismo, el indicador de credibilidad en las políticas se mantuvo estable entre 2010 y 2011, al pasar del 80,1% al 79,3%.
Todo este elenco de datos manifiesta una carestía de oportunidades y libertades sociales que, tal y como manifiesta Freedom of the World Report 2011, no hacen sino dificultar el proceso de paz que se está llevando a cabo en Colombia, dónde la percepción de libertad presenta unos niveles más que modestos que la sitúan en la posición 101º del mundo con un valor de 6.23.
Si bien esta percepción de libertad se situaba en los años 2000 y 2002, en el 5.31 y 5.44 respectivamente, no se puede asegurar que las libertades sociales se hayan visto implementadas por igual razón en todos los departamentos del país. Más bien, el resultado ha sido el de un proceso de segmentación y fractura espacial en el que, mientras por un lado, las grandes urbes y centros de poder económico del país han mejorado sus condiciones en tanto han sido destinatarias de los esfuerzos de fortalecimiento del poder público, por otro, multitud de escenarios rurales han experimentado un incremento de la violencia y la inseguridad en los últimos años. Así se mostraba cuando se analizaba el componente de redefinición de la cartografía de la violencia armada en los últimos años.
Tras esta cuestión tiene mucho que ver la concentración de la propiedad de la tierra que, como recientemente recogía el Informe de Desarrollo Humano del PNUD para 2011 de Naciones Unidas, en el caso colombiano, el 52% de las grandes propiedades pertenecen al 1.15% de la población, en un país en el que el 75.5% de los municipios son rurales y ocupan el 94.4% del total del territorio. A ello, habría que añadir otros problemas como la falta de títulos y registros, que afectaría al 40% de los latifundios, y la inequidad impositiva, reflejada en el siguiente dato: si en 2009 los gravámenes obtenidos por el cobro de impuestos a minifundios se situaba en torno a los 74 millones de dólares, esta misma cantidad se reducía hasta los 14 millones de dólares para los propietarios de latifundios.
El informe de Naciones Unidas de 2011, Colombia rural, razones para la esperanza, no hace sino refrendar la idea de que la paz social se está cargando en los hombros de las personas con menos capacidades económicas y que las desigualdades sociales se siguen profundizando. Las necesidades básicas insatisfechas (NBI) se han ido incrementando de forma sostenida, tal como muestran los datos de DANE, lo que termina por profundizar la brecha de pobreza y miseria de los grupos sociales menos favorecidos.
El informe Avances y retos de la Política Social en Colombia, publicado por el Departamento Nacional de Planeación (DNP), pone de manifiesto los tres grandes retos planteados en 2006 por el Plan Nacional de Desarrollo: 1) afianzar los logros de la PSD; 2) consolidar un crecimiento económico elevado y sostenido con equidad social, y 3)  reducir la pobreza y promover la equidad.
De acuerdo al mismo, la PSD ha resultado fundamental para lograr un alto y sostenido crecimiento económico que, a su vez, ha favorecido la inclusión social y la equidad, y permitido que se den las condiciones para mejorar el bienestar de todos los colombianos. Sin embargo, más allá de esto, son muchas las demandas y necesidades por resolver para un país que, aun con todo, presenta unos umbrales de pobreza e indigencia sumamente preocupantes para las zonas rurales, del 68% y el 27.5% respectivamente (DANE, 2011).
Así, deben orientarse esfuerzos a la optimación de los gastos en las zonas rurales, el desarrollo de estrategias de inclusión social y laboral con las poblaciones vulnerables además de fortalecer institucionalmente el Estado a través de una mayor y mejor descentralización de recursos.
El logro de la “paz positiva”, unido a la urgencia por reducir unos indicadores de índole social y económica como los referidos, exige mucho más allá del fortalecimiento de la seguridad como condición necesaria, no suficiente, para la superación de la violencia armada y el conflicto social que sufre Colombia.
De esta manera, como urgencias, se requiere reducir la patriminonialización y el clientelismo del poder político, en muchas ocasiones, sumamente próximo a la economía del narcotráfico y de los grupos armados, tal y como puso de manifiesto la “parapolítica”. Fortalecer la mencionada dimensión social sobre aspectos de equidad social, justicia redistributiva o desarrollo humano. Garantizar el fortalecimiento y la adecuación institucional del poder público a las exigencias de los DDHH y el DIH. Trabajar en aras de la confianza y la legitimidad que una sociedad como la colombiana debe tener con respecto al poder político, a partir de mecanismos fehacientes de transparencia y rendición de cuentas. Fortalecer la independencia del poder judicial y conferirle herramientas que hagan efectivo el sistema judicial.
Igualmente, en Colombia se debe consolidar instrumentos de participación de la sociedad civil en la esfera política de manera abierta, libre, plena e inclusiva dentro del sistema político para superar la vieja consideración de que los grupos armados irregulares, dadas las circunstancias, son los portavoces legítimos de una sociedad que no encuentra fórmulas de participación autónoma. He aquí algunas urgencias sobre las que, más allá de la seguridad, el Estado de Derecho colombiano debe trabajar en términos de “paz positiva”.
Por desgracia, el sesgo militarista de la política pública colombiana en los últimos años parece haber discurrido por un camino contrario. El resultado ha sido el de una involución democrática puesta en evidencia en cuestiones tales como las interceptaciones ilegales (“chuzadas”), los “falsos positivos”, las falsas desmovilizaciones, el autoritarismo y el caudillismo como forma de gobierno.
Todo ello ha terminado como una “espada de Damocles” sobre la sociedad colombiana a la que se ha querido convertir en una “democracia de opinión” a partir de la militarización de su vida cotidiana y el afán propagandístico respecto de la necesidad de un Estado de Derecho fuerte, en términos estrictamente weberianos, desde el que aspirar a la superación de la violencia armada.
La promesa de la PSD y del Plan Colombia, como se reseñó con anterioridad, se declaró ligada a la protección de los derechos de los ciudadanos aceptados en su pluralidad y diferencia, y a la defensa de los valores de la sociedad y de las instituciones legítimas. Sin embargo, la realidad deshonró las promesas. Frente a solidaridad, cooperación y valores democráticos dentro del Estado de Derecho, la PSD y el Plan Colombia concitaron la obcecación por una política de paz (negativa) cuyas consecuencias y resultados terminaron por repercutir negativamente sobre la población civil y sobre la dimensión más humana del conflicto.
Quizá una de esas consecuencias negativas más importantes ha sido el legado de la “parapolítica”  - que por extensión no ha podido ser abordado con el detenimiento que exigiera-. A ésta se llega sobre la base de un discurso que pretende la hegemonía en la sociedad colombiana. Un discurso que plantea, bajo el legítimo pretexto de la necesidad de garantizar seguridad y reducir los niveles de violencia, toda una concepción política  schmittiana, conformada por la dualidad encontrada amigo/enemigo, y que se construye, de facto, en contra de las ONG’s, los movimientos populares, los sindicatos y los puntos de vista alternativos, civilistas y democráticos.
Baste recordar cómo el líder paramilitar, Salvatore Mancuso, tuvo la osadía de presentarse ante el Congreso (cuyo 30% decía ser suyo) a reclamar por lo que la sociedad colombiana le salía debiendo en virtud de su rol en contra de la guerrilla. Tal afrenta al Estado de Derecho colombiano debe entenderse en tanto en cuanto su debilidad alberga condiciones propicias para que poder político representativo y grupos armados irregulares se topen con puntos de encuentro tan significativos y preocupantes para con la democracia como el que ha supuesto la “parapolítica”.
Dicho esto, el Estado colombiano está compelido por desafíos enormes si lo que quiere es lograr una paz viable y sostenible. Esos desafíos deben leerse en clave de “paz positiva”. La “paz negativa” produce éxitos a corto plazo enteramente reversibles, de modo que a la mejora de los índices de violencia que presenta el país hay que agregar esfuerzos ingentes desde los que hacer valer los DDHH y el DIH, detener el desplazamiento forzado, limpiar los “establos de Augias” de la actual política colombiana, purgar la institucionalidad infectada por el autoritarismo y la violencia armada, impedir la reaparición de falsos positivos, y superar el drama humano y social en el que se halla un importante porcentaje de la población.
Mientras todo esto y lo anterior sea una deuda reivindicada en forma de propósito incumplido, el conflicto y la violencia armada que acontece en Colombia desde hace décadas seguirá encontrando un caldo de cultivo idóneo para su continuidad irrefrenable. La conquista de la “paz positiva” es el nombre del desafío.

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Notas


[1]  Este artículo es el resultado del trabajo preparado para su presentación en el VI Congreso Latinoamericano de Ciencia Política, organizado por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP). Quito, 12 al 14 de junio de 2012.

[2]  Los autores quisiéramos agradecer los comentarios, observaciones y sugerencias realizadas por esta Revista de Paz y Conflictos y sus evaluadores, quienes han contribuido notablemente a mejorar este documento con sus enriquecedoras aportaciones.

[3] Es importante precisar que en su origen, el Plan Colombia aprobado por Clinton y Pastrana en 1999,  en su objetivo por desactivar el conflicto armado planteado por la guerrilla contaba con elementos más allá de la seguridad. Sin embargo, la victoria electoral de Uribe y de Bush, así como el cambio geopolítico que acontece a partir del 11 de Septiembre de 2001, favorecieron un punto de encuentro muy diferente. Tanto es así que Uribe, intentó renombrar el Plan Colombia como “Plan Patriota” a fin de subrayar su orientación claramente guerrerista y alejado de todo atisbo de negociación.

[4] Max Weber (1998) entiende el monopolio legítimo de la violencia como el rasgo más definitorio del Estado moderno, al ser éste comprendido como una organización de base territorial sobre la que se proyectan sus fuentes de poder social, que afirmaría Michael Mann (1997). Esta consideración se aproximaría también a la de otro de los referentes de la sociología histórica como Charles Tilly, quien define el Estado como “organizaciones con poder coercitivo, diferentes a los grupos de familia o parentesco” (Tilly, 1992, p.20).

[5] La soberanía se podría entender perfectamente como “la capacidad tanto jurídica como real de decidir de manera definitiva y eficaz en todo conflicto que altere la unidad de cooperación social-territorial” (Heller, 1942, p.262). Igualmente, Sodaro la define como “la capacidad exclusiva de gobernar la colectividad que habita en el territorio de un país” (Sodaro, 2006, p.94), y Bull como “la supremacía (del Estado) sobre cualquier otra autoridad existente entre la población o en el territorio” (Bull, 1977, p. 8).

[6] La “zona de distensión” que se habilitó durante el proceso de negociación de San Vicente del Caguán comprendía más de 42.000 km2 que incluían los municipios de La Uribe, Mesetas, La Macarena y Vista Hermosa en Meta así como San Vicente del Caguán en Caquetá.

[7] El Plan Colombia, stricto sensu, ascendía a un montante de 2.800 millones de dólares para el sexenio 2000-2005. Sin embargo, bajo la Administración Bush se añadieron, otros 1.700 millones de dólares más, provenientes de fondos adicionales solicitados al Congreso. En 2005, el propio Bush prolongó por un año la concesión, al obtener fondos de ayuda por valor de 540 millones de dólares. A partir de 2007, igualmente, la aportación de la cooperación estadounidense ha ido encaminada a consolidar los logros del Plan Colombia, ahondando en su componente estratégico-militar. Desde entonces, y hasta 2011, se han destinado a tal efecto más de 3.000 millones de dólares.

[8] Conviene señalar que el énfasis en la aspersión aérea del Plan Colombia responde a la estrategia antinarcóticos estadounidense, que prima la acción en el productor en lugar del consumidor. Aunque Estados Unidos es el país del mundo de mayor consumo de cocaína, fumigar y erradicar cultivos, con independencia del impacto negativo que ello pueda suponer, es más barato y rentable que apostar por políticas internas de control del narcotráfico, mucho más costosas, como el control fronterizo o de las redes ilegales de distribución y blanqueo de capitales.

[9]  De los siete miembros del Secretariado de las FARC, salientes de la VIII Conferencia guerrillera celebrada en Sumapaz, y que se constituye por Manuel Marulanda, Raúl Reyes, Alfonso Cano, Timoleón Jiménez, Iván Márquez, Mono Jojoy y Efraín Guzmán, en la última década han muerto todos a excepción de Timoléon Jiménez, actual líder de las FARC, e Iván Márquez.

[10] Véase la evolución de los siguientes indicadores a lo largo de la última década para dar cuenta de cómo se ha percibido el fortalecimiento del Estado de Derecho en Colombia dentro de la tesitura de la violencia armada: The Fund for Peace, Failed States Index, http://www.fundforpeace.org/global/
Foreign Policy, Failed States Index, http://www.foreignpolicy.com/failedstates, http://www.foreignpolicy.com/
Carleton, Country Indicators for Foreign Policy, http://www4.carleton.ca/cifp/app/serve.php/1148.pdf
Brookings, Índice de la debilidad del Estado en el mundo en desarrollo, www.brookings.edu/reports/2008/02_weak_states_index.aspx

[11] A diferencia del planteamiento propuesto por Pastrana, es necesario señalar que Uribe no reconocía la existencia de un conflicto armado interno en Colombia. La coyuntura internacional existente a partir de 2001, unido al proceso desmovilizador de las AUC, sirvió a Uribe para interpretar el problema de la violencia en Colombia como una amenaza terrorista sostenida, a su vez y principalmente, desde el narcotráfico.

[12]  De los algo más de 15.000 homicidios que se registraron en Colombia para el año 2009, el 47% fueron perpetrados por las BACRIM, a tenor de los datos publicados por la Policía Nacional colombiana y que recoge CODHES (2010, p.29).

[13] En otras palabras, la vulneración de los Derechos Humanos dentro del conflicto armado que plantea Colombia supone, para con el Estado, la concurrencia de una dimensión objetiva y subjetiva. 1) Objetiva porque requiere que se vulnere un derecho consagrado internacionalmente por causa de persecución política (ejecución extrajudicial, atentado, amenaza individual o colectiva, tortura, desaparición forzada, detención arbitraria, desplazamiento forzado colectivo, etc.); intolerancia social (uso desproporcionado, injustificado, arbitrario o ilegítimo de la fuerza por parte o en nombre del Estado); y abuso o exceso de autoridad (cuando el móvil del acto, donde tienen cabida los tipos de persecución política se encuentran comprendidos por razones subjetivas de la víctima en cuanto a exclusión o marginación social, esto es,  mendigos, drogadictos, prostitutas, etc.) 2) Subjetiva porque exige que el tipo sea resultado de la acción u omisión de un agente directo o indirecto que interviene por interés del Estado.

[14]  Conviene traer a colación que se considera vulneración explícita al DIH cuando concurre la utilización de medios ilícitos de guerra (armas prohibidas, minas antipersonal, armas-trampa); métodos ilícitos de guerra (perfidia, ataque indiscriminado, pillaje, desplazamiento forzado colectivo, ataque a misión médica, religiosa o humanitaria); ataques sobre objetivos ilícitos o no militares (ataque sobre bienes civiles, culturales, religiosos, indispensables para la supervivencia, medioambiente, estructura vial o instalaciones que contengan fuerzas peligrosas); y, finalmente, un trato indigno sobre el ser humano (herida u homicidio intencional de persona protegida, tortura, violencia sexual, utilización de escudos humanos individuales o colectivos, amenaza individual o colectiva, toma de rehenes, reclutamiento de menores, herida o muerte civil en acción bélica, herida o muerte en ataques a bienes civiles, muerte o herida por causa de métodos o medios ilícitos de guerra, desplazamiento forzado colectivo o confinamiento como represalia o castigo colectivo.

[15] Son consideradas como fuentes de DIH, el Convenio de la Haya de 1899 y de 1907, los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, los dos Protocolos Adicionales de 1977, toda declaración, convención o protocolo orientada a completar las fuentes anteriores, y el conocido como Derecho Consuetudinario de la Guerra, es decir, aquel que opera en los casos no previstos por el derecho vigente y el cual toda persona humana queda amparada por los principios de humanidad y exigencias de la ética universal, que consagran el derecho a la vida, la integridad física y el trato digno.

[16] Completando ese estudio, cabría añadir que entre el 1 de enero de 2010 y el 30 de junio de 2011 se computaron, según el CINEP, 681 violaciones al DIH por parte de los grupos paramilitares; 159 por parte de las FARC; 30 por parte del ELN; 228 por parte del Ejército y la Fuerza pública y 4 por parte del EPL.

[17]“En una reunión en la Casa de Nariño entre la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, representantes de las Fuerzas Militares y el Ministro y Viceministro de Defensa, se informó que desde octubre del 2008 hay una drástica reducción de denuncias en lo que se ha conocido como “falsos positivos”. En la reunión se tomó en cuenta el informe del CINEP que habla de dos denuncias durante el 2009 y la Fiscalía investiga otras siete.  El Ministerio de Defensa informó también que ha recibido una denuncia durante el 2010”. El Universal, abril 24 2012,  Denuncias sobre falsos positivos disminuyen: Gobierno Nacional,
http://www.eluniversal.com.co/cartagena/local/denuncias-sobre-falsos-positivos-disminuyen-gobierno-nacional, consultado el 29-04-12.

[18] En la actualidad, y a diferencia de como sucedía hasta 2008,  las víctimas de “falsos positivos” ya no son presentados como guerrilleros sino que son asociados a personas de la delincuencia común.

[19] La Defensa Militar Integral que ha realizado un ejercicio de defensa a ultranza del estamento militar a base de acusar la intromisión de la justicia ordinaria y solicitar la nulidad del convenio entre Ministerio de Defensa y Fiscalía General en aras de evitar que sea la justicia ordinaria la que, aún con todo, investigue los casos de civiles muertos por acción de la Fuerza pública colombiana.

[20] La Alta Comisionada de Naciones Unidas para los DDHH afirmó en 2011 que la cifra de muertos en combate “con signos de violaciones de DDHH” podía alcanzar las 3.000 víctimas.

[21] La sentencia T-025 de 2004 de la Corte Constitucional resolvió, “Declarar la existencia de un estado de cosas inconstitucional en la situación de la población desplazada debido a la falta de concordancia entre la gravedad de la afectación de los derechos reconocidos constitucionalmente y desarrollados por la ley, de un lado, y el volumen de recursos efectivamente destinado a asegurar el goce efectivo de tales derechos y la capacidad institucional para implementar los correspondientes mandatos constitucionales y legales, de otro lado.” A partir de esta primera decisión se derivan una serie de decisiones de corte judicial y órdenes de naturaleza administrativa dirigidas a la efectiva garantía de los derechos constitucionales a la población desplazada.

[22] Tanto es así que, igualmente, para el mismo primer semestre de 2011, el total de personas víctimas de desplazamiento forzado se concentró en 72 de los 86 municipios que conforman estas regiones objeto de consolidación territorial por parte del Estado.

[23] La Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional registra un total  de desplazados en Colombia que asciende a 3.692.783 entre el 1 de enero de 1997 y el 30 de junio de 2011. La disparidad de cifras respecto a CODHES tanto en el acumulado como en el anual se explica, principalmente, por el sub-registro y la no inclusión.

[24] Puede verse cómo el desplazamiento forzado tiene mucho que ver con el recrudecimiento del conflicto armado en el Pacífico colombiano. En él, las mayores víctimas de este desplazamiento forzado son las comunidades afrodescendientes que se encuentran en los territorios comunitarios. En relación con esta cuestión, cabe añadir que CODHES (2011) informa que los mayores responsables actuales del desplazamiento forzado en Colombia son los grupos paramilitares como “Águilas Negras”, “Rastrojos” y “Machos”; seguidos de las FARC; los combates entre guerrilla y Fuerza pública; y de las operaciones militares sobre zonas pobladas con mayores niveles de intensidad en cuanto a violencia.

[25] Según Acción Social, de las 44.144 personas desplazadas en el primer semestre de 2011, un 53.16%, esto es, 23.469, provinieron de zonas CCAI que se repartieron de 84 de los 86 municipios que conforman dicho Plan de Consolidación Territorial.

Jerónimo Ríos Sierra es Investigador Doctorando en Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Es profesor invitado en el Máster Universitario en Unión Europea de la UNED
y en el Máster en Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (Colombia). Asimismo, trabaja como consultor en proyectos de cooperación política de la Organización de Estados Iberoamericanos -
Colombia (jeronimo_rios@hotmail.com).

Germán Bula Escobar es jurista y Máster en Economía por la Universidad Nacional de Colombia además de haber sido Ministro de Educación de Colombia (gbulaescobar@yahoo.es), Embajador de Colombia en Venezuela y Director del Centro Mundial de Investigación y Capacitación para la Resolución de Conflictos.

Roberto Brocate Pirón es Investigador Doctorando en Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid y Becario del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación de España en la Embajada de Ucrania (robertobrocate@gmail.com).

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