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Una primera
verdadera comida japonesa: palillos diferentes de los del restaurante
asiático de mi barrio, alimentos desconocidos, presentaciones
desconcertantes y una conversación. Ruri habla de las costumbres
alimentarias de su país y yo de las de Euskadi: encuentro,
alrededor de una mesa, de dos culturas, de dos maneras de ser. Este
aspecto de una identidad que se materializa en productos,
técnicas de cocina, platos y modos de consumo considerados como
propios por quienes forman parte integrante de la cultura y como
típicos por los demás. Les propongo llamarlo identidad cultural
alimentaria. Porque atañe a todas las
dimensiones del hombre
social, la identidad cultural alimentaria presenta muchas facetas y
puede nutrir, lejos de las
mesas
físicas, un imaginario complejo. Como una identidad es
dinámica
por esencia, una identidad cultural alimentaria se inscribe en la
contemporaneidad más
estrecha,
pero es un milhojas cultural, el resultado de una lenta
sedimentación
de innovaciones (introducciones o abandonos de alimentos, de ademanes
culinarios,
etc.) y de discursos (imágenes y consideraciones
gastronómicas,
libros de cocina...). Por consiguiente, un enfoque
ántropo-histórico me parece muy pertinente para
investigar la identidad cultural alimentaria. Es menester que se
utilice un ancho abanico de
fuentes, desde los clásicos archivos y entrevistas hasta la
publicidad, y que no se desatiendan las aportaciones de varias
disciplinas, tales como el análisis literario o
cinematográfico.
Entre el Antiguo y el Nuevo Mundo, este artículo aborda varios
caracteres
de la identidad cultural alimentaria, con un interés especial por su
dinámica y sus
manifestaciones en lo imaginario.
1. Características de las identidades culturales alimentarias Una identidad no puede existir sin la referencia, más o menos precisa, a un "otro" cuya proximidad varía desde el no-humano al gemelo, muy cercano pero diferente (Morin 2001: 54 y 66). La aversión o, por lo menos, el fuerte escrúpulo (Millan 2000: 123) de muchos ancianos de los países del Adour (Suroeste de Francia), a semejanza de una de mis abuelas nacida en 1920, hacia el maíz dulce en lata, se funda en el respeto de un límite con la animalidad; en su juventud, han consumido panes y tortas de harina de maíz, comidas a cuales la nostalgia da un buen gusto, pero no prueban o lo hacen con desgana los granos que se mezclan en las ensaladas, porque el maíz entero "conviene sólo a los aves de corral". En Languedoc, las recetas de cassoulet muestran la producción de identidad por referencia al vecino. Tres ciudades, Toulouse, Castelnaudary y Carcasona, que se pueden reunir con una línea quebrada que tiene ochenta y cinco kilómetros de largo, poseen sendas variantes reconocidas por la tradición gastronómica de este plato de alubias, que pueden ser muy valoradas: Hoy día, Castelnaudary, donde una cofradía dedicada a este manjar fue creada en 1970, le consagra una fiesta desde 2000 y espera la Indicación Geográfica Protegida que haría de ella la verdadera capital del cassoulet (1) (Montagné 1999 [1929]: 68-69; Falcou 1986: 21-22). Sin embargo, a escala más local, este manjar permite la afirmación de identidades personales. Cuando una joven física alemana, recién llegada a Toulouse, pregunta a sus colegas donde se puede comer el mejor cassoulet de la ciudad, ensalzan el que hace quién una madre, quién una tía, etc.: el "truco que hace la diferencia" pone en relieve la pertenencia al lugar de la familia (el "secreto hogareño" sobreentiende una larga experiencia en la realización del plato emblemático) y distingue del vecino por un detalle que puede ser mínimo, pero que es siempre suficiente. Los apodos permiten también de diferenciarse de un grupo vecino: sus vecinos califican a la gente de Ondres (Francia, Landes), los Chaouches, es decir "los que remojan pan en la sopa". La identidad de un individuo es polimorfa y puede considerarse desde varios puntos de vista. Las identidades culturales alimentarias profesionales se forjan según el tipo de unidad de producción y una sociogeografía laboral: la distancia al domicilio y el grado de aislamiento eran determinantes en la manera de comer de los hombres en el antiguo campo andaluz. Los que pueden volver cada día a casa comían pan, tocino, embutidos, queso y otros alimentos fríos, mientras que los jornaleros que se desplazan en radios de unos treinta kilómetros consumen guisos calientes, a base de legumbres, arroz, etc., compartidos entre todos (González Turmo 1997: 109-113). Las identidades culturales alimentarias profesionales dan muestras de una gran vitalidad en las empresas contemporáneas y, en el banco como el hospital, el alimento, en ocasión de tiempos festivos o de descanso, contribuye con su pesada carga simbólica a la edificación de una cultura laboral (Monjaret 2001: 9-10). En el caso de los empleados parisienses de la restauración rápida tradicional o de tipo fast-food, la identidad cultural alimentaria profesional se nutre de una dietética del trabajo (es menester que se coma sólo lo que permite la eficacia en el trabajo, aunque el restaurante ofrece un surtido más amplio), de una tensión entre placer y obligación profesional y de la existencia de una frontera infranqueable entre el grupo de trabajadores (Nosotros) y los clientes (Ellos), aunque coman los mismos platos en el mismo espacio físico (Tamarozzi 2001: 127-133). Una identidad cultural alimentaria puede estar asociada, en un contexto cultural muy preciso, a una práctica gratuita, por ejemplo, los aficionados al rugby en el Suroeste de Francia. En estas tierras, donde el rugby es tanto un deporte como un modo de vida, la comida interviene en la afirmación del estatus de hombre del balón oval. Los jugadores hacen alarde de un gusto por los guisos sustanciosos, apoyándose en los preceptos de una dietética popular en la que el principio de incorporación desempeña un papel fundamental: valoran las carnes, se ríen de las ensaladas; el uso, irracional por la gran cantidad ingerida y la ausencia de un verdadero régimen de acompañamiento, que muchos hacen de las proteínas en polvo, se integra perfectamente en esta concepción de la nutrición: "más proteínas entran por la boca, más músculos se fabricarán". El consumo de alcoholes, transgresiones de los usos alimentarios (lanzamiento de alimentos, rociadas con bebidas), escenificación de la excreción con, a veces, coprofagia, forman también parte de los rasgos de la comensalidad rugbística; son necesarios para la existencia del grupo y diferencian de los demás: los "bares [de jugadores de] rugby" se distinguen en la vida estudiantil nocturna de Burdeos (Darbon 1995: 136-139, 158-163 y 169; Saouter 2000: 92-96, 100-102). Las religiones tienen mucho peso en la edificación de ciertas identidades culturales alimentarias; enuncian prohibiciones, como el consumo de cerdo en la religión judía; pueden necesitar productos específicos, el vino para los católicos, y marcan el calendario de varias fiestas a las cuales se asocian a veces comidas rituales, o sencillamente festivas, a semejanza del consumo de la carne del carnero sacrificado con ocasión del Ayd el-Kébir. Sin embargo, las identidades culturales alimentarias religiosas no me parecen identificables. En efecto, como M. H. Benkheira nota a propósito del islam (2000: 11-14), es necesario que se distinga el sistema religioso del comportamiento de los individuos, puesta en marcha de este sistema a nivel personal (grado de fe...) o de una comunidad, y es precisamente en esta esfera viva y no en la de las doctrinas donde existen las identidades: La aculturación alimentaria de los judíos llegados a Israel desde Tunez, entre 1950 y 1962, con las resistencias en las prácticas festivas, la adopción de los productos lácteos o de otras novedades y la adaptación de su cocina al marco alimentario israelí (rechazo de la manteca, reducción del uso de chile, menor empleo de lo hervido) muestra que una identidad cultural alimentaria judía no existe sino que se encuentran identidades culturales alimentarias de grupos de confesión judía (Balland 1998: 241-261); mientras que la jerarquización cerrada de la sociedad y las prohibiciones hinduistas, desde antes que su debilitación permitiera la circulación de recetas entre las castas, no han impedido la edificación de varias culturas alimentarias regionales: En Bengala, los brahmanes consumían carnes (aves, cordero, cabra), cosa que era inimaginable en otras regiones donde la primera casta era estrictamente vegetariana (Appadurai 1988: 7; Moudiappandin 1995: 154; Roger 2000: 1149-1150). Otro ejemplo: si el catolicismo ha impuesto sus fiestas en los Andes ecuatorianos, el plato clásico que se sirve en estas ocasiones (Navidad, Pascua, Corpus Christi, etc.), el cobaya, se inserta en un complejo contexto ganadero, nutricional y simbólico local en el que la religión "andinizada" es sólo un aspecto (Celestino 1998: 92-102). Hay grupos en los que el sistema religioso pesa más que en los otros y marca profundamente sus identidades culturales alimentarias, a semejanza de las comunidades religiosas. En los monasterios de benedictinas del Sacramento, una ofrenda alimentaria hecha a la estatua de la Virgen situada en el eje de simetría de la herradura compuesta por las mesas, en un centro simbólico, entre la priora y la subpriora, materializa esta situación; la lectura que "sazona" (la expresión es empleada en la regla de san Benito) los guisos durante la comida, mantiene también la presión del sistema religioso, como lo expresa una monja: "la lectura nos dice: 'no estáis aquí sólo para comer'" (Andlauer 1997: 44-46); sin embargo, se observan variaciones de una comunidad a otra, al capricho de las reglas y sobre todo de las adaptaciones locales (mientras unas contemplativas del suroeste de Francia comen carne con regularidad, los benedictinos de Belloc prefieren una dieta más vegetal) cuya historia puede estar jalonada de conflictos, como la oposición de los conventos de México y Puebla a la reforma de la "vida común" a fines del siglo XVIII (Sarabia Viejo y Arenas Frutos 1999: 252-259). Las identidades culturales alimentarias se desarrollan en espacios de dimensiones variables. Las comparaciones entre naciones pueden atestiguar interesantes variaciones de gustos. Por ejemplo, los franceses, comen con más facilidad que los alemanes carnes cuyo aspecto evoca el origen animal, como los mariscos o el vacuno poco hecho (Pfirsch 1997: 179). En las zonas fronterizas, las variaciones en el consumo revelan el peso de un gusto "nacional": diferencias que permanecen en la oferta alimentaria del hipermercado Carrefour de Oyarzun (España) y la del de Anglet (Francia) y, a unas pocas decenas de kilómetros, la gama de embutidos, de quesos, de chocolates o de congelados siguen distinguiéndose fuertemente, a pesar de algunos cambios recientes. Mientras que en el Valle de la Cerdaña (Pirineos), las discrepancias aparecen entre los comportamientos de los franceses y los españoles, entre otras cosas, en el consumo de carne y de pescado (Macbeth 2002: 213-214). Sin embargo, estas costumbres, prisioneras de la inconsciencia de lo cotidiano, porque forman lo "que es normal" (Contreras 1999: 25), no generan una verdadera identidad cultural alimentaria, sin el catalizador que es el contacto con el otro: A escala de un Estado, la mirada de los demás, a través de las imagenes alimentarias que produce, desempeña el papel fundamental en la elaboración de la identidad cultural alimentaria. Los "nacionales" pueden rechazar o aceptar, reivindicar y emplear con fines indentitarios o económicos estas imagenes: Si los franceses se ríen del esquematismo de su imagen de froggies, asumen con altanería otras construcciónes mentales, como el viejo tópico "Francia, país de la buena comida", atribuyéndose a veces un conocimiento absoluto y sui generis de la gastronomía y de la enología, que C. Fischler presenta con humor (1999: 135). Las referencias culinarias tienen también una función importante en la constitución de las identidades culturales alimentarias nacionales. Pueden ser recetas empleadas en cocinas extranjeras cuyos nombres evocan un país (el lazo puede ser histórico, provenir de la presencia de un ingrediente o del empleo de un procediemiento, o ficticio), a semejanza del Tournedos à la Mexicaine o de la coupe glacée Mexicaine de la Guide culinaire de Escoffier, en el caso del tournedos es la guarnición de pimientos (dulces) y la salsa picante lo que justifica el nombre, mientras que la denominación del helado a la mandarina que se sirve con pedazos de piña parece más fantasmagórica (1993 [1921]: 439 y 867). Algunos guisos regionales o de la cocina común pueden también cambiarse, por medio del trabajo de representación exterior o, menos veces, de una voluntad interna, en referencias culinarias, en platos emblemáticos del país, al ejemplo de la paella, o más precisamente de su versión España de Pandereta (2), que aprecian los turistas que vienen en las zonas costeras (Millán: 1991: 747) o que, subiendo el collado fronterizo de Ibardin, pisan algunos metros de suelo español. Cuando existe, la identidad cultural alimentaria nacional no es la suma de las cocinas regionales; tiene, por lo menos, aspectos propios: más allá de su diversidad interna, Italia dispone con la cocina a la italiana que florece en el mundo y dos emblemas de peso -la pasta y la pizza- de "una imagen unitaria, coherente" (Capatti y Montanari 2002: 24; Cecla 1998: 58), mientras que la identidad cultural alimentaria de India se nutre de una construcción culinaria nacional que integra la cocina cortesana Mughlai y la colonial, y de un dinamismo creativo en Reino Unido (Appadurai 1988: 14; Bell y Valentine 1997: 172-177). Autorizando el estudio de las diferencias o de las influencias entre regiones vecinas y el impacto de los discursos nacionales, la identidad cultural alimentaria regional forma un objeto de investigaciones muy estimulante, sin embargo, esta escala plantea el problema del recorte del espacio porque, aquí, los límites claros de las fronteras estatales no existen. Hoy día, dos relaciones de las identidades culturales alimentarias regionales con el espacio se entrecruzan, en proporciones variables según los contextos nacionales; es menester que se consideren ambas, pues las articulaciones entre ellas son una dimensión importante de la construcción identitaria. Las regiones culinarias son el producto de la historia de sociedades y de sus relaciones con el sistema ecológico al cual pertenecen. Por ejemplo, en México, es posible distinguir, al norte, una zona marcada por la especialización agrícola regional (vacuno y trigo), al sur y al este, una región donde los ambientes naturales y los contactos marítimos han dado una cocina de una gran variedad y en el centro-oeste, usos culinarios ligados a una menor diversidad ecológica, a un pasado menos abierto a los intercambios y a un desarrollo de la ganadería (Ávila Palafox 1996: 294-295). Sus límites no están tirados a cordel y entre las regiones se observan más margenes, donde ciertos usos se mezclan, que fronteras herméticas; por lo demás, su delimitación es subjetiva: En los Alpes del Sur, según el criterio elegido para considerar las pâtes à la main, aparecen micro-regiones, que usan los nombres de variedades de pasta, o una zona donde este tipo de pasta se fabrica frecuentemente, apoyándose en la presencia de utensilios específicos (Schippers 2001: 32-33). Además, si los límites étnicos o lingüísticos pueden corresponder con los de regiones culinarias, como en el caso camerunés de los antiguos Massa y de sus vecinos (Garine 1979: 81-82), no es siempre lo mismo: En Suiza, el röstigraben es una quimera: los límites de la cocina de la rösti no se conforman con los de las zonas alemánica y romanche (Centlivres: 1996: 177-178). Ciertos alimentos o guisos que se producen para todo un gran espacio, dibujan regiones cuyas imágenes, aunque un poco borrosas, están bien asentadas; son alimentos federadores porque dan una unidad a la representación del corpus alimentario de las varias partes de una región extensa, a la manera del foie-gras y de la carne de palmípedos cebados (confit y magret) para un gran suroeste de Francia. Los límites de estas regiones culinarias no se turban con los trazados de las circunscripciones administrativas, a semejanza del Lauragais, partido entre los departamentos Ariège, Haute-Garonne y Aude, es decir también entre las regiones Midi-Pyrénées y Languedoc-Roussillon. Sin embargo, aunque, a menudo, sean creaciones artificiales, los territorios administrativos desempeñan un papel en las dinámicas de las identidades culturales alimentarias regionales. Por la realización de un inventario del corpus alimentario o de las recetas, se puede encuadrar la identidad cultural alimentaria en los límites de una circunscripción, para una valorización económica y una reivindicación cultural, a semejanza de "Alimentos de Aragón": Un patrimonio cultural (1997) que se publica con el apoyo de la Diputación General de la provincia. Separando el producto auténtico de los otros, las fronteras de las denominaciones de origen dibujan regiones esenciales en la evolución de las identidades culturales alimentarias; diversas acciones durante sus definiciones muestran que aquí el interés local, lo político, pesa mucho: cuando se hacen las gestiones que llegan a la creación de la denominación Mezcal de Oaxaca, en 1995, los productores de Santiago Matatlán hacen gestiones para que este nombre forme un conjunto en los decretos con el del municipio de Tlacolula (3), cuando, más de ochenta años antes, la definición de la Appellation d'Origine Bordeaux, asimilando los límites del viñedo bordelés con los del departamento Gironde, consagra la victoria de una lógica más territorial que edafológica en un campo en el cual la palabra terroir es frecuentemente central (Hinnewinkel 1999: 10-11). En la Unión Europea, la aparición de las indicaciones geográficas protegidas acentúa la intervención de los elementos político-administrativos en la definición de las identidades culturales alimentarias regionales, trazando alrededor de un producto (la ternera gallega, la alcachofa de Tudela, el Speck dell'Alto Adige, el scotch beef...) fronteras vivas. Aculturación,
conservación de costumbres y procesos de recreación o de
dilución de la identidad
caracterizan las identidades culturales alimentarias de los emigrantes.
En los años 1980, los
campesinos
que dejan el Alto de la Paz para irse a la ciudad cambian sus maneras
de
comer en este nuevo medio: nuevos alimentos sustituyen a los
tradicionales,
por ejemplo la sopa de arroz o de pasta reemplaza a la de chuño
en
el desayuno, mientras que el número de comidas aumenta, cuatro
en
lugar de tres, gracias al añadido de un té en el curso de
la
tarde (Franqueville y Aguilar 1988: 110 y 115). Cuando los
montañeses peruanos de San Gaban, que se implantan en la zona
forestal de Inambari,
hacen todo lo que pueden por conservar un régimen semejante a
sus
costumbres, no utilizan todos los recursos locales (el consumo de
plátano
de los adultos se limita a una de las numerosas variedades locales y
las
frutas tropicales, que a los niños les gustan mucho, no conocen
el
mismo éxito con los padres) y se abastecen cuando puedan de
alimentos
del monte (chuño...). Al final, aunque comen más en esta
zona
que en sus pueblos de origen, estiman esta comida de calidad inferior:
los
"buenos alimentos" están en San Gaban, donde están
también
la cohesión social y sus dioses (Christinat 1985 : 89-90). A
menudo,
una combinación sutil se produce entre antiguos y viejos usos;
las
prácticas alimentarias de los hmong de Laos que viven en
Francia
se organizan así alrededor de varios polos, hmong,
francés,
chino (comercial), asiático (festivo) y tecno-occidental
(Hassoun
1996: 162-164). Algunos alimentos toman un valor particular,
identitario;
como en la comunidad italiana de Zaragoza, la albahaca, el parmesano y
la
pasta, que es importante cocer al dente -los saberes culinarios son
también
marcadores de identidad- (Cantarero Abad 1999: 531 y 537-538). La
identidad cultural alimentaria
de
los emigrantes no es una sencilla transposición de la de su
lugar
de origen y, con el tiempo, las diferencias pueden saltar a la vista:
olvidado
en Euskadi, el ponche picón era aún, en los ochenta, una
bebida
típica de los vascos de Estados Unidos (Medina 2002: 140). 2. Las dinámicas de las identidades culturales alimentarias La construcción de una identidad cultural alimentaria, ya sea de un grupo o de una nación entera, procede de las evoluciones de las prácticas alimentarias y de las de los discursos gastronómicos y culinarios; un corpus alimentario y su representación son el fruto de una historia compleja, hecha de influencias, de introducciones o de abandonos de productos, de procesos de difusión, de fluctuaciones en la estructura de la comensalidad, de cambios de imagen de un manjar y de el que lo come. Acumulación de modos de comer y de maneras de ver, una identidad cultural alimentaria es una herencia cuyo destinatario aún no ha nacido: una identidad cultural alimentaria nunca queda fijada, es como el baile indiano visto por M. Mugdal, "un río que corre y crece siempre (4) ". Las difusiones del maíz a través del continente americano y del gallo, desde su nido asiático al resto del Viejo Mundo (Galinat 1992: 52-53; Blench y Macdonald 2000: 496-498), recuerdan, con muchas otras, la antigüedad de los procesos de enriquecimiento de los corpus alimentarios. Sin embargo, en la construcción de las identidades culturales alimentarias actuales, el cambio de "economía-mundo" (Braudel 1993 [1979]: 14-16), que empieza a fines del siglo XV, constituye una ruptura fundamental. Su primer acontecimiento mayor es la doble revolución alimentaria que constituye el encuentro del Nuevo y del Antiguo mundo; no obstante, la nueva dimensión que la pesca del bacalao toma en ese fín de siglo es también muy importante, porque si la Edad Media comió bacalao, como lo recuerda el Mesnagier de Paris, es la explotación de los bancos de Terranova lo que hace poco a poco del bacalao una comida de gran difusión, presente sobre las mesas de Cuaresma y en la ración de los esclavos, y, después, un guiso emblemático en varias cocinas: Codfish and akee en la jamaicana, Estofinade en la del Quercy... (Le Mesnagier... 1994 (siglo XIV): 698 ; Braudel 1993 [1979]: t . 1: 242-247; Pilcher 2000: 1286). Desde los primeros contactos, nuevos vegetables y animales desembarcan a montones en América: habría más de ochenta plantas alimentarias que se llevaron desde Andalucía a esta tierra en los primeros cincuenta años de la colonización; desde el vacuno hasta la pintada, que se naturaliza inmediatamente en las Islas, una gran parte de la fauna doméstica del Viejo Mundo encuentra el suelo americano (Garrido Aranda 1999: 205; Digard 1993: 134-135). Dentro de estas novedades, muchas se vuelven, poco a poco, elementos clave de los corpus alimentarios del continente, al capricho de las adaptaciones regionales, como es el caso del trigo, del arroz, de los cítricos, del cerdo, de los vacunos y de su leche, de varias verduras más discretas pero hoy esenciales como la cebolla, el ajo, el rábano y la zanahoria (Vargas y Casillas 1996: 277-292; Patiño 1990 : 194-195), etc. Una visita a las cocinas de América, a un pueblo de la llanura pampeana argentina, recuerda el peso de esta aportación en la "tradición" culinaria contemporánea: sus especialidades son los chorizos criollos, los lomitos de cerdo, el asado de vacuno y los obispos, pasteles fabricados, entre otras cosas, con pan viejo, harina, leche, manteca, vino, canela, rodajas de naranja y azúcar (Garufi: en prensa). La llegada de la caña que permite la obtención de este último producto en el Nuevo Mundo pesa mucho en la colocación de las identidades culturales alimentarias actuales: numerosos dulces, y, claro, el ron, que constituye hoy en María Galante una verdadera bebida identitaria (Rey-Hulman 1989: 88), son frutos suyos, mientras que en el Viejo Mundo, la producción masiva que permitió, ha provocado, lentamente, una difusión social del consumo de azúcar. En Europa, África y Asia, la aportación americana desempeña un papel considerable en los corpus alimentarios contemporáneos. Por mediación del contacto con los europeos, la yuca en la que se funda una cocina que conoce muchas variaciones regionales, el cacahuete rápidamente adoptado por poblaciones del Alto Senegal, el maíz que se impone en la costa oeste donde sustituye para muchos usos al mijo y varios frutales, como el guayabo, integran la gama de los productos alimentarios africanos (Roussel y Juhe-Beauleton 1992: 378-383; Pehaut 1992: 401). Mediante el gran comercio marítimo llega a Asia, entre otras cosas, la piña y el pimiento -que llegan a India desde el siglo XVI, gracias a los portugueses-, el tomate y el maíz -cuyo origen intentaron "nacionalizar" algunos científicos chinos, dando prueba de la importancia que la alimentación puede ocupar en la construcción de la identidad-, o el pato almizclero que llega a fines del siglo XVII a Taiwan (Velou 1992: 419-421; Metailie 1992: 413; Rouvier 1985: 91). Con sus preparaciones a base de harina de maíz, sus sopas que incluyen patatas, alubias, calabazas o tomates y sus embutidos aromatizados con pimentón, la dieta de la Serra Do Caldeirão, en Portugal, recuerda la importancia de la flora llegada de América dentro de los corpus alimentarios europeos (Valagão 2000: 48-65), que el Nuevo Mundo enriqueció también con dos aves: el pavo y el pato almizclero. En tiempos más recientes, la incorporación de novedades en los corpus alimentarios conserva su vitalidad: durante el siglo XX, la llegada a Brasil del búfalo (Bubalus bubalis) aporta una leche y una carne nueva a las dietas amazónicas (Hoffpauir: 2000: 589-590), mientras que el cultivo del kiwi se instala en Nueva Zelanda y, luego, en varias zonas del mundo, por ejemplo Chile, California o el Sur de Europa. En esta región, la transformación del estatus del kiwi, de fruta exótica a producto del terreno está casi acabada en dos cuencas, la del Sperheiou y la del Adour, como lo muestra, entre otras cosas, la obtención de una D.O.P. por la fruta griega y de la demanda de una I.G.P por la francesa. Si la producción de avestruz es todavía una ganadería alternativa, es posible que su carne abandone la marginalidad en varios corpus alimentarios regionales para normalizarse. Cuando la estrutiocultura se desarrolla y se estructura, los productores de los estados de Michoacán y Guanajuato crearon en 2001 la Mexicana de Avestruz, la valorización de la carne del ave juega con las "tradiciones" culinarias: un ganadero mexicano propone fajitas marinadas y chorizo, un artesano catalán elabora un embotit curat d'estruç, un productor del suroeste de Francia fabrica terrine d'autruche à l'armagnac... Cualquiera que sea el porvenir alimentario del avestruz, la ambigüedad de su estatus, es un ave tratada como carne de carnicería, debido a las dimensiones de su cuerpo, hace de él un objeto de investigaciones rico. Las técnicas de transformación de alimentos y ademanes culinarios se difunden y las cocinas mestizas del Nuevo Mundo son también hijas de tales aportaciones: el vino de Chile o las frituras de carne de la Nueva Galicia encuentran sus orígenes en tales transferencias culturales (Ávila Palafox 1996: 303). Como en el Viejo Mundo, la adopción de comestibles americanos fue sobre todo un lento proceso de absorción por los antiguos corpus alimentarios. Los ejemplos de adopción de técnicas alimentarias son casi inexistentes: las primeras piedras chocolateras derivan del metate (Aranzadi 1920: 173), sin embargo, el producto que sirven para fabricar es ya mestizo, porque se incorpora azúcar. La época contemporánea posee también su lote de transferencias de técnicas alimentarias, por ejemplo con la implantación del arte cervecero en México a partir del siglo XIX (Ávila Palafox 2001: 172), o la más reciente difusión en el norte de Navarra de la producción y de la transformación del foie-gras de pato. El uso que los cocineros hacen de la identidad cultural alimentaria puede ser un factor importante en su dinamismo, por variaciones alrededor de platos clásicos, como las que proponen A. Mari en Galdácano (salteado de cocochas y cigalas sobre piperrada), o V. Arrieta en el restaurante del museo Guggenheim de Bilbao (bacalao con txangurro a la donostiarra y pil pil) y por verdaderas creaciones a partir del corpus alimentario, como el foie-gras al cacao que prepara el chef de Les Jardins de l'Opéra, en Toulouse. Con el tiempo, algunas innovaciones de grandes cocineros pueden naturalizarse dentro del "patrimonio culinario" de una región. La salade landaise, una ensalada con aderezo caliente (mollejas de pato en confit, etc.), que es hoy día un clásico local que se representa en postales, debe probablemente su origen a la difusión de innovaciones de chefs, tales M. Guérard y A. Daguin, en la restauración de menor nivel y después en las prácticas hogareñas. No obstante, la invención culinaria no es atributo exclusivo de la gran cocina: la restauración rápida y menos elaborada puede también producir novedades que dinamizan la identidad cultural alimentaria. En la oferta de grandes firmas como Macdonald's, la adaptación a las variaciones de la identidad cultural alimentaria de sus clientes se hace a imagen de la cadena de producción: estandarizada. Sólo hay concesiones mínimas a los contextos religioso (en Bombay, se utiliza otra carne que el vacuno...) y social (el Macdonald's de Wall Street remeda un gran restaurante) y empleo de algunos tópicos simplistas para representar las cocinas del mundo (un poco de especias hace "Tex-mex"), no obstante, a la larga, eso produce imágenes culinarias (Ariès 1997: 42, 50 y 58). En otras manos, el bocadillo o la hamburguesa pueden participar a un juego más complejo con la identidad; creado en 1995, el Big Beñat es una parodia bayonesa de una famosa hamburguesa, confeccionada con jamón, queso de oveja, ensalada, tomate y mayonesa ¡No es sólo un gag! En varias ocasiones de protesta, especialmente contra mundialización, se empleó localmente como un símbolo de la lucha anti-malbouffe (5) . El kebab soporta muchos mestizajes: en varias zonas de México se ha cambiado en una forma mutante de los tacos al pastor (Pilcher 1998: 136) y durante las ferias de Bayona, en agosto de 2002, he visto a un vendedor ambulante cuya especialidad era el kebab axoa (una preparación que asocia un aderezo inspirado en una receta vasca de carne). La pizza posee una fantástica capacidad de adaptación: si juega con los grandes tópicos alimentarios fuera de una zona (en el Pizza Nel de Toulouse, la mexicaine se distingue por el pimiento verde, la nordique por el salmón), ofrece también posibilidades regionales: en un restaurante de Brantôme, en el corazón de Périgord, se come una pizza al foie-gras, mientras en Singapur, existen satay pizzas (Hamonic 1998: 22). Los modos de consumo forman parte de la identidad cultural alimentaria. Ocurren evoluciones a veces en el marco de sus estructuras, sin cambiarlas. A juicio de A. James, el éxito popular en Gran Bretaña de las comidas criollizadas de inspiración extranjera (india, italiana, etc.) es la paradójica continuación de la Britishness alimentaria marcada por la economía de dinero y de tiempo (1997: 83-84). Hay dinámicas dentro de las prácticas festivas que son claramente perceptibles; varias sodas, a menudo asociadas con bebidas alcoholicas, se han impuesto en las copas de los jóvenes vascos durante las fiestas locales: manzana-Kass, calimocho o cubalibre sustituyen a otras bebidas, pero su función en la fiesta es equivalente; cuando en Fenestrelle (Piamonte), un sencillo pan de panadero reemplaza a la antigua calhetta -que incluye patata y queso rallados- como pan bendito del día de Il bal da sabre (Bonato 2001: 215). Los diversos discursos desempeñan también un papel fundamental en la constitución y la evolución de las identidades culturales alimentarias. En el siglo XVI, las prescripciones de la Iglesia relativas a las grasas en Europa occidental, como su adaptación al contexto americano en 1562, recuerdan el peso posible y ya evocado del discurso religioso en la construcción de las identidades culturales alimentarias, tanto espaciales como grupales (el Papa concede también dispensas a personas poderosas...). En México, las fluctuaciones del discurso sobre el maíz y el trigo entre el tiempo de la conquista y 1992, desde la primera depreciación ideológica del cereal indígena hasta la semana anual del tamal, pasando por la construcción seudocientífica de la critica del maíz durante el porfiriato, atestiguan del peso que puede tener el ámbito político (Flandrin 1983: 388-389; Pilcher 1998: 31, 35 y 77-97). El discurso
gastronómico, a veces impregnado fuertemente por el marco
ideológico en el que se desarrolla, asume un papel fundamental
en la edificación de las identidades culturales alimentarias ligadas a
un espacio. Su forma
moderna se estructura en Francia al principio del siglo XIX, con L'almanach
des gourmands de A. B. Grimod de la Reynière
(1803-1812), Le cours gastronomique ou les dîners de
Manant-Ville
de C. L. Cadet de Gassicourt (1809), en el que aparece un mapa goloso
de
Francia, o Physiologie du goût de A. Brillat-Savarin
(1825).
La influencia de este discurso francés es considerable en
España:
las obras de A. Muro se nutren de él (y particularmente del Grand
dictionnaire de cuisine de A. Dumas), aun el trabajo más
español
del famoso Doctor Thebussem se determina en comparación con
él
(Martínez Llopis 1989: 344-345). Durante la primera mitad del
siglo
XX, se desarrolla un nuevo tipo de gastronomía que se apoya en
el
automóvil. Queda una mirada nacional en las prácticas
regionales
pero el gastronómada sale al encuentro de los cocinas regionales
a
diferencia de lo que ocurre en la otra forma de gastronomía: a
partir de 1921, se publica La France gastronomique. Guide des
merveilles culinaires et des bonnes auberges françaises que
es el fruto de las peregrinaciones golosas de M. Rouff y Curnonsky,
cuando J. Velázquez de León recorre varios estados
mexicanos durante los cuarenta (Pilcher 1998: 132). Al principio del
siglo XX, en varias zonas, los discursos gastronómicos
regionales se construyen en forma de artículos de prensa o de
libros, por ejemplo en Périgord (Rocal y Balard 1971 [1938]:
169-172). A escala regional, el discurso culinario revela toda su
complejidad. En el sur de Francia,
la edición culinaria nace en 1830, con Le cuisinier Durand;
la obra de un chef como lo es en 1898, el Traité de cuisine
bourgeoise bordelaise de A. Bontou. Otros libros, compilaciones
"educativas" de
cocina burguesa local, a semejanza de Le cuisinier landais et les
bons
domestiques de 1893, constituyen un género muy diferente
(Duhart
2002: 69-71), que se distingue también de la literatura sobre la
"cocina
tradicional" que florece a fines del siglo XX. Además, un
interés
nacional por las cocinas regionales aparece durante este siglo: A. de
Croze
publica en 1928, Les plats régionaux de France. 1400
succulentes recettes traditionnelles de toutes les provinces
françaises, un corpus muy heterogéneo; mientras que
J. Velázquez de León propone a sus lectores Platillos
regionales de la República mexicana. Estas dos obras
muestran la diversidad del uso de un vista panorámica en las
cocinas regionales: mientras que el francés, que se inscribe en
un movimiento regionalista, utiliza antiguas provincias que
añaden complejidad a la división territorial, el
mexicano, utilizando el
orden alfabético, participa en un ensayo de construcción
unitaria nacional (Pilcher 1998: 134). 3. Alimentos buenos para soñar La construcción o la reivindicación de las identidades culturales alimentarias cultiva una estrecha relación con un imaginario espacio-temporal, a través de referencias al pasado y a un espacio observado por el prisma de los tópicos. Aquí, no se trata de historia o de geografía, sino de enfoques sentimentales. El uso de los tiempos antiguos se traduce por un juego de reconstrucción. Algunas veces, se materializa en la creación de una leyenda, que, dando a la comida un creador y una fecha de nacimiento en un contexto preciso, la conforma con lo histórico en la creencia popular, con la historia hecha de acontecimientos: ¡Las monjas de Puebla crean el mole para honrar a Tomás Antonio de la Cerda y Aragón mientras que el casi ciego dom Pérignon inventa el champán (Pilcher 1998: 25; Logette 1988: 181-182)! Para otros productos, se busca el efecto contrario: se evoca un pasado muy lejano y impreciso que instala el alimento en la filiación de un (imaginario) producto original; el comité actual de la empresa Société sobre el roquefort lleva muy lejos este proceso, estableciendo un vínculo casi mineral entre el queso y la región de afinidad, por medio de un paralelo fotográfico entre la estructura de las cuevas y la del queso. En el Sur de Europa, las numerosas cofradías que se dedican a un producto se refieren a un pasado onírico, por sus trajes y los ceremoniales de sus entronizaciones, a ejemplo de la confrérie du floc de Gascogne cuyos miembros se visten de mosqueteros. En Bayona, una cofradía y una academia se dedican al chocolate; el emblema de esta última institución representa a un azteca y un bayonés, en traje de fiesta, que se apoyan en una mazorca de cacao; muestra, como iniciativas más recientes, y a semejanza de la realización de un quetzalcóatl en chocolate, una voluntad de asociar la historia de la producción local a los primeros tiempos de la historia global del chocolate, una operación que es, en Bayona, la construcción de un imaginario: Aquí la producción de chocolate empezó durante el siglo XVII, sin lazos directos con el mundo azteca. Las fiestas dedicadas a una comida son también un medio de construcción de autenticidad a través de la invención de tradiciones: En los años 1980, en Calabria, cantidad de fiestas (de la sardina, de las alubias, del vino...) contribuyen a la edificación de una memoria artificial de "buenos tiempos alimentarios" que sustituye a la dura realidad del pasado (Teti 1989: 418-420). Frente a recuerdos difíciles, el olvido aparece a veces como una solución: En las Hurdes, se construye una "tradición" gastronómica fuera del recuerdo, rechazado de la "tierra sin pan" (Catani 1997: 103-112), mientras que en una parte del viñedo de Languedoc, se borra el nombre de coopérative, que evoca un tinto de baja calidad, en el frontón de los edificios (Lauraire 2001: 281). Además de la asociación estrecha entre alimentos marcadores y un espacio regional, por ejemplo, las recetas antillanas publicadas en la prensa femenina francesa muestran el fantasma de una región azucarada (casi todas las recetas son postres o dulces a base de ron o de frutas como la piña (6), la relación entre imaginario espacial y identidad cultural alimentaria toma otras formas; las imágenes que figuran en las etiquetas de varios productos emplean tópicos de la naturaleza o de la cultura local: cactus y tipos mexicanos aparecen en varios botes de salsa al chile que se venden en el sudoeste de los Estados Unidos, mientras que, en las etiquetas de los quesos de la empresa Onetik, figuran evocaciones de la pelota, de los juegos de fuerza o de sitios naturales famosos de la región (Chambre d'Amour, Iparla...). La representación mental se desliza a veces hasta la elaboración de un mito alimenticio. El tan alabado régimen de comida mediterráneo es sobre todo un concepto creado por científicos anglosajones y difundido por los media (Hubert 1998: 153-160). El restaurante "extranjero" (puede ser regional o de otra nacionalidad) es también un lugar para lo imaginario, una construcción que compensa la acomodación del gusto original por un ambiente hecho, de abanicos y de música china, de cerámicas mexicanas y de canciones de mariachis, de viejos aperos de labranza... Es una profusión de emblemas, de tópicos, una zona de "faux contact" (Cecla 1995: 88), de acercamiento ilusorio a una cultura, una parcela de imaginario materializado. La relación entre la identidad cultural alimentaria y lo imaginario se establece también por el empleo de algunos de sus aspectos en la creación artística. Las fotografías de pulquerías realizadas por E. Weston, en 1926, revelan dos dimensiones de esta relación, porque muestran a la vez la mirada de un extranjero que efectúa clichés para un libro sobre el arte popular y los frescos que estos lugares de consumo alcohólico de gran importancia social generan. Rode mosselen in de pot de M. Broodthaers, las botellas de Coca-Cola de A. Warhol o los donuts del grotto de J. Koons recuerdan que los artistas juegan a veces con la identidad alimentaria, para provocar la reflexión. Los maestros del relato, tanto escritores como cineastas trabajan también alrededor de las identidades culturales alimentarias. Si en las obras que invitan a los lectores a viajar en el tiempo o en el espacio, se utilizan las imágenes alimentarias para dar cuerpo al ambiente de la narración, diversos autores se interesan por los vínculos que unen la alimentación y la identidad. Pueden servir para reforzar el contraste entre dos grupos, dos sociedades: en Kullu of the Carts, J. S. Eyton emplea una oposición entre la cocina inglesa y la indiana, rica y picante (Markovits 1993: 345-346), mientras que en Le ventre de Paris, E. Zola entrecruza, en la dieta de la comadre Saget, su bajo estatus social y su manera de pensar canallesca (1984 [1873]: 276-277). Novelista gascón del principio del siglo XX, E. Delbousquet hace mucho uso del contraste esquemático entre la alimentación frugal de los habitantes de la landa y la más rica de los del collado, pero desarrolla igualmente una reflexión sobre la relación del emigrante con las comidas de su tierra de origen (2001 [1901]: 59) : Les mets que l'on me sert, s'ils me sont envoyés d'ici, mettent en moi des souvenirs; chaque chose à son parfum, sa forme, sa couleur, m'évoque des repas au coin du grand âtre, des retours de chevauchées et des chasses, des heures d'amour. Et, quand je bois des vins de mes vignes de l'Armagnac, je crois voir, à travers un couchant d'or, l'horizon de la lande et des forêts brûler dans le soir.Varias obras contemporáneas atestiguan la importancia de la identidad cultural alimentaria dentro de la identidad individual o colectiva, colocándola en el corazón del relato y invitando a la vez al lector a un sabroso festín de papel. Como agua para chocolate, cruzando los destinos de sus protagonistas con la preparación de varias comidas, tales las tortas de Navidad o el chorizo norteño, insiste en el peso de la herencia familiar y del recuerdo (Esquivel 1999 [1989]). Con el personaje de Carvalho, tanto detective como gastrónomo, M. Vázquez Montalbán trata frecuentemente de las relaciones entre pertenencia regional y alimentación. En El premio, propone, por ejemplo, un "análisis" del emblemático pan con tomate: "- Mudarra, tiene usted ante sí un prodigio de koyné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva de mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Y resulta que este prodigio alimentario se les ocurrió a los catalanes hace poco más de dos siglos, pero con tanta conciencia de hallazgo que lo han convertido en una seña de identidad equivalente a la lengua o a la leche materna.El cine juega también mucho con las identidades culturales alimentarias. Utiliza a veces la tensión primordial entre uno mismo y el otro, el no humano o el gemelo: Cuando Leo ve a los invitados de una recepción comer como animales furiosos (Boorman: 1970), dos pistoleros comparan las hamburguesas y el servicio en los fast-food europeos y americanos (Tarentino: 1994) y un psicópata evoca su gusto por la heineken en Blue Velvet (Lynch: 1986). En Flores de otro mundo, I. Bollain (1999) emplea la confrontación de identidades culturales alimentarias diferentes: en lo más recio de las tensiones entre Patricia, llegada de Santo Domingo, y su futura suegra, hija de Castilla, la comida de Damian se convierte en un frente en el que repertorios alimentarios, maneras de hacer o de servir entrechocan. Algunas obras se construyen alrededor de la identidad cultural alimentaria y de las imágenes alimentarias. El griego P. Koutras suelta una moussaka mutante y gigante sobre Atenas (2000) y el japonés J. Itami edifica Tampopo alrededor de la sopa de tallarines (1985); mientras que J. J. Bigas Luna propone, con Jamón Jamón (1992), una tragedia sabrosa en la cual los símbolos de una cierta imagen golosa de la España continental se mezclan bajo un toro de Osborne muy cansado y con su Bambola (1996), la distorsión de una imagen culinaria de Italia, dentro de una orgía violenta. Los dibujos animados pueden también jugar con la identidad cultural alimentaria, a semejanza de Jerky turkey de Tex Avery, una variación sobre el tema del pavo de Thanksgiving (1945). Poco a poco, las películas de género edifican las identidades culturales alimentarias imaginarias de sus personajes míticos: el cowboy de los westerns come vacuno y frijoles, bebe café en el vivaque, whisky o tequila, cuando se arriesga hasta tierras mexicanas (Gelsi 2002: 37-58 y 2000: 158). Al capricho de los encuentros, aparecen imágenes alimentarias de otros grupos. En The Magnificent Seven, el contraste se produce entre la comida ofrecida a los mercenarios (pato, arroz...) y el régimen diario de los campesinos de Ixcatlan; su consecuencia permite una manifestación de la bondad de los siete duros: Vin y los otros distribuyen su comida a los niños del pueblo (Sturges: 1960). En La cuisine au beurre, no es la oposición entre el sur de Francia y la Francia de la mantequilla anunciada desde el título (al volver a su casa después de la guerra, el chef de La Bonne bouillabaise -Fernandel- se da cuenta de que su restaurante se ha cambiado en La sole normande después del matrimonio de su "viuda" con otro cocinero -Bourvil-), que presenta la utilización más fuerte de la identidad cultural alimentaria en la comedia, sino una escena de bar: ¡Cuando todos los otros desean un pastís, uno quiere un whisky! (Grangier: 1963). Algunas películas participan directamente en la edificación de mitologías alimentarias contemporáneas: Le bonheur est dans le pré difunde la imagen de un Gers idílico, alrededor de la explotación del pato cebado y el departamento, que subvencionó la realización del filme, utiliza su éxito, empleando varios temas de la ficción en su promoción (Chatiliez: 1995). La identidad
cultural alimentaria
es el producto de una sedimentación cultural a largo plazo: se
funda
en una rica herencia cultural, interna a un grupo, y en un conjunto de
representaciones
de sí mismo y del otro, acumuladas al capricho de los cambios de
ideología.
La intensidad de sus relaciones con lo imaginario atestigua su peso en
la
identidad sociocultural global. El estudio de las identidades
culturales alimentarias debe nutrirse de
toda
esta complejidad, porque arrostran los vientos de nuestra época
(globalización,
estandarización, macdonalización...), arraigadas en este
sustrato.
Aquí las lógicas disciplinarias no bastan, se necesita la
historia completa de P. Veyne, que, como dijo M. Bloch, "une el estudio
de
los muertos con el de los vivientes".
1. J. Ballarin, "Le cassoulet, c'est Castelnaudary", Sud-Ouest dimanche, 03/09/2000; Castelnaudary. Capitale de l'Aude, sd. 2. La paella es tan compleja para el cocinero como para el investigador es plural. Hoy día, además de la paella emblema de España que presentamos aquí, existen las paellas patrimonializadas ("auténticas"), las paellas regionalizadas, por ejemplo en el País Vasco francés, a través de una afirmación patrimonial y de la aparición de usos sociales, las paellas de la cocina internacional, etc. 3. "Denominación de origen Mezcal", http://www.oaxaca.gob.mx/mezcal/spanish/denomina.htm 4. Declaración con motivo del espectáculo Générations, Théatre de la Ville, París, 04/2002. 5. P. Hemmert, "'Big Beñat' éternel", Sud-Ouest Pays Basque, 30/07/2002. 6.
F.
Régnier-Chauvel, "Les constructions sociales de l'exotisme en
France et en Allemagne", Séminaire de J.-L. Flandrin,
EHESS, 09/02/2001.
Andlauer, Jeanne Appadurai, Arjun Aranzadi, T. de Ariès, Paul Ávila Palafox, Ricardo Balland, Christine Bell, David (y Gill Valentine) Benkheira, Mohammed Hocine Blench, Roger (y Kevin C.
Macdonald) Bonato, Laura Braudel, Fernand Cantarero Abad, Luis Capatti, Alberto (y Masssimo
Montanari) Catani, Maurizio Cecla, Franco La Celestino, Olinda Centlivres, Pierre Christinat, Jean-Louis Contreras, Jesús Darbon, Sébastien Delbousquet, Emmanuel Digard, Jean-Pierre Duhart, Frédéric Escoffier, Auguste Esquivel, Laura Falcou, Francis Flandrin, Jean-Louis Fischler, Claude Franqueville, André (y Gloria
Aguilar) Galinat, Walton C. Garine, Igor de Garufi, Jorge Alberto Garrido Aranda, Antonio Gelsi, Salvatore Gelsi, Salvatore González Turmo, Isabel Hamonic, Gilbert Hassoun, Jean-Pierre Hinnewinkel, Jean-Claude Hoffpauir, Robert Hubert, Annie James, Allison Lauraire, Richard Logette, Lucien Macbeth, Helen Markovits, Claude Martínez Llopis, Manuel M. Medina, F. Xavier Mesnagier... Metailie, Georges Millán, Amado Monjaret, Anne Montagné, Prosper Morin, Edgar Moudiappanadin, Joseph Orlove, Benjamin S. Patiño, Víctor Manuel Pehaut, Yves Pfirsch, Jean-Vincent Pilcher, Jeffrey M. Rey-Hulman, Diana Rocal, Georges (y Paul Balard) Roger, Delphine Roussel, Bernard (y Dominique
Juhe-Beaulaton) Rouvier, René Saouter, Anne Sarabia Viejo, Maria Justina (e
Isabel Arenas Frutos) Schippers, Thomas K. Tamarozzi, Federica Teti, Vito Valagão, Manuela Vargas, Luis Alberto (y Leticia
E.
Casillas) Vázquez Montalbán,
Manuel Velou, Singara Zola, Emile
Bigas Luna, José Juan Bollain, Iciar Boorman, John Chatiliez, Etienne Grangier, Gilles Itami, Juzo Koutras, Panos Lynch, David Sturges, John Tex Avery Tarentino, Quentin |
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