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Introducción Así escribe Juan Víctor Núñez del
Prado Béjar, en su artículo sobre el mundo sobrenatural de los
quechuas del Cusco:
"En muchos casos se ha considerado el sistema religioso indígena, concibiéndolo como naturalista e inclusive panteísta. Por el contrario, nosotros lo percibimos esencialmente espiritualista y animista con algo de naturalismo. Por lo general se ha considerado por ejemplo, que los indígenas rinden culto a los cerros y a la tierra, cosa que en la realidad se nos presenta de manera diferente, ya que a nuestro juicio, el culto es a los espíritus que habitan las montañas y la tierra y cuya existencia es independiente de sus hábitats materiales" (Núñez del Prado Béjar 1970: 68). Con
esta afirmación, el antropólogo
peruano apoya un modelo de visión con el que sería posible,
a su parecer, aproximarse al universo cosmológico quechua, y, en
particular, a las creencias
religiosas relacionadas con el culto a la tierra y a los cerros en los
Andes del Cusco. En su
análisis definitorio aparecen conceptos filosófico-antropológicos como
los de naturalismo, espiritualismo y animismo, sobre los que vale la
pena encaminar una reflexión, aunque
meramente introductoria, pues sería imposible dar cuenta de todo el
conjunto de especulaciones
teóricas que existen en torno a estas nociones, ya sea en el ámbito
filosófico o antropológico.
Estos últimos comparten el mismo terreno de análisis en cuanto a las
nociones de naturalismo y espiritualismo, siendo el primer ámbito fuente de
inspiración
para las especulaciones del
segundo, mientras que se debe, en cambio, a la antropología del siglo
XIX, y sobre todo al
británico Tylor, la acuñación del animismo como teoría
científica, aunque el concepto originario
de alma remonta a la antigua filosofía clásica.
Espiritualismo y naturalismo. Breves consideraciones filosófico-antropológicas Con
el término espiritualismo
se designa, a nivel metafísico, una doctrina filosófica según la cual
"el mundo se halla constituido, en su fondo último, por lo espiritual"
(Ferrater Mora 1986: 1020),
es decir por un principio abstracto a partir del cual es posible
"construir el mundo de la
naturaleza" (Abbagnano 1993: 446). La propia realidad espiritual se
considera, por ende, como
un elemento predominante y fundamental en el mundo, que es irreducible
a la naturaleza misma
en cuanto prescinde de ella. La antropología conviene con tal óptica
filosófica en la
consideración general de que lo etéreo tiene la capacidad de
subsistir a lo material (1)
y, como se
verá, es precisamente en este sentido cómo Juan Víctor Núñez del Prado
conforma la noción de espiritualismo al sistema de creencias religiosas
quechuas, a
saber: siendo inherente al mundo
material (esto es, natural) en sí, la capacidad de superación de los
límites materiales atañería
también a la propia naturaleza andina. De este modo, el antropólogo
peruano da fundamento a
sus afirmaciones sobre el hecho de que "el culto es a los espíritus que
habitan las montañas y la
tierra, y cuya existencia es independiente de sus hábitats materiales".
Sin embargo, el mismo también se refiere a la cosmovisión quechua como impregnada de "algo de naturalismo", es decir, como reconocedora de que la realidad natural posee cierta relevancia. La filosofía se sirve de este término a la hora de estimar "la Naturaleza, y las cosas en ella, como las únicas realidades existentes" (Ferrater Mora 1986: 2315); en este caso, no existiría un principio abstracto que trasciende lo material, pues ello sería inmanente a la naturaleza misma (Morselli 1993: 154). En el campo antropológico esta concepción básica se enriquece con disertaciones teóricas sobre el origen de la religión, como la que los cuerpos y las fuerzas de la naturaleza habrían sido fautores de la aparición de un sentimiento religioso en el ánimo humano (Durkheim 1993: 138) (2). Sea lo que fuere, en sus elementos estrictamente básicos, la visión naturalista difiere de la espiritualista, en tanto que lo etéreo, en este caso, es percibido como algo consustancial a lo material y no como algo independiente de este último. El animismo a la luz de la teoría tyloriana La
complejidad ínsita en las nociones
de espiritualismo y naturalismo se encuentra
estrechamente vinculada a la propia delimitación del concepto de
animismo, sobre cuyo sentido
ontológico vale la pena detenerse más detalladamente, pues mediante él
es posible también
ampliar el campo de definición e influencia de las otras nociones
interesadas.
A grandes rasgos, la óptica animista estriba en la concepción de que "todo está animado y vivificado, de que los objetos de la Naturaleza son, en su singularidad y en su totalidad, seres animados" (Ferrater Mora 1986: 163); de ahí la "tendencia a explicar los acontecimientos por la acción de fuerzas o principios animados" (Abbagnano 1993: 75) que caracterizarían todo elemento y fenómeno natural. Se debe al antropólogo Edward Burnett Tylor (1832-1917) el mérito de haber ideado y sistematizado, en un consistente núcleo de definiciones explicativas, los principios que, a su parecer, yacen en el seno de la teoría animista elaborada por él mismo. Aunque dentro de una óptica declaradamente evolucionista, en su obra titulada Primitive culture. Researches into the development of mythology, philosophy, religion, language, art and custom (1871), Tylor se esfuerza en indagar los fundamentos que habrían favorecido, en el ser humano, la manifestación de un sentimiento religioso germinal. Para esto, se sirve del término latino anima, acuñando, a partir de él, la denominación de animismo, con la que designa una "profunda doctrina de los Seres Espirituales" (Tylor 1981: 28), surgida supuestamente de las vivencias que el ser humano habría tenido, por un lado, de lo onírico (3) y, por otro lado, de "la muerte como suceso ineluctable" (Puente Ojea y Careaga 2005: 33). Ambas experiencias habrían necesariamente avivado en el hombre la persuasión de que algo más (esto es, un doble anímico) habría de subsistir a la inmovilidad temporal o perpetua del cuerpo humano, y dar explicación a vivencias indudablemente impactantes. Dicho esto, es interesante poner atención a la manera como Tylor usa ciertas terminologías, pues sus definiciones antropológicas de los conceptos de alma y espíritu asumen gran relevancia en las concepciones cosmológicas que, hoy en día, los quechuas mantienen acerca de la naturaleza y su supuesta vitalidad. En medio de otras tantas disertaciones, el antropólogo británico se centra en la aclaración de lo que él mismo entiende con la noción de alma (y no sólo de ella). Puente Ojea y Careaga Villalonga le reconocen, en general, una "impecable coherencia ontológica y psicológica" (Puente Ojea y Careaga 2005: 26) cuando éste delinea, a modo de introducción, que "los términos que se corresponden con los de vida, mente, alma, espíritu, espectro, etc., no se interpretan en el sentido de que describan realidades realmente separadas, sino más bien como las diversas formas y funciones de un solo ser individual" (Tylor 1981: 36-37). Dentro de esta afirmación, son sobre todo las nociones de alma y espíritu las que adquieren una importancia primaria, pues representan precisamente los constituyentes terminológicos de dos de las concepciones filosófico-antropológicas que aquí se toman en examen. Así que comprender su papel ontológico es imprescindible para proporcionar una visión explicativa de las creencias cosmológicas quechuas. En principio, para Tylor el espíritu es un concepto esencialmente equivalente al de alma, un elemento que se encuentra en sí "desvinculado de las funciones corporales de la vida" (Puente Ojea y Careaga 2005: 47), pero nunca en oposición a la naturaleza orgánica del cuerpo mismo. En analogía con esto, Tylor (1981: 55) se refiere al alma como a una imagen etérea del cuerpo (4), dotada de una "materialidad neblinosa y evanescente", distinta del cuerpo pero dependiente de y complementaria a este último, y, por lo tanto, susceptible de definirse como un alma espectro: "una
imagen
humana, sutil e
inmaterial, constituyendo, por su naturaleza, una especie de vapor,
de película o de sombra; la causa de la vida y del pensamiento en el
individuo al que anima;
posee independientemente la conciencia y la voluntad personales de su
dueño corpóreo, pasado o
presente (...); fundamentalmente impalpable e invisible, también
muestra, sin embargo, un poder
físico, y, sobre todo, apareciéndose a los hombres despiertos o
dormidos como un fantasma
separado del cuerpo, cuyo aspecto conserva" (Tylor 1981: 31).
Tal como actúa para la equiparación de las nociones de alma y espíritu, así el antropólogo iguala el sentido del término inmaterial con los de impalpable, invisible, que recoge en la misma definición. En otras palabras, evita constantemente cualquier abstracción orgánica de los elementos anímicos que analiza, pues para él "ha sido en el marco de las sistemáticas escuelas de la filosofía civilizada donde se han obtenido las definiciones transcendentales del alma inmaterial, mediante la abstracción de la concepción primitiva del alma etéreo-material, para reducirla, de una entidad física, a una entidad metafísica" (Tylor 1981: 55). Esta etéreo-materialidad, o, tal como diría Lowie (1976: 106), este "modo más sutil de existencia corpórea", constituiría, entonces, una calidad inescindiblemente intrínseca a la materia, al estar formada esta última por distintos niveles de consistencia orgánica, en los que se verían contempladas las nociones mismas de alma y espíritu. Sea lo que fuere, la falta de distinción que, en un primer momento, Tylor opera entre esas dos nociones, se dispersa a la hora de definir a la segunda como una esencia en sí equivalente, pero también, de algún modo, disímil de la primera. De hecho, en otros puntos de su obra, el antropólogo británico afirma partir de "un cuidadoso estudio de las almas, que son los espíritus propios de los hombres, de los animales y de las cosas, antes de ampliar el examen del mundo de los espíritus hasta su total plenitud" (Tylor 1981: 190). En otras palabras, el propio antropólogo asume que "la doctrina de las almas (...) dio origen a la doctrina de los espíritus, que extiende y modifica su teoría general para aplicarla a nuevos objetivos" (Tylor 1981: 190), lo que conlleva a que la noción misma de espíritu dé "paulatinamente un paso más", pasando "a constituir un mundo etéreo que circunda el mundo de los hombres y de los animales" (Puente Ojea y Careaga 2005: 35). La conclusión a la que Tylor llega es, esencialmente, la de demostrar que todos estos seres espirituales estarían "modelados por el hombre según su primaria concepción de su propia alma humana, y (...) que su finalidad es la de explicar la naturaleza según la primitiva teoría infantil de que ésta es, verdadera y totalmente, 'naturaleza animada'" (Tylor 1981: 255). Personificación, poder, voluntad y figura Esta
definición de naturaleza
animada tiene razón de ser por el hecho mismo de que Tylor
considera lógico el que "se atribuya cierta clase de alma a las
plantas, que comparten con los
animales los fenómenos de la vida y de la muerte, de la salud y de la
enfermedad" (Tylor 1981:
70). Así, la creencia humana en un principio anímico individual,
autónomo con respecto al
cuerpo, desencadenaría una necesaria "proyección antropomórfica de la
hipótesis del alma sobre
los animales, las plantas y los objetos inertes" (Puente Ojea y Careaga
2005: 43). El propio Tylor
afirma, de hecho, que el hombre llega a atribuir:
"a
sus divinidades
forma humana,
pasiones humanas, naturaleza humana. (...) estas poderosas
divinidades están modeladas según las almas humanas; (...) su
sentimiento y su simpatía, su
carácter y sus hábitos, su voluntad y sus acciones, incluso su materia
y su forma, relevan, a través
de sus adaptaciones, de sus exageraciones y de sus distorsiones,
características forjadas según las
del espíritu humano" (Tylor 1981: 308).
El antropólogo adopta el término de divinidad precisamente en razón de un proceso de personificación, mediante el cual se asignarían a los seres del entorno natural cualidad de autonomía y capacidad de acción, pero no sólo, pues "el poder (5), que recibe voluntad, también recibe una figura (6). La voluntad y la figura juntas la 'personalidad'" (van der Leeuw 1964: 80). En resumidas cuentas, autonomía y capacidad de acción, voluntad y figura se caracterizarían como cualidades intrínsecas a la propia esencia de los elementos y fenómenos naturales, que convertirían a estos últimos en auténticas personificaciones divinizadas. De lo general a lo particular: esencia y dinámica de la cosmovisión quechua-andina En su
acepción más general, una cosmovisión
(o cosmología) es una teoría o "doctrina general"
(Ferrater Mora 1986: 643) que pone de manifiesto las concepciones que
un pueblo dado mantiene
acerca del cosmos, esto es, de la realidad efectiva que le rodea.
Concretamente, es la complejidad
fenoménica de esta última la que impulsa a buscar una explicación
coherente de todas las
dinámicas intrínsecas a la misma: en la lengua griega, la propia noción
de cosmos designa tanto
el concepto de "orden" como el de "universo" (Bonte e Izard 2005: 188),
lo cual hace patente la
necesidad que una comunidad humana tiene de sistematizar las propias
dinámicas cósmicas en
formas estructurales que faciliten la comprensión de sus mecanismos
subyacentes. Ya que, en
términos estrictamente filosóficos, el foco de análisis de una
cosmovisión lo constituye todo el
mundo físico, con sus leyes, causas y principios intrínsecos (Geymonat
1989: 24), todo
procedimiento clasificatorio necesariamente abarca tanto el ámbito de
los mecanismos naturales
celestes como el de los mecanismos naturales terrestres. En el caso
específico, los diversos
elementos y fenómenos pertenecientes a tales ámbitos acaban siendo
protagonistas en la escena
cosmológica, y lo hacen siguiendo una lógica de conexiones
eminentemente simbólicas, es decir
asociativas, en cuanto actúan como "dispositivos" que dan forma, en
virtud de su interrelación, a
la estructuración de una determinada imago mundi, esto es, de
la representación conceptual
global que del mismo la colectividad humana implicada se construye. En
este sentido entonces, la
propia noción de cosmovisión se relaciona inscindiblemente
con la de ethos, esto es, con "un
estilo de vida implícito" que un pueblo lleva, motivado precisamente
"por el estado de cosas que
la cosmovisión describe», esto es, por la manera «en que las cosas son
en su pura efectividad"
(Geertz 2005: 118). Pero no sólo. De acuerdo con López Austin, una cosmovisión
es, asimismo,
un hecho histórico que, en cuanto producto humano, necesita ser
contextualizado en un espacio
social y analizado en su devenir temporal: es algo social en la medida
en que "sólo adquiere su
carácter cuando es suficientemente socializado"; igualmente, su decurso
en el tiempo pone de
relieve el hecho de que está integrado por un núcleo duro persistente,
es decir, que resiste a la
transformación histórica, "por más que otros de sus elementos sean más
dúctiles" (López Austin
1996: 471).
En el caso específico de las culturas quechua-andinas, el conjunto de concepciones cosmológicas igualmente se forja en virtud una peculiar percepción religiosa del entorno cósmico basada en la observación constante y experimentación empírica de los que son sus leyes y principios intrínsecos. En otras palabras, la espectacularidad ínsita en el dinamismo propio de los mecanismos vitales de la naturaleza celeste y terrenal se convierte en un factor de propulsión religiosa, con la germinación de cultos destinados a perpetuar el impacto de su preeminencia en las dinámicas de vida cordillerana, así como a placar su aparente hostilidad y arbitrariedad fenoménica. Así se crea un sistema de valores, pautas, mitos, creencias y rituales, que cohesiona a la comunidad quechua en torno a un núcleo común de manifestaciones religiosas, cuyo foco cultual lo constituye la divinización de la naturaleza en sí y de sus constituyentes: éstos acaban siendo investidos de un poder numinoso, que, como se verá a continuación, ejercen primariamente en el plano infra-mundano, y cuya benevolencia ha de propiciarse en favor de la continuidad de la vida humana en la sierra. Los fundamentos naturalistas, animistas y espiritualistas de la cosmovisión quechua A la luz de
lo susodicho sobre las
consideraciones filosófico-antropológicas introductorias, y
sobre el concepto teórico de cosmovisión y su motivación de
la praxis religiosa de los pueblos
quechua-andinos, se hace patente cómo las afirmaciones de Juan Víctor
Núñez del Prado Béjar
acerca de la cosmología de los quechuas del Cusco vislumbren de esta
última una serie de
matices actitudinales, que son efectivamente etiquetables como animistas,
naturalistas y espiritualistas.
A la hora de afirmar que el sistema religioso quechua se estructura esencialmente en torno a semejantes perspectivas, Núñez del Prado se basa en algunas nociones lingüísticas que, en la propia lengua quechua, tienen la finalidad específica de diferenciar los meros elementos del entorno natural de los que, en cambio, sobrepasan los límites impuestos por la corporeidad de los mismos. En este sentido, la complementariedad que se da entre términos como "orqo (cerro) y Apu (espíritu de la montaña)" o "allpa (tierra) y Pachamama (espíritu de la tierra)" (Núñez del Prado 1970: 69), actuaría, en particular, de vehículo simbólico-lingüístico entre lo que se evidencia como estable e inmóvil, eso es, los elementos naturales en sí, y lo que se supone como capaz de ir más allá y constituirse como esencia vivífica en el propio seno de la cosmovisión indígena quechua. Quedando en el ámbito de lo lingüístico, hay que subrayar, sin embargo, que Núñez del Prado estructura su propia afirmación de una manera tal que quizá no refleje del todo la finalidad ontológica de las terminologías de las que él mismo se sirve: como se ha visto, el antropólogo peruano etiqueta el sistema religioso quechua como "esencialmente espiritualista y animista con algo de naturalismo", dejando de hecho, como última rueda del carro, lo que quizá constituya lo más básico de las propias convicciones cosmológicas quechuas sobre la vitalidad de las montañas y de la tierra. Núñez del Prado tiene razón cuando critica el hecho de que se tache la religiosidad indígena de panteísta, pero quizá no la tenga a la hora de dejar a un lado el sentimiento naturalista, y esto porque la exclusión de una vertiente pone necesariamente de relieve la preeminencia de la otra. En efecto, en el conjunto de creencias sobre la vitalidad de la naturaleza andina, no puede existir panteísmo en la medida en que se conciba a este último como la mera emanación de un principio divino apriorístico en el mundo (Geymonat 1989: 68). Aunque "para el ser humano religioso la naturaleza nunca es únicamente natural" (Eliade 1981: 103), no es nada ineludible el que algún principio divino reine en y se identifique con ella. Como sostiene el propio Durkheim: "Las
concepciones
religiosas tienen
por objeto, ante todo, expresar y explicar no lo que hay de
excepcional y de anormal en las cosas, sino, al contrario, lo que ellas
tienen de regular y
constante. Hablando en términos generales, los dioses sirven mucho
menos para dar cuenta de las
monstruosidades, de las rarezas y de las anomalías, que de la marcha
habitual del universo, del
movimiento de los astros, del ritmo de las estaciones, del despuntar de
la vegetación todos los
años, de la perpetuidad de las especies, etc." (Durkheim 1993: 70).
En base a
esto, entonces, la
cosmovisión quechua puede definirse, en primer lugar, naturalista,
pues fija su punto de partida en unas rítmicas y en unas esencias
físico-biológicas evidentes y,
aún más, vitales. Las propias creencias cosmológicas quechuas adquieren
sentido dentro de esta
dialéctica, que es inequívocamente infra-natural porque se
desenvuelve en el plano de la
naturaleza misma. Es por tanto criticable el hecho de que Núñez del
Prado objete que "los
indígenas rinden culto a los cerros y a la tierra", pues así es, ya que
él mismo admite que "algo de
naturalismo" hay en el seno de la cosmovisión quechua (Núñez del Prado
1970: 68). Las
concepciones animista y espiritualista del entorno
natural andino tienen razón de ser en base al
fundamento dado de que la naturaleza vive y palpita de por sí. Y aunque
nada veta que diferentes
modalidades de percepción religiosa del entorno natural puedan
coexistir e incluso
complementarse (pues, donde se agotan los extremos de la una, entra en
juego la capacidad de
superación de los mismos por parte de las otras), en el caso de la
cosmovisión quechua, está
asume, sin contradicción alguna, la creencia en que la realidad natural
está empapada de un dinamismo propio (7)
y que, este último se caracteriza, al mismo tiempo, como una esencia
dotada
de vitalidad y capaz de brindar escenarios que se ubican al límite de
la materialidad, e incluso
llegan, en última instancia, a subsistir independientemente de ella: es
ahí donde se traspasa el
influjo naturalista y emergen las deducciones animistas
y espiritualistas.
El punto central de las inferencias animistas descansa sobre la primaria creencia de los quechuas en que su entorno natural, siendo vivo y dinámico, es entonces también animado, es decir, guarda en sí algo más que una fuerza puramente físico-biológica por la que se veneran los cerros y la tierra. Pero es más: esta fuerza llega a atañer, de forma más compleja a nivel cosmológico, sobre todo a determinados seres naturales, que se perciben como especialmente impregnados de poder y, por lo tanto, capaces de influir sobre el bienestar de hombres y rebaños cordilleranos. Es lo que Mircea Eliade llama dialéctica de las hierofanías, por la que "un objeto se convierte en sagrado en la medida en que incorpora (es decir, revela) algo distinto de él mismo" o, mejor dicho, "deja de ser un simple objeto profano, en el momento en que adquiere una nueva "dimensión": la de la sacralidad" (Eliade 1981: 36-37). Efectivamente, la religiosidad quechua pone énfasis en la peculiaridad de determinados objetos y eventos naturales: los convierte en algo sagrado en función de su esencia anímica, pero también en razón de unos vínculos simbólico-figurativos que mantendrían con los espíritus de las montañas y de la tierra, así como con la vida humana y animal de la sierra andina. Pequeños ejemplos brindados a continuación, y relacionados precisamente con el culto a la Pachamama y a los Apus, tal como se manifiesta en algunas comunidades wayruras de la provincia de Urubamba (Willoq y Patakancha), y más en general entre los pueblos quechuas del Cusco, aclaran muy bien los fundamentos teóricos de estas creencias. Del naturalismo al espiritualismo. La visión de los Apus y la Pachamama entre las comunidades wayruras del Cusco Es sabido
que los quechuas consideran poderosos
aquellos elementos del entorno natural que
aparecen extra-ordinarios por su forma, tamaño o semblanzas
físicas. Así, por ejemplo, productos
agrícolas sobreabundantes, como son las mazorcas de maíz "de
las cuales nacen otras pequeñas"
(Flores Ochoa 1972: 198), llevan en sí una carga simbólico-religiosa
fuertemente asociada con su
peculiaridad física, que hace que se interprete ese evento fuera de lo
ordinario como una señal de
buena suerte para la temporada agrícola (Flores Ochoa 1998: 103). En el
área del Cusco, estas
mazorcas toman el nombre de missa sara (8)
y se
vinculan
simbólicamente con la Pachamama, pues
se consideran como un emblema de su actuación benévola en favor de la
copiosidad de las
cosechas. Igualmente, entre los wayruros de las montañas
ollantaytambinas existen creencias
análogas con respecto a las papas: concretamente, es difundida la
práctica de brindar (t'inka) con
vino, y en algunos casos sahumar con incienso, a aquellas papas que
brotan del terreno en gran
tamaño; las mismas se guardan, además, junto con el resto de la
cosecha, en un troje, y en su base
se dispone una piedra llamada evaya, a manera de amuleto,
para que la cosecha no se disminuya
rápido. En este sentido, es evidente el papel mágico-propiciatorio que
desempeña el elemento
lítico, pues, siendo parte integrante del mundo natural, y por tanto,
del "elemento tierra", éste
adquiere relevancia sagrada en el imaginario quechua por su capacidad
de perdurar en el tiempo,
tal como se requiere de manera analógico-simbólica para las cosechas de
papas.
Por otra parte, también se consideran empapados de poder algunas piedras como las illa y los enqaychu. Las primeras son miniaturas zoomorfas "que representan alpaca, llamas u ovejas. Muchas son de origen precolombino (...) Algunas son piedras de formas naturales que recuerdan ciertos animales o a las que se les ha modificado ligeramente para hacerlas semejantes a los animales que simbolizan. Otras, casi todas de piedras negras, son esculturas magníficamente hechas" (Flores Ochoa 1976: 216). Los segundos son pedruscos naturales de varias formas y colores, que se diferencian de las illa en tanto que "no pueden ser confeccionados por uno mismo, mucho menos comprados o adquiridos de otra manera que no sea encontrándolos casual o deliberadamente" (Flores Ochoa 1976: 219) en los parajes más aislados de la puna andina (9). Bien las illa bien los enqaychu desempeñan un papel simbólico muy significativo dentro de las creencias religiosas quechuas. Ante todo, poseen el "ánimo o fuerza vital del ganado" (Gow y Gow 1975: 147), al representar figurativamente los que son los animales más determinantes para la vida en la sierra: llamas, alpacas, y, en algunos casos, vicuñas y ovejas, que constituyen una permanente reserva de carne, combustible o lana, necesaria para subsistir en la puna cordillerana. En segundo lugar, illa y enqaychu se vinculan inescindiblemente con los Apus, pues estos últimos son los que cuidan del bienestar general del ganado, garantizando la fertilidad de los terrenos, velando sobre las lluvias y las aguas de altura, y asegurando la fecundidad de los animales que pastan en sus laderas (10). Pero no sólo: en la comunidad wayrura de Patakancha, existe la creencia de que estas piedrecitas pueden encontrarse sobre todo el primer de agosto de cada año, esto es, el día en que suele ofrecerse una oferta ceremonial (pago o despacho) a la Pachamama, como forma de agradecimiento por la cosecha anual y de propiciación para las venideras. En el
momento en que un ser natural
es
visto como poderoso, también se le inviste de aquella voluntad
a la que se refiere el propio Van der Leeuw,
eso es,
de la facultad de actuar en la
naturaleza de forma consciente y con un cierto grado de arbitrariedad.
En la cosmovisión
quechua, esto se traduciría en el espiritualismo que Núñez
del Prado propone como otro
constituyente esencial de la vitalidad de la naturaleza
andina. En efecto, los propios quechuas
consideran, por ejemplo, que los Apus son capaces de desplazarse de sus
moradas naturales, para
presidir algunas ceremonias rituales destinadas a propiciar su
protección, y también se los invoca
para que acudan a curar a los enfermos (11).
El testimonio recogido por Gutmann en Pomacanchi
(Cusco) atestigua la vigencia de esa creencia y práctica ritual, al
relatar el poder chamánico de
que el paqo (12)
dispone para "llamar" al Apu mayor de la región, el Ausangate, a fin de
que acuda
"espiritualmente" y sane el cuerpo y la consciencia del enfermo
(Gutmann 1997: 16-27). Este
evento ritual representa un válido ejemplo mediante el cual se puede
comprender, aún más a
fondo, el papel voluntario y consciente que, según
los quechuas, los espíritus de las montañas, y
algunos más que otro (13)
desempeñan
en ciertos aspectos de la vida cotidiana.
Lo mismo, y quizás aún más, puede afirmarse sobre el culto ancestral que se tributa a la Pachamama. Siguiendo a Dalle, según la concepción de los quechuas "la tierra vive, piensa, reacciona como ser viviente y racional" (Dalle 1969: 146), a saber, es en pleno un ser animado, consciente y dotado de voluntad. Como afirma Tamayo Herrera, "la tierra, habitáculo de la Pachamama, no es solamente útil, es "un modo de vivir", "un ambiente de vida", en el que el hombre quechua no es sino una planta más del paisaje (Tamayo Herrera 1970: 253). Lo que hace del espíritu de la tierra un ser tan privilegiado para la cosmovisión quechua es el hecho de que su sacralidad permea todo el medio ambiente natural, ya sea el cultivado ya sea el silvestre, lo que se hace patente, ante todo, en la significación misma de su apelativo (14). El nombre Pachamama se traduce generalmente con el de Madre Tierra, pero esa definición es un tanto incorrecta. De hecho, el término pacha expresa una pluralidad de valores semánticos que están estrechamente interrelacionados y que van más allá del mero significado de tierra, ya que en la lengua quechua incluyen no sólo nociones espaciales como las de "globo terráqueo, mundo, planeta, espacio de la vida" (Cusihuamán 2001: 74), sino también otras tantas "nociones temporales circunscritas" (Mariscotti de Görlitz 1978: 29). Con lo cual, se infiere que los quechuas consideran la Pachamama como una esencia anímica materna (mama) que palpita, por un lado, en un espacio tangible, que es propiamente el planeta Tierra, el suelo en general, y, más en concreto, el medio ambiente, el espacio de vida natural y agraria en el que se mueven los quechuas (pacha); por otro lado, en un tiempo cíclico y constante, escandido por las estaciones del año, y, más específicamente, por los ritmos biológicos de nacimiento, crecimiento y regeneración vegetal y agrícola (igualmente pacha), fenómenos naturales de los que los quechuas dependen incesantemente para su sustento material. En este sentido, entonces, aunque es incuestionable la relevancia agropecuaria que la Pachamama mantiene para los quechuas, no hay que olvidar que también "el paisaje (...) es su imagen misma" (Mariscotti de Görlitz 1978: 31). Y es precisamente a propósito de este último aspecto cómo, dentro del imaginario cosmológico quechua, la Pachamama llega a tener su propia personificación, diferentemente de los Apus, que suelen identificarse "figurativamente" con las propias montañas. En efecto, la cosmovisión quechua conceptualiza a esta entidad maternal sirviéndose de varias interpretaciones figurativas, que tienen un evidente carácter simbólico, y en las que se vuelven a vislumbrar, a un tiempo, los sustratos naturalista, animista y espiritualista a los que se remite el propio Núñez del Prado. Se habla de personificación (en términos tylorianos) en tanto que, además de ser identificada con la tierra cultivada y silvestre, la Pachamama es también asociada con una figura humana y de carácter femenino. Así por ejemplo, en la región del Cusco, se la invoca como Juana Pullca, es decir, con un nombre y apellido que remiten en todo a la concepción humanizada que los quechuas mantienen acerca de esta entidad. Ese hecho peculiar ya había sido atestiguado por el propio Núñez del Prado (1970: 74) en referencia a las comunidades quechua que habitan las montañas del distrito de P'isaq (provincia de Calca) (15), pero es interesante subrayar cómo, hoy en día, el mismo apelativo también se mantenga intacto en las comunidades wayruras ubicadas en la colindante provincia de Urubamba. Así por ejemplo, en ocasión de las ceremonias de pago dedicadas a la Pachamama, la vigencia de esa costumbre revive en la pronunciación de oraciones religiosas como las siguientes: "Pacha
Tierra
Mama Juana Pullca,
sutiykita t'ohachiyuspa qayllakuyumuni. Kay ahatataq
t'akamusqayki, tomaykuy, Santa Tierra" [Pacha Tierra Mama Juana
Pullca, pronunciando tu
nombre me acerco a ti. Y esta chicha, la derramo para ti, recíbalo,
Santa Tierra ] (Agripino
Husca, mayor de Willoq, agosto de 2004).
"Santa Tierra Pachamama Juana Pullca, qanpas ukyaykuy kay ahata" [Santa Tierra Pachamama Juana Pullca, tú también tomes esta chicha] (Agripino Husca, mayor de Willoq, agosto de 2004). O simplemente también en la evocación del por qué de la relevancia sagrada de ese nombre, y de la entidad asociada a él, en tareas como aquellas agropecuarias:"Kay
llank'asqanchis hinapuniyá
sutin Juana Puyka terra. (...) Juana Puyka ninchis sumaqta
rurchinanpaq mikhuyta; noqanchista uywawananchispaq, q'alata,
wawakunantinta,
animalkunantinta, tukuyta uywawanchis" [Esto lo que trabajamos
siempre se le ha denominado
pues Juana Puyka terra. (...) La llamamos Juana Puyka para que haga
producir buena comida,
para que nos pueda cuidar a nosotros, a todos, incluido nuestros hijos,
nuestros animales, a todos
nos cuida] (Matilde Saya Huamán, mayor de Patakancha, septiembre de
2010).
Prescindiendo de la posibilidad de adelantar aquí hipótesis sobre el origen y el desarrollo de ese apelativo en el Cusco, lo que resulta interesante es la esencia espiritualista que de este asunto se desprende: al espíritu de la tierra se le dota de una personificación precisa, es decir, de una figura típicamente humana y femenina, que conlleva, de por sí, también la posibilidad de disponer de una consciencia y una voluntad con las que actuar en el plano infra-natural y, de ahí, religioso. La Pachamama es, a un tiempo, una entidad anímica estática y movible, pues se identifica con la tierra y los parajes naturales (16), pero también con peculiares rasgos humanos que le permiten, bajo semblanzas espirituales humanizadas, sobrepasar las barreras meramente biológicas y desplazarse de lugar en lugar, dando modo a que el imaginario cosmológico quechua se enriquezca con creencias sobre el particular. De todos modos, aun dentro de este fenómeno de personificación, el vínculo con el mundo natural no se agota sino que, por el contrario, admite otras tantas correlaciones figurativas entre la Pachamama y determinados elementos naturales y animales. Así, a la hora de asociar ese espíritu mundano con la tierra y el medio ambiente en general, los quechuas consideran, por ejemplo, que hay específicos parajes naturales en los que la Pachamama emana su poder. En particular, ciertas peñas, denominadas en quechua wiñaq rumi ("piedras emergentes", lit.), actúan de vehículos simbólico-figurativos de esa entidad materna, lo que adquiere una importancia clave, ya que a estas rocas "que afloran de la tierra y se presume que provienen del centro de ésta" (Núñez del Prado 1970: 74) se las considera habitadas por un espíritu que toma el nombre de n'usta ("princesa", lit.), y que no representa sino un indicio más de personificación de la naturaleza. Lo mismo ocurre para aquellos elementos que Mariscotti de Görlitz califica como montículos ceremoniales y accidentes geográficos sagrados, y que pululan en los parajes naturales de los Andes cusqueños (Mariscotti de Görlitz 1978: 66 y 75). Valiosos ejemplos de ellos están constituidos por las así llamadas apachetas y pacarinas. Las apachetas son agrupaciones de piedras en forma de montículos, que los quechuas erigen "en las encrucijadas, en las abras y puntos más elevados de los pasos montañosos" (Mariscotti de Görlitz 1978: 66), es decir en parajes naturales específicos, porque creen que allí existe un poder singular y extremadamente influyente sobre la vida humana, que atañe a la esfera de actuación e influencia de la Pachamama. Numerosas de ellas todavía se erigen en las abras montañosas que rodean los altos territorios wayruros (Patakancha), y separan éstos de la cercanas comunidades rurales de la provincia de Calca (figura 1). Las pacarinas, accidentes geográficos sagrados considerados como lugares de origen de los linajes andinos, también se veneran, entre otras cosas, "como "residencia" de esta diosa y/o del animal que la simboliza" (Mariscotti de Görlitz 1978: 75), lo que revela, una vez más, el fondo de naturalismo y animismo que permea la propia religiosidad quechua, y que inviste los númenes andinos de semblanzas materiales que son tangibles, evidentes, en fin, palpables, por estar hechas de naturaleza.
La mención a los animales constituye un último punto particularmente digno de atención, ya que hay algunas especies que priman sobre las demás porque se prestan excelentemente a actuar de símbolos figurativos de la Pachamama y compartir con ésta el dominio del ukhu pacha (el inframundo) y/o del kay pacha (este mundo). Primero entre todos está el sapo, cuya preeminencia simbólica se debe no sólo a que este animal se mueve entre el subsuelo y la superficie terrestre, sino sobre todo a que se vincula entrañablemente con la humedad de la tierra (Ortiz Rescaniere 1992: 192), pues su presencia es índice de buena fertilidad de la misma. Así, en el imaginario cosmológico de los wayruros del Cusco, este animal se considera como hijo de la Pachamama y, como tal, propiciador de una buena producción agrícola: "Pachamamaq
wawan hinayá. Chay
kaqtintaqmi mikhuypas sumaq" [Es como si fuera su hijo de
la Pachamama pues. Porque hay ese sapo los productos, la agricultura
también es hermosa]
(Alejandrina Cjuro Yupanqui, mayor de Patakancha, agosto de 2010).
E
igualmente llamativo es el hecho de
que al sapo se le denomine Doña María (o Mariacha), esto
es, con un nombre que pretende ir más allá de los confines
naturalistas y abarcar el campo de lo espiritualizado,
tal como ocurre para la Pachamama. Cabe
subrayar lo peculiar que resulta el
hecho de que ese nombre sea tomado en préstamo, asimismo, de una
entidad divina católica, la
madre de Jesús, que la cosmovisión quechua, y andina en general, asocia
frecuentemente a la
Pachamama, en virtud de ciertas cualidades que ambos seres mantendrían
en el plano analógico-simbólico y figurativo (feminidad, fertilidad y
maternidad):
"Mariachayá chay hamp'atu.
Mariacha ñawpaqqa karan, pero kunan chinkapun paykunapaq
ima onqoychá hampun. Kaykunapi qaparqachaq riki taytay" [María lo
llaman pues al sapo.
Mariacha antes había pero ahora ha desaparecido, para ellos alguna
enfermedad habrá venido. En
estos lugares solía estar croando no cierto papá] (Honorato Yupanqui,
mayor de Patakancha,
agosto de 2010).
Mariscotti de Görlitz señala también la relevancia simbólica que tienen la serpiente y el perro, animales cuya analogía con la tierra, y, por ende, con la Pachamama, se explica en virtud de las facultades de regeneración cíclica que tiene el primero, y de la relación con el significado emblemático de la muerte que tiene el segundo (Mariscotti de Görlitz 1978: 33). Así, queda establecida una simbiosis dialéctica entre la naturaleza y seres específicos que moran en ella: en este caso, es el papel ordinario que unas cuantas especies animales desempeñan en sus hábitats materiales lo que constituye motivo armónico y suficiente para que se traduzca en términos religiosos lo que es estrictamente natural. Y por cierto, las dimensiones simbólico-figurativas que surgen de consecuencia están destinadas a descifrar visualmente el sentido ontológico de esta simbiosis. Conclusiones A grandes
rasgos, la complejidad de
la
religiosidad quechua actual descansa en la peculiaridad de
sus fundamentos cosmológicos, en la ancestralidad de los mismos, y
desde hace una época más
reciente, en los aportes teológicos y rituales provenientes de la
religión católica. No obstante, lo
que más llama la atención es la persistencia, en la cosmovisión
quechua, de ciertos sustratos de
aproximación ontológico-religiosa a la realidad, que han sido definidos
a la vez naturalistas, animistas y espiritualistas,
y cuya finalidad
es la
de desentrañar la esencia y la vitalidad de un
medio ambiente natural que tanto domina en la vida de las poblaciones
andinas. Tales sustratos
se encuentran fuertemente interrelacionados: se amalgaman y
complementan uno con otro,
constituyéndose en estructuras conceptuales básicas que dan sentido a
específicas creencias en la
vitalidad consciente de diversos seres del mundo
natural-religioso, como son, por ejemplo, los
Apus y la Pachamama. Aunque de manera condensada, y haciendo tesoro de
los fundamentos
teóricos de las ciencias humanas, de los estudios existente sobre la
cosmovisión quechua, y,
asimismo, del legado antropológico de un experto conocedor de la
cultura andina, como es el
propio Juan Víctor Núñez del Prado, se ha querido aquí arrojar un poco
de luz sobre esta dialéctica inmanentista, para contribuir a
la
comprensión de
unos factores cosmológicos que
aparecen como ancestrales y fundamentales dentro la religiosidad
quechua de la actualidad.
Notas El
contenido de este artículo forma
parte de una más amplia investigación doctoral, que la autora
está llevando a cabo gracias a una Ayuda para la Formación del
Personal Investigador,
financiada por la Universidad de Salamanca.
1. Con el adjetivo material se designa aquí lo que posee dimensiones materiales, esto es, determinadas condiciones que lo constituyen en su materialidad: extensión en el espacio y duración en el tiempo, entre otras. En este sentido, se puede asociar entonces lo material con lo natural en tanto que el primero es una propiedad constitutiva del segundo, aunque no la única, pues también es cierto que "en el conocimiento sensible se da una cierta inmaterialidad que pertenece, no obstante, al nivel natural" (Artigas 2008: 47). Ese concepto de inmaterialidad se encuentra detenidamente detallado, desde una óptica eminentemente religiosa, en la teoría animista de Tylor (1981) y en el análisis que Lowie (1976) avanza acerca de la misma. 2. A este respecto, Durkheim (1993: 134-158) analiza detenidamente la óptica naturalista en la antropología del siglo XIX, sobre todo en relación a las investigaciones del filólogo Max Müller. 3. Esto es, la complejidad, aparentemente irracional, de sueños y visiones en los que se cree tomaría vida "un mundo de espíritus inquietantes que se mueven con autonomía (...) que aparecen y desaparecen, que se desplazan, etc." (Puente Ojea y Careaga 2005: 33). 4. "Mi opinión personal es la de que solamente los sueños y las visiones podían haber suscitado en la mente de los hombres una idea como la de que las almas son imágenes etéreas de los cuerpos" (Tylor 1981: 49). 5. Así explica van der Leeuw la noción de poder: "lo primero que podemos decir acerca del objeto de la religión es que es lo otro, lo extraño (...) este objeto está fuera de lo habitual. Esto se desprende del poder que desarrolla" (van der Leeuw 1964: 13). 6. El término figura del que Van der Leeuw se vale es equivalente al de forma empleado por Tylor. 7. "Afirmar que las entidades naturales poseen un dinamismo propio equivale a afirmar que no son sujetos meramente pasivos (...), sino que poseen una actividad propia, un dinamismo interno que (...) se manifiesta en todos los ámbitos de la naturaleza: es patente en los vivientes, los astros, los fenómenos atmosféricos, el aire, el agua, e incluso en la Tierra" (Artigas 2008: 40). 8. Para los quechuas, el término missa posee varios significados, "que se aplican de acuerdo con el contexto en el que se les utiliza" (Flores Ochoa 1998: 110). En su diccionario quechua de la época colonial, González Holguin proporciona las definiciones de "Missa. Qualquier cosa de dos colores" y "Missa sara. Mays de dos colores" (González Holguin 1989: 237). Como bien afirma el propio Flores Ochoa, la referencia a los dos colores atañe "al aspecto físico visible, que muestra de manera objetiva la relación armónica de dos mitades diferenciadas" (Flores Ochoa 1998: 110), las así llamadas yanantin, por las que se perpetúa el tradicional principio andino de oposición complementaria. 9. También se definen enqaychu las piedras bezoares que se suelen hallar en las vísceras de los camélidos andinos, sobre todo de llamas y alpacas, y que se cree que tienen poderes curativos. 10. En su artículo titulado La alpaca en el mito y el ritual, David y Rosalinda Gow (1975: 141 y ss.) explican de forma impecable la relación práctica y simbólica que existe entre los rebaños (sobre todo los de alpaca), las aguas de altura y los Apus. 11. En calidad de dueños de las plantas medicinales que brotan de sus laderas, los Apus están íntimamente ligados al campo de la salud humana, con lo cual es invocando su ayuda como el chamán puede contrastar las enfermedades y asegurar las curaciones físicas. 12. Con ese nombre genérico se define, en los Andes, la figura del "curandero profesional" (Cusihuamán 2001: 76). 13. Existe una "estrecha correlación entre la elevación de las montañas y la jerarquía de los espíritus que la habitan" (Núñez del Prado 1970: 71). 14. En cuanto a las críticas y los análisis etimológicos que, ya desde la época colonial, se han venido abordando en torno a la voz Pachamama, resultan ser de gran interés y bien detalladas las consideraciones que Mariscotti de Görlitz (1978: 25-31) avanza al respecto. 15. El antropólogo peruano menciona el apelativo Juana Puyka pero también el de Mama-Puyka. 16. "Su hábitat son las entrañas de la tierra y su vigencia no tiene límites de circunscripción territorial, con excepción de las lagunas y del mar, sitios en los que no se encuentra" (Núñez del Prado 1970: 73). Bibliografía Abbagnano, Nicola1993 Diccionario de filosofía. México, Fondo de Cultura Económica. Artigas, Mariano 1976 Diccionario quechua Cuzco-Collao. Lima, IEP, 2001. Dalle, Luis 1993 Las formas elementales de la vida religiosa. Madrid, Alianza Editorial. Eliade, Mircea 1986 Diccionario de filosofía. Madrid, Alianza. Flores Ochoa, Jorge A. 1972 "Y estas idolatrías no pudieron ser extirpadas", Revista Saqsaywamán del Patronato Departamental de Arqueología (Cusco), nº 2: 195-210. 1976 "Enqa, engaychu, illa y khuya rumi", en Jorge A. Flores Ochoa (comp.), Pastores de Puna: Uywamichiq Punarunakuna, Lima, IEP: 211-237. 1998 "La missa andina", Actas del IV Congreso Internacional de Etnohistoria, Lima, Fondo Editorial PUCP: 99-115. Geertz, Clifford 2005 La interpretación de las culturas. Barcelona, Gedisa. Geymonat, Ludovico 1975 "La alpaca en el mito y el ritual", Allpanchis Phuturinqa (Cusco, IPA), vol. 8: 141-162. Lowie, Robert H. 1978 "Pachamama Santa Tierra: contribución al estudio de la religión autóctona en los Andes centro-meridionales", suplemento de la Revista Indiana (Berlin, Gerbrüder Mann Verlag), vol. 8: 1-430. Morselli, Emilio 1970 "El mundo sobrenatural de los quechuas del Sur del Perú a través de la comunidad de Qotobamba", Allpanchis Phuturinqa (Cusco, IPA), vol. 2: 57-119. Ortiz Rescaniere, Alejandro 2005 Animismo. El umbral de la religiosidad. Madrid, Siglo XXI de España Editores. Tamayo Herrera, José 1871 Cultura primitiva. II. La religión en la cultura primitiva. Madrid, Ayuso, 1981. van der Leeuw, Gerardus |
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