ESENCIALISMO Y NEUTRALIDAD CIENTÍFICASJavier Rodríguez AlcázarInstituto de la Paz y los Conflictos y Departamento de Filosofía Universidad de Granada |
Esta es una versión modificada (sin las notas a pie de página) de un capítulo del volumen 7 de la colección Eirene, del Instituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada, titulado Ciencia, Tecnología y Sociedad. Contribuciones para una cultura de la paz (ed: Rodríguez Alcázar, Medina Doménech y Sánchez Cazorla) pp. 49-84, año 1997. (ISBN: 84-338-2370-1). Para más información, http://www.ugr.es/~eirene.
Copyright © 1997 Javier Rodríguez Alcázar. Prohibida la reproducción sin el consentimiento del autor.
0. Consideraciones preliminares
Segunda versión de la tesis: neutralidad y valores prácticos
Cambios en los valores epistémicos: el modelo "jerárquico" y el modelo "reticulado"
Problemas con las últimas versiones de la tesis de neutralidad
Seguramente pocos osarían proclamarse públicamente contrarios a que la ciencia y la tecnología sirvan a la paz (entendida ésta en el amplio sentido descrito en el artículo que abre este libro) mejor que a la voracidad destructiva de unos pocos. En este terreno, pues, como en otros muchos, parece acertado descartar la hipótesis de la conjura universal y dar por descontadas las buenas intenciones de la mayoría. Sin embargo, esas buenas intenciones pueden acabar, como tantas otras, alimentando las calderas de cualquier infierno si no van acompañadas por la discusión reposada de alguna que otra preconcepción perezosa. En particular, hay un conjunto de ideas relativas a las conexiones entre la ciencia, la tecnología y los efectos sociales de ambas que parece favorecer una pasividad más bien temeraria con respecto a la evaluación y la orientación de la tecno-ciencia. Tales ideas, junto con algunas más que no son objeto del presente artículo, conforman una cierta concepción que posiblemente pocos hayan suscrito conscientemente en su integridad pero que cuenta con simpatías bastante generalizadas hacia cada uno de sus puntos. De entre esas ideas me interesa señalar aquí las siguientes:
(1) La ciencia es neutral, en el sentido de que su única finalidad consiste en la producción de conocimiento verdadero acerca del mundo. La ciencia es, en sí misma, independiente de cualquier otro objetivo y también de las posibles aplicaciones tecnológicas y otros usos de sus resultados. | |
(2) La tecnología es ciencia aplicada. Es decir, los resultados científicos que la ciencia básica ha ido acumulando sin más interés que el de aumentar el acervo de nuestros conocimientos son en ocasiones utilizados por los ingenieros y tecnólogos para desarrollar ciertos artefactos y, en general, ciertas tecnologías demandadas socialmente. | |
(3) También la tecnología es, en cierto sentido, neutral. Pues si bien su conexión con los usos sociales es más inmediata que la de la ciencia básica, su tarea se limita a proporcionar con la mayor eficacia posible aquellos instrumentos que la sociedad demanda para la realización de sus propios fines. Ya que la elección de los objetivos de la actividad tecnológica no forma parte de esa misma actividad, no puede considerarse a ésta responsable de los posibles usos nocivos y efectos secundarios de los instrumentos diseñados. | |
(4) El debate y la evaluación sociales de la ciencia y la tecnología comienzan justamente una vez que los científicos y tecnólogos ya han terminado su labor. Es entonces cuando los representantes de la voluntad popular (en el mejor de los casos) tendrán la responsabilidad de decidir acerca de los usos adecuados y de prevenir los posibles impactos indeseables. | |
(5) Esta evaluación final, como todas las evaluaciones, se realiza naturalmente de acuerdo con unos ciertos criterios (valores). Ahora bien, la decisión acerca de qué criterios deban tenerse en cuenta para la evaluación de los frutos de la actividad científico-tecnológica no es el resultado de una racionalidad homologable con la racionalidad científico-técnica. Los valores son subjetivos y, por tanto, la elección de los fines que deben guiar la ciencia y la tecnología sólo puede depender (de nuevo, en el mejor de los casos) de una decisión mayoritaria en la que confluyan las preferencias subjetivas. |
Debo apresurarme a señalar que la concepción expresada en las tesis (1)-(5) me parece más que discutible en cada uno de sus puntos. En general, esa constelación de tesis tiene dos importantes consecuencias para la evaluación de la actividad científico-tecnológica. En primer lugar, limita los objetos de la evaluación a los resultados y los usos de dicha actividad, y no a la actividad misma. En segundo lugar, convierte la evaluación en una mera instancia técnica, en tanto en cuanto dicha evaluación se limitaría a certificar si la tecnología examinada (o la porción de investigación científica que la ha hecho posible) es adecuada desde el punto de vista de ciertos criterios no cuestionados por el evaluador. Dicho de otro modo, se limitaría a certificar si la tecnología de que se trate es un buen medio para el logro de ciertos fines últimos; no se admite, por tanto, la posibilidad de un debate racional acerca de los criterios o fines mismos.
Las insuficiencias de esa concepción de la evaluación científico-tecnológica han motivado que desde hace algunos años se propongan modelos diferentes. Ahora se reivindica una evaluación no sólo de los resultados de la actividad científico-técnica, sino también de la actividad misma en cada una de sus fases. En otras palabras, no se trataría ya de que el piadoso asesor científico o moral de, digamos, la ministra de Medio Ambiente le indique a ésta si debe utilizar, y de qué manera, el artefacto que encuentra sobre su mesa, sino de establecer desde el primer momento si un cierto programa de investigación o un programa de desarrollo tecnológico debe ser promovido, descartado o modificado. El segundo componente destacable de la nueva concepción consiste en introducir, también desde el principio, el debate acerca de las prioridades, criterios o valores últimos. No se trataría ya meramente de determinar si un cierto producto tecnológico es superior a sus competidores desde el punto de vista de un valor que se mantiene fijo (por ejemplo, su eficacia en la realización de una determinada tarea o su rentabilidad económica); también importa discutir qué jerarquía de valores debemos tener presentes a la hora de evaluar el producto tecnológico o la línea de investigación de que se trate. Es en este contexto donde cabe preguntarse, por ejemplo, si el desarrollo sostenible, la satisfacción de las necesidades básicas de los seres humanos y otros posibles ingredientes de una concepción amplia de la paz deben ocupar un lugar más elevado en la lista de las prioridades sociales que el beneficio económico de los laboratorios que han financiado unas determinadas investigaciones.
Ahora bien, sean cuales fueren las virtudes de esta concepción alternativa de la evaluación científico-técnica, su viabilidad depende del previo rechazo a las tesis (1)-(5). El presente artículo pretende debilitar la fe en una de ellas, la expresada en (1). Es decir, mi propósito consiste en señalar algunas objeciones a quienes han sostenido que la ciencia es neutral. En un artículo pensado como continuación de éste, me ocupo de las dificultades planteadas por (3). Creo que renunciar a (1) y a (3) no sólo es importante porque siempre lo es eliminar ideas erróneas, sino sobre todo porque ello facilita el rechazo de (4), que recoge el núcleo de la concepción clásica de la evaluación de la ciencia y la tecnología. En cuanto a (2), ha recibido ya numerosas críticas, a las que me remito. Por último, en este escrito dejaré de lado la interesante tarea de argumentar contra (5), aunque insistiré en la importancia que la discusión en torno a esa tesis tiene para la filosofía de la ciencia y de la tecnología.
En lo que sigue expongo diversas versiones de la tesis de la neutralidad de la ciencia y me ocupo de algunas dificultades de las distintas versiones. La conclusión principal de este artículo es que incluso las versiones más verosímiles de la tesis de la neutralidad quedan invalidadas por tener entre sus presupuestos fundamentales lo que denominaré una concepción esencialista de la actividad científica, concepción que resulta desacreditada por la historia de la ciencia.
Llamemos, utilizando una expresión que ya ha devenido rutinaria, "imagen heredada" de la ciencia a aquélla dominante con anterioridad a la irrupción de Kuhn y otros en el panorama de la actual filosofía de la ciencia y señoreada por posiciones influidas, en grados diversos, por el positivismo. Pues bien: uno de los supuestos de esa "imagen heredada", y uno de los más difíciles de desterrar, es el de la neutralidad de la ciencia. Entre las dificultades que enfrenta, sin duda, el partidario de eliminar dicho supuesto está, precisamente, la de saber con exactitud contra qué está luchando. Así que comenzaremos por buscar una definición sensata de la tesis de la neutralidad de la ciencia. Necesitamos, en efecto, una formulación lo más sensata posible, pues resultaría demasiado fácil (si bien el procedimiento no es infrecuente en los debates filosóficos) recoger cualquiera de las formulaciones menos prometedoras de la doctrina de la neutralidad y cebarse en ella. En vez de eso, procuraré filtrar, con ayuda de un espeso tamiz de argumentos, la versión que parezca más inatacable, examinado acto seguido sus dificultades.
Una manera de formular la tesis de la neutralidad científica echa mano, sin más, de una cruda distinción entre hechos y valores y de la diferenciación correspondiente entre afirmaciones de hecho y juicios de valor. Un lugar clásico donde estas distinciones aparecen con perfiles nítidos es el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein, un autor que, si bien sería completamente injusto calificar como positivista, influyó decisivamente en las ideas de los positivistas lógicos del Círculo de Viena.
En el Tractatus se distingue tajantemente entre las proposiciones y el resto de las expresiones. Las primeras se caracterizan por describir estados de cosas (esto es, atribuyen una cierta propiedad a un objeto o afirman la existencia de una cierta relación entre dos o más objetos). Sólo de las proposiciones cabe decir que tienen algún valor de verdad, que son verdaderas o falsas. Algunas, en efecto, describen estados de cosas posibles que no se dan, sin embargo, en la realidad, lo que las convierte en falsas. En cambio, aquellas otras proposiciones que describen estados de cosas reales, o hechos del mundo, son verdaderas, y la totalidad de las proposiciones verdaderas constituye la ciencia natural. Por otro lado, aquellas expresiones que no describen estados de cosas ni tienen valor de verdad no poseen significado alguno; tampoco merecen la denominación de "proposiciones" y no pertenecen, en sentido estricto, al lenguaje. A este grupo pertenecen, además de las expresiones metafísicas, los juicios de valor, entre los que el propio Wittgenstein destaca los de la ética. La razón de que estos juicios no puedan describir el mundo (y, por tanto, según lo dicho, carezcan de significado) es que "en el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor".
La concepción del lenguaje y el significado que acabo de resumir proporciona, al mismo tiempo, una concepción general de la justificación de las proposiciones científicas, de acuerdo con la cual la ciencia tiene que responder únicamente ante dos tribunales: el mundo o realidad, que determina la verdad o falsedad de las proposiciones elementales, y la lógica, cuyas reglas nos permiten enjuiciar la verdad o falsedad de las proposiciones complejas elaboradas a partir de esas proposiciones elementales. Estos dos tribunales pueden identificarse, respectivamente, con los requisitos de correspondencia con la realidad y de consistencia interna de las afirmaciones de la ciencia. Un corolario de esta forma de ver la ciencia es, evidentemente, que un científico honesto y responsable no debería permitir que compromisos distintos de los dos requisitos mencionados interfirieran en la construcción de su descripción del mundo. En particular, el científico meticuloso debería evitar la intromisión de preferencias personales, inclinaciones morales o políticas y, en general, de valores de cualquier clase.
Esta distinción entre proposiciones con significado que describen hechos, por un lado, y juicios de valor sin significado sufre ligeras modificaciones en el contexto de la filosofía positivista. En primer lugar, el criterio de significado experimenta un sutil deslizamiento desde una sensibilidad que podemos llamar ontológica, pues se pregunta principalmente por la verdad de las proposiciones, hacia una sensibilidad epistemológica, interesada en primer término por la justificación de éstas. Ahora el criterio de significado no viene dado tanto por la correspondencia entre proposiciones y hechos cuanto por la verificabilidad de las proposiciones: una proposición tiene significado (cognoscitivo) si es verificable empíricamente, esto es, si es posible establecer su verdad o falsedad por medio de la experiencia sensible. Una segunda diferencia es que los positivistas sustituyen el dictum wittgensteiniano según el cual los juicios de valor carecen de significado por la tesis, sólo en apariencia más piadosa, según la cual tales juicios (en particular, los de la ética) poseen únicamente significado emotivo.
Bien es verdad que estas enmiendas positivistas no afectan a la conclusión principal, por lo que toca al tema que aquí nos ocupa. En particular, el que la distinción se establezca entre proposiciones con significado y expresiones carentes de él o bien entre enunciados con significado cognoscitivo y enunciados con significado emotivo es secundario desde el punto de vista de nuestro interés presente. Lo relevante es que, en ambos casos, la distinción traza una barrera impermeable entre afirmaciones descriptivas (típicamente, las de la ciencia) y aquellas expresiones, valorativas y normativas, que se consideran ausentes del discurso científico y, al tiempo, endémicas en disciplinas como la ética. Un respetuoso reparto de funciones parece haberse estipulado: las expresiones de la ética, por un lado, no describen la realidad; la ciencia, por su parte, excluye de su campo esos controvertidos, subjetivos y caprichosos juicios de valor con los que han de lidiar moralistas y críticos de arte. Como escribió algo después un filósofo que, con ser un demoledor crítico de ciertos dogmas positivistas, comparte sin embargo algunos de los supuestos de la imagen heredada, "La teoría científica se mantiene orgullosa y manifiestamente alejada de juicios de valor" (Quine, 1974, 65). Dicho todavía con otras palabras: la ciencia es (¡por suerte!) completamente neutral.
Antes de continuar conviene dejar constancia de que la tesis de la neutralidad de la ciencia no aparece únicamente en esa difusa tradición formada por el positivismo, sus fuentes y sus herederos, ni únicamente dentro de la filosofía de la ciencia natural. Precisamente entre las defensas más vehementes de la tesis de la neutralidad se encuentra la reivindicación, por parte de Max Weber y otros padres de la moderna sociología, de una ciencia (y, en particular, una ciencia social) "libre de valores". Naturalmente, Max Weber no es en absoluto encuadrable dentro de la tradición positivista. Aparte de reivindicar las peculiaridades epistemológicas de las ciencias del espíritu (cuyos principios metodológicos principales serían los de la empatía y la comprensión) frente a las ciencias de la naturaleza, otro rasgo no positivista de Weber es su defensa de la "dignidad normativa" de la ética, es decir, su insistencia en que esta última no consiste en meros juicios subjetivos de gusto. De este modo, la separación de la esfera de los hechos y la de los valores en el caso de Weber no significa (como tampoco lo significa la distinción kantiana entre la razón teórica y la razón práctica) una devaluación emotivista del discurso moral, semejante a la que se da en pensadores influidos por el positivismo lógico.
La separación entre hechos y valores, en el caso de Weber, significa en primer lugar que la información empírica proporcionada por las ciencias es irrelevante a la hora de resolver conflictos acerca de valores morales últimos: "no sólo no hay ninguna disciplina empírica, sino tampoco ninguna ciencia en general que sea capaz de decirnos si las cosas han de pasar así y con qué consecuencias prácticas finales" (Weber, 1917, 78-79). Naturalmente, la ciencia empírica puede tener como objeto tanto los valores morales o políticos de un individuo o una comunidad como la validez normativa de algo; pero entonces la ciencia trata a su objeto de estudio como un "ente", es decir, se limita a registrar "hechos" (por ejemplo, el lugar privilegiado que una cierta comunidad otorga a un determinado fin último en su jerarquía de valores), sin pronunciarse acerca de la validez de los valores o normas que describe.
En segundo lugar (y éste es el sentido que nos concierne aquí), la separación entre hechos y valores implica "que las problemáticas de las disciplinas empíricas han de recibir una respuesta a su vez libre de valores, pues no se trata de problemas de valor" (Weber, 1917, 76). Aunque, como veremos más abajo, Weber reconoce la pertinencia para la ciencia de lo que más abajo denominaré "valores epistémicos", la ciencia debe permanecer completamente libre de la interferencia de consideraciones "prácticas" (éticas, políticas o ideológicas). Dicho de otro modo: corresponde al discurso práctico y no a la ciencia debatir acerca de fines últimos. La ciencia, por su parte, sólo puede realizar con respecto a esos fines últimos tareas puramente instrumentales. Aparte de señalar contradicciones internas en el seno de un sistema dado de valores e intereses y de señalar las consecuencias imprevistas que el sujeto pueda encontrar en la prosecución de sus intereses, a la ciencia sólo le cabe establecer los medios más idóneos para la consecución de unos fines cuya discusión queda fuera de sus competencias:
Únicamente se puede hablar de problemas realmente solubles por medios empíricos en el caso de que preguntemos por los medios apropiados para un fin dado de forma absolutamente unívoca (Weber, 1917, 83).
La concepción de la ciencia como un instrumento neutral que puede, en principio, estar al servicio de los más diversos fines sociales y políticos es común a muchos de los padres (alemanes) de la moderna sociología. Un ejemplo lo encontramos en las siguientes palabras de otro de los más conocidos e influyentes sociólogos de la generación de Weber, Ferdinand Tönnies:
Como sociólogos no estamos ni a favor ni en contra del socialismo, ni a favor ni en contra de la extensión de los derechos de las mujeres, ni a favor ni en contra de la mezcla de razas.
Resumiendo lo dicho en este apartado, podríamos reconstruir una primera versión de la tesis de la neutralidad. Esta versión afirmaría, sin más matices, que la ciencia no incluye juicios de valor de ninguna clase. Tal formulación presenta, sin embargo, ciertos problemas que fuerzan a introducir en ella de inmediato algunas modificaciones.
Los problemas aludidos aparecen en cuanto nos percatamos de que, además de los morales y políticos, existen otros tipos de valores (entre ellos, como veremos enseguida, los llamados valores epistémicos o cognoscitivos), y nos preguntamos por su papel en la construcción de la ciencia.
Tomemos la verdad como ejemplo. Palabras como "verdadera" no se limitan a describir una oración de la ciencia del mismo modo que la palabra "marrón" describe la correa de mi reloj. La verdad es un concepto normativo, que separa ciertas afirmaciones que debemos aceptar o creer (al menos provisionalmente) de otras que debemos descartar. Otra forma sólo ligeramente distinta de decir lo mismo, sustituyendo el vocabulario de la normatividad por el de la valoración, consiste en afirmar que valoramos de forma diferente las afirmaciones verdaderas y las falsas, o que la verdad es un valor para los científicos (y también, naturalmente, para la mayoría de los mortales en su vida diaria). De hecho, la verdad suele ser mencionada (ciertamente, no de forma unánime) entre los objetivos principales (con frecuencia, el objetivo principal) de la ciencia.
La verdad es un ejemplo, entre otros, de lo que algunos autores denominan fines o valores epistémicos o cognoscitivos. Otros ejemplos de valores típicamente propuestos como fines epistémicos de la ciencia son la simplicidad, el poder predictivo, la fertilidad teórica o la capacidad explicativa de las teorías. Un recorrido por la historia nos proporcionará otros muchos candidatos a ser tomados como objetivos cognoscitivos de la ciencia, pues éstos abundan tanto en las propuestas normativas de los epistemólogos y filósofos de la ciencia como en la práctica científica efectiva a lo largo de los siglos. La mirada a la historia también nos revela las modificaciones que ha experimentado la lista de los valores epistémicos. Así, la certeza, que fue considerada un objetivo irrenunciable por tantos filósofos y científicos (recuérdense, por ejemplo, las exhortaciones de Descartes en el Discurso del método), ha sido progresivamente descartada, por irrealizable, de la práctica real de la ciencia.
Aunque sólo fuera, pues, por el hecho de que los científicos distinguen entre afirmaciones verdaderas y falsas, prefieren las verdaderas a las falsas y también persiguen y dicen perseguir la verdad (y otros fines epistémicos) en sus investigaciones, lo cierto es que la tesis según la cual la ciencia está completamente libre de valores resultaría, cuando menos, inexacta. Pero quizás los proponentes de esta formulación (o, al menos, algunos de ellos) sólo puedan ser acusados de estar cometiendo una ligera imprecisión terminológica cuando sostienen que la ciencia está libre de valores. Quizás sean conscientes de que la ciencia sirve a ciertos fines epistémicos y estén pensando exclusivamente en valores de otro tipo cuando hablan de neutralidad. De hecho, por ejemplo, el mismo W.V. Quine al que antes leíamos en una rotunda declaración de la ausencia de valores en la ciencia, postula ciertas virtudes de las hipótesis, un concepto análogo al de "valores epistémicos" que vengo manejando. También Max Weber distingue entre aquellas "valoraciones prácticas y de hechos sociales que se consideran prácticamente como deseables o indeseables por razones éticas, culturales o de otro tipo" (Weber, 1917, 61), esto es, el tipo de valoraciones que según él no deben tener cabida en la ciencia, y aquellas otras valoraciones propias del quehacer científico, a saber: aquellas en que se juzga como "valiosos" unos resultados desde el punto de vista de la lógica o del interés propiamente científico, un interés que, por cierto, "domina la selección y formación del objeto de un estudio empírico" (Ibíd., 77).
Así pues, quizás bastaría aplicar mínimamente el principio de caridad a Quine y otros defensores de la tesis de la neutralidad de la ciencia para ayudarles a salvar esa primera objeción. Nos vemos obligados para ello a introducir una distinción entre los valores epistémicos de los que venimos hablando y ciertos valores para los que habremos de buscar otra denominación. En un artículo anterior (Rodríguez Alcázar, 1993) los llamaba valores externos o extrínsecos a la ciencia, pero ahora prefiero referirme a ellos como valores prácticos (pues llamarlos "extrínsecos" sugiere una imagen de la ciencia demasiado estrecha, que se centra en el corpus de conocimiento resultante de la actividad científica y excluye otros aspectos de ésta). Entre estos últimos destacan, por su importancia y por la atención recibida, los valores morales; pero conviene recordar, pues éste es un punto que se tiende a pasar por alto, que no todos los valores son valores morales; ni siquiera lo son todos los valores prácticos: este grupo incluye valores que sería más adecuado calificar con adjetivos como "políticos", "estéticos", etc.
Abundan los ejemplos de valores no epistémicos que se han atribuido a la ciencia a lo largo de la historia. Así, Leibniz afirmó que hemos de valorar la ciencia por la Gloria de Dios, los beneficios para la práctica humana y el honor de la nación alemana. Para Newton, el objetivo primordial de la ciencia (o "filosofía natural", como se la llamaba en su tiempo) era mostrar la continuada presencia del Creador en su Creación, mientras que Robert Boyle, de forma semejante, concebía a la ciencia como un medio de descubrir la naturaleza de Dios y sus propósitos. En cambio, para Thomas Jefferson, en una vena más laica e ilustrada, el objetivo de la ciencia es la libertad y la felicidad de la Humanidad. Por otra parte, si atendemos a la práctica real de la ciencia más que a las declaraciones de sus practicantes, seguramente estaremos inclinados a señalar a valores como el dominio sobre la naturaleza, la eficacia y la rentabilidad económica entre los más determinantes del rumbo de la ciencia moderna.
Por último, conviene advertir que no existe una frontera completamente nítida entre los valores epistémicos y los prácticos. En efecto, no siempre resulta fácil determinar si nos encontramos ante un valor de uno u otro tipo. Así, me parece problemático decidir si la adopción, por parte del científico, de una actitud abierta hacia los resultados novedosos debe valorarse como una virtud meramente epistémica, un elemento más del método científico, o si puede considerarse una actitud moral. En cualquier caso, esta dificultad, que podría crear ciertas incomodidades al defensor de la versión de la tesis de la neutralidad que voy a analizar a continuación, no afecta a mis argumentos.
La distinción entre fines o valores epistémicos y prácticos permite formular una versión más convincente de la tesis de la neutralidad de la ciencia. Según ésta, si bien la ciencia está al servicio de determinado(s) valor(es) epistémico(s), sin embargo es (y, en cualquier caso, debe ser) en sí misma independiente de todo valor práctico (moral, político, etc.). Los valores de este tipo deben ser considerados externos a la propia ciencia, pertinentes sólo a la hora de decidir qué se investiga con mayor urgencia o cómo se utiliza el conocimiento obtenido, pero sin que se tolere su influencia en los contenidos científicos.
Algunos defensores de la tesis de la neutralidad así entendida podrían dar un paso más; éstos llegarían quizás a admitir que la ciencia, entendida en el más amplio de los sentidos posibles (esto es, entendida también como una actividad y no sólo como el resultado teórico de esa actividad), no es un proceso autónomo, siempre y cuando se siguiera reconociendo que los contenidos de la investigación científica, recogidos en leyes y teorías, son neutrales con respecto a factores extrínsecos a la propia ciencia y responden únicamente ante los tribunales de la lógica y la experiencia. Estos defensores de la tesis de la neutralidad posiblemente se valgan de algo parecido a la distinción de Reichenbach entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación para construir la versión más refinada de la tesis de la neutralidad que yo soy capaz de formular. Pero antes de llegar a esa última versión, presentemos brevemente la célebre distinción de Reichenbach.
Una cosa es, de acuerdo con Reichenbach, el camino a través del cual un individuo o un grupo ha llegado a adquirir una cierta creencia y otra muy distinta la estructura lógica del pensamiento. Esta distinción se hace patente, por ejemplo, si consideramos la diferencia existente entre aquella situación en la cual el investigador persigue algún hallazgo científico (a través de vías que pueden ser completamente idiosincrásicas y difícilmente comunicables) y aquella otra situación ideal donde se expone y defiende el hallazgo mediante la rigurosa aplicación de los principios lógicos. Reichenbach acuña las expresiones contexto de descubrimiento y contexto de justificación para referirse a esas dos situaciones. Como ha señalado Siegel (1980, 300), entre los dos contextos se da una relación asimétrica: mientras que el contexto de justificación puede iluminar el de descubrimiento (pues los investigadores harán habitualmente bien en aplicar aquellos procedimientos que en el pasado condujeron a obtener creencias que luego se pudieron justificar satisfactoriamente), el contexto de descubrimiento, por el contrario, no tiene ninguna relevancia para el contexto de justificación: cuando nos disponemos a justificar la validez de una creencia o cuerpo de creencias (por ejemplo, una hipótesis o teoría científica) no nos importa en absoluto qué caminos condujeron a su adopción.
Pues bien, algunos autores han sostenido que, si bien la referencia a valores (entendidos como valores morales o, en general, prácticos) puede resultar útil para esclarecer el contexto científico de descubrimiento, esto es, el proceso efectivo de investigación tal y como es llevado a cabo por una determinada comunidad científica, la validez de los resultados de ese proceso es independiente de los valores que guiaran ese proceso, como lo es con respecto a todos los demás ingredientes del contexto de descubrimiento. Esta línea de pensamiento la encontramos recientemente, por ejemplo, en Ovejero (1994). Así, refiriéndose a las explicaciones en las ciencias sociales, que requieren que el investigador reconozca los fines y participe de algún modo en la experiencia valorativa de aquellos que estudia, Ovejero sostiene lo siguiente:
(...) que, de algún modo, la descripción requiera sensibilidad valorativa afecta exclusivamente a la gestación de la conjetura... Después viene lo verdaderamente importante: comprobar la plausibilidad lógica o empírica de las afirmaciones y ahí no hay dimensión axiológica alguna (Ovejero, 1994, 169).
De este modo, una vez incorporadas las últimas matizaciones, llegaríamos a una formulación casi definitiva de la tesis de la neutralidad. De acuerdo con ésta, si bien es cierto que no sólo valores epistémicos sino también prácticos influyen en la actividad científica, la validez de los resultados de la investigación científica sólo se establece y debe establecerse con respecto a un(os) determinado(s) valor(es) epistémico(s) y es independiente de todo valor práctico.
Aunque un poco más abajo desarrollaré algunas objeciones contrarias a todos los planteamientos neutralistas en general, no quiero dejar de mencionar brevemente en este momento dos líneas argumentales que pondrían en apuros posiciones aparentemente sensatas como la de Ovejero. En primer lugar, es cuestionable la tendencia a identificar la ciencia con sus resultados y el proceso de justificación de éstos, convirtiendo en meras anécdotas otros aspectos de la actividad científica que deberían formar parte igualmente de una visión global de ésta. En segundo lugar, es dudoso, como señalaré más adelante, que incluso los contenidos científicos y su justificación estén a salvo de la interferencia de valores prácticos.
En cualquier caso, ha llegado el momento de señalar cuál es el principal supuesto, en general no cuestionado, que hace parecer plausible la tesis de la neutralidad, entendida tal y como se ha formulado dos párrafos más arriba. A mi juicio, el supuesto sobre el que se asientan todas las declaraciones de neutralidad de la ciencia es lo que llamaré esencialismo. Una posición esencialista, en este contexto, es aquella que supone que la ciencia posee una esencia fija que viene dada por las reglas más generales del método científico o, al menos, por ciertos objetivos últimos irrenunciables de la ciencia. En Quine (1990), 18 y 43-44, encontramos un ejemplo reciente de posición esencialista, formulada con ayuda de la noción wittgensteiniana de "juegos de lenguaje". Para Quine, por mucho que haya cambiado a lo largo del tiempo el juego de la ciencia, éste se decide y se decidirá siempre por la capacidad de las teorías propuestas para predecir experiencia sensible. Volviendo a la terminología que venimos utilizando, la predicción es el principal objetivo o valor epistémico de la ciencia, y un valor epistémico esencial: quien pretenda estar jugando al juego de la ciencia habrá de estar dispuesto a someter sus teorías a la prueba consistente en confrontar las predicciones con la experiencia sensible. Quien no esté dispuesto a someterse a esta regla fundamental simplemente no hace ciencia sino otra cosa. Ciertamente, no todo el mundo coincide con Quine al identificar los fines epistémicos de la ciencia, pero la idea de una esencia de la ciencia, en cuyo núcleo duro se alojan los objetivos epistémicos irrenunciables de ésta, es un lugar común entre los defensores de la neutralidad.
Con objeto de poner de manifiesto las consecuencias de esta visión esencialista de la ciencia para el tema que nos ocupa, creo que será útil desarrollar un poco más el símil entre la ciencia y los juegos. De acuerdo con ese símil, insisto, la ciencia podría verse como un juego con unas reglas y unos objetivos dados. Está claro que el jugador de ajedrez, por ejemplo, ha de seguir ciertas reglas relativas a la ordenación de las piezas en el tablero, movimientos posibles de cada pieza, etc., si es que quiere jugar al ajedrez, y no a otra cosa; de forma análoga, el científico deberá seguir las pautas del método científico si no quiere verse acusado de haberse salido del ámbito de la ciencia. El jugador de ajedrez persigue un único objetivo final interno al juego (a saber, hacerse con el rey contrario), si bien es verdad que en el desarrollo del juego pueden plantearse multitud de objetivos parciales (hacerse con aquella torre, dominar el centro del tablero...) que, en último análisis, no son sino medios para el logro del objetivo último. De manera semejante, el científico qua científico estaría únicamente guiado por los objetivos propios de su juego. Entre éstos, a su vez, quizás pueda establecerse una jerarquía que distinga entre varios propósitos parciales y un objetivo final, el valor epistémico por excelencia (la verdad o la predicción, por ejemplo), con respecto al cual los primeros pueden considerarse también medios.
Importa subrayar que en esta descripción del juego de la ciencia no se siente la necesidad de incluir la referencia a objetivos externos al propio juego, del mismo modo que el analista de una partida de ajedrez no se siente obligado a mencionar si el ganador se dedica a esta actividad por diversión o por dinero. Incluso podríamos intentar la eliminación de toda referencia a valores, proporcionando así una imagen aún más aséptica del juego científico, si traducimos al lenguaje de las reglas toda mención de objetivos o fines: del mismo modo que el objetivo último del ajedrez (apropiarse del rey enemigo) puede expresarse con menos pasión mediante la regla que afirma que el juego termina cuando uno de los contendientes, el que gana la partida, se hace con el rey del contrario, también podríamos considerar que la consecución de la verdad (o del objetivo epistémico que consideremos último) no es más que la regla metodológica más elevada y general en una jerarquía que comienza en sus estratos más bajos con las especificaciones procedimentales más básicas de cada disciplina particular.
Este esencialismo facilita que se pueda considerar a la ciencia neutral. Describir la ciencia como un juego con unos objetivos dados e invariables permite afirmar que los miembros de la comunidad científica, en tanto que tales, deberían poner su afán únicamente en aproximarse cada vez más a una descripción verdadera de la realidad, en proporcionarnos un mejor conocimiento del mundo en que vivimos, en lograr predicciones cada vez más certeras de acontecimientos futuros y/o explicar cada vez más satisfactoriamente los hechos (suponiendo que éstos sean los ingredientes de nuestra definición esencialista de la ciencia), sin permitir que compromisos políticos o religiosos, ambiciones personales o prejuicios metafísicos condicionen el logro satisfactorio de esos objetivos cognoscitivos. Las ideologías, preferencias e intereses de los científicos, así como la utilización de la ciencia por parte de las sociedades humanas sólo entrarían en escena, como la lechuza de Minerva, al anochecer, una vez que los científicos han colgado ya sus batas blancas y han cerrado a cal y canto las puertas de sus laboratorios.
Sin embargo, este esencialismo resulta difícil de sostener tras los últimos desarrollos en filosofía de la ciencia. Difícil, en particular, una vez se ha constatado la necesidad de tomar la historia de la ciencia como punto de partida de las concepciones filosóficas. El estudio de la ciencia como una actividad desarrollada en diversos contextos históricos y sociales, y no tanto como un sistema de conocimientos ya producidos o un organon idealizado de normas metodológicas, de hecho acaba contradiciendo cualquier visión esencialista de la ciencia. Pues la historia de la ciencia pone de manifiesto que a lo largo de los siglos no sólo los contenidos, sino también los métodos y los fines de la ciencia se han visto modificados. Por tanto, si queremos mantener la metáfora del juego para referirnos a la ciencia, necesitaremos admitir de inmediato una peculiaridad del juego científico; en éste, a diferencia de lo que ocurre en otros, las reglas y los objetivos no están dados de una vez por todas antes de comenzar a jugar; no son el punto de partida inmodificable, sino uno de los resultados del juego. En otras palabras, forma parte del juego de la ciencia ir estableciendo y modificando tanto su metodología como la lista de los fines y valores relevantes y el orden de prelación entre éstos.
El mismo Kuhn ha señalado que los valores son uno de los ingredientes que cambian al cambiar los paradigmas (al menos en lo tocante a su aplicación y a sus pesos relativos) a lo largo de las sucesivas revoluciones científicas (cfr. KUHN, 1983, esp. 359). Sin embargo, tanto la posición de Kuhn con respecto a los valores como, en general, el modelo de Kuhn para el cambio científico (cuya exposición ya clásica se encuentra en KUHN, 1962) han sido criticados por ofrecer una imagen excesivamente irracional de la ciencia. Recordemos que para Kuhn un cambio de paradigma constituye una ruptura radical, en la cual son abandonadas simultáneamente la ontología, la metodología y los fines aceptados por los partidarios del paradigma anterior. Según Laudan, el mayor defecto de la descripción kuhniana del cambio científico consiste en considerar a todos los niveles integrantes del paradigma como un todo inseparable, lo que nos condena a ver el cambio de paradigma como una conversión en la que la racionalidad no juega papel alguno: nunca podremos decir que otro paradigma es mejor que el nuestro (a menos que nos convirtamos a los objetivos cognoscitivos de ese otro) pues, para Kuhn, la ontología y los métodos de nuestro paradigma garantizan automáticamente la realización de los objetivos que perseguimos en el interior de éste (al tiempo que son inevitablemente inútiles para la realización de los objetivos perseguidos por el paradigma rival). Una consecuencia de esta descripción es la imposibilidad de ofrecer una explicación adecuada de cómo surge el consenso tras una época "revolucionaria".
LAUDAN (1983) propone un modelo alternativo que proporciona una visión más "gradualista" o "evolutiva" del cambio científico. Si bien este modelo recoge la existencia de cambios en todos y cada uno de los niveles de la construcción científica (con lo que queda, en principio, libre de la acusación de esencialismo), sin embargo sustituye la idea de una "conversión" global por la de revisiones sucesivas en cada uno de los niveles de la ciencia, unas revisiones que los practicantes de ésta acuerdan racionalmente sobre la base de su consenso provisional acerca de los restantes niveles. En el apartado siguiente sopeso los méritos y las limitaciones de este modelo con respecto al tema del presente escrito.
La propuesta de Laudan está motivada por el intento de proporcionar una descripción de la racionalidad científica que permita explicar tanto el asombroso grado de consenso existente entre los científicos como la persistencia de importantes desacuerdos a lo largo de la historia de la ciencia. En efecto, según Laudan, los filósofos y sociólogos de la ciencia de los años 1930-1950 (Popper, Reichenbach y Merton, entre otros) mostraron una clara predilección por subrayar el éxito de la ciencia en promover el acuerdo general en torno a sus resultados pero obviaron la presencia de incómodos desacuerdos que no siempre parecen atribuibles a causas transitorias como la falta de suficiente evidencia empírica. Por el contrario, los filósofos y sociólogos de la ciencia posteriores (Kuhn, Feyerabend y un largo etcétera), primordialmente interesados en señalar lo extendido del disenso entre los científicos, parecen incapaces de explicar la existencia de una asombrosamente amplia base de consenso sobre la cual la comunidad científica puede edificar sus discrepancias. Así pues, parece que ambos grupos ofrecen una visión insuficiente del debate científico, lo que hace necesario buscar un nuevo modelo para la descripción de éste.
Los miembros de los dos grupos mencionados comparten, a pesar de sus caracterizaciones aparentemente antagónicas de la racionalidad científica, un presupuesto importante. Y en éste, precisamente, encuentra Laudan el principal defecto de ambas descripciones. Ambos grupos presuponen lo que Laudan denomina un modelo jerárquico de la justificación epistémica. Este modelo se caracteriza por distinguir tres niveles superpuestos de debate científico y por remitir los desacuerdos surgidos en cada nivel (con excepción del nivel más alto) al estadio inmediatamente superior. Esos tres niveles son:
(i) nivel fáctico | |
(ii) nivel metodológico | |
(iii) nivel axiológico |
El nivel fáctico está constituido por las hipótesis y teorías que procuran describir la realidad de la forma más adecuada posible. En este nivel surgen, con frecuencia, desacuerdos acerca de si una determinada descripción parcial del mundo es o no correcta. En tales casos, según el modelo jerárquico, el segundo nivel proporciona procedimientos para la resolución de esos desacuerdos. Dentro de este nivel metodológico los científicos encuentran habitualmente normas compartidas que, cuando son lo suficientemente específicas, conducirán a la obtención de evidencia adicional que permita inclinar la balanza en favor de una de las hipótesis en disputa. Pero tampoco este nivel está libre de discrepancias: científicos y filósofos de la ciencia han aplicado y propuesto, respectivamente, principios metodológicos que chocan con los aplicados y propuestos por otros científicos y filósofos. )Cómo es posible, de acuerdo con el modelo jerárquico, la resolución de los desacuerdos en este nivel metodológico? Éste es el momento en que el tercero de los niveles (es decir, el axiológico) entra en acción. En éste se estipulan ciertos objetivos o valores epistémicos últimos de la investigación científica. Puesto que los principios metodológicos del segundo nivel pueden ser entendidos como medios para la consecución de ciertos fines, bastará, para saldar el desacuerdo, averiguar cuáles, de entre las propuestas metodológicas en disputa, promueven más eficazmente, de hecho, la realización de esos fines.
Ahora bien, la pregunta incómoda para el defensor de este modelo jerárquico es la siguiente: A)qué ocurre cuando los desacuerdos se dan en el nivel axiológico?@ En este punto se pone de manifiesto el carácter esencialista de este modelo jerárquico de la justificación epistémica. Pues, de acuerdo con dicho modelo, los valores del nivel axiológico no están sujetos al juego de incesantes reajustes internos que caracteriza al cambio científico. Para ciertos defensores del modelo jerárquico (Reichenbach, Popper), esos valores epistémicos últimos, por lo que al juego de la ciencia respecta, han de considerarse fijos, y definen de hecho el ámbito de lo que entendemos por ciencia. Si cambiáramos nuestros objetivos, simplemente cambiaríamos de juego. En cuanto a la elección de los objetivos últimos del juego, nuestra opción es puramente emotiva y convencional: no hay debate racional posible, y menos aún debate científico posible, acerca de los fines últimos de la ciencia. En el caso de Kuhn, se reconocen las discrepancias radicales de valores en la ciencia, pero, en cualquier caso, no se concibe la posibilidad de debate científico racional entre los que se adhirieron a un paradigma (con sus teorías, sus principios metodológicos y sus objetivos epistémicos propios) y los que se adhirieron a otro.
La propuesta de Laudan se resume en la sustitución de este modelo jerárquico por un modelo reticulado de la racionalidad y el cambio científicos. Éste dibuja un mapa algo más complejo de las interrelaciones entre los distintos niveles científicos. Como acabamos de ver, en el modelo jerárquico las relaciones de justificación operan en un solo sentido: las teorías del nivel fáctico buscan su justificación en los principios del nivel metodológico y éstos en los valores del nivel axiológico (que, al no existir nivel superior, quedan sin justificación racional). En cambio, el modelo reticulado describe el cambio científico como el resultado de una incesante interpelación entre los tres niveles mencionados. Así, según Laudan, consideraciones fácticas intervienen en la justificación de las normas metodológicas; de este modo, la prioridad tradicional de las reglas sobre las teorías se desvanece, para dar paso a una relación más compleja de interpelación y justificación mutuas. Los contenidos del nivel fáctico también imponen limitaciones a los valores epistémicos incluidos dentro del nivel axiológico. En concreto, Laudan menciona dos limitaciones de este tipo que permitirían cuestionar un cierto valor epistémico propuesto como uno de los objetivos últimos de la ciencia: el carácter irrealizable del fin propuesto y la discordancia de éste con los objetivos implícitos en nuestras prácticas científicas.
El modelo de Laudan choca, pues, con el esencialismo del modelo jerárquico y con el de cualquier otro modelo que intente preservar algún elemento intocable dentro de alguno de los tres niveles descritos. Pues si tanto las teorías como los métodos y los valores epistémicos que en cada momento histórico encontramos en la ciencia son resultado de un incesante proceso de reajuste entre los elementos pertenecientes a cada uno de esos tres grupos, entonces cualquier elemento es, al menos en principio, inmune a una posible revisión. Naturalmente, ninguna teoría científica puede darse por definitivamente verdadera con absoluta certeza; pero tampoco cabe pensar en ningún principio metodológico como parte de un supuesto núcleo irrenunciable del método científico; ni siquiera tiene sentido intentar definir la esencia de la ciencia invocando algún noble valor epistémico que deba presidir toda indagación científica. De hecho, el propio Laudan utiliza los criterios fácticos mencionados más arriba para rechazar el que se considere a la verdad como el fin epistémico último de la ciencia. Por supuesto que es posible reconocer una cierta continuidad en la ciencia desde Aristóteles (y, más aún, desde Galileo y Newton) hasta nuestros días. Pero esa continuidad sería, para Laudan, cuestión más de "genealogía" que de esencias:
(...) lo que permite que los físicos (o los químicos o los geólogos) se reconozcan unos a otros como participantes en una empresa común no es necesariamente el que estén de acuerdo sobre los objetivos de sus ciencias, sino el ver que comparten la misma genealogía y tienen en cuenta los mismos logros canónicos (Laudan, 1990, 53).
Los planteamientos de Laudan, en resumen, socavarían el esencialismo que, como señalábamos más arriba, constituye uno de los pilares más poderosos de la tesis de la neutralidad de la ciencia. Sin embargo, hay un rasgo notable del modelo de Laudan que permitiría salvar la tesis de la neutralidad y que, incluso, lo haría compatible con una cierta forma de esencialismo. Ese rasgo consiste en lo que podemos llamar el internalismo de ese modelo. En efecto, como habrá observado quien atentamente lee estas páginas, en el esquema de Laudan el cambio científico es el resultado de los reajustes internos entre los niveles fáctico, metodológico y axiológico, y el nivel axiológico incluye únicamente lo que más arriba denominé valores epistémicos o cognoscitivos. De este modo, al menos por omisión, Laudan sería encuadrable entre aquellos autores que, reconociendo la presencia de valores epistémicos en la ciencia (e incluso, en el caso de Laudan, el cambio histórico de esos valores), ignoran la relación de la ciencia con valores no estrictamente epistémicos y, de esta forma, dibujan una pintura de la ciencia como un proceso autónomo con respecto al contexto social.
Así pues, Laudan nos proporciona, quizás involuntariamente, una formulación de la tesis de la neutralidad de la ciencia más convincente que las examinadas previamente. Pues en esta versión: (i) se reconoce la presencia de valores (bien es verdad que únicamente valores epistémicos) en la ciencia; y (ii) se da cuenta de la posibilidad de cambios en el elenco de valores epistémicos dominantes en las sucesivas etapas históricas de la ciencia, unos cambios que se encuadran en un modelo general del cambio científico.
Lo que cabe preguntarse ahora es si una descripción puramente internalista, como la de Laudan, es capaz de dar cuenta adecuadamente de la racionalidad y el cambio científicos. Lo sería sólo en el caso de que efectivamente la ciencia pudiera considerarse un proceso completamente autónomo con respecto a determinaciones sociales externas a ella misma. Sin embargo, hay buenas razones para pensar justamente lo contrario. En efecto, diversas investigaciones históricas y sociológicas ponen de manifiesto que los valores prácticos socialmente dominantes (morales o de otro tipo) acaban repercutiendo en los métodos y en los contenidos de la ciencia, bien contribuyendo a seleccionar los objetivos epistémicos que predominan en una determinada fase de la actividad científica, bien suplantando a éstos en el proceso de resolución de los debates científicos.
La comparación entre la astronomía babilónica y la astronomía de la Grecia pre-helenística nos proporciona un ejemplo bastante claro de cómo unos determinados objetivos sociales prácticos (generados en unos contextos sociales concretos) influyen en la selección de los valores epistémicos y, a través de éstos, en los métodos y en los contenidos científicos (cfr. McMullin, 1988). La astronomía babilónica, que conoce su época dorada hacia los años 250-50 a.C., despega bastante antes (hacia el 1.700 a.C.), vinculada al interés práctico en la realización de augurios referentes a acontecimientos significativos de la vida terrestre. Esa vinculación inicial con los augurios explicaría que, incluso en su época de esplendor, la astronomía babilónica se limite a registrar y predecir los momentos más significativos de la trayectoria visible de los astros sin preguntarse por las causas de los movimientos planetarios. El hecho de que el objetivo epistémico predominante en la astronomía babilónica fuera la predicción y no la explicación determina a su vez una metodología marcadamente empirista y escasamente especulativa, que tiene como resultado unos contenidos científicos con una rica base observacional, gran precisión en los datos recogidos y una elevada capacidad predictiva, pero con escasa relevancia para el conocimiento del porqué de las trayectorias celestes. En cambio, la astronomía griega anterior a Ptolomeo tiene como objetivos epistémicos predominantes la búsqueda de la certeza y la explicación de las causas. Las consecuencias metodológicas se resumen en un proceder predominantemente demostrativo, deductivo, que no concede la misma importancia que los astrónomos babilonios a la precisión de los registros observacionales. De este modo, unas prioridades epistémicas diferentes, que McMullin relaciona con la vida política de las ciudades-estado de la Grecia del momento, acaban produciendo unas teorías de los movimientos celestes excelentes desde el punto de vista explicativo, máximamente inteligibles y racionales, pero difícilmente conciliables con los acontecimientos efectivamente observados en la bóveda celeste. Las tensiones entre una concepción predictiva de la ciencia, como la babilónica, y una demostrativa como la griega sólo dieron paso a una situación de precario equilibrio, ya en el período helenístico, con la obra de Ptolomeo (s. II d.C.).
La precedente comparación entre dos tradiciones científicas en los albores de la astronomía parece apoyar la tesis de que no sólo la actividad y la metodología científicas, sino incluso los resultados aceptados por una determinada comunidad de investigadores pueden verse afectados por los objetivos prácticos de esa comunidad, a través de la influencia que esos objetivos prácticos ejercen sobre los valores epistémicos aceptados. Un par de objeciones, sin embargo, nos obligan a tomar todavía esta conclusión con algunas cautelas.
En primer lugar, podría argüirse que las astronomías griega y babilónica se sitúan en el nivel de la protociencia, y no en el de la ciencia en sentido estricto. Ahora bien, el intento de establecer una especie de criterio de demarcación diacrónico entre lo que todavía no es ciencia y lo que ya lo es sólo puede tener dos sentidos: (i) resucitar una visión esencialista de la ciencia (esto es, hay un método científico esperando ser descubierto y al que finalmente se da alcance, para siempre, tras varios siglos de dificultosas aproximaciones); (ii) proponer un criterio no meramente histórico, sino normativo, esto es, no una mera descripción de lo que ha sido la ciencia sino una propuesta acerca de lo que debe entenderse por ciencia. Con respecto a (i), espero que lo dicho a lo largo del presente escrito resulte suficiente para desacreditar las concepciones esencialistas. Con respecto a (ii), no tengo nada que objetar a que se realicen propuestas normativas con respecto a la ciencia (aunque, naturalmente, no estaría dispuesto a suscribir todas ellas); pero he de recordar que en este momento estamos considerando a la ciencia desde una perspectiva histórica, y la historia de la ciencia seguramente se vaciaría de contenido casi por completo (pues se convertiría en una crónica de lo contemporáneo o, más probablemente, en un relato de ciencia ficción) si excluyéramos de ella todo lo que no tuviera cabida en las definiciones normativas de los filósofos, incluida nuestra propia concepción de lo que debe entenderse por ciencia.
En segundo lugar (sigo con la exposición de cautelas), parecería que la comparación de las astronomías griega y babilónica, en compañía de sus respectivos contextos sociales, apoya una concepción de los fines epistémicos como unívocamente determinados por los fines prácticos y, en general, de la ciencia como un pasivo espejo, no precisamente de la naturaleza, sino de la sociedad en que se desarrolla. Éste no es necesariamente el caso y, de hecho, el mismo McMullin adopta una posición tan mesurada a la hora de enjuiciar el influjo de los valores prácticos sobre los epistémicos que acaba situándose en la órbita del internalismo. Si bien en los primeros momentos de la actividad científica la elección de los objetivos epistémicos iniciales viene determinada por intereses sociales, afirma McMullin,
(...) una vez la actividad comienza, y dadas las condiciones sociales y económicas que permiten su continuidad (un requisito fundamental), lo que tenderá principalmente a modificarla (o así lo parece) serán los descubrimientos realizados por aquellos mismos que la practican (McMullin, op. cit., 44).
McMullin contrapone explícitamente su posición cuasi-internalista a la de otros muchos teóricos de la ciencia que han sostenido que los objetivos cognoscitivos son conformados por factores culturales y económicos externos a la misma ciencia. Ahora bien, éstos se encuentran en condiciones de contraatacar esgrimiendo ejemplos contemporáneos que muestran el peso de los valores prácticos en la determinación de los valores epistémicos que guían el desarrollo de la actividad científica. Uno de estos ejemplos lo proporciona Shrader-Frechette (1989). En este artículo, su autora analiza el caso de una controversia entre dos grupos de científicos acerca de la idoneidad de instalar un cementerio subterráneo de desechos radiactivos en Maxey Flats (Kentucky, Estados Unidos). Ambos grupos se encontraron ante una situación de subdeterminación empírica de sus hipótesis; esto es, no había datos suficientes para determinar con seguridad si el subsuelo era el adecuado para evitar posibles emigraciones de radiactividad a través de las aguas subterráneas. Utilizando la terminología de los tres niveles que más arriba tomamos de Laudan, nos encontramos ante una controversia que no es posible resolver en el nivel puramente fáctico. Las opciones contrarias de uno y otro grupo vinieron dadas por diversas estrategias metodológicas y una diferente jerarquización de los valores epistémicos presupuestos. El primer grupo de científicos se atuvo al criterio de la consistencia externa (esto es, la consistencia de las hipótesis propias con el conocimiento científico previo sobre la materia) para adherirse a la teoría, acorde con el punto de vista mayoritario entre la comunidad científica en aquel momento, de que el plutonio no podía emigrar a través de un suelo del tipo de aquél donde se proponía ubicar el cementerio; este supuesto determinó unos procedimientos de comprobación de la impermeabilidad del terreno que luego se demostraron insuficientemente exhaustivos. El segundo grupo, que primó la coherencia interna de sus hipótesis sobre la consistencia externa, prefirió insistir en la hipótesis de la porosidad del terreno para la radiactividad a riesgo de contradecir el consenso general de la comunidad científica. El dictamen del primer grupo de científicos fue el tenido en cuenta por los responsables políticos de elegir el emplazamiento del cementerio nuclear. Dado que las predicciones de ese grupo resultaron ser erróneas, se produjeron fugas radiactivas que se extendieron en un radio considerable alrededor del depósito. Estas fugas, por cierto, se relacionaron con el aumento de ciertas enfermedades en la zona, lo que determinó finalmente la clausura de las instalaciones.
Ahora bien, según Kristin Shrader-Frechette, tanto el modelo jerárquico criticado por Laudan como el modelo "reticulado" propuesto por éste resultan insuficientes para determinar cuál es la opción más racional en este caso. Parecería, dada la situación de grave subdeterminación empírica en el momento de predecir las posibles fugas en el caso de Maxey Flats, que sería igualmente racional en ese momento (muy distinta es, naturalmente, la situación en la que ya se ha constatado empíricamente a posteriori la existencia de fugas radiactivas) elegir una prioridad epistémica u otra (consistencia externa o coherencia interna). Ahora bien, sí que hay, según Shrader-Frechette, un criterio racional que, en este caso, obliga a descartar la exigencia de consistencia externa y atenerse a la consistencia interna de la hipótesis. En esta controversia en torno a la ubicación de un cementerio nuclear había un objetivo práctico claramente prioritario: salvaguardar a los habitantes de la zona de posibles escapes radiactivos. De hecho, este elemento habría formado parte de la argumentación del segundo grupo de científicos (el que descartó la consistencia externa como valor epistémico predominante, adoptó en consecuencia un proceder metodológico más cauto y concluyó la posibilidad de fugas radiactivas). La conclusión de Shrader-Frechette es que, claramente en el caso de la ciencia aplicada y, probablemente, también en el de la ciencia pura, algunas disputas acerca de valores epistémicos podrían resolverse recurriendo a criterios morales. Esto obligaría a añadir un nivel más al modelo reticulado de Larry Laudan: el nivel de los valores morales.
Hay un elemento en la solución de Shrader-Frechette, sin embargo, que resulta chocante. Después de adoptar una visión claramente antiesencialista con respecto a todos y cada uno de los niveles de justificación epistémica (pues ningún elemento de ninguno de esos niveles escaparía a la controversia ni, por tanto, estaría a salvo en el curso del cambio científico), esta autora parece contemplar bajo el prisma de un cierto esencialismo el papel de los valores morales con respecto a la racionalidad científica. Pues en la descripción de Shrader-Frechette no parece contemplarse la presencia de controversias en el ámbito moral. En unos casos (como el que acabamos de describir) esos valores serían, sin más, obvios. En otros, los objetivos morales de la investigación son habitualmente establecidos por las agencias que financian los estudios pertinentes. Pero, en primer lugar, no todos los debates morales son tan simples como acordar que el criterio prioritario a la hora de elegir el emplazamiento de un cementerio nuclear debe ser la seguridad de la población. Piénsese, por ejemplo, lo difícil que puede resultarnos decidir racionalmente si debe limitarse la libertad de investigación de unos científicos cuyos experimentos, por sí mismos o por los usos potenciales de sus resultados, pudieran entrañar algún peligro más o menos remoto. En segundo lugar, puede que en ocasiones nos parezca interesante discutir los valores que inspiran a las agencias que pagan las investigaciones, en vez de tomarlos como criterio último. Renunciar a ello equivaldría a trasladar al terreno de la moral algo parecido al "modelo jerárquico" de la racionalidad científica; en cualquier caso, significaría conformarnos finalmente con una concepción puramente instrumental de la racionalidad, lo cual es mucho conformarse después de dedicar todo este largo artículo a poner en duda la neutralidad de la ciencia. Por último, el modelo de Shrader-Frechette no tiene en cuenta que, del mismo modo que los valores morales influyen en la construcción de la ciencia, también el cambio científico-técnico ha contribuido a conformar los valores prácticos (incluidos los morales) imperantes en nuestra civilización. Esto significa que también entre los valores epistémicos y los prácticos se da el interminable proceso de ajuste mutuo que ya hemos descrito entre los diversos niveles de la ciencia.
Una de las motivaciones de fondo de los filósofos positivistas al declarar a la ciencia libre de valores era, con seguridad, la de salvaguardar la imagen de una ciencia acumulativa y, en buena medida, libre de las incesantes controversias propias de las discusiones morales. Entre los méritos de la "nueva" filosofía de la ciencia está, sin duda, el de poner al descubierto la importante presencia del desacuerdo en todos los niveles científicos; mayor aún es el acierto de aquellos últimos desarrollos, como los de Laudan o Shrader-Frechette, que intentan hacer compatibles esos desacuerdos con la racionalidad de la ciencia. Seguramente, Shrader-Frechette tiene razón cuando considera incompleto el modelo de Laudan y sugiere la necesidad de completarlo con la referencia a valores morales. Pero el ámbito de la moralidad no puede utilizarse como una nueva (y pesada) caja negra a la que pudiéramos atar sin más el barco de la ciencia cuando amenaza con irse a la deriva. La referencia a la moralidad podrá seguramente contribuir a dilucidar disputas sobre valores epistémicos, pero en muchos casos nos introducirá al mismo tiempo en una nueva maraña de disputas. No se trata, pues, de encontrar en el terreno de la ética el elemento estable que las concepciones esencialistas situaban dentro de la ciencia, en alguno de sus niveles, sino de preguntarnos si, pese a todo, es también posible hablar de justificación racional en el caso de los debates morales. Naturalmente, responder a eso excede a las posibilidades de este artículo, pero no quiero terminar sin dejar apuntadas algunas reflexiones al respecto. En primer lugar, creo que hay buenas razones para dar crédito a una creciente literatura dentro de la teoría ética que en los últimos años ha puesto en cuestión algunos elementos destacados de las concepciones filopositivistas del discurso moral, tales como la concepción de los valores según el "modelo de los gustos" o los análisis no-cognoscitivistas de los juicios morales. En segundo lugar, estoy convencido de que el camino que conduce de la ciencia hacia la ética es un camino de doble sentido; esto es, si algunos debates sobre fines epistémicos pueden encontrar su respuesta en el ámbito de la moral, también muchas controversias morales pueden encontrar información pertinente en la ciencia empírica en mucha mayor medida de lo que algunas concepciones filosóficas de la moral (por ejemplo, la kantiana) estarían dispuestas a admitir.
Dejando por ahora abiertas estas discusiones propiamente metaéticas, creo que sí estoy en condiciones de establecer con mayor rotundidad una primera conclusión importante a partir de la discusión desarrollada en los últimos párrafos del presente artículo. La conclusión es que el planteamiento del cambio científico en todas sus dimensiones acaba exigiendo una respuesta a cuestiones relativas a la justificación de los juicios morales. En otras palabras, la prosecución de la filosofía de la ciencia acaba conduciéndonos no ya a terrenos fronterizos con la teoría ética, sino al mismo corazón de ésta, y no por un académico prurito de reconstruir rutinariamente las conexiones entre los temas estudiados, sino precisamente buscando dar cuenta de la racionalidad misma de la ciencia. Resulta quizás paradójico que, después de tanto empeño por salvar la racionalidad de la ciencia a base de reivindicar su neutralidad axiológica, aquella racionalidad acabe dependiendo a su vez de la racionalidad del discurso moral o, mejor, de la posibilidad de considerar a la racionalidad científica como parte de una racionalidad humana más amplia en la que no es posible trazar fronteras nítidas entre las cuestiones fácticas y las axiológicas.
Ésta es, pues, una primera conclusión de mi escrito. En el apartado siguiente expongo brevemente algunas más.
En nuestro recorrido por sucesivas versiones de la tesis de la neutralidad de la ciencia hemos llegado a considerar como la más prometedora aquella que puede formularse teniendo en cuenta las aportaciones de autores como Larry Laudan. Esta versión hace justicia a la importancia de los valores epistémicos en el cambio científico y descarta toda forma de esencialismo en cualquiera de los niveles implicados, al reconocer que todo elemento, tanto en el nivel metodológico como en el axiológico, es en principio susceptible de ser revisado. Sin embargo, las insuficiencias de esta visión internalista del cambio científico se ponen de manifiesto en cuanto nos preguntamos, con ayuda del estudio histórico de la ciencia, por las conexiones de los fines epistémicos con los fines prácticos de la ciencia (y, a través de éstos, con el contexto social en el que se desenvuelve la actividad científica). Ahora bien, una vez reconocidas esas conexiones y descartada, por tanto, la neutralidad de la ciencia incluso en su versión más matizada, quedan muchas preguntas por contestar con respecto al grado en que los fines prácticos (y, por ende, el contexto social) determinan el proceder científico y el contenido de las formulaciones teóricas. Las diferencias en la apreciación de esa cuestión de grado han quedado ilustradas con las posiciones de Ernan McMullin y Kristin Shrader-Frechette. El primero, vimos, únicamente reconoce la existencia de una fuerte dependencia de los fines epistémicos con respecto a los fines prácticos en los primeros pasos del desarrollo de la ciencia de que se trate, pero considera que los cambios en los fines epistémicos en fases posteriores obedecen a mecanismos de reajuste internos al propio proceso de investigación; según McMullin, como vimos, la importancia del contexto social en una ciencia relativamente madura se reduce a la provisión de las condiciones que permiten el desarrollo autónomo del proceso científico. Shrader-Frechette, por el contrario, pretende estar en condiciones de aducir casos, extraídos de la práctica de ciencias completamente maduras, que pondrían de manifiesto que diferencias en los fines prácticos pueden afectar a la selección de los valores epistémicos y, por mediación de éstos, al contenido de las hipótesis científicas.
Naturalmente, no es posible resolver este debate a priori. Más bien, se trata de una de las muchas cuestiones en las que la filosofía de la ciencia contemporánea no puede sino atender a las investigaciones, presentes y futuras, de la historia y la sociología de la ciencia. Seguramente éstas acaben convenciéndonos de que el peso de los valores prácticos en la ciencia es mayor (no me atrevo a especular si mucho o poco) de lo que reconoce McMullin. Pero también tiendo a pensar que la acumulación de estudios rigurosos puede acabar restando fuerza a quienes tienden a considerar a la ciencia como una especie de espejo que refleja pasivamente las condiciones de su construcción social. Si queremos hablar de la ciencia como un espejo de lo social quizás debamos asimilarla más bien a aquel espejo distorsionador al que se refiere San Pablo que a uno de los que nos devuelven nuestra imagen calcada en los probadores de las tiendas de ropa.
Termino este artículo con unas precisiones relativas a las condiciones de una cierta objetividad científica y al valor de lo que podemos llamar (a condición de que la expresión no se malinterprete) una "neutralidad relativa" de la ciencia. Hay, sin duda, un elemento que merece la pena salvar en la reivindicación de la neutralidad de la ciencia, aún después de estar convencidos de que tal neutralidad no es, en sentido estricto, posible. Pues sería deseable mantener la ciencia a salvo de falsificaciones intencionadas y usos deliberadamente ideológicos, de los que son ejemplos clamorosos en nuestro siglo las teorías eugenésicas y el "caso Lysenko". Seguramente todos deberíamos estar de acuerdo en que los científicos han de hacer lo posible por evitar que los resultados de sus investigaciones estén predeterminados por su aceptación de una determinada convicción moral, ideológica o religiosa. Del mismo modo, sigue siendo necesario evitar que los resultados de la ciencia sean apropiados y manipulados por cualquier grupo social o económico, cualquier Estado o cualquier Iglesia. Pero no es lo mismo defender el derecho de Galileo o Darwin, por ejemplo, a declararse neutrales con respecto al magisterio de las Iglesias de sus respectivas épocas que afirmar que la ciencia es o puede ser, en su conjunto, neutral. Cuando un científico opta por atenerse a lo que honestamente considera una mejor descripción de la realidad, enfrentándose a otros colegas que prefieren ignorar datos incómodos, no está practicando una ciencia libre de valores; está más bien permitiendo que su praxis científica sea orientada por unos valores mejores que los de sus colegas. Y la adhesión a esos valores no sólo no es una amenaza para la objetividad científica, sino que más bien abre la posibilidad de avanzar hacia esa objetividad, tan precaria quizás como difícil de definir. Por supuesto, el problema es entonces explicar en qué sentido unos valores son mejores que otros y cómo es posible justificar nuestras afirmaciones en ese resbaladizo terreno. Pero eso ya queda fuera de los límites de este artículo. Como ya señalé un poco más arriba, la pelota, después de algunos rebotes por los dominios de la epistemología de la ciencia, acaba inevitablemente en el tejado de la teoría ética.
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Última actualización: martes 15 de febrero de 2005