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Según un creciente número de intelectuales existe una íntima relación entre la actual fascinación por los aspectos lingüísticos en las ciencias sociales y el subjetivismo, el pensamiento anticientífico y el complemento político-ideológico de supuesta inspiración progresista (Spiro 1996). De acuerdo con el crítico literario Brian Norris el giro lingüístico, semiótico o textualista se asocia, y es parcialmente consecuencia, de ideas de moda derivadas del utópico «juego libre» del significante y presagia un cambio revolucionario: "l'écriture (y específicamente l'écriture féminine) animada por la disolución de los significados transcendentes (o patriarcales) y unida contra el «clásico texto realista burgués» como aliado intrínseco de las fuerzas de la injusticia y opresión" (Norris 1997: 7). Si en el campo literario tales ideas no pueden producir grandes daños (salvo una ortodoxia radical que disuada otro tipo de cuestiones más interesantes) presenta en cambio un riesgo patente en aquellas disciplinas en las que cuestiones como verdad, validez y método se rechazan en base al mismo proyecto. Según Todd Jones (1998) el giro lingüístico sería la consecuencia de (y estaría profundamente vinculado a) dos fenómenos: en primer lugar la pérdida de fe en la ciencia como árbitro objetivo de verdad, lo cual sería tangencialmente potenciado por las sociologías de la ciencia relativistas y constructivistas. En segundo lugar, la pérdida de fe en las aproximaciones estándares de la ciencia social - "el hecho saliente acerca de las ciencias [sociales] es la ausencia de cualquier ley generalizadora de cualquier tipo" (MacIntyre 1981: 84). Aparentemente, se desvaneció la esperanza de que sociólogos como Parsons hiciesen en sociología lo que Newton hizo en física. Pero esta no fue una mera decepción cognoscitiva sino también socioeconómica. La ciencia social no pudo ponerse al servicio del naciente liderato económico norteamericano, a mediados de los años 40. Tras el revés, algunos científicos sociales se dedicaron al surrealismo de explicar tanto la construcción de nuestro mundo (cuando creíamos ingenuamente que el mundo existía sin nosotros) como la de otros mundos diferentes; lo cual justificó durante cierto tiempo la existencia de las disciplinas sociales (Gellner 1995). De modo que el mundo social no podía explicarse sino, a lo sumo, interpretarse. El interpretativismo tiene una larga historia, pues la idea de que el comportamiento humano debe interpretarse antes que explicarse causalmente aparece ya en Aristóteles. Con el tiempo a esta idea se le anexó la técnica textualista por una parte y la interpretación de los sueños por la otra, pensando que observar el comportamiento humano como acción permitía desvelar su significado. Posteriormente, en la multiplicidad de interpretaciones se creyó hallar la clave del significado. Más tarde el movimiento se radicalizó y, análogamente al Romanticismo histórico, se dio lo que Booths (1979) identificó como "una revuelta contra la razón, la autoridad de la ciencia, la tradición, el orden y la disciplina" (en Jones 1998: 38). Aunque esta actitud fue vista por muchos como progresista, en realidad la tecnofobia y la propensión anticientífica no sólo son rasgos propios del Romanticismo sino también del pensamiento conservador del siglo XX (Berkovitz 1996). De hecho, la similitud entre posmodernismo y romanticismo es sorprendente. Bunge nos recuerda que la contra-Ilustración siguió a la Ilustración, resucitó hace menos de un siglo, triunfó brevemente con el nazismo, y renace ahora con el posmodernismo. El Siglo de las Luces y su anhelo de pensamiento universal, enfatizó nociones tales como la naturaleza y humanidad, razón y ciencia, libertad e igualdad, felicidad y utilidad, trabajo y progreso. La ideología ilustrada dio supremacía a la Razón, al naturalismo y al cientificismo frente al mito, la superstición o el dogmatismo (de hecho potenció el secularismo, o incluso el gnosticismo o ateísmo, frente al teísmo). Asimismo fomentó el utilitarismo, el modernismo y el progreso; y abrazó el individualismo, el liberalismo, el igualitarismo y la democracia política (salvo para mujeres y esclavos). Con el advenimiento del primer Romanticismo surgió una filosofía oscura y una política conservadora, reaccionaria. La primera ola del romanticismo intelectual, a diferencia del artístico y a semejanza del político, es una reacción contra la filosofía y el sistema de valores de la Ilustración. Es idealista o irracionalista, así como anticientífica y tecnófoba (Bunge 1995: 154). Destacan Fichte, Schelling, Hegel, Herder y Schopenhauer, pensadores idealistas que especularon acerca de la realidad e, incluso, confundieron a menudo ficción con realidad. Al cabo de un siglo, continúa Bunge, acontece la segunda ola, agrupando a un ecléctico elenco de pensadores idealistas, escépticos y pragmatistas: Dilthey y Nietzsche, Vaihinger y James, Croce y Gentile, etc. Algunos fueron abiertos antidemócratas que recelaron de la razón y del concepto de verdad, de la lógica formal, de la ciencia y, sobre todo, del programa cientificista y la prueba empírica (1). En esta segunda ola fue relevante el papel de la hermenéutica. La tercera ola romántica se inicia a principios de siglo XX con la fenomenología. Le sigue el existencialismo y culmina con el posmodernismo. Para Ayer el existencialismo era "un simple mal uso del verbo ser" (en Fox 1996: 329), y según Fox "representa los peores excesos del idealismo continental metafísico (...) e hicieron sin sentido literal" (ibíd.) Bunge (1995: 175) lo denomina "el colmo del disparate, del dogmatismo y de la deshonestidad intelectual,
La tercera ola reúne a Spengler y Ellul, Camus y Sartre, Jaspers y Gadamer, Foucault y Derrida, Kuhn y Feyerabend, Geertz y Garfinkel, Bloor, Barnes y Latour. Aunque disímiles entre sí, desconfiaron todos de la razón, la lógica y la ciencia. Compartieron el subjetivismo; el relativismo epistemológico; la fijación por el símbolo, el mito, la metáfora y la retórica; y el pesimismo ante la posibilidad de progreso (sobretodo cognoscitivo). Pero quizás el sello distintivo del movimiento es su prosa
En 1935 Ludwig Fleck atacó la reverencia pía a la ciencia. En 1945, sin embargo, se dio una reacción contra la ciencia misma, convencidos de que ésta (¿no serían sus ejecutores?) estaba al servicio de los campos de concentración y la aniquilación nazi, desencadenando el fatídico lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Esta reacción, a la que Bernstein bautizó como «la ira contra la razón», cargó también contra la ciencia y los científicos, una antipatía que se incrementó con la carrera armamentística nuclear y los desastres ecológicos, etc, lo que necesitó poco aliados para constituir, en círculos académicos, la metafísica del posmodernismo anticientífico y, especialmente, del constructivismo (3). En la actualidad el posmodernismo intelectual, en su cruzada contra la ciencia, se caracteriza por permutar el «modelo objetivo» por el «modelo moral» (D'Andrade 1995). En otras palabras, confunde hechos con valores. Y esto sucede porque el posmodernismo posee dos fuentes esenciales: una epistemológica y la otra política, que confluyen en un desmesurado subjetivismo (Carrithers 1990, Bunge 1995, D'Andrade 1996, Spiro 1996, Harris 2000). Su epistemología implica la resurrección de todo tipo de idealismos filosóficos y una reacción contra el positivismo, tomado erróneamente como objetivista y caricaturizado después (O'Meara 1989, Spiro 1992, Roscoe 1995, etc.) (4). Según Roscoe este error tuvo en la antropología un efecto indirecto de peores consecuencias, pues tomar el positivismo por algo que realmente no era propició el rechazo explícito de la metodología científica al completo. Se considera así que la subjetividad humana imposibilita la ciencia y, en todo caso, el subjetivismo humano acaba con la posibilidad de que la ciencia descubra la verdad objetiva. Según el argumento político, supuestamente progresista, la objetividad no es más que una ilusión que responde a una ideología para subvertir a los grupos oprimidos, mujeres, grupos étnicos y tercer mundo (Spiro 1996). Ahora bien, el
repudio epistemológico
al objetivismo se apoya en dos argumentos débiles: (a) que el
fenómeno
social es más subjetivo que objetivo y, por lo tanto, que los
métodos
objetivos son inadecuados (5), y (b) que los
fenómenos
sociales poseen múltiples significados adscritos por los actores
susceptibles de aprehenderlos y trazar su estructura lógica. El
primer argumento potenció el abandono del método
científico,
pues se creyó sólo adecuado para los hechos en el mundo.
El segundo argumento potenció la hermenéutica, pensando
que
era apropiada para estudiar las «ciencias del
espíritu». Hermenéutica El término, pionero en la interpretación de Homero, deriva del verbo griego hermeneuein: hacer algo claro, anunciar o desvelar un mensaje. Aunque se asoció desde entonces con la filología y la crítica textual, su papel durante la Reforma Protestante fue vital en el intento por descifrar el sentido correcto de las escrituras sagradas. Con el tiempo se convirtió en la doctrina idealista que afirma que "los hechos sociales (y quizás los naturales también) son símbolos o textos para ser interpretados antes que descritos o explicados objetivamente" (Bunge 1999: 120). Su influencia en los estudiosos anglófonos se potenció con Weber, que estuvo familiarizado con los debates metodológicos de la Alemania del siglo XIX y principios del XX, en los que se argumentaba que el estudio histórico y social debiera utilizar métodos diferentes a los de las ciencias naturales. Dilthey extendió la hermenéutica sobre los textos en el siglo XIX. En el siglo XX Heidegger vincula la hermenéutica al ser. Gadamer después introduce una conexión entre el carácter anticipatorio de la comprensión y las nociones interrelacionadas de prejuicio, autoridad y tradición. Habermas critica a Gadamer, y Ricoeur intenta mediar entre ambos retomando el concepto de texto. La hermenéutica se concibió como un método para desentrañar significados, pero no posee un corpus de reglas para su aplicación y, al final, el significado parece quedar indefinido. En antropología, según Agar:
Dilthey consideraba que el objetivo de la hermenéutica era la búsqueda de reglas para la sociedad y el afán de conocimiento. A este respecto, Morris hace una sensata recomendación:
De hecho el proceso de investigación reconoce, en cualquier caso, momentos hermenéuticos «pre-científicos» y «para-científicos» comunes a todas las disciplinas, sean naturales, sociales o humanas. También hay lugar para un momento hermenéutico post-científico común a todas las ciencias, que comprende un ámbito legítimo en el que se incluyen las reflexiones metacientíficas, filosóficas, estimativas y evaluativas (Cha 1997). Aquí la ciencia puede ofrecer a lo sumo apreciaciones y juicios al servicio de discusiones racionales que podrían caer fuera de su dominio. Estos momentos, de hecho, deben seguir demarcándose independientemente de lo que uno desee que sea verdad, pues mezclar modelos morales y objetivos es contraproducente para descubrir cómo funciona el mundo (D'Andrade 1995: 402-404). Esto tiene una sencilla explicación: el contenido científico no está sujeto a los mismos factores sociales que otros ámbitos humanos (arte, estética, ética, etc.). No hay, al contrario de lo que afirmaba Gadamer, equivalencia entre la verdad objetiva de la ciencia y la verdad de la experiencia del arte. Lo segundo es indudablemente relativo a factores histórico-sociales, mientras que lo primero (a pesar de lo que clame la sociología constructivista del conocimiento científico) no tanto - sin negar el valor propio de la ciencia o el arte, respectivamente. En fin, no ayuda demasiado el igualar, como ya notó Weber, política y ciencia. La hermenéutica descansa en la experiencia y en las habilidades retóricas del intérprete; pero también en su intuición y, en este sentido, no es científica porque no controla empíricamente sus afirmaciones. Tampoco tiene capacidad predictiva, pues sus elaboraciones son ex post facto (Cha 1997). Pero esto no es algo negativo ni dice nada sobre el inminente valor de la hermenéutica, pues ésta resulta sumamente inspiradora cuando hace uso de la erudición genuina. Digo 'erudición genuina' , que no posmoderna, pues la última abraza todo desde Sócrates a Sartre en una misma saga tediosa (Eagleton 1996). Concretamente, la confianza del crítico cultural posmoderno "es la confianza de un generalizador que se excusa él mismo de las obligaciones de la erudición" (Gross y Levitt 1994: 75). En efecto, si
El posmodernista, en esencia, muchas veces hace pasar el eclecticismo por la erudición, lo cual
Estas prácticas posmodernas poco tienen que ver con la interpretación, que es necesaria (incluso ineludible) en toda ciencia social. Es más, uno podría entender la interpretación como un proceso automático, emergente (cf. Agar 1996) y connatural al proceso cognitivo humano: ¿acaso no interpretamos constantemente al interactuar con el mundo y con otras personas en nuestra rutina diaria? ¿Acaso no se caracteriza el ser humano por percibir, interpretar y comprender el mundo? Siendo así, ¿por qué tal deslumbramiento por un hecho habitual? ¿No resulta esto exagerado para un problema antropológico que atestigua continuamente que los otros no son tan ininteligibles (de lo contrario no podríamos tan siquiera establecer comunicación con ellos), ni nosotros estamos permanentemente absortos en la exégesis de significados sociales (pues la vida sería imposible)? Sin embargo, la alianza del subjetivismo y el sentimiento anti-científico, unido a la hermenéutica, siguió su curso y ahora es común encontrar la creencia de que cualquier interpretación es tan buena como cualquier otra; cuando, irónicamente, parecería que esa es precisamente la razón por la cual necesitamos un estándar al que acogernos (Lett 1997). No hace falta ser objetivista ni cienticifista para reconocer que actualmente el conocimiento científico posibilita el estándar más fiable a la hora de establecer grados de veracidad entre la interpretación de la realidad y la realidad misma. Mediante éste llegamos pronto a la conclusión de que no cualquier interpretación es tan apta como cualquier otra: algunas son falsas y otras no tanto. Esta perspectiva, por supuesto, da al traste con las interpretaciones arbitrarias (comunes en la literatura posmoderna) (6)que asocian virtualmente cualquier cosa con cualquier otra (Anderson y Bower 1973). En otras palabras: si la interpretación correcta no implica comprobar la interpretación contra los hechos, ni tampoco implica verificarla, ¿cómo podría considerarse algo más que una opinión arbitraria? (Ulin 1992: 257). Esta artimaña ha sido subrayada por varios críticos. Para Jones,
El éxito de la antropología interpretativa, subraya R. Carneiro, se explica porque nadie debe nunca reconocer el error, todos pueden jugar y todos pueden ganar, porque en este juego no hay reglas ni tampoco respuestas acertadas. Cualquier respuesta es tan buena como cualquier otra (1995: 11, en Lett 1997). Esto no sólo exime de la responsabilidad de justificar y comprobar lo que uno dice sino que también propulsa, según S. Sangren, la carrera académica (ibíd.). El problema es evidente: la hermenéutica posmoderna parte de un estándar epistémico tan pobre que genera descripciones no sólo pobres sino también en ocasiones falsas (Jones 1998: 45). En efecto, al negar cualquier papel de la ciencia en los asuntos subjetivos (del sujeto) se potenciaron las interpretaciones idiosincrásicas, individuales y sesgadas. Pero esta posición refleja pronto lo que es: un rebosante egocentrismo heredero de la generación Yo de los años 60, sustentado en toda una plétora de filosofías idealistas y, en ocasiones, irracionalistas. Puesto que las ciencias del espíritu eran, según Dilthey, "las vivencias del yo, y éste vuelve a ser su objetivo último" (1895: 253 en González 2000: 101), cuadraron bien con la concepción dominante del trabajo de campo antropológico, donde la observación participante potenciaba la imagen del solitario héroe antropólogo enfrentado a una cultura entera. Pero de las ciencias del espíritu también se absorbió la idea de que éstas "vienen a confluir con formas de la experiencia que quedan fuera de la ciencia, con la experiencia de la filosofía, con la del arte y con la de la historia misma. Formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica" (Gadamer 1960: 24, en González 2000: 135). Pero que la estética y la ética no puedan fundamentarse en la metodología científica no implica, sin embargo, que no podamos ser objetivos respecto a tales asuntos y, menos, que cualquier manifestación estética o postura ética posea el mismo valor que cualquier otra - pues pronto acabaríamos concediendo que robar es tan loable como compartir, etc. Es más, las ciencias sociales pueden inferir estados objetivos a partir de las manifestaciones del sujeto (v. O'Meara 1989), pues "los estudiosos de la ciencia tratan no sólo de hechos objetivos sino también de nuestras percepciones de los mismos, de modo que se las ven tanto con hechos y enunciados subjetivos como objetivos. En la medida en que se ajustan a los cánones de la ciencia, todos sus enunciados, incluso los que se refieren a los enunciados subjetivos de otras personas, serán objetivos" (Bunge 1995: 176). En definitiva, como vislumbra Gellner,
La experiencia subjetiva del investigador puede de hecho plasmarse en tanto en cuanto responda a cuestiones como dónde, cómo o por qué el observador abordó el trabajo de campo (Harris 2000: 58). Como se dijo antes, el subjetivismo antropológico se magnifica a tenor de una perspectiva reduccionista que equipara la antropología con una etnografía basada exclusivamente en la observación participante. Pero la antropología no es sólo etnografía, ni la etnografía es sólo hermenéutica. Como señala Sperber (1985) podemos esperar narraciones fácticas, una observación directa, o una descripción en antropología, pero no de una antropología que se concibe así misma basada en la etnografía. Sin procedimientos objetivos la etnografía es empíricamente dudosa e intelectualmente irresponsable (Spiro 1992). El corolario de todo esto es que, a pesar de que ninguna ciencia se fundamenta en el juicio subjetivo de un único investigador (dado que existe una comunidad de investigadores), el asunto desmejora notablemente cuando la actitud nihilista del momento nos aconseja un mero evocar (cf. Stephen Tyler). Seamos claros al respecto: Una cosa es ser consciente de las (muchas y muy diversas) dificultades que halla una investigación que exija, en pro de la objetividad, datos replicables y comprobables por otros observadores. Otra cosa distinta es, sin embargo, dar por sentado la imposibilidad de lo anterior, recurriendo entonces a las fáciles operaciones privadas, idiosincrásicas y no comprobables. Optar por esta última opción conlleva ciertos disparates. Por ejemplo, Rabinow y Sullivan fundamentan el rechazo de la objetividad científica en que "no hay posición privilegiada, ni perspectiva absoluta, ni escrutinio final" (1979: 6). Latour cree que "ninguna interpretación puede considerarse superior a cualquier otra" (1988: 182-183), y Geertz opina que "cada grupo social es radicalmente diferente no sólo en su opinión, o pasión, sino en la fundación esencial de su experiencia" (1973: 25). Pasemos a contestar a estas propuestas y posturas. El argumento de los primeros, como todo crítico a la ciencia reconoce intuitivamente, es falso: el hecho de que no exista perspectiva absoluta es exactamente la razón por la cual se hace necesario un estándar de verdad objetivo. Dada la existencia de diversas perspectivas en competencia, necesitamos ser capaces de distinguir aquellas fiables de las que no los son (Lett 1997: 51). Como escribió hace años el vilipendiado Harris:
Respecto a Latour: ¿"por qué los gobiernos y el sector privado contratan a economistas, antes que a pintores y poetas, para afrontar los problemas económicos"? (Bunge 1995: 176). En cuanto a Geertz ¿en cuántos mundos radicalmente distintos vive una profesora, burguesa, heterosexual, hondureña, cristiana y negra que, además, en su tiempo libre pesca y toca el saxofón? Aunque metafóricamente el argumento de Geertz es seductor, literalmente resulta irrisorio (7). Parece, más bien, que la experiencia no enclaustra en mundos diferentes sino que, más bien, abre al mundo. La última
paradoja de la epistemología
antifundacionalista posmoderna es que no sólo se fundamenta en
la
predecible filosofía continental antirrealista y radical sino
que
da por sentado que el proceder lógico, causal, inductivo o
deductivo,
realista, etc, es una mera ideología occidental. Naturalmente,
sus
(inexistentes) pruebas no han logrado rebatir a autores como Hull o
Barber,
quienes muestran que la ciencia surge en diferentes momentos, espacios
y, aunque en distintos grados y direcciones, en la mayor parte de las
sociedades
históricas. Esto enfrenta a los posmodernos a otro dilema: si,
tal
y como exigen, cada enunciado debiera evaluarse bajo los
estándares
del grupo del que parte, resulta que sus propuestas deberían
juzgarse
bajo, y rendir cuentas ante, los estándares occidentales -
llámese
ciencia o llámese rigor académico e intelectual. Sin
embargo,
a pesar de que profesan tolerancia y solidaridad versus todas las
manifestaciones
culturales mediante su progresista manto político, acaban
desdeñando
la cultura científica en un acto reaccionario. Despreciando a la
propia cultura científica, ¿cómo puede respetarse
al resto de formas culturales? Las secuelas políticas del nihilismo contemporáneo En efecto,
La política posmoderna es el producto de fenómenos complejos y contradictorios. Quizás su lado positivo es el insistente recordatorio de la complejidad del mundo que habitamos, donde se barajan a la par el impacto de las nuevas tecnologías y la Era de la Información, la Globalización y la transformación cultural; la fragmentación intelectual, los problemas poscoloniales y las crisis económicas; el cataclismo de los países socialistas y el fracaso de las políticas neoliberales; la tecnocracia y la clonación; los enfrentamientos bélicos, el terrorismo, la inmigración y la marginación, la voracidad de la maquinaria capitalista, la asimetría del poder y las drogas de diseño Hasta la década de los 60 la influencia neorromántica se confinó a Alemania, Francia y sus esferas de influencia cultural. Pero una extraña combinación de bonanza y guerra cambió todo esto. La prosperidad de la clase media, nota Bunge (1995), erosionó la moral del trabajo y facilitó el hedonismo, dando emergencia a la «generación yo». En Estados Unidos, la guerra de Vietnam y la carrera armamentista se tragaron parte de los fondos destinados a sufragar programas sociales. Muchos graduados universitarios desempleados se cuestionaron los valores y la ideología dominante, tornándose receptivos a ideas y estilos de vida alternativos. La sublevación contracultural fue a más, y se colapsó. El realismo imperante en las ciencias sociales antes de los 60 comenzó a cambiar cuando el anti-realismo invadió las comunidades de estudiosos de los hechos sociales. Muchos identificaron
En definitiva, "la protesta contra una arrogante tecnocracia se ha convertido ahora, de diferente modo, en un pretexto para un tipo más crudo de dogma relativista cultural" (Norris 1997: 2-3). Los Estados Unidos nacieron siendo modernos: agrupó en su génesis una colección de elementos extremos cuando era ya un país individualista, emancipado y único. Su condición le confiere cierta propensión a la ceguera hacia las culturas, pues toman su propia cultura luminosamente individualista como algo dado por sentado (Gellner 1995). Así el fácil relativismo posmoderno junto a "la embriaguez hermenéutica" (Gellner 1995: 40) halló bastante aceptación, pues mediante éste se reconocía, con cierta sorpresa desde el individualismo liberal, la existencia de otros modos de vida. El rechazo del relativismo en pro del universalismo, se vio entonces como un desprecio hacia el prójimo, un gesto políticamente incorrecto o, peor, una total intransigencia autoritaria. Puesto que la explotación colonial y capitalista castigaron y castigan on dureza a otras culturas sometidas, el relativismo se convirtió en imperativo moral; una manera de terapéutica expiación euroamericana. No sorprende, por lo tanto, que tal relativismo generase una moda en un país "bastante especial y susceptible de asumir formas extremas" (Gellner 1995: 36). Moda, por supuesto, absurda y preñada de contradicciones desde su propia génesis, pues en vez de profesar universales idénticos para todos, acabó propugnando verdades y morales particulares, cuando de hecho
Pero debido a su condición de espejo geopolítico y económico, Estados Unidos irradió prestamente esta moda al resto del mundo, a pesar de que el sustrato teórico del posmodernismo y su intratable relativismo no era creación propia sino un conglomerado de ideas (en ocasiones poco digeridas) procedentes de la filosofía continental. Según Gross y Levitt,
"Si tuviera que bautizar con un nombre el siglo que se acerca a su fin", escribía Harris, "lo llamaría el siglo de los sueños rotos" (2000: 159). Efectivamente, "el posmodernismo está de moda en parte porque las ilusiones y promesas de mi generación no han sido cumplidas, y en parte porque es la puerta ancha, pues es más fácil rendirse a la desesperación y acusar a la razón, en particular a la ciencia y a la técnica en lugar de acusar a nuestros valores y a nuestros líderes por el trance en que nos encontramos" (Bunge 1995: 152). De modo que, de donde quiera que surja el posmodernismo - sociedad posindustrial, el descrédito de la modernidad, la recrudescencia de la vanguardia, la mercantilización de la cultura, la emergencia de nuevas formas políticas, el colapso de ciertas ideologías clásicas sobre la sociedad y el individuo ... - es también, y centralmente, "el resultado de un fracaso político que se ha relegado al olvido y en el cual nunca ha cesado de aparecer un enemigo imaginario (antigua Unión Soviética, Sadam Husein, la Guerra del Golfo, etc.)" (Eagleton 1996: 21). Sin embargo es obvio que el posmodernismo (o antítesis del modernismo) no sólo deja irresolutas las inconsistencias modernas sino que, en vez de superarlas, las multiplica (8) "siendo su política, simultáneamente, de enriquecimiento y evasión. Si se abren nuevas cuestiones políticas vitales es, parcialmente, porque se han batido en retirada de los asuntos políticos más viejos no porque hayan desaparecido o se hayan resuelto, sino porque de momento son intratables" (ibíd. 24). En Estados Unidos, de acuerdo con Boghossian, el movimiento posmoderno se ha unido al multiculturalismo, concebido como un proyecto que dote de crédito a culturas y comunidades cuyos logros hayan sido históricamente infravalorados. Además, se pretendía evitar que se acusase a ciertas culturas marginadas de mantener puntos de vista injustificados o falsos (Boghossian 1998). Pero en términos políticos resulta difícil comprender cómo éste podría ser un modo adecuado de concebir el multiculturalismo: si los poderosos no pueden ya criticar a los oprimidos una vez desdeñado todo estatus epistemológico superior se sigue que los oprimidos tampoco pueden criticar a los poderosos. El remedio, revelando ya su conservadurismo, fue aceptar una doble visión: cuestionar lo que procedía de los poderosos, pero no lo que procedía de los oprimidos. Popular como ha devenido a ser esta estrategia últimamente "¿cómo puede atraer a alguien con un mínimo de integridad intelectual, y cómo puede no ser otra cosa que una profunda ofensa a la sensibilidad progresiva de todos aquellos cuya causa se supone que sustenta"? (1998: 30). Como indica ácidamente Eagleton: "it is an insult to inform these men and women that, in the economic metaphor for intellectual life now prevalent in the USA, they are simply buying into the conceptual closures of their masters, or colluding with phallocentrism" (1996: 5). Esta actitud evidencia pronto la creciente parálisis política cuando, en su cruzada contra la autoridad, centra su atención en las políticas de identidad. Las políticas de identidad se constituyen frente a la representación en los medios de comunicación y frente a las diversas retóricas (las cuales, se afirma, están siempre motivadas por grupos de poder). Según Gergen (1999) existirían tres tipos de oposición que asimismo generan respectivas contradicciones: (1) Política de Resistencia: surge cuando ciertos grupos étnicos se oponen a la imagen habitual que de ellos se proyecta en los medios (v. g. la reacción de los italo-americanos ante la imagen de gangster en el cine, etc.) (9). (2) Política de Auto-representación, o constituir la propia imagen. Sin embargo, contradictoriamente, sucede que no todos los integrantes del grupo están de acuerdo en la constitución de esa y no otra imagen (Vg. la política de las feministas blancas es rechazada por las feministas negras y éstas, a su vez, critican a Spike Lee por reproducir sexismo en sus películas, etc.). (3) Reconstrucción política: mientras que las representaciones de los grupos o comunidades se basan en esencialidades opresivas, la misma crítica a las esencialidades se considera una traición por algunos grupos que han logrado tener un papel social relevante. En definitiva, "la etnomanía fomentada por el posmodernismo ha hecho que lo que empezó siendo una discusión sobre la igualdad ha degenerado en una pelea por la supremacía" (Harris 2000: 116). Así, mientras que el sentimiento de poseer una cultura distintiva es importante a la hora de apelar a la resistencia de los grupos étnicos sociales desfavorecidos, una vinculación estrecha de una raza o un grupo étnico a la cultura es una forma de racismo que va a contracorriente de todo lo que se sabe sobre la transmisibilidad de las culturas a través de las lindes raciales y étnicas (ibíd.). Castoriadis nota un efecto más profundo de esta confusión:
Todo esto resulta sumamente irónico, pues esta actitud emana de la conciencia política de los radicales años 60, donde "la mayoría de los pensadores creían que la liberación de los oprimidos sólo podía ser conseguida cuando el grupo oprimido actuase como agente autónomo de su propio proceso de revolución" (Gross y Levitt 1994: 33).
Más todavía: como arguye Eagleton, ante el movimiento radical masivo no es difícil ver una oposición binaria entre el Sistema y los Otros, los primeros diabólicos, los segundos angelicales, cuando en realidad tanto los unos como los otros son producto del mismo sistema. Luego, la atención hacia el Otro se alimentará de una apatía hacia Nosotros mismos, e incluso algunos asumirán que el sistema dominante era enteramente negativo - que nada dentro de esta totalidad sin fisuras ni contradicciones es de valor por definición - y recularán con desmayo a idealizar a un numénico Otro, pues de hecho, descartar la idea de totalidad en una precipitada holofobia supone también aprovisionarse de un consuelo necesario (Eagleton 1996: 7-9). Por supuesto,
Esto, evidentemente, no más que engendrar otro alud de contradicciones. En primer lugar las voces de los grupos oprimidos acaban cayendo en saco roto, silenciadas en el tumulto de la confusa (y en ocasiones mediocre) eclosión pluralista. Pero la cosa agrava notablemente cuando el posmodernista trata de erosionar la diferencia entre verdad y falsedad, razón y sin razón, justicia e injusticia, pues a menudo se hace pasar lo uno por lo otro. Mientras tanto se desacredita el ya débil papel de las ciencias sociales ante la voz pública, y las instituciones gubernamentales empiezan a vislumbrar que el carnaval posmoderno no es más que un movimiento infecundo al que se debe exigir cuentas sobre qué fin se pretende, a parte de aquél por el cual algunos medraron bajo la égida de una moda pujante (v. Nanda 1998). La crítica menos compasiva sospechará, tomando indebidamente al posmodernismo como fenómeno global, que su estrategia obedece a una forma de legitimación de su discurso para garantizar su continuidad académica a expensas de un marginado ideal que cobra el papel de 'musa'. Lo anterior se hace más evidente cuando uno advierte que el posmodernismo crítico pertenece más al nivel del pensamiento que al de las fuerzas políticas. De hecho, uno podría entenderlo justamente como tal desplazamiento pues explica el hecho de encontrar en nuestra Era a la izquierda política obsesionada por la epistemología - a lo que Gellner (1995) denomina «hipocondría epistemológica». Según Eagleton,
Debido a que las críticas se dirigen contra la ciencia o la tecnología al nivel meramente ideológico en vez de contra el Estado o los nombres propios del Capital, no sólo resulta menos peligroso sino que incrementa su popularidad dado que no es anticapitalista y por eso encuadra tan bien en una época post-radical (Eagleton 1996: 25). A su vez, la atención a las palabras proporciona un poder transmutativo sobre la cultura que halla aceptación por varias razones. En primer lugar lleva el juego político al territorio donde sus practicantes son hábiles con palabras. Al mismo tiempo
Jameson denunció antes que el posmodernismo se pliega dócilmente al programa político del neoliberalismo, seguramente porque "sus bravatas políticas encubren un vacío de programas concretos" (Reynoso 1996: 58-9). Conformismo, en todo caso, parece ser el sustrato subyacente (cf. Castoriadis 1997). Pero esta postura, nota Bunge, no sólo promueve la ignorancia sino que es suicida, porque toda acción política exitosa supone que el adversario es real y puede ser conocido. «Si el mundo dependiese de mí estaría sólo habitado por mis amigos». En definitiva, sigue Eagleton:
Lo más grave no es, sin embargo, la inexistente acción política sino la sospechosa moral que de esta actitud se desprende:
Ahora, en vez de afrontar el mundo para actuar sobre él (como reza el marxismo) se huye mediante una construcción ideal (v. Gergen 1999). Como advierteSearle:
El racionalismo
y el
antirracionalismo han existido
desde siglos y cada vez que parecía que una de las dos posturas
iba a ser dominante se produjo, por reacción, un resurgimiento
de
la opuesta. Pero la rebelión moderna difiere en un importante
aspecto
de la mayoría de las que la precedieron. Mientras que el
irracionalismo
pretérito tenía por meta la salvación (bondad y
felicidad
que se alcanzaba mediante alguna extrema forma de renuncia), los
irracionalistas
de nuestra era no persiguen una salvación sino el poder (Otero
1999),
lo cual explica su constante insistencia política. Nazismo El nihilismo, ya se sabe, no es fuente de probidad moral y, como tal, ha sido interpretado por ciertos críticos como el presagio del fascismo. Obviamente, esta sugerencia merece la máxima cautela, pues imputar la horrible inferencia a un proyecto intelectual promovido seguramente por ideas de partida meritorias no sería más que un grave non sequitur. Lo cierto es que el proyecto político posmoderno sufrió (no se sabe cómo ni cuándo exactamente) una inversión, y con el asalto y demolición de los ideales de la Ilustración se perjudicaron también a las raíces intelectuales y emocionales que sostuvieron los principios igualitarios más profundos, dando al traste no sólo con la empresa cognitiva sino con el ethos moral inherente a la búsqueda de la verdad mediante el uso de la razón. En contrapartida su hermético relativismo, acostumbrado a cancelar cualquier diálogo racional, estigmatiza tendencias intelectuales que no comparten sus tres o cuatro mottos. En palabras de Cole, "el constructivismo social no es meramente un movimiento intelectual, sino un grupo interesado que desea monopolizar recompensas para sus miembros o invitados y excluir del reconocimiento a aquellos que cuestionan algunos de sus dogmas" (1996: 274); o Reynoso: "todos los autores recientes posmodernos o no admiten que el posmodernismo corre el riesgo de degenerar en una nueva escolástica autoritaria" (1996: 38). Desde luego resulta sorprendente que, teniendo como referente la vasta Historia pretérita, el posmodernismo presente tantas similitudes con el lado más oscuro del Romanticismo, en el que también se preconizaba el espíritu nacional, el elogio a la diferencia, el irracionalismo, el fracaso liberador de la ciencia y el arraigamiento de toda verdad. Así fue como acabó imponiéndose otro tipo de razón: aquella de la facción más poderosa que aplastó con irracional violencia a todas las demás. Y en el posmodernismo, "la doctrina, en su forma más virulenta, es difícilmente distinguible de una forma de ausencia moral, un ¡Viva la Muerte! sobre la cual el fascismo se erigió a mediados de siglo" (Gross y Levitt 1994: 73). Según el sociólogo constructivista Pinch, "el relativismo es todavía una doctrina impopular porque mucha gente iguala relativismo con un estúpido subjetivismo o irracionalismo o, incluso peor, con el nazismo" (1986: 10-11). Años después, el antropólogo cientificista Tim O'Meara llega a tal conclusión:
La paradoja del relativismo posmoderno es que profesando una tolerancia radical acaba abrazando un tipo de fundamentalismo: "el que trate de restringir nuestra acción o nuestro pensamiento en nombre de los hechos o de la lógica será estigmatizado como positivista o imperialista o como ambas cosas a la vez (...) La permisividad total culmina en arbitrario dogmatismo" (Gellner 1995: 267; cf. Reynoso 1996). Richard M. Weiss (1998) debe ser un figura non grata en círculos posmodernos. En el intento por hacer un balance de los fundadores posmodernos, reveló conexiones entre el Nazismo y Nietzsche, Heidegger, de Man, Derrida y Foucault. En la filosofía de Fichte algunos han vislumbrado indicios despóticos y Nietzsche fue el nihilista que llegó a ser filósofo favorito de Hitler y de Heidegger (Bunge 1995: 156). Pero muchos autores disculpan a Nietzsche, o bien alegando que sus escritos eran anti-anti-semíticos o bien subrayando que Hitler descubrió a Nietzsche una vez ostentó el poder. Sin embargo, es innegable que sus ideas no fueron apropiadas por el tirano precisamente por su sensibilidad hacia la humanidad. La historia también muestra, según Bunge, que el neo-hegeliano Gentile fue colaborador del déspota italiano Mussolini y que Heidegger fue un abierto militante nazi, a pesar de que Richard Rorty atribuyese el indecoroso gesto a su oportunismo lo cual parece todavía más ruin. Con todo, autores como Gadamer, Derrida, Vattimo o Aubenque, injuriaron a Víctor Farias por documentar la entusiasta militancia nazi de Heidegger así como los orígenes oscurantistas de sus escritos. En fin, ¿debe extrañar que Husserl fuese fiel a la monarquía y que Heidegger, su discípulo dilecto, fuese un fiel servidor del Nuevo Orden hitleriano?, ¿puede sostenerse honestamente que es preciso separar al hombre de la filosofía? (Bunge 1995: 160-4). El deconstruccionismo (tan popular entre científicos sociales y humanistas actuales) ha sufrido cierto descrédito últimamente, cuando se han revelado deshonrosos aspectos del pasado de dos figuras muy cercanas a su creador: Jacques Derrida. En primer lugar su máximo seguidor americano, el crítico literario belga Paul de Man de Yale University, fue póstumamente denigrado al descubrirse sus escritos pro-nazis cuando ejerció como reportero literario en la Bélgica ocupada. Según Gross y Levitt, "esto fue sólo un episodio en su vida llena de engaño, oportunismo y traición" (1994: 77). Por otra parte, al reconocer Derrida la influencia Heidegger en su obra, su propia credibilidad como pensador liberador cayó bajo sospecha. En el intento por defender a tanto a De Man como a Heidegger, Derrida y sus seguidores levantaron más polémicas e injurias, dejando estupefactos a muchos de sus lectores por su sinrazón y su recurrencia a argumentos especiosos. Pero no sólo eso, Derrida, irónicamente, insistió en que los textos (especialmente los suyos) tenían un significado determinado que sólo él, su autor, tenía el privilegio de entender. Por supuesto, los despavoridos deconstruccionistas huyeron precipitadamente de las implicaciones de sus propias doctrinas, en las que enérgicamente proclamaban la muerte del autor y despreciaban las invocaciones a los hechos históricos (Gross y Levitt 1994: 77). Weiss (1998) señala también que la infancia de Foucault en el territorio francés ocupado por los nazis influyó (según afirma el propio Foucault) en sus ideas acerca del poder. Bramwell, por otra parte, muestra asombrosas similitudes entre el movimiento Verde radical (grupo que comparte el pensamiento posmodernista) y los eco-Nazis de 1930 (en Lewis 1996). Si las relaciones entre posmodernismo y nazismo pueden resultar meramente especulativas, quizás resulten más convincentes los efectos iconoclastas del posmodernismo en la institución académica. Fink y Gantz (1996) examinan 253 artículos publicados en 10 revistas estadounidenses especializadas en comunicación. Con relación a la variable verificación, los autores concluyen: "En las tradiciones interpretativa y crítica, casi todos los artículos (97 y 98%, respectivamente) no presentan verificación (1996: 9)" (en Otero 1999). Según el antropólogo Spiro (1992), en los años 90 el Consejo Nacional de Investigación formó un comité para evaluar el estatus de las ciencias sociales y del comportamiento. Su examen halló que la investigación básica más importante se daba en 32 áreas, de las cuales sólo 3 presentaban alguna influencia antropológica. De las 75 personas que formaban el comité sólo 2 eran antropólogos. Según Spiro "parece ser que la investigación antropológica contemporánea no es vista por distinguidos colegas de las ciencias sociales susceptible de aportar demasiado a la investigación básica" (1992: 40). Posteriormente, el Consejo Nacional de Investigación formó otro comité para evaluar el estatus afro-americano, con una ausencia total de antropólogos/as. Se declaró, ante las protestas obvias, que la información antropológica, al referirse a culturas extrañas, no era demasiado relevante - cuando, irónicamente, ahí es donde reside la razón de su importancia. Irónicamente se rechazó este argumento basándose en los presupuestos hermenéuticos que niegan que la antropología sea una disciplina científica: siendo cada cultura única, los estudios de relaciones raciales en un contexto no occidental no pueden contribuir mucho a la comprensión de las relaciones raciales en los Estados Unidos (Spiro 1992: 41). En la actualidad, según el antropólogo Roy D'Andrade "there is still the important problem that the main line of cultural anthropology in the US is generally postmodernist in orientation. This may change, but it makes finding a place to get training in cognitive or other more scientifically oriented fields difficult" (comunicación personal). En suma: la desconfianza del público engendrada por el surgimiento de estos académicos es una de las razones por las cuales las ciencias sociales y las humanidades son crecientemente ignoradas cuando los políticos buscan información acerca de diversos pueblos y estructuras sociales (Jones 1998: 51). Para colmo, la actitud incongruente de sus portavoces, acaba por legitimar el orden establecido. Sobretodo cuando uno halla a autores como el sociólogo John Law aplaudir y elogiar actitudes de otra popular militante:
Este tipo de
actitud
crítica manifiesta
que en ciertos asuntos se ha perdido el norte. Ahora un sector de la
intelectualidad
cae presa de una encerrona político-moral donde la
confusión
(y la mediocridad) ganan, valga la metáfora, escaños.
Sólo
cabe albergar la esperanza de que todo esto cambie pronto de tercio. La
versión sobre el posmodernismo aquí ofrecida puede
parecer
un tanto dramática, pero aquí no se pretende ser
alarmista
ni acogerse a actitudes reaccionarias pues, probablemente, no todas las
críticas aquí expuestas sean totalmente acertadas aunque
parecen bastante convincentes. Reclamar un neopositivismo o
cientificismo
no es aquí lo que se pretende (pues sería más
absurdo,
si cabe). Sería suficiente exigir un retorno a diálogos
sensatos,
marcos teóricos coherentes o políticas juiciosas, pues es
un imperativo recuperar el carácter emancipador del
diálogo
racional que ha caracterizado a la mayor parte de las aportaciones
intelectuales
de peso. Uno puede elegir hacer ciencia, o literatura, o arte; pero no
es honesto hacer pasar la frivolidad por ninguna de esas dignas
manifestaciones
humanas (y universales). En fin, antes se creía que el objeto
del
conocimiento era liberarse de las imposiciones dogmáticas, del
oscurantismo
y del irracionalismo irreverente ... ahora se confirma como un
hecho.
Este artículo constituye, con alguna modificación, un capítulo de la tesis de máster Crítica a los Estudios Sociales de la Ciencia. 'Adiós a la Razón' Invoca, por supuesto, a Paul Feyerabend. 1. Morris considera, no obstante, que Dilthey, Gadamer o Ricoeur no desdeñaron la prueba empírica (1997: 332). 2. Nietzsche despreciaba la ofensiva simplicidad estilística de Mill. Para Harris, "el estilo neobarroco posmoderno no es un mero epifenómeno: es una alusión burlona a quienes pretenden escribir oraciones sencillas e inteligibles, dentro de la tradición modernista" (2000: 156). 3. En Valenzuela (2001) se halla una extensa investigación sobre la génesis y el devenir de la sociología constructivista. 4. "La imagen del positivismo es casi por entero una construcción de sus críticos (...) con éxito remarcable han transformado un término que una vez fue sinónimo de liberalismo progresivo en uno de peyorativo conservadurismo" (Roscoe 1995: 493). 5. Lo objetivo se refiere a la relación verdadera entre mundo y palabra (cf. Morris 1997) o, dicho de otro modo, "un enunciado es objetivo o impersonal si describe, explica o predice uno o más hechos que ocurren en el mundo exterior (el que, desde luego, incluye los cerebros de otros)" (Bunge 1995: 175). El subjetivismo en cambio sostiene que el mundo, lejos de existir por sí mismo, es una creación del sujeto. 6. "La interpretación de Geertz acerca de la lucha de gallos en Bali es fascinante e ingeniosa. Es una lectura fabulosa. Es enteramente arbitraria (...)" (Jones 1998: 45) (Cf. Bunge 1995: 167). 7. Mientras que el realismo otorga la evidente existencia de diferentes sistemas de creencias, sostiene que al menos una puede asegurar la veracidad de sus creencias. En cambio el antirrealista, cae en la premisa de negar que la variación en el juicio humano sea posible pues para éste ningún punto de vista sobre la realidad es mejor que otro. Pero afirmar que los distintos seres humanos tienen visiones del mundo diferentes implica la absurda conclusión de que diferentes humanos viven en diferentes realidades (Papineau 1987: 4-10). 8. "Si hay una palabra que resume el reconocimiento antropológico de un espíritu posmoderno, es la ironía" (Strathern 1996: 244). 9. La
radicalización
de este punto de vista la celebra así un nativo africano: "la
Antropología
es el diario de un hombre blanco en una misión; el hombre blanco
comisionado por la soberanía histórica del pensamiento
europeo
y su visión peculiar del hombre" (Trin Minh-ha 1989, en Gergen
1999:
44).
Agar, Michael Berkowitz, Peter Bernstein, Richard J. Biagioli, Mario (ed.) Boghossian, Paul A. Bunge, Mario Butler, Judith Carrithers, Michael Castoriadis, Cornelius Clifford, J. (y G. E. Marcus)
(comp.) Cole, Stephen Cha Larrieu, Alberto D'Andrade, Roy Derrida, Jacques Eagleton, Terry Feyerabend, Paul Fox, Robin Geertz, Clifford Gellner, Ernest Gergen, J. Kenneth González Echevarría,
Aurora Gross, Paul R. Gross, Paul R. (y Norman Levitt)
Gross, Paul et al. (ed.)
Harris, Marvin Heidegger, Martin Hollis, Martin (y Steven Lukes) Jones, Todd Klotz, Irving M. Koertge, Noretta (ed.) Kuhn, Thomas S. Latour, Bruno Laudan, Larry Law, John (y John Hassard) (ed.)
Lett, James Morris, Brian Nanda, Meera Norris, Christopher Oldroyd, David R. O'Meara, Tim J. Otero, Edison Papineau, David Pinch, Trevor J. Reynoso, Carlos (ed.) Roscoe, Paul B. Searle, John Sokal, Alan D. (y Jean Bricmont)
Spiro, Melford Strathern, Marilyn Reynoso (ed.), El
surgimiento de
la antropología
posmoderna. Barcelona, Gedisa. Ulin, Robert C. Valenzuela, H. Weiss, Richard M. |
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