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1. Introducción Entre los usos del medio natural es indudable la importancia que tiene la actividad cinegética. La extensión de acotados de caza en España ronda el 70% del total del territorio (1), uniendo a este hecho una importancia económica, social y cultural que hunde sus raíces, sobre todo en lo referido a estos dos últimos aspectos, en una tradición secular. Como señala Coca y Zaya (2008), el hecho económico hay que tenerlo en cuenta a la hora de un análisis de la caza, debido a su condición de apropiación de recursos, creando reivindicaciones, territorializaciones, dando sentido y significado a la actividad. El impacto medioambiental de la caza varía en la medida en cómo se llevan a cabo sus prácticas. Más allá de este plano, e igualitario en cuanto a su importancia, aparece el proceso cognitivo y la escala de valores que categoriza y conceptualiza esos impactos, partiendo de aquí una serie de discursos colectivos, que en su caso más común y extendido defiende la caza como una actividad ecológica y al cazador como "verdadero ecologista". La percepción, la mirada y su relevancia cognitiva, hace que la interpretación de un mismo paisaje sea diferente según la persona y el colectivo que lo active. Un mismo territorio, un mismo entorno, una misma naturaleza será pensada y percibida de distinta forma. El cazador, hablando siempre desde una postura generalista, tiene una determinada percepción en la que interpreta el medio natural atendiendo al carácter existencial y sentimental que la caza tiene para él. Este carácter, y unido irremediablemente a él, nos lleva a reflexionar como hace sugerentemente Joseba Zulaika, sobre el deseo. El deseo, considerado como realidad semiótica y simbólica, lo interpreta Zulaika como ese anhelo, como una realidad propia del ser humano que no debe ser obviado por sus connotaciones psicologizantes, sino que hay que integrar en el estudio antropológico de la cultura. El deseo en la caza, señala el antropólogo vasco, es uno de los elementos que permiten o que hacen, más bien, que se reproduzca la caza, que se mantenga, que exista el deseo de conseguirla, de visualizarla, de imaginarla, de poseerla: "Pero no se entiende la caza si uno no penetra en el sujeto deseante del cazador expuesto a emociones y estados de trance que conforman toda una erótica que ha sido comúnmente utilizada como modelo para otras situaciones y actividades. Es una actividad tipificada por la ausencia y la espera, deseo y posesión, amor y muerte, riesgo y emoción, temor y placer. Si algo caracteriza al cazador es, performativamente, su persecución ciega de un objetivo, y, subjetivamente, la estructura de su deseo. Para el cazador que se juega su suerte y su ser más íntimo ante el animal salvaje, la caza es la prueba suprema de todo su conocimiento y su deseo. Preguntado sobre la naturaleza de su afición, los cazadores no tienen reparo en admitir que es un pasión sobre la que no poseen control alguno. 'Es igual que un sueño', me decía uno de ellos; '¿de dónde viene el sueño?'. En el sueño uno puede controlar las imágenes, no hay negación, no existe el tiempo, se cae en un estado que está entre el consciente y el inconsciente. La caza muestra también alteraciones de la conciencia en el cazador autómata que pertenecen en parte al inconsciente y que lo asemejan a estados de trance. Los cazadores hablan abiertamente del desplazamiento erótico que supone la caza que es un modelo de relaciones amatorias común a muchas culturas" (Zulaika 2008: 252). En relación con la percepción cinegética, Ortega Gasset defiende que el cazador adopta una mirada "preobjetiva" en la que todavía no ve las cosas como objetos que se alzan frente a él, sino que es una mirada global que le hace estar alerta en el medio sin atender únicamente a uno de sus aspectos. En un ensayo aparecido en El Espectador señalaba: "El que es cazador y pasea por el campo con un agricultor nota pronto la diferencia entre el paisaje que ante sí tiene y el que existe para su acompañante. El agricultor, por ejemplo, no suele oír y, desde luego, no percibe distintamente los ruidos campesinos. Las lejanas voces de las aves no son por él reconocidas: los rumores mágicos de la campiña, que para el cazador son signos inequívocos de su claro mensaje telúrico, no dicen nada al que vive en el campo con el fin de explotarlo. Viceversa, ciertos detalles de la campiña notados por éste escapan al cazador; pero, en definitiva, no puede negarse que el paisaje del cazador es mucho más rico en objetos que el del hombre agrícola. Cien veces hemos advertido lo poco que saben de campo los campesinos" (Ortega Gasset 1995: 271). Si bien se puede considerar que el cazador poseería esa mirada global en la que se integraría en el medio conociéndolo, atendiendo a sus aspectos generales, a lo físico, a lo vivo, a lo meteorológico, englobando las percepciones y conocimientos para la consecución de un afán cinegético, la generalización dejaría fuera las actitudes particulares de los distintos individuos. En un grupo tan amplio como heterogéneo, con unos intereses gestores altamente mercantilizados, los cazadores tienen a su vez una mediatización derivada no sólo de este hecho sino de sus propias circunstancias personales. Si atendemos a esta afirmación, habría que poner en duda qué mirada preobjetiva puede tener aquel que se acerca al campo sin conocer nada de él, o conociéndolo pero manipulado por el impulso de captura. Es decir, esa mirada global pasa a la particularidad de un interés más concreto que el propiamente cinegético, un interés que no tiene en cuenta el medio, no ya en su respeto, sino en el conocimiento que precisa para fundirse como elemento natural que busca la integración del superdepredador eventual, el cazador, con las especies cinegéticas. Las categorías de interpretación, lo preconcebido, lo prejuzgado, lo clasificado de antemano, no las ocultaría el cazador en su mirada, al contrario, las activaría en determinados momentos debido a la creación de discursos contextuales que derivarían en acciones concretas, lo que matizaría la generalización de la mirada preobjetiva. El regreso a la naturaleza del hombre a través de sus instintos atávicos, de lo que aún tiene de animal, es otro de los puntos mencionados por Ortega. Aparece aquí una historicidad en la que al hombre se le presupone un instinto y unas condiciones prístinas heredadas y ocultas en el quehacer diario, que se activan durante las experiencias cinegéticas. Si a nivel teórico las reflexiones de Ortega pasan por ser sugerentes, a nivel práctico hay que atender a toda una diversidad que si bien no pone en duda el andamiaje teórico filosófico sí que lo hace su praxis, con unas concepciones y unas actitudes que poco tienen que ver con los discursos que los cazadores ofrecen fuera del contexto cinegético y con los resultados observables en la interacción realizada en los cazaderos. Antes de entrar en el cuerpo del artículo hay que aclarar uno de los términos claves del texto: el concepto de percepción. Este punto es fundamental ya que articula la narración y es la hipótesis que sigue el texto. El hecho de que sea esa percepción, relacionada en todo caso con aspectos culturales, sin obviar su condición biocultural, la que condicione la acción y la consideración que se tiene por un lado del medio natural en relación con la caza, y de ahí traspase a un complejo que imbrique los aspectos que influyen en esas percepciones individuales y su paso al plano colectivo. El proceso cognitivo de la percepción no hay que entenderlo dentro de un hecho exclusivamente biológico, como estímulo físico o sensaciones, sino que cobra su fuerza en los aspectos socioculturales, en las categorías compartidas por el grupo, donde se va a ordenar y clasificar la experiencia, donde se va a aprender y donde se va a transmitir el conocimiento, donde se va a crear, en definitiva, cultura en base a los procesos de socialización. El código creado y compartido por el grupo tiene a su vez las matizaciones internas producto de la reflexión, de la interiorización de experiencias y conocimientos, de crítica a los modelos, de acción, de uso, etc. de aquello que sienta las bases de esa percepción social compartida. Del hecho individual se pasa al plano colectivo, esa percepción cobra sentido, en ese plano social, en el diálogo entre los individuos que forman parte de la comunidad. Es importante a su vez señalar el sentido consciente e inconsciente que tiene per se la percepción. El individuo repara en el conocimiento, en lo que está percibiendo, pero también hay una parte fundamental que se basa en cómo realiza esa percepción, mecanismo organizacional delimitado por un proceso biológico pero en gran medida cultural, que arrastra tras de sí los procesos de endoculturación y socialización a los que el ser humano está sometido. De esta forma lo percibido es tamizado por la herencia cultural del perceptor. Esta postura cae en cierto inmovilismo, que Marleau-Ponty (1975) matizó al considerar el carácter dinámico de la percepción, en el sentido de construcción de significados desde el pasado experimental a lo experiencial del presente y su proyección futura. Para el caso de la caza, el hecho de la percepción que el cazador va a tener sobre su actividad va a venir delimitada por la definición que hace de ella, a nivel individual y fundamentalmente en coherencia con el grupo al que pertenece, y en la acción que se va a derivar posteriormente de este hecho, al ser, no hay que olvidarlo, un elemento de acción directa a nivel medioambiental. 2. El concepto de naturaleza y la caza La naturaleza, en su concepto, se puede considerar como una construcción social, que según el contexto cultural e histórico en el que se desarrolla produce una serie de relaciones humano-ambientales. La dicotomía naturaleza-cultura ha sido puesta en entredicho por distintos autores que inciden en el análisis conjunto y en la interrelación existente, que sobrepasa una mera estrategia metodológica y permite interpretar la realidad humana y medioambiental conjuntamente como elementos inseparables. En esta línea se mueven Philippe Descola, Tim Ingold, Gísli Pálsson o Roy Ellen, por citar algunos nombres, que expusieron parte de sus teorías y trabajos de campo en Nature and Society. Anthropological perspectives. En la introducción del mismo, sus coordinadores recorren brevemente el origen de la dicotomía naturaleza-cultura dentro de la disciplina antropológica, criticando y superando esta clásica división, proponiendo un carácter integrador de ambos conceptos que permitiera un análisis global de la humanidad y de su estar como parte de la naturaleza: "replantear la conexión naturaleza-sociedad significa replantear la antropología ecológica, en particular su concepto de la relación entre la persona y el medio ambiente" (Descola y Pálsson 2001: 30). El fin de estas reflexiones, partiendo de etnografías particulares, lleva, como oposición al relativismo posmoderno, o como fin lógico de su trabajo, a renovar, adecuado al contexto cultural, el concepto comparativo de la antropología. No se trata de partir de categorías universales, sino de coincidir en el plano en el que paradójicamente surge la individualidad relativista. La descripción particular, la valiosa información local no se queda únicamente en el análisis del caso, sino que salta esa barrera viendo la potencialidad comparativa, abriendo un campo de trabajo relacional de las distintas narrativas etnográficas. Descola es el responsable de lo que se ha venido a denominar como ecología simbólica, y que ha supuesto un replanteamiento de la antropología ecológica. Pone en jaque la clásica división naturaleza-cultura, lo hace no a través de la especulación filosófica sino a través de la etnografía. Su trabajo de campo entre los achuar le proporcionó la evidencia que existen modelos culturales que no entiende, conceptualizan, aprehenden la naturaleza al modo occidental sino con su propia particularidad, y que no está determinada, por otra parte, por las características locales del ecosistema y sus técnicas de producción, sino que hay que atender a modos de objetivación, dando un paso posestructuralista al considerar que no cabe hablar de estructuras universales del pensamiento humano, "sino más bien modelos mentales que orientan las relaciones con el medio y que varían en el tiempo y el espacio" (Santamarina 2008: 167). Romper con la dicotomía naturaleza-cultura es casi una necesidad no sólo científica sino vital para la sociedad occidental, y en términos globales, y pecando tal vez de falta de relativismo, de la humanidad. Uno de los grandes problemas que afectan al planeta es la quiebra ambiental, con una serie de cambios ecológicos que tienen una repercusión planetaria. El protocolo de Kioto trató el tema ambiental como un problema global y no local, incidiendo en las repercusiones que de ello se derivan. La posibilidad de compra de excedentes contaminantes es tal vez el ejemplo más claro. En una coyuntura económica, política y social como la actual, analizar al ser humano como parte de la naturaleza, como elemento a la que determina pero sobre el que ejerce a su vez una determinación, lleva a una reflexión que se centra en esa unidad ecológica-humana (2). Edgar Morin defiende la ruptura de la idea insular del ser humano, planteando su existencia dentro de un orden ecológico, sobrepasando paradigmas procedentes tanto de las ciencias biológicas como humanas: "Aquí es donde debemos abandonar totalmente la concepción insular del hombre. No somos extra-vivientes, extra-animales, extra-mamíferos, extra-primates. No estamos separados de los primates, nos hemos convertido en super-primates al desarrollar cualidades esporádicas o sólo incoadas en los simios, como el bipedismo, la caza y el uso de instrumentos. No estamos separados de los mamíferos, somos super-mamíferos marcados para siempre por nuestra relación íntima, caliente, intensa de ser inacabado, no solamente en el nacimiento, sino hasta la muerte, con nuestra madre, así como por la relación entre los hermanos y hermanas de camada, fuentes del amor, del afecto, de la ternura, de la fraternidad humana. Somos super-mamíferos, super-vertebrados, super-animales, super-vivientes. Esta idea fundamental significa de golpe que, no solamente la organización biológica, animal, mamífera, etc., se encuentra en la naturaleza en el exterior de nosotros, sino que también se encuentra en nuestra naturaleza, en nuestro interior" (Morin 1996). La caza tiene unos impactos indudables sobre el medio, complejizándose cuando se realizan bajo unas premisas que sobrepasan la necesidad y se plantean bajo una perspectiva recreativa y económica. Bertrand Hell generaliza para el caso europeo dos tipos de "cultura cinegética": la caza como cosecha y la caza como recolección (3). En la primera de ella "el cazador afirma ser responsable de la administración de la caza; vigila y mantiene una población óptima de venados en su territorio de caza, cuidando que todos los animales rapaces sean destruidos y que los venados tengan forraje y abrevaderos con minerales" (Hell 2001: 239). Este proceso es el que podríamos definir como gestión, tanto para los acotados de caza menor como de mayor, buscando en ésta la consecución de trofeos y la eliminación selectiva de animales considerados como no aptos. El otro tipo de "cultura cinegética", la caza como recolección, no se basa en la gestión sino en la idea de fauna salvaje, a la que tienen acceso los miembros de la comunidad. Esta división está también presente en España, aunque no se ha expresado de esta forma, y un proceso de cambio en el que domina la idea de la "caza como cosecha", aun cuando se ejerza bajo la premisa de una "caza salvaje". Una perspectiva u otra denotan una determinada construcción natural y un papel del ser humano en ella y unos impactos sobre su conjunto. Se modifica no sólo la idea sino también el acto, es decir, se modela la naturaleza y se recrea, o más bien se crea, bajo unos determinados objetivos. Retornando a esa idea de la naturaleza como constructo cultural, sobre la que cada tradición cultural establece una serie de atributos y significados que la definen, que se realizan a partir de su experiencia directa y siguiendo un correlato dialéctico infraestructural y superestructural, la sociedad occidental, a partir de su orden industrial-capitalista, ha creado también sus propias correlaciones sobre los términos relacionados con el medio natural. "Naturaleza" aparece como un término sugerente referido a un lugar prístino, primigenio, alejado del impacto del mundo industrial. Aulas de la naturaleza, talleres de naturaleza, organizaciones de protección de la naturaleza, etc. reflejan en su terminología esa referencia a un espacio inalterado, a una vida animal y vegetal salvaje, que todavía existe y que se puede recuperar, paradójicamente a través de la protección de sus agentes destructores. Se crea un icono, un símbolo referencial que condensa emociones de un "paraíso perdido" por la mano del hombre, al que se le considera fuera de él, volviendo a la idea del "buen salvaje" y al "animal en peligro de extinción". En España, tal vez el lince ibérico es en este momento el símbolo de lo que se pierde y su recuperación no es ya sólo una cuestión ecológica, sino que de él depende la esperanza de salvar aquello que parece insalvable, no ya sólo al felino sino a la vida en el planeta. Frente al término naturaleza, e influido por el desarrollo de la ecología como ciencia, aparecen distintas formas de citar a una misma realidad: medio ambiente, medio natural, ecosistema, entorno natural o espacio natural. Con estos conceptos no se hace referencia a esa naturaleza incontaminada, que no es más que una construcción referencial, sino aquella que entra dentro de la lógica occidental, aquella que percibida como alterada conserva no obstante ciertos atributos, pero que se percibe como modificada por la sociedad industrial. La modificación del estrato natural por el ser humano es una constante que se ha repetido a lo largo de la historia de la humanidad y en todas las partes del planeta. Los impactos e influencia que estos actos han tenido han variado según el lugar y la intensidad de los mismos. Se ha hecho referencia al avance que a nivel teórico pretende superar la clásica dicotomía entre naturaleza y cultura que se ha dado dentro del análisis antropológico, y de esta forma crear nuevas formas de acercamiento a la implicación ecológica entre los dos conceptos. En la sociedad, política y economía occidental, esta tradición está tan arraigada que hay una cada vez mayor separación entre ambas, a pesar de lo que la aparición de movimientos ecologistas o nuevas formas de consumo pudiera aparentar. La idea que mueve al mundo occidental, y que traspasa las fronteras globalizadas, es el progreso. El hombre en su dominación de la naturaleza se considera capaz de su creación, destrucción y reconstrucción, obviando, a nivel político-económico, los costes ambientales e irrecuperables en esta situación. Se parte de dos polos, por un lado el humano y por otro el natural, se pierde la idea de que el primero forme parte del segundo, al contrario, la naturaleza está completamente subordinada al control humano. La idea de dominio de la naturaleza, para Morin, debe cesar, el primer paso es de corte ideológico y dentro del mundo científico teórico, volviendo a una idea integradora de elementos naturales y humanos que no son por otro lado inseparables: "Es necesario dejar de ver al hombre como un ser sobre-natural. Es preciso abandonar el proyecto de conquista y posesión de la naturaleza, formulado a la vez por Descartes y Marx. Este proyecto ha llegado a ser ridículo a partir del momento en que nos hemos dado cuenta de que el inmenso cosmos permanece fuera de nuestro alcance. Ha llegado a ser delirante a partir del momento en que nos hemos dado cuenta de que es el devenir prometeico de la tecnociencia el que conduce a la ruina de la biosfera y por ello al suicidio de la humanidad. La divinización del hombre debe cesar. Ciertamente, nos es necesario valorar al hombre, pero hoy sabemos que sólo podemos valorar verdaderamente al hombre si valoramos también la vida, y que el respeto profundo hacia el hombre pasa por el respeto profundo hacia la vida. La religión del hombre insular es una religión inhumana" (Morin 1996). Poco a poco el tema se centra buscando la relación que establece la actividad cinegética sobre el medio que la alberga. ¿Encontramos en ella la idea de hombre insular que domina la naturaleza, o aquella otra que aboga por una conjunción del hombre como una parte más de la cadena ecológica? Cabe mencionar las relaciones humano-ambientales en las que situar la caza. Gísli Pálsson distingue tres modelos de relaciones humano-ambientales: orientalismo, paternalismo y comunalismo. El paradigma orientalista ambiental ahonda en la división entre naturaleza y sociedad, considerando a la humanidad como "los amos de la naturaleza, los encargados del mundo". Señala Pálsson que su vocabulario es de domesticación, frontera y expansión, a las que habría que añadir el concepto de progreso ilimitado bajo la conciencia de una dominación y una capacidad para controlar y minimizar los posibles impactos. Científicos y técnicos se convierten en elementos fundamentales de control, de continuadores de las necesidades de esta posición, apoyándose en sus postulados los dirigentes políticos y los grupos de poder económico. Para este modelo no hay problema ambiental ya que el controlador del mismo es el propio sistema. Otro de los paradigmas es el llamado por Pálsson como "paternalista", caracterizada por relaciones de protección y no de explotación. Parte, no obstante, de una división entre cultura y naturaleza, con predominio de la primera sobre la segunda. El ser humano tiene una responsabilidad sobre sus congéneres y a la vez con las otras especies del mundo animal y con el medio. Se toma conciencia del impacto y se intenta corregir mediante acciones que se encuentran a su vez dentro de las causantes de los impactos, es el caso por ejemplo del reciclaje. La postura combativa de esta relación viene representada por colectivos ecologistas que consideran que es el ser humano el único que puede proteger a la naturaleza, al ser él su agente destructor, lo que deja entrever a su vez que hay una relación de dominación, una separación entre humanidad y naturaleza, quedando ésta relegada a ejemplos localizados y vírgenes del dominio humano. Frente a los dos paradigmas anteriores, que muestran diferenciados a naturaleza y sociedad, aparece el paradigma comunalista, donde se constata una "reciprocidad generalizada", un intercambio que a menudo se representa metafóricamente en términos de relaciones personales íntimas. Se podría resumir en el ser humano dentro de la naturaleza, como una parte más de ella y dentro de su lógica ecológica. Es tal vez el ejemplo etnográfico de las sociedades cazadoras-recolectoras, el ejemplo más manido de este tipo de relaciones humano-ambientales. Pálsson señala que estos tres tipos de relaciones aparecen también en los posicionamientos teóricos y el tratamiento de los textos etnográficos, por lo que no es únicamente una forma de acción sino una descripción e interpretación de ella. De estos paradigmas se toma su condición referido a la descripción de la acción de las relaciones, con el objetivo de tomarlo como elemento de análisis para la interpretación de cómo interactúa a nivel individual y colectivo el cazador con el medio ambiente, y en una postulación más amplía intentar generalizar lo que podría ser un patrón de relación de la caza como actividad con el componente natural. Pálsson señala las diferencias entre los tres paradigmas, aunque a continuación se refiere a su polifonía, es decir, casos en los que pueden aparecer rasgos de los tres elementos, lo que acertadamente sirve no para una estanqueidad teórica sino para constatar la complejidad de estas relaciones entre sociedad y cultura. 3. Paisajes, territorios, lugares, espacio y tiempo En un interesante artículo, Luis Álvarez Munárriz analiza la conciencia y la conducta medioambiental, que en un momento de crisis ecológica como el actual, se desarrolla dentro de los distintos sectores sociales, según la implicación y percepción que se tengan de los hechos. Desde un posicionamiento cultural, haciendo hincapié en la importancia que la antropología ha tenido para el análisis de las relaciones entre el ser humano y la naturaleza. La propuesta de "paisaje cultural" incide en la imbricación entre naturaleza y cultura, partiendo de las construcciones ideológicas que se realizan en el medio natural, en virtud de su apropiación para el desarrollo de una forma de vida, y serviría para una visión compleja de los impactos de la interrelación, positivos y negativos, y a partir de ahí una actuación que parta de un planteamiento holístico del problema. Paisaje cultural lo define como "la transformación de una parte de la Naturaleza que realiza el hombre para configurarla, usarla, gestionarla y también disfrutarla de acuerdo con los patrones que dimanan de su propia cultura" (Álvarez 2007: 64). Dentro del análisis del territorio, el espacio y el lugar, hay que añadir, siguiendo al profesor Álvarez Munárriz, el concepto de paisaje. Paisaje entendido como "elaboración cultural de un determinado territorio" (Álvarez 2007: 65). Tiene un componente simbólico que lo relaciona con la comunidad, con sus señas de identificación colectiva y con un "patrimonio vivo, un testigo cultural de primer orden que nos indica no solamente lo que hemos sido sino también lo que queremos ser. Es a la vez una figuración y una configuración. No es solo un espacio físico sino también el lugar donde vivimos, el escenario donde se ha gestado y se sigue gestando el drama de la identidad de sus habitantes" (Álvarez 2007: 65). En este sentido se atribuye a la categoría de paisaje cultural la virtud de superar la dicotomía naturaleza-cultura, tanto a nivel teórico como en su vertiente mercantil, incluyendo en una relación inseparable las dimensiones naturales y socioculturales. Los impactos que la actividad cinegética supone sobre el terreno dependen en gran medida del tipo de relación que se establece con el medio, su percepción y su aprehensión. Esta relación se establece sobre un marco físico determinado, que puede ser variable o continuo, y que alberga la acción cinegética. Junto con lo señalado sobre el paisaje cultural, hay que distinguir tres conceptos fundamentales: espacio, territorio y lugar. El espacio, dentro de la reflexión antropológica, se puede considerar como la realidad física, el soporte material sobre el que se establecen actividades económicas, población y relaciones sociales, y habría que añadir, aquel que incluye relaciones ecológicas de estos elementos. El espacio no es únicamente una referencia cartográfica, ese espacio viene determinado por procesos socioculturales que lo conforman y lo cargan de significado. El paso a la aprehensión del espacio es el concepto de territorio. El territorio se puede entender como la realidad social y cultural del espacio. José Luis García se introdujo de lleno en el análisis del territorio y delimitó sus diferencias con el espacio así como la definición de territorio y su repercusión metodológica para el trabajo de campo. Como territorio entiende: "un espacio socializado y culturizado, de tal manera que su significado sociocultural incide en el campo semántico de la especialidad y que tiene, en relación con cualquiera de las unidades constituidas del grupo social propio o ajeno, un sentido de exclusividad, positiva o negativa" (García 1976: 29). La socialización del espacio es lo que permite su control, su delimitación y su conversión en territorio, percibiéndolo dentro de unos códigos compartidos. Los límites del territorio no son físicos sino relacionales, es decir, percibido y semántico, en el que la comunidad pueda catalogarlo y significarlo. Palenzuela Chamorro y Hernández Ramírez defiende que "el significado cultural que adopta el territorio para cada sociedad local viene marcado por la evolución de los usos y aprovechamientos en el espacio y por las formas de apropiación de éste a lo largo de un proceso histórico" (Palenzuela y Hernández 1995: 123). No son sólo los condicionantes ecológicos sino que hay que valorar las formas de apropiación del espacio, de propiedad, para la construcción significativa del mismo. Partiendo de aquí, el territorio, como espacio socializado y culturizado, se convierte en elemento de identificaciones colectivas, un marcador que condensa una importante carga simbólica que se convierte en referente social. La diferenciación entre espacio y territorio tiene su correlato en la tradición gala con la distinción entre espacio y lugar, llegando a partir de él al concepto de no-lugar. Estas ideas que posteriormente entroncaremos con el devenir cinegético son interesantes en la medida que establecen un marco reflexivo, que servirá para delimitar aquello considerado como espacio cinegético. Michel de Certeau distinguió lugar y espacio. El espacio se asimilaría con la distancia entre dos puntos, como ruta, extensión, mientras que el lugar dota de un uso y significación, de una identidad para la sociedad que lo ocupa. El espacio se convertiría en un lugar practicado, y por tanto superaría sus condicionamientos puramente geográficos. Por su parte Merleau-Ponty propone la división entre espacio geométrico y espacio antropológico. En el primer caso aparece un espacio indiscutible en el que "una cosa o está aquí o allí, en cualquier caso siempre está en su sitio" (Delgado 1999: 39). Mientras el espacio existencial, antropológico, es "lugar de una experiencia de relación con el mundo de un ser esencialmente situado en relación con un medio" (Augé 2001: 85). Tal vez sea Marc Augé el que de forma más original ha tratado en las últimas décadas el término lugar y no-lugar. Defiende la existencia de un "lugar antropológico" como "construcción concreta y simbólica del espacio" (Augé 2001: 58), basándose en tres rasgos comunes: identificatorios, relacionales e históricos. En él se desarrollan las prácticas sociales sobre un espacio concreto. El lugar se construye sobre experiencias subjetivas que varían según la activación que de él se realice, con una percepción distinta para personas diferentes. Frente al concepto de lugar, el antropólogo francés desarrolló el no-lugar, partiendo del término acuñado por Certeau. En la oposición de los dos términos se fundamenta la explicación: "Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no pueda definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no-lugar" (Augé 2001: 83). Tanto lugar como no-lugar no son únicamente espacios objetivos, sino lo que para unos es un no-lugar para otros es un lugar. Se parte del lugar para definir su contrario, el no-lugar, pero se establece una dialéctica con la creación de estos espacios a partir de la experiencia subjetiva. Distingue Augé el lugar objetivo y simbólico, y los no-lugares objetivos y subjetivos (4). Lugares y no lugares se entrecruzan, crean y modifican en lo que llama la "sobremodernidad", y caracteriza la importancia de los no-lugares y la función que adquieren como reinterpretación y construcción del lugar, en un interesante complejo de relaciones. 4. La caza y el contexto espacio-temporal La acción cinegética se desarrolla en un marco físico concreto. El espacio que lo alberga tiene distintos usos que varían en la medida que lo hace su actividad, que alternan en un mismo espacio distintos usos. El espacio cinegético sería aquel en el que se desarrollan las prácticas cinegéticas concretas, con una frecuencia temporal determinada, que se compagina en su extensión con otras prácticas agrarias, forestales o recreativas. Salvo fincas dedicadas exclusivamente a la explotación de la caza, la mayoría de acotados españoles tiene una estructura de arrendamiento de la propiedad para el aprovechamiento cinegético según el calendario marcado, que viene a compaginar las explotaciones que se dan en él. De esta forma, terrenos dedicados a la agricultura mudan su actividad durante los días permitidos de caza para convertirse en lugar de tránsito y disfrute de cazadores de menor. Un ejemplo de esto es un acotado de la provincia de Albacete, concretamente en la aldea de La Higuera, donde se ha realizado trabajo de campo. Es una extensión de 1.800 ha. dividida en dos partes, la más amplía una zona de llanura dedicada al cultivo de la vid principalmente y otras explotaciones de menor extensión dedicadas al cereal. La otra parte del coto es forestal. Los terrenos agrícolas son arrendados por sus propietarios al titular cinegético, que a su vez vende los derechos a cazadores por un precio anual. El espacio agrícola, la explotación, se reconvierte durante las jornadas de caza, cambiando de significado y de actores que perciben el territorio desde otra postura, otorgándoles otros atributos y una valoración diferente a la que reciben por parte del propietario. Para el cazador, en este caso, el terreno es la manifestación de una inversión que ha realizado, con un límite espacial y temporal, con el objetivo de una rentabilidad cinegética. No hay sentimiento de propiedad sino intención de apropiación, sin tener en cuenta las otras actividades que se pueden realizar en él, agrícolas y ganaderas, sino la que en los días permitidos practica. Durante horas el espacio cambia de significado en base a la labor realizada y al grupo humano que lo explota. La propiedad se convierte en elemento fundamental porque aquel que está ligado al terreno como propietario tendrá una relación completamente diferente que quien únicamente lo hace como beneficiario puntual. De la relación que el cazador activa con el medio depende la consideración que haga del mismo. El socio puntual de un coto privado, que renueva su vínculo temporada por temporada, si así lo estima oportuno, tendrá una relación distinta de los miembros de una cuadrilla que arrienda un terreno durante cinco años, del cazador local que caza en el acotado de su pueblo, o del cazador itinerante que semana tras semana selecciona el lugar que considera más oportuno y que abona el dinero correspondiente. El espacio cinegético varía su significado, mientras que para algunos se convierte en un territorio, con su componente sociocultural, que no tiene que ser exclusivamente cazadores sino que pueden ser formas de marcajes locales, o lugares donde se dan rasgos identificativos, relacionales e históricos. Para otros, estos terrenos no son más que espacios geográficos, cartográficos, con lo que no se establece vínculo duradero, sino puro aprovechamiento material, que podría convertirse en una relación emotiva si se cumple la expectativa que propició su visita. Lo que para unos es territorio, lugar, para otros carece de sentido, convirtiéndose en un no-lugar. Esta situación puede darse en un mismo espacio, entre un mismo grupo y en un mismo momento. Algunos ejemplos pueden servir comparando dos lugares donde se ha hecho trabajo de campo: el coto de La Higuera (Albacete) y el coto del Monte de San Antonio en Alcoy (Alicante). En el primer caso el grupo está compuesto en su gran mayoría por cazadores procedentes de fuera del pueblo, sin ninguna vinculación a él. Su valoración se establece a partir de los beneficios que consiguen cada semana, sin mayor implicación con el lugar. Junto a ellos hay una serie de cazadores que han nacido y vivido en el pueblo y que llevan cazando en su acotado durante "toda la vida". Para ellos los significados son distintos, conocen e interpretan el territorio no sólo desde un prisma geográfico, también emocional porque fue allí donde abatieron su primera perdiz o cobraron su primer conejo, donde aprendieron a cazar y valorar el lugar como algo que sobrepasa lo puramente cinegético y se convierte en un identificador local, familiar y personal. Para unos el coto es un lugar de tránsito, de aprovechamiento, tiene una utilidad puntual de la que dejan de usar cuando las circunstancias así se lo indican, sin un referente simbólico y considerado como "lugar de consumo", para otros es una parte más de su identidad local llena de significaciones que lo convierten, a pesar de las vicisitudes que a nivel cinegético pueden ocurrir, en un lugar compartido. Estas valoraciones implican una actitud, unas formas y una adecuación a los contextos en la acción desarrollada. Otro ejemplo se puede encontrar en la batida organizada en el coto del Monte de San Antonio, dentro del parque natural de la Font Roja en la provincia de Alicante. A ella asistieron numerosos cazadores de distintas zonas que no tienen ninguna relación con el lugar. Es un espacio de paso, un lugar de consumo puntual que reduce el significado que para otros cazadores pueda tener. Es el caso de aquellos que pertenece a la sociedad de cazadores que explota el acotado y sobrepasa el mero hecho de considerarlo como un cazadero puntual. Muchos cazadores no sabían ni siquiera el lugar donde se iba a cazar, y partían de unos estereotipos y prejuicios determinados por su condición de parque natural. En el caso de las cacerías puntuales, entre las que destacan determinados tipos de monterías, batidas y recechos, en caza mayor, o modalidades de caza menor, la relación con el espacio es de consumo. Se busca la oferta más ajustada a las necesidades de cada cazador y la rentabilidad de la jornada. A nivel de interacción social se hace evidente esta situación de no-lugar con unas relaciones sociales que se reducen a pequeños grupos, a una individualidad elevada y a una sensación de tránsito que contrasta con la que aparece en otro tipo de contextos. La mercantilización va asociada a este cambio en la consideración del espacio. El espacio cinegético, geográficamente hablando, sería un espacio que podría catalogarse en algunos casos como espacio natural, debido a sus características físicas, y espacio humanizado, en el caso de explotación del medio. En el primer caso la intervención humana a través de la caza supone su culturización y su modificación para un uso y un aprovechamiento humano. En el segundo caso se añade a los rendimientos que en ellos se da uno más: el cinegético. El espacio cinegético es una extensión de terreno físico donde en un momento determinado se realiza un aprovechamiento cinegético, que sirve para establecer una serie de interrelaciones entre los actores del mismo, que lo dotarán de significado sobrepasando el mero límite geográfico, convirtiéndolo en referente relacional, de identidad e histórico. Pero, ¿el espacio cinegético se limita únicamente a un lugar concreto, aquel donde se desarrolla la acción, o lo sobrepasa extendiéndose a los lugares de interacción? ¿Cuándo un espacio se convierte en cinegético? ¿Cuándo se activa? ¿Cuándo se percibe? ¿Cuándo se recuerda? Si se puede hablar de un espacio cinegético, ¿el tiempo que lo delimita es también cinegético? La relación tiempo y espacio en la que se sumerge el cazador durante las jornadas de caza podría interpretarse, de forma clásica, relacionándola con el esquema de los ritos de paso. Se podría hablar de un tiempo cinegético, en el que se dan todas las interacciones sociales, los procesos de sociabilidad y socialización, la modificación de roles y los períodos liminales. El espacio cinegético sería aquel que albergaría ese tiempo, traspasaría el marco físico del cazadero, ampliándolo a otros lugares de interacción, vaciándolo de contenido cuando en él no se produzcan acciones de carácter cinegético. Un coto de caza, durante la veda, o durante los días no permitidos de caza, dejaría su carácter de espacio cinegético, al no ser semantizado como tal, si no se realizan en ese momento actuaciones cinegéticas. Es decir, en una cuestión semántica, el espacio se convierte en cinegético cuando se realizan actuaciones de este tipo, de otra forma podemos considerarlo agrícola, forestal, etc. según sus características. Esta distinción no serviría como exclusión, al contrario, propone una integración espacial, una convivencia en la que se produzca la relación entre ambas. Este razonamiento se basa en que el espacio es una construcción cultural de la realidad, independientemente de su carácter físico, porque se basa en la percepción que sobre él se realiza, que lleva a su explotación de una forma u otra. Dentro de los espacios cinegéticos se producen una serie de impactos objetivos, que serán valorados de distinta forma según los actores que lo protagonicen. El impacto se realiza sobre un medio físico. Si éste se ve bajo un prisma cinegético se puede advertir un beneficio o una merma dependiendo de la situación de las especies y de los correctos modelos de gestión empleados. En los acotados se va a valorar el número de animales y la calidad de los mismos como indicador de la buena gestión del terreno, obviando otros factores como la menor biodiversidad, la ruptura de la cadena ecológica con la eliminación de depredadores o la modificación de paisajes en beneficio de una mayor riqueza cinegética. Un punto de vista más amplio tendría en cuenta la repercusión ecológica que tiene la caza, tanto a nivel de animales cinegéticos como de indicadores globales de biodiversidad. Esta reflexión que aparece en menor medida entre una parte de los cazadores, pero sobre todo de aquellos que analizan el medio fuera de la lógica cinegética, incide en el desequilibrio que se da en muchos terrenos de caza, sobre todo aquellos explotados más intensivamente, a causa del rendimiento económico que se espera de ellos. El discurso que manejan los cazadores de que sin ellos no habría animales en los cotos es cierta, pero es ese mismo "buen hacer" el que lleva asociado la desaparición de las mismas. El cazador se preocupa de que las especies objeto de caza proliferen en los cotos a los que pertenecen, pero si cesan en la gestión de los mismos, éstas se verán afectadas al faltarles una fuente de alimentos a las que están habituados. El cazador modifica el medio. El espacio natural viene determinado por el elemento cultural, en el caso de la caza para su conservación y posterior disfrute predatorio, y en el caso del "ecologismo" con su conservación, y supuesta recuperación, para su disfrute "natural". Confluyen aquí las posturas, muchas veces irreconciliables, de cazadores y ecologistas, en el sentido que ambos modifican la naturaleza, con un nivel de impacto diferenciado, bajo un concepto predeterminado y construido de actuación medioambiental. Como señala Pedro Tomé, no existen ecosistemas naturales donde existe la presencia humana, es más, podría ampliarse al hecho, como hemos visto, a donde existe actuación humana, independientemente de su presencia física. Hay una modificación cultural que alberga tras ella un interés, que en el caso de la caza se refleja en una modificación del orden ecológico para un aumento de la producción faunística. La intervención humana se hace presente en la infraestructura a la que dota al medio natural, introduciendo elementos ajenos y domesticando un territorio que conceptualmente se llega a asimilar con un ecosistema inalterado. No hay que olvidar que la caza actual en su componente humano y también en su percepción es un fenómeno que se podría considerar como urbano. Con este término no hay que considerar únicamente a la ciudad sino un estilo de vida, unas relaciones y unos espacios naturales entre los que "no hay razón por la cual los espacios naturales abiertos o las aldeas más recónditas no puedan conocer relaciones tan típicamente urbanas como las que conocen una plaza o el metro de cualquier metrópoli" (Delgado 1999: 24). No es sólo el aspecto económico, la relación humana también es urbana, con una individualidad que en algunos casos se esconde bajo el parapeto de la cuadrilla, pero sale a relucir a poco que se investigue, y que es manifiesta en determinadas modalidades de caza. La forma de concebir el medio, dotándolo de posibilidades y comodidades parte de esa intención de acercar la naturaleza a su consumidor, no siendo ésta una cuestión en la que esté incluida solo la caza sino también otro tipo de actividades relacionadas con el disfrute recreativo del medio ambiente.
5. Conclusión Las posibilidades que brinda el estudio de la caza actual en España para la antropología social y cultural son destacadas, tanto por el trabajo de campo que permite como por las reflexiones a las que incita en temas clásicos antropológicos, como el simbolismo, la ritualidad, la sociabilidad, etc. y también su importancia en el plano económico, activación de recursos en zonas rurales, turismo cinegético, etc. A pesar de los distintos campos sobre los que profundizar se defiende la idea de que la base de los mismos tiene que entrar a interpretar los discursos construidos desde dentro del colectivo, que van a modelar y van a afectar a las categorías analíticas utilizadas para su comprensión. Partiendo de aquí, hay que preguntarse por el carácter existencial y sentimental que tiene la caza para el cazador. A través del análisis de estos discursos, que sin duda son complejos, se pueden entrever las acciones que posteriormente de ellos se van a derivar y como la acción va a depender de estos posicionamientos. Quedándonos únicamente en este punto la objeción es en qué medida no son los condicionantes económicos, sociales o políticos los que modelen de alguna forma esa percepción individual y como colectivo que representa la caza para sus actores. La imbricación de todo en un complejo es fundamental, evitando una estanqueidad esencialista que sería en aras explicativas más clarificadoras, pero que perderían la profundidad con la que se cree ha de estudiarse la caza. El análisis de los impactos medioambientales, la importancia económica y su estructuración, las medidas legales que giran a su alrededor, la proyección social de la actividad cinegética, la opinión pública con respecto a la caza, la relación caza/cazadores con colectivos ecologistas, etc. se imbrican con estos aspectos de corte más reflexivo en los que se pregunta sobre la esencia misma de la caza y el sentimiento del cazador, en definitiva por el ¿qué es la caza? ¿por qué se caza? ¿por qué se es cazador? Preguntas, casi irresolubles categóricamente, a las que hay que dotar de respuestas abiertas y siempre susceptibles de modificación, ampliación y cambio, debido a su complejidad y al devenir variable de cualquier tipo de respuesta. Notas 1. Esta estimación se realiza, al no tener datos definitivos oficiales, mediante el cálculo de la superficie acotada por comunidades autónomas y calculadas sobre el total del territorio español. Es un dato aproximativo que únicamente quiere resaltar la importancia en extensión que tienen los cotos de caza. 2. "Dicho con una fórmula: la
miseria es jerárquica, el smog es democrático.
Con la extensión de los riesgos
de la modernización (con la puesta en peligro de la naturaleza, de la
salud, de la alimentación, etc.) se
relativizan las diferencias y los límites sociales. De ahí se siguen
extrayendo consecuencias muy diversas. Sin
embargo, objetivamente los riesgos despliegan
dentro de su radio de acción y entre los afectados por ellos un
efecto igualador. Ahí reside precisamente su
novedosa fuerza política. En este sentido, las sociedades del
riesgo no son sociedades de clases; sus
situaciones de peligro no se pueden pensar como situaciones de clase,
ni sus conflictos como conflictos de clases. 3. "En consecuencia, en la actualidad hay dos culturas cinegéticas divergentes que coexisten en el occidente de Europa, la caza como cosecha y la caza como recolección. Una es individualista y elitista mientras que la otra está abierta a todos y tiene una orientación comunitaria, y ese contraste se refleja en la proporción de cazadores por país" (Hell 2001: 240). 4. "Para simplificar, denominaremos lugar objetivo al espacio donde se inscriben marcas objetivas de identidad, relación e historia (monumentos funerarios, iglesias, lugares públicos, escuelas, etcétera) y lugares simbólicos a los modos de relación con el otro que prevalecen en aquél (residencia, intercambios, lenguaje); no lugares objetivos son los espacios de tráfico, comunicación y consumo, y no lugares subjetivos son los modos de relación con el exterior que prevalecen en aquéllos: tránsitos, mensajes, anuncios, códigos" (Augé 2004: 135).
Bibliografía Augé, M. Beck, U. Coca Pérez, A.
(y R. Zaya Grillo) Comas
d'Argemir, D. Delgado, M. Descola, P. (y
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J. L. Hell, B. Igoe, Jim (y
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M. Morin, Edgar Ortega Gasset,
J. Palenzuela
Chamorro, P. (y J. Hernández Ramírez) Pálsson, G. Pascual
Fernández, J. (y D. Florido del Corral) Santamarina,
Beatriz Sánchez
Garrido, R. Solana Ruiz,
J. L. Tomé Martín, P. Vargas
Melgarejo, L. Zulaika, J. |
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