LA MÚSICA EN LA ESCUELA
Hace algunos años, con ocasión de un viaje a Estados Unidos, tuve la dicha de contemplar un espectáculo que en España resultaba del todo ilusorio. Un sábado del mes de abril, tras una prolongada entrevista con un alto responsable del Departamento de Educación del Estado de Michigan, al abandonar el edificio oficial, nos encontramos a un numeroso grupo de escolares, integrantes de varias Bandas de Música de Centros de Enseñanza, sentados ante sus atriles prestos a iniciar el concierto sabatino que, de modo habitual, ofrecían a los ciudadanos de Lansing. Gratamente sorprendido por aquella demostración que tan vivamente contrastaba con el yermo panorama musical de la escuela española de entonces, inquirí más detalles. Cada sábado actuaban Bandas de Centros diferentes bajo la dirección de un profesor, distinto también cada semana. Estos conciertos, programados para cada Curso Escolar, estaban auspiciados y organizados por las autoridades educativas y, para mayor simbolismo, tenían lugar, como he dicho, frente al equivalente de nuestra Consejería de Educación.
Es cierto que la situación de la música en el ámbito escolar español ha experimentado una sensible mejoría en los últimos años y a ello ha contribuido el meritorio esfuerzo de los especialistas de Educación Musical egresados de las Facultades de Educación. Pero estamos muy lejos de alcanzar el nivel de otros países en esta materia. Preguntarnos cuántos Centros de enseñanza de nuestro país poseen Banda de Música no es más que un ejercicio retórico. Pero las Bandas son la resultante de un esfuerzo continuado de educación musical y aquí si cabe preguntarse, por ejemplo, en cuántos Centros la música recibe, al menos, el mismo tratamiento que las disciplinas llamadas “de conocimiento”.
MÚSICOS DESPUÉS DE LOS 40
Juan tenía 40 años cuando su hijo Luis inició los estudios en el Conservatorio. Varias veces a la semana le acompañaba al viejo caserón de la calle de San Jerónimo de Granada y, mientras el niño permanecía en clase, combatía el aburrimiento haciendo crucigramas o charlando con otros padres tan ociosos como él. Cuando Luis iba a comenzar el segundo Curso, Juan ya había tomado una decisión que alteraría el rumbo de su vida: se matricularía también en el Conservatorio y acudiría a las clases con su hijo. Con el tiempo, ambos concluyeron los estudios de piano y se convirtieron en profesores de música. Juan llegó a ser Director de un Conservatorio.
Ricardo tenía 48 años cuando decidió seguir estudios musicales. Sus compañeros de trabajo se lo tomaron a chufla. ¿Y piensas aprender piano?. ¡Pero si tienes los dedos más tiesos que la pata de Perico!. Ricardo sonreía ante estas burlas cariñosas que no alteraban un ápice su firme determinación. Es cierto que Ricardo no llegó a destacar como pianista pero adquirió la desenvoltura necesaria como para interpretar piezas de cierta complejidad y, lo que es más importante, para disfrutar con la música que, al decir de Platón, “da alma al universo, alas a la mente, vuelos a la imaginación, consuelo a la tristeza y vida y alegría a todas las cosas”.
José era, como tantos otros, un músico frustrado, un aficionado de medio pelo. De joven había tocado el laúd (en realidad lo hacía gemir) en una tuna universitaria. También soplaba la armónica, aporreaba el piano, y hacía chirriar a la guitarra. Mucho entusiasmo pero muy poca habilidad. Un buen día a José se le cruzaron los cables (hicieron un contacto luminoso) y a sus 52 años comenzó a estudiar solfeo y guitarra como Dios manda, es decir en una Escuela de Música. Para sorpresa de muchos, José avanzó y avanzó y, según mis noticias, aún sigue. Cuando alguien le recuerda que lleva cierto retraso, le responde que no tiene prisa por ser famoso.
Estas tres historias, cuyos detalles he falseado deliberadamente pero que son, esencialmente, verdaderas, podrían sumarse a otras tantas que tienen como protagonistas a personas mayores que han encontrado, al fin, la oportunidad de hacer lo que querían o que han descubierto que la música es un alimento espiritual del que no se puede prescindir.
Hay que incrementar sustancialmente la nómina de maestros y maestras “musicales”. Hace falta que dejen de escudarse en el “no tengo oído” o “no tengo tiempo” y se lancen a la maravillosa aventura de la música. Si lo hacen, todo serán satisfacciones porque su salud emocional se verá fortalecida. Y aunque no lleguen a alcanzar las cimas del virtuosismo profesional, piensen que si tienen en casa un instrumento y mujer (o marido), siempre tendrán algo que tocar.
Dr. Salvador Camacho Pérez