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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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La ficcionalización del mundo
28 / 04 /2024

El sueño del Caballero o la vida es sueño (1650). Antonio de Pereda

Habíamos dicho que estamos en la época de la sociedad estacionaria, ajetreada en la inmovilidad, detenida en una organización del vacío. Pues bien, quien duerme en la quietud del falso movimiento siempre está expuesto a la sospecha que lo conduciría a despertar. El mismo desasosiego sin motivo aparente es ya una voz de alarma que llama a la acción, nos coloca sobre el rastro de lo que sucede. Pero el estar sobre el rastro, que mantiene en la pasividad, posee su propio placer y produce la falsa ilusión de estar en movimiento, de devenir. Este dispositivo pertenece a lo que llamamos ficcionalización del mundo.

Se sueña que uno hace, se degusta la praxis venidera en su mera anticipación imaginativa, se vislumbra el comienzo de lo nuevo. Y ese destello queda retenido en la embriaguez que produce. Es así como la imaginería de lo posible rehúsa la realización de lo sospechado. El histrión, que es el hombre de hoy, se ve empujado a realizar su obra oníricamente. El innovador, el que añora el hacer revolucionario, el intempestivo, el pensador veraz... todas estas figuras del hombre actual son, la mayoría de las veces, máscaras distintas del histrión. Todas ellas experimentan, tarde o temprano, la angustia de su impotencia, por supuesto. Pues la coacción invisible al histrionismo, que es un padecer interno, es también el oscuro presentimiento que pone en guerra silenciosa al hombre consigo mismo. Pero este saber acerca de la organización del vacío y de la falsa errancia, es decir, de la parálisis en medio del más afanado dinamismo, no conduce al despertar en la sociedad estacionaria, bajo cuyo poder existimos. Provoca, más bien, un sueño más profundo. He aquí un hecho, un factum que difícilmente se podrá negar si se medita con calma: el hombre actual sabe, sin poderlo formular con claridad, que en las circunstancias presentes un Morfeo espectral le está arrancando la fuerza de ser, envolviéndolo en una realización virtual, ficticia.

El sueño de la razón produce monstruos (1797-99). Goya
Quien se expresa con intención crítica también padece a solas el sentimiento premonitorio de la inanidad de lo que hace. Barrunta que su pensamiento puede caer, de alguna manera, en la organización del vacío y de la apariencia y que él mismo tal vez sea tan sólo un histrión que todavía no ha tomado conciencia de ello. La sociedad estacionaria se alimenta también de todo esto. Le viene como anillo al dedo que la denuncia y el anhelo de una nueva tierra sean libremente cacareados al viento, divulgados, expuestos en reuniones, manifestados con tesón en público, metamorfoseados en obras de arte, expandidos en temarios educativos. Es este hoy el mejor modo en que la invocación a la acción entra en la espesura del espectáculo. Afirmando en el fondo su irrealidad, este alardeo de acción le confiere a la sociedad estacionaria, en provecho suyo, mayor apariencia de realidad. Pero es solo una apariencia.
Sueños o ilusiones (2018). Sandro Cocco


El verdadero hacer emana de la fuerza excéntrica. El hombre, ser errante, se extraña excéntricamente. Tanto en la actividad del pensar como en la praxis inmediata es capaz de sostener erguido y mantener en vilo el poder del extrañamiento. Y este no puede dejar de propiciar admiración por las cosas que pueblan la vida. Pero hoy parece que esa fuente de expropiación, de extradición lúcida, se angosta y declina en una palidez cadavérica. Es lógico que, en tales circunstancias, lo que se admira sea (a la inversa) lo que menos extrañeza suscita. No se admira lo extraordinario en lo ordinario, sino lo ordinario convertido artificialmente en extraordinario, es decir, lo que carece de valor y asegura la continuidad del espectáculo. Así, los personajes admirados no son, en la sociedad estacionaria del presente, los que más se elevan: se han convertido en grandes hombres a fuerza de descender.

El riesgo de convertirse en víctimas de la escenificación autonomizada amenaza a los hombres de solidez, a los que se los obsequia, para que no vuelen muy alto, con los esplendores del espectáculo, domesticándolos con el premio grandilocuente y con la promoción de su imagen. Por el contrario, cuanto más nimia es la obra que un ser humano ha podido hacer germinar, mayor éxito y reconocimiento está en condición de recibir. Todo ello lo había descrito genialmente Robert Musil a principios de siglo como una enfermedad del hombre sin atributos que avanzaría con el curso del tiempo y a la que, irónicamente, relacionaba con la ley que rige el crecimiento de una gran O redonda cuyo contenido es constante: cuanto más voluminosa, más se diluye su esencia en la dilatada superficilidad. Tal vez este espíritu se apodere pronto de los procesos de aprendizaje en el mundo de la vida. La sociedad estacionaria es esa O expansiva, cada vez más globalizada, en la que un nimio interior se mantiene invariable mientras su envoltura cobra dimensiones gigantescas.

Jackson Pollock - Convergence - 1952
La ficcionalización del mundo posee mayor flexibilidad para extenderse que el trato con la problematicidad real. Se aviene muy bien con un síntoma del resentimiento que señalaba Nietzsche: con la búsqueda de una felicidad que aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, sábado. No se trata de esa sana jovialidad cuyo anverso es la clara percepción de lo sombrío: el dolor, la fugacidad, la punzada de lo problemático. Es, más bien, justo lo que la ficcionalización necesita: un refrendo afectivo de su vacuidad, una corroboración ensimismada que atrae hacia sí las figuras de la felicidad aparentemente real y en el fondo animada por alguna impasibilidad. La sociedad estacionaria es una potente máquina que se emplea a fondo en la fabricación diversificada de este producto: los alivios del estado de bienestar (que ocultan la miseria lejana), la excitación en la competición por el reconocimiento (ayuna de escucha), el alborozo del trepidante andar a la brega (asténico de demora activa), el gozo del recambio tecnológico, … Sobre todo, el armonicismo, ese armonicismo cortical, signo de estimación mecánica, que sirve de pátina para ocultar la indiferencia recíproca: rituales de tolerancia, de indulgencia, de permisividad, en los que la condescendencia de fondo segrega hacia la superficie una simpatía obligada. Todo este tipo de felicidad procede como por decreto de la ficcionalización, hasta el punto de que hoy un ser humano taciturno se toma por débil o enajenado.